30

DÍA 20. CHIVO EXPIATORIO

Knut Müller-Nilsen ya se había personado en el muelle que había bajo el puente de Puddefjord cuando Harry llegó en yate. Él, dos policías y el psiquiatra al que habían llamado lo acompañaron bajo cubierta, donde tenía a Katrine Bratt esposada a la cama. Le pusieron una inyección con una sustancia antipsicótica y tranquilizante y la llevaron arriba, al coche que esperaba.

Müller-Nilsen le dio las gracias a Harry por haber accedido a hacerlo tan discretamente.

—Vamos a intentar seguir con la boca cerrada —dijo Harry mirando al cielo mientras caía la lluvia—. Oslo querrá llevar la batuta cuando esto se haga público.

—Naturalmente —asintió Müller-Nilsen.

—Kjerti Rødsmoen —dijo una voz, y todos se volvieron—. La psiquiatra.

La mujer, que alzó la vista para mirar a Harry a la cara, tendría unos cuarenta y tantos años, el pelo rubio y despeinado, y un anorak grande de color rojo chillón. Tenía un cigarro en la mano y no parecía importarle que se le mojara ni mojarse ella bajo la lluvia.

—¿Ha sido peligroso? —preguntó.

—No —dijo Harry, mientras sentía el revólver de Katrine presionándole la cintura—. Se entregó sin resistencia.

—¿Qué dijo?

—Nada.

—¿Nada?

—Ni una palabra. ¿Cuál es tu diagnóstico?

—Obviamente, una psicosis —dijo Rødsmoen sin vacilar—. Lo cual no quiere decir en absoluto que sea una enferma mental. Solo es la forma que tiene el cerebro de manejar una situación inmanejable. Más o menos como cuando decide desmayarse si el dolor es demasiado intenso. Seguro que ha pasado mucho tiempo sometida a una situación de estrés extremo. ¿Estoy en lo cierto?

Harry asintió.

—¿Volverá a hablar?

—Sí —dijo Kjersti Rødsmoen, y miró con disgusto el cigarrillo mojado y a punto de apagarse—. Pero no sé cuándo. Ahora mismo necesita descansar.

—Descansar —resopló Müller-Nilsen—. Es una asesina en serie.

—Y yo psiquiatra —dijo Rødsmoen, tiró el cigarro y se dirigió a un pequeño Honda rojo que incluso con la lluvia, parecía lleno de polvo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Müller-Nilsen.

—Vuelvo a casa en el último vuelo —dijo Harry.

—No seas tonto, pareces un cadáver. La comisaría tiene un acuerdo con el Hotel Rica Travel. Te llevamos allí y te enviaremos ropa seca. También tienen restaurante.

Harry se registró. Delante del espejo, en el baño de la habitación, estrecha y sencilla, pensó en lo que había dicho Müller-Nilsen. Que parecía un cadáver. Y lo cerca que había estado de serlo. Pero ¿seguro que había estado tan cerca? Después de ducharse y de comer en el restaurante vacío, volvió a su habitación e intentó dormir. No lo logró y encendió la tele. Mierda en todos los canales, excepto el NRK2, donde ponían Memento. Había visto esa película anteriormente. Contaba la historia desde el punto de vista de un hombre que ha sufrido un trauma cerebral y tiene memoria de pez. Habían asesinado a una mujer. El protagonista había anotado en una foto quién era el culpable, ya que sabía que lo iba a olvidar. La cuestión era si se podía fiar de lo que él mismo había escrito. Harry apartó el edredón de una patada. El minibar que había debajo de la tele tenía la puerta marrón y ninguna cerradura.

Debería haber cogido ese avión a casa.

Estaba saliendo de la cama cuando sonó el móvil en algún lugar de la habitación. Metió la mano en el bolsillo de los pantalones mojados que colgaban de una silla cerca del radiador. Era Rakel. Le preguntó dónde estaba. Y le dijo que tenían que hablar. No en su apartamento, sino en un sitio público.

Harry se dejó caer en la cama boca arriba, con los ojos cerrados.

—¿Para decirme que no podemos vernos más? —preguntó él.

—Para decirte que no podemos vernos más —dijo ella—. No puedo.

—Me vale con que me lo digas por teléfono, Rakel.

—No, no vale. Entonces no duele lo suficiente.

Harry suspiró. Ella tenía razón.

Acordaron verse a las once de la mañana siguiente junto al Museo Fram en Bygdøy, una atracción turística, un lugar donde perderse entre alemanes y japoneses. Ella le preguntó qué estaba haciendo en Bergen. Él se lo contó y le pidió que no se lo dijese a nadie hasta que lo leyera en los periódicos dentro de unos días.

Colgaron y Harry se quedó tumbado con la vista clavada en el minibar mientras Memento continuaba con su desarrollo inverso. Habían intentado matarlo, el amor de su vida ya no quería verlo más y acababa de concluir el peor caso de su carrera. Pero ¿había concluido de verdad? No había contestado a la pregunta de Müller-Nilsen de por qué había decidido ir en busca de Bratt él solo, pero ahora lo sabía. Era la duda. O la esperanza. Esa esperanza desesperada de que las cosas no fueran así, después de todo. Y que seguía allí. Pero ahora había que hacer que se extinguiera la esperanza, había que ahogarla. Y sí, tenía tres buenas razones y una jauría de perros en el estómago ladrando como posesos. Así que, ¿por qué no abrir ese bar cuanto antes?

Harry se levantó y fue al baño, abrió el grifo y bebió mientras el chorro le salpicaba toda la cara. Se enderezó y se miró al espejo. Como un cadáver. ¿Por qué no quería beber aquel cadáver? Le escupió la respuesta en voz alta a su propia cara:

—Porque entonces no dolerá lo suficiente.

Gunnar Hagen estaba cansado. Cansado hasta lo más hondo de su ser. Miró a su alrededor. Era casi medianoche y se encontraba en un establecimiento del último piso de un edificio del centro. Todo lo que había en la sala era de color marrón brillante: el suelo, como el de un barco; el techo, con los focos empotrados; las paredes, decoradas con cuadros de los anteriores presidentes del club, la mesa de caoba de diez metros cuadrados y los cartapacios de piel que cada uno de los doce hombres que había en la sala tenía delante. Hagen había recibido una hora antes una llamada del comisario jefe de la Policía Judicial, que lo convocó para que acudiera a esa dirección. A algunas de las personas de la sala sí las conocía, como al comisario principal; de otras solo había visto fotos en los periódicos, pero la mayoría le eran desconocidas. El comisario jefe de la Policía Judicial los informó del asunto. Que el Muñeco de Nieve era una agente de policía de Bergen que había operado en parte desde su puesto en Delitos Violentos, en la comisaría de Grønland. Que había engañado a la policía de Oslo y que, ahora que la habían detenido, tendrían que hacer público el escándalo.

Cuando acabó se hizo un silencio tan denso como el humo de un habano.

El humo subía desde el extremo de la mesa, que ocupaba un hombre de cabello ceniciento retrepado en un sillón de respaldo alto, de forma que la cara le quedaba en la sombra. Por primera vez, el hombre emitió un sonido. Solo un leve suspiro. Y Gunnar Hagen se dio cuenta de que todos los que habían hablado hasta el momento se dirigían a él.

—Muy vergonzoso, Torleif —dijo el hombre del cabello ceniciento con una voz sorprendentemente clara, casi femenina—. Extremadamente perjudicial. Para la confianza en el sistema. Nos encontramos en ese nivel. Y eso significa… —Parecía que toda la sala contenía la respiración mientras el hombre del cabello ceniciento daba una calada al puro—… Que tienen que rodar cabezas. La cuestión es solo cuáles.

El comisario principal carraspeó.

—¿Tienes alguna sugerencia?

—Todavía no —dijo el hombre del cabello ceniciento—. Pero creo que tú y Torleif sí. Cuéntame.

El comisario principal miró al comisario jefe de la Policía Judicial, que tomó la palabra.

—Según lo entendemos nosotros se han cometido negligencias profesionales específicas relacionadas con la contratación y su seguimiento. Errores humanos, no errores del sistema. Y por lo tanto, no es un problema directamente de la jefatura. Proponemos hacer una distinción entre responsabilidad y culpabilidad. La jefatura asume humildemente la responsabilidad y…

—Omite lo elemental —dijo el hombre del cabello ceniciento—. ¿Quién es tu chivo expiatorio?

El comisario jefe de la Policía Judicial se ajustó el cuello de la camisa. Gunnar Hagen se dio cuenta de que no se sentía a disgusto.

—El comisario Harry Hole —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial.

Se hizo otra vez el silencio mientras el hombre del cabello ceniciento volvía a encender el puro. Se oyó varias veces el chasquido del encendedor. Y las caladas que el hombre daba entre las sombras, antes de que volvieran a subir las vaharadas.

—No está mal pensado —dijo la voz clara—. Si no fuese Hole, habría dicho que buscaras a tu chivo expiatorio en una esfera superior del sistema, que un comisario no es lo bastante gordo como para ser carne de cañón. Sí, seguramente te habría pedido que contemplases la posibilidad de ser candidato, Torleif. Pero Hole es un agente de policía conocido, ha participado en ese programa de tertulias de la tele. Una figura popular con cierto renombre como investigador. Sí, se puede considerar. ¿Pero estará dispuesto a colaborar?

—Déjalo en nuestras manos —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial—. ¿O qué dices tú, Gunnar?

Gunnar Hagen tragó saliva. De entre todas las cosas posibles en aquel momento, él pensaba en su mujer. En todo lo que ella había sacrificado para que él pudiese hacer carrera. Cuando se casaron, ella dejó de estudiar y se mudó con él a todos los destinos que le asignaron en el Ejército y, después, en la Policía. Era una mujer inteligente y sabia, y era su igual, incluso superior en muchos ámbitos. Comentaba con ella tanto asuntos de su carrera como los de carácter moral. Y ella siempre le daba buenos consejos. Aun así, no había conseguido hacer la brillante carrera que ambos esperaban. Sin embargo, ahora las cosas tenían mejor pinta, por fin. Estaba escrito en las cartas que el puesto de jefe de Delitos Violentos podría impulsarlo hacia delante, más arriba; que así sería, de hecho. Solo era cuestión de no pisar en falso. No tenía por qué ser difícil.

—¿O qué, Gunnar? —repitió el comisario jefe de la Policía Judicial.

Pero es que estaba tan cansado. Cansado hasta lo más hondo de su ser. «Esto es por ti —pensaba—. Esto es lo que habrías hecho tú, querida».