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DÍA 20. GAS LACRIMÓGENO

La lluvia se colaba por el cedazo del cielo y caía sobre la ciudad de Bergen, inmersa en el azul crepuscular de la tarde. El barco que había contratado ya estaba listo en el muelle, al pie del puente de Puddefjord, cuando el taxi de Harry paró delante de la empresa de alquiler.

Era un yate finlandés de ocho metros, bastante usado.

—Voy a pescar —dijo Harry señalando la carta náutica—. ¿Hay algún escollo o algo que deba saber si quiero llegar aquí?

—¿A la isla de Finnøy? —dijo el empleado—. Llévate una caña con plomos y cucharilla, aunque allí no hay mucha pesca.

—Ya veremos. ¿Cómo se pone en marcha este cacharro?

Cuando Harry pasó junto al cabo de Nordneset, entrevió en la penumbra del anochecer el tótem rodeado de los árboles desnudos del parque. El mar se había rendido calmándose bajo la lluvia, que le arrancaba rizos de espuma a la superficie. Harry empujó hacia delante la palanca que había junto al timón, la proa se levantó, tuvo que dar un paso para apoyarse y el barco cobró velocidad. Un cuarto de hora después, tiró de la palanca hacia atrás y viró hacia un muelle del otro extremo de la isla de Finnøy, donde no podrían verlo desde la cabaña de Rafto. Amarró el barco, sacó la caña y se quedó oyendo la lluvia. La pesca no era lo suyo. La cucharilla pesaba, el anzuelo se había enganchado en el fondo y, al sacarlo, vio que había pescado unas algas enredadas. Soltó el anzuelo y lo limpió. Luego intentó volver a lanzar al agua la cucharilla, pero algo se bloqueó en el carrete y se quedó colgando veinte centímetros por debajo del extremo de la caña, sin querer subir ni bajar. Harry miró el reloj. Si el ruido del motor hubiera alarmado a alguien, ya se habría tranquilizado, y él tenía que hacerlo antes de que se hiciese de noche. Dejó la caña en el asiento, sacó el revólver de la bolsa, abrió una caja de cartuchos y los metió en el tambor. Se guardó en los bolsillos los botes de gas, que parecían termos, y bajó a tierra.

Tardó cinco minutos en subir a la cima deshabitada de la isla y bajar hasta el otro lado, donde se encontraban las cabañas, cerradas durante el invierno. Enfrente de donde estaba él se hallaba la de Rafto, oscura e inaccesible. Encontró un sitio en la roca pelada, a veinte metros de la cabaña, desde donde podía ver todas las puertas y ventanas. Hacía rato que la lluvia le había calado los hombros de la chaqueta verde militar. Sacó uno de los botes de CS y retiró la anilla. A los cinco segundos saltaría el muelle y el gas empezaría a salir. Fue corriendo hacia la cabaña sosteniendo el bote con el brazo en alto y lo arrojó contra la ventana. El vidrio se rompió con un sonido claro y débil. Harry se retiró tras la roca y levantó el revólver. A pesar de la lluvia pudo oír el ruido del bote de gas lacrimógeno al caer y vio que la cara interior de las ventanas se teñía de gris.

Si ella estaba allí dentro, no aguantaría más de unos segundos.

Apuntó. Esperó y apuntó.

Dos minutos después, seguía sin pasar nada.

Harry esperó otros dos.

Preparó el otro bote, fue hacia la puerta con el revólver levantado y la comprobó. Cerrada. Pero endeble. Dio cuatro pasos atrás para tomar impulso.

La puerta cedió y Harry se precipitó a la habitación llena de humo con el hombro derecho por delante. El gas le atacó inmediatamente a los ojos. Harry contuvo la respiración mientras caminaba a tientas hasta la trampilla del sótano, la levantó, quitó el pasador del otro bote y lo soltó dentro. Y salió corriendo. Encontró un charco, se arrodilló con la nariz goteándole y los ojos llorosos, y metió la cabeza en el agua con los ojos abiertos lo más profundo que pudo, hasta que tocó la grava con la nariz. Dos veces repitió esa inmersión superficial. Le seguían escociendo horriblemente la nariz y el paladar, pero la visión se le había despejado. Apuntó otra vez con el revólver hacia la casa. Y esperó.

—¡Fuera! ¡Ven de una vez, coño!

Pero no apareció nadie.

Al cabo de un cuarto de hora había dejado de salir humo por el agujero del cristal de la ventana.

Harry fue hasta la casa y dio una patada a la puerta, tosió y echó una última ojeada al interior. Tierra baldía cubierta de neblina. Vuelo con piloto automático. ¡Joder, joder!

Cuando volvió al barco, estaba tan oscuro que sabía que tendría problemas. Soltó el amarre, subió al barco y se disponía a arrancar cuando se le pasó una idea por la cabeza: llevaba treinta y seis horas sin dormir, no había comido desde esa mañana, estaba calado hasta los huesos y había hecho un viaje en balde al puto Bergen. Si el motor no arrancaba al primer intento, llenaría el casco de plomo de 38 milímetros e iría nadando a tierra. El motor arrancó con un rugido. A Harry casi le dio pena. Se disponía a empujar la palanca hacia delante cuando la vio.

Estaba justo delante de él, en la escalerilla que descendía a la cabina, apoyada en el marco con gesto desenfadado, con un jersey gris encima de un vestido negro.

—Arriba las manos —dijo.

Sonaba tan infantil que casi parecía una broma. No podía decirse lo mismo del revólver negro con el que le apuntaba. O la promesa que siguió:

—Si no haces lo que te diga, te pego un tiro en el estómago, Harry. Que se lleve por delante la médula espinal y te paralice. Y luego otro en la cabeza. Pero empezaremos por el estómago…

El cañón del revólver apuntaba más abajo.

Harry soltó el timón y la palanca, y levantó los brazos por encima de la cabeza.

—Retrocede, por favor —dijo ella.

Subió la escalerilla y Harry vio el brillo de sus ojos, el mismo que advirtió cuando detuvieron a Filip Becker, el mismo que advirtió en el Fenris. Solo que ahora echaban chispas y se le contraía y le temblaba el cristalino. Harry retrocedió hasta que se dio en las corvas con el último asiento del barco.

—Siéntate —dijo Katrine, y apagó el motor.

Harry obedeció, se sentó encima de la caña de pescar y notó que los pantalones absorbían el agua del asiento de plástico.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó ella.

Harry se encogió de hombros.

—Cuéntamelo —dijo ella levantando la pistola—. Sacia mi curiosidad, Harry.

—Bueno —dijo Harry, intentando leer su rostro pálido y cansado. Pero era un terreno desconocido, la cara de esa mujer no pertenecía a la Katrine Bratt que él conocía. O que creía conocer.

—Todo el mundo tiene un patrón —se oyó decir a sí mismo—. Una forma de jugar.

—De acuerdo. ¿Y cuál es la mía?

—Señalar en una dirección y correr en la otra.

—¿Ah, sí?

Harry notaba el peso del revólver en el bolsillo derecho de la chaqueta. Se levantó un poco, movió la caña de pescar y dejó la mano derecha encima del asiento.

—Escribes una carta que firmas como el Muñeco de Nieve, me la envías a mí y unas semanas después te presentas en la Comisaría General. Lo primero que haces es contarme que Hagen ha dicho que me haga cargo de ti. Hagen nunca dijo tal cosa.

—Todo correcto hasta ahora. ¿Algo más?

—Tiraste el abrigo al agua delante del piso de Støp y te escapaste en la dirección contraria. Por lo tanto, el patrón es que cuando dejas el móvil en un tren que va hacia el este, tú te fugas hacia el oeste.

—Bravo. ¿Y cómo me fugo?

—Por supuesto, no en avión, sabías que el aeropuerto de Gardermoen estaría bajo vigilancia. Apuesto a que dejaste el móvil en Oslo S mucho antes de la salida del tren, te fuiste a la estación de autobuses y cogiste uno que salía pronto hacia el oeste. Y apuesto a que dividiste el viaje en etapas. Cambiaste de autobús.

—Autobús Timeekspressen hasta Notodden —dijo Katrine—. Desde allí, otro hacia Bergen. Me bajé en Voss y compré ropa. Autobús hasta Ytre Arna. Autobús local a Bergen. Le pagué a un pescador en el muelle de Zachariasbryggen para que me trajera hasta aquí. No está mal pensado, Harry.

—No era tan difícil, somos bastante parecidos tú y yo.

Katrine ladeó la cabeza:

—Si estabas tan seguro, ¿por qué has venido solo?

—No estoy solo. Müller-Nilsen y su gente vienen de camino en barco.

Katrine se rio. Harry acercó la mano al bolsillo de la chaqueta.

—Estoy de acuerdo en que nos parecemos, Harry. Pero a la hora de mentir, soy mejor que tú.

Harry tragó saliva. Tenía la mano fría. Los dedos tenían que obedecer.

—Sí, parece que a ti te resulta más fácil —dijo Harry—. Igual que matar.

—¿Ah, sí? Pues tú ahora mismo tienes cara de querer matarme. Y estás acercando la mano al bolsillo peligrosamente. Levántate y quítate la chaqueta, despacio. Y tíramela.

Harry maldijo para sus adentros, pero hizo lo que le decía. La chaqueta aterrizó con un golpe seco en la cubierta, delante de Katrine. Sin apartar la vista de Harry, la cogió y la tiró por la borda.

—Ya era hora de que te comprases una nueva de todas formas —dijo ella.

—Ya —dijo Harry—. ¿Te refieres a una que haga juego con la zanahoria que piensas ponerme en la cara?

Katrine parpadeó y Harry advirtió en su expresión algo que podría ser desconcierto.

—Escucha, Katrine. He venido para ayudarte. Necesitas ayuda. Estás enferma. Ha sido la enfermedad lo que te movió a matarlos.

Katrine empezó a hacer un gesto lento de negación con la cabeza. Señaló hacia tierra.

—Me he pasado dos horas esperándote en el cobertizo. Porque sabía que ibas a venir. He estado estudiándote, Harry. Siempre encuentras lo que buscas. Por eso te escogí.

—¿Que me escogiste?

—Te escogí para que encontrases al Muñeco de Nieve por mí. Por eso recibiste la carta.

—¿Por qué no podías encontrar al Muñeco de Nieve tú misma? No es que tuvieras que buscar muy lejos.

Ella negó con la cabeza.

—Lo he intentado, Harry. Llevo muchos años intentándolo. Sabía que no lo lograría sola. Tenías que ser tú, eres el único que ha logrado atrapar a un asesino en serie. Necesitaba a Harry Hole. —Sonrió con tristeza—. Una última pregunta, Harry. ¿Cómo se te ocurrió que yo te había engañado?

Harry se preguntaba cómo ocurriría. ¿Un tiro en la frente? ¿El hilo candente? ¿Le daría un paseo en barco y lo ahogaría? Tragó saliva. Debería tener miedo. Tanto que no fuese capaz de pensar, tanto como para caer lloriqueando en la cubierta, suplicándole que lo dejase vivir. ¿Por qué no lo hacía? No podía ser el orgullo, se lo había tragado con el whisky y lo había vomitado demasiadas veces. Naturalmente, podía ser que fuese el cerebro, que sabía que aquello no solo no cambiaría la situación, sino todo lo contrario, acortaría más su vida. Pero llegó a la conclusión de que era el cansancio. Un cansancio profundo que lo impregnaba todo, que lo hacía abrigar un único deseo, que aquello terminase de una vez.

—En el fondo siempre he sabido que esto empezó hace mucho tiempo —dijo Harry, y se dio cuenta de que ya no notaba el frío—. Que todo estaba planeado y que la persona que estaba detrás había logrado meterse dentro de mi vida. No hay tantos entre los que elegir. Cuando vi los recortes de periódico en tu apartamento, supe que eras tú.

Harry la vio parpadear como desorientada. Y notó que una sombra de duda se abría paso en su forma de razonar, en la lógica que antes se le había antojado tan obvia. ¿Seguro? ¿No habría estado presente la duda en todo momento? Un chaparrón vino a sustituir al goteo constante, el agua azotaba la cubierta. Vio que Katrine abría la boca y doblaba el dedo alrededor del gatillo. Cogió la caña de pescar que tenía a su lado y miró fijamente el cañón del revólver. De modo que iba a terminar así, en un barco en Vestlandet, sin testigos, sin pistas. Se le vino a la cabeza una imagen. De Oleg. Solo.

Agitó la caña de pescar hacia Katrine. Fue un último ataque desesperado, un intento patético de cambiar el curso del juego, de distraer al destino. El extremo blando de la caña le dio a Katrine suavemente en la mejilla, casi era imposible que lo notara y el golpe ni la lastimó ni le hizo perder el equilibrio. Más tarde, Harry no recordaría si lo que ocurrió respondía a un plan, si solo lo había pensado a medias o si se trató de pura y simple suerte. La velocidad de la cucharilla hizo que la distensión de veinte centímetros del sedal se le enredara alrededor del cuello, de forma que la cucharilla giró rodeándole la cabeza y le golpeó los incisivos, que tenía al descubierto. Y cuando Harry tiró con fuerza de la caña hacia sí, la punta del anzuelo hizo el trabajo para el que la habían diseñado: encontró carne. Se enganchó en la comisura derecha de Katrine Bratt. Harry dio un tirón tan desesperado y tan violento, y Katrine volvió la cabeza hacia atrás y hacia la derecha con tanta fuerza que, por un instante, tuvo la sensación de que se le iba a desatornillar del cuerpo. Con algo de retraso, el cuerpo siguió la rotación de la cabeza, primero hacia la derecha y luego directamente hacia Harry. Seguía girando cuando cayó en cubierta, delante de él.

Harry se levantó y se dejó caer encima de ella con las rodillas primero, a ambos lados del cuello y a la altura de la clavícula. Sabía que eso le paralizaría los brazos.

Le quitó el revólver de la mano sin fuerza y apretó el cañón contra uno de los ojos abiertos de par en par. El arma parecía muy ligera y Harry apreció la presión del metal en el blando globo ocular, pero ella no parpadeó. Todo lo contrario. Sonreía burlonamente. Ampliamente. Con una comisura rajada bajo la lluvia, que trataba de limpiarle la sangre de los dientes.