DÍA 20. ENFERMEDAD
Bjørn Holm llevó a Harry desde Aker Brygge hasta la Comisaría General. El comisario se había puesto su ropa, aún mojada, y la tapicería de piel sintética emitía un sonido como de gárgaras cuando se movía en el asiento.
—El grupo Delta irrumpió en su apartamento hace veinte minutos —dijo Bjørn—. Estaba vacío. Han puesto a tres agentes de guardia.
—No va a aparecer —dijo Harry.
Ya en su despacho de la sexta planta, Harry se puso el uniforme que tenía colgado en el perchero y que no había usado desde el entierro de Jack Halvorsen. Se vio en el reflejo de la ventana. La chaqueta le quedaba ancha.
Habían despertado a Gunnar Hagen, que acudió enseguida al despacho. Estaba sentado detrás de su escritorio oyendo a Harry informar de lo ocurrido. Lo cual era lo suficientemente sensacional como para que se le olvidara irritarse al ver lo arrugado que el comisario tenía el uniforme.
—El Muñeco de Nieve es Katrine Bratt —repitió Hagen despacio, como si decirlo en voz alta lo hiciese más comprensible.
Harry asintió.
—¿Y crees a Støp?
—Sí —dijo Harry.
—¿Alguien puede confirmar su historia?
—Todos están muertos. Birte, Sylvia, Idar Vetlesen. Él podría haber sido el Muñeco de Nieve. Eso era lo que Katrine Bratt quería averiguar.
—¿Katrine? ¡Pero si dices que ella es el Muñeco de Nieve! ¿Por qué iba ella a…?
—Digo que quería averiguar si él podía ser el Muñeco de Nieve. Quería procurarse un chivo expiatorio. Støp dice que, cuando le dijo que no tenía coartada para las fechas de los asesinatos, ella contestó «bien», y le aseguró que acababa de recibir el título de Muñeco de Nieve. Y empezó a estrangularlo hasta que oyó el impacto del coche contra la puerta, entonces comprendió que habíamos llegado y se largó. Supongo que su plan era que encontrásemos a Støp muerto en el piso y que pareciera que se había ahorcado. Y que nosotros pensáramos que habíamos encontrado al culpable. Igual que cuando mató a Idar Vetlesen, y cuando intentó pegarle un tiro a Filip Becker durante su detención.
—¿Cómo? ¿Intentó…?
—Tenía el revólver apuntándole con el gatillo amartillado. Oí el sonido que se produce al volver a bajarlo cuando me puse en la línea de tiro.
Gunnar Hagen cerró los ojos y se frotó las sienes con las yemas de los dedos.
—Tomo nota, pero de momento, todo esto no son más que especulaciones.
—Y luego está lo de la carta.
—¿La carta?
—Del Muñeco de Nieve. Encontré el texto en el ordenador de su casa, fechada antes de que ninguno de nosotros conociéramos el contenido. Y, al lado de la carta, el mismo tipo de papel.
—¡Dios mío! —Hagen hincó los codos encima de la mesa y se tapó la cara con las manos—. ¡Y nosotros contratamos a esa tía! ¿Sabes lo que significa eso, Harry?
—Bueno. El escándalo del siglo. Desconfianza hacia todo el Cuerpo de Policía. Escabechina en las altas esferas policiales.
Hagen miró a Harry por un hueco entre los dedos.
—Gracias por esa respuesta tan precisa.
—De nada.
—Voy a convocar al comisario jefe de la Judicial y al comisario principal. Mientras tanto quiero que tú y Bjom mantengáis la boca cerrada. Y qué pasa con Arve Støp…, ¿lo va a publicar?
—Lo dudo, jefe —Harry sonrió—. Ya no le queda.
—¿No le queda qué?
—Integridad.
Habían dado las diez y, desde la ventana de su despacho, Harry vio la pálida luz diurna posarse casi vacilante sobre la paz dominical de los tejados y el barrio de Grønland. Habían pasado más de seis horas desde que Katrine Bratt desapareciera del piso de Støp, y de momento, la búsqueda había sido infructuosa. Por supuesto, cabía la posibilidad de que todavía se encontrara en Oslo, pero si había preparado la huida, ya podía estar muy lejos. Y Harry no dudaba de que estuviese preparada.
Igual que tampoco dudaba de que Katrine fuera el Muñeco de Nieve.
En primer lugar estaban, por supuesto, las pruebas; la carta y los intentos de homicidio. Pero era igualmente importante el hecho de que con Katrine Bratt se confirmaba todo. La sensación de que lo vigilaban, de que alguien se había metido en su día a día. Los recortes de periódico en las paredes, los informes. Había llegado a conocerlo tan bien que podía prever su próximo movimiento, utilizarlo en su juego; y ahora se había convertido en un virus que él llevaba en la sangre, una espía que se le había metido en la cabeza.
Oyó a alguien entrar por la puerta, pero no se volvió a mirar.
—Hemos rastreado su teléfono móvil —dijo la voz de Skarre—. Ha conseguido llegar a Suecia.
—¿Y?
—La central de operaciones de Telenor dice que las señales se desplazan hacia el sur. La localización y la velocidad se corresponden con el tren con destino a Copenhague, que salió de la estación de Oslo S a las siete y cinco. He hablado con la policía de Heisingborg, necesitan una solicitud formal de detención. El tren llegará allí dentro de media hora. ¿Qué hacemos?
Harry asintió despacio como para sí mismo. Una gaviota pasó planeando con las alas desplegadas, antes de cambiar de dirección y bajar hacia los árboles del parque. Igual había visto algo. O solo había cambiado de idea. Como hacen los humanos. Oslo S a las siete de la mañana.
—¿Harry? Puede que consiga llegar a Dinamarca si no nos damos prisa en…
—Pídele a Hagen que hable con Helsingborg —dijo Harry, se volvió rápidamente y cogió la chaqueta que tenía colgada en el perchero.
Skarre se quedó mirando sorprendido al comisario, que iba dando grandes zancadas por el pasillo.
El policía Orø del depósito de armas de la Comisaría General miró al comisario rapado con auténtica sorpresa y repitió:
—¿CS? Es gas, ¿verdad?
—Dos botes —dijo Harry—. Y una caja de munición para el revólver.
El policía se dirigió al almacén cojeando y maldiciendo. Ese Hole estaba totalmente pirado, todo el mundo lo sabía, pero ¿gas lacrimógeno? Si se hubiese tratado de alguna otra persona de la Comisaría pensaría que era para una despedida de soltero con los amigos, pero por lo que él había oído, Hole no tenía amigos, al menos no entre sus colegas.
El comisario carraspeó cuando vio llegar a Orø.
—¿Se le ha entregado algún arma a Katrine Bratt, de Delitos Violentos?
—¿La tía de la comisaría de Bergen? Solo lo que le corresponde según las normas.
—¿Y qué dicen las normas?
—Que hay que entregar todas las armas y la munición sin utilizar en la comisaría que dejas, y que recibes un revólver nuevo y dos cajas de munición en la comisaría nueva.
—Así que no tiene ningún arma más potente que un revólver, ¿no?
Orø negó sorprendido con la cabeza.
—Gracias —dijo Hole, y metió las cajas de cartuchos en la bolsa negra junto con los botes de color verde del gas lacrimógeno, esa mezcla que Corso y Stoughton consiguieron en 1928 y que apestaba a pimienta.
El policía no contestó, y hasta que no tuvo la firma de Hole en el recibo, no murmuró «que tengas un domingo pacífico».
Harry se sentó en la sala de espera del hospital Ullevål con la bolsa negra a su lado. Había un olor dulzón a alcohol, a personas mayores y a muerte lenta. Una paciente se había sentado en la silla de enfrente y le clavó la mirada, como si intentara encontrar algo que no estaba allí: una persona a la que había conocido, un ser querido que nunca vino, un hijo al que creía reconocer.
Harry suspiró, miró el reloj y se imaginó el asalto al tren de Helsingborg. Al conductor, a quien el jefe de estación dio orden de detenerse un kilómetro antes de llegar a su destino. A los policías armados, listos con los perros a ambos lados de las vías. La búsqueda eficaz en los vagones, los compartimentos, los aseos. Los pasajeros, asustados al ver a la policía portando armas, algo que seguía siendo poco habitual en medio de la felicidad de los países nórdicos. Las manos temblorosas de las mujeres que buscaban la identificación que les pedían. Los hombros erguidos de los policías, nerviosismo, pero también expectación. Su impaciencia, su duda, su irritación y, por último, una decepción resignada al no encontrar lo que estaban buscando. Y, al final, si tenían suerte y eran competentes, los gritos e insultos cuando encontraran la fuente de las señales que habían captado las estaciones base; el teléfono móvil de Katrine Bratt en una papelera en el aseo.
Una cara sonriente apareció delante de él.
—Ya puedes verlo.
Harry siguió el repiqueteo de los zuecos y el bamboleo enérgico de aquellas caderas anchas enfundadas en unos pantalones blancos. La enfermera le abrió la puerta:
—Pero no te quedes mucho rato, tiene que descansar.
Ståle Aune estaba en una habitación sencilla. Tenía la cara redonda y rubicunda tan consumida y tan pálida que casi no se distinguía de la funda de la almohada. Sobre la frente del hombre sesentón y regordete caía un pelo fino como el de un niño. Si no fuera porque seguía teniendo la mirada aguda y vivaracha, Harry habría creído que estaba viendo el cadáver del psicólogo de Delitos Violentos, de su pastor de almas personal.
—Dios mío, Harry —dijo Ståle Aune—. Pareces un esqueleto. ¿Estás enfermo?
Harry no pudo por menos de sonreír. Aune se sentó al mismo tiempo que hacía una mueca.
—Siento no haber venido a verte antes —dijo Harry, arañando el suelo al arrastrar la silla hacia la cama—. Es solo que lo de los hospitales me… no sé…
—El hospital te recuerda a tu madre cuando eras pequeño. No pasa nada.
Harry asintió con la cabeza, mirándose las manos.
—¿Te tratan bien?
—Eso es lo que uno pregunta cuando visita alguien en la cárcel, Harry, no en el hospital.
Harry volvió a asentir.
Ståle Aune lanzó un suspiro.
—Te conozco demasiado bien, Harry, sé que esto no es una visita de cortesía. Y sé que te preocupas por mí de todas formas. Así que desembucha.
—Eso puede esperar. Me han dicho que no estabas en muy buena forma.
—Estar en forma es algo relativo y, relativamente, estoy en buenísima forma. Tendrías que haberme visto ayer. Es decir, mejor que no me vieras ayer.
Harry sonrió mirándose las manos.
—¿Se trata del Muñeco de Nieve? —preguntó Aune.
Harry asintió.
—Por fin —dijo Aune—. Aquí me estoy muriendo de aburrimiento. Cuéntame.
Harry tomó aire e hizo un resumen de todo lo ocurrido. Intentó omitir información innecesaria y fastidiosa sin pasar por alto los principales detalles. Aune lo interrumpió un par de veces con alguna pregunta; por lo demás, escuchaba en silencio con una expresión concentrada, casi de embeleso. Y cuando Harry terminó, el enfermo parecía más animado, el color le había vuelto a las mejillas y se había incorporado un poco más en la cama.
—Interesante —dijo—. Pero tú ya sabes quién es el culpable, ¿así que por qué vienes a preguntarme a mí?
—Esa mujer está loca, ¿verdad?
—Las personas que cometen este tipo de delitos están locas, sin excepciones. Pero no necesariamente según el derecho penal.
—Aun así, hay un par de cosas que no comprendo de ella —dijo Harry.
—Vaya. En mi caso solo hay un par de cosas que entiendo de la gente, así que eres mejor psicólogo que yo.
—Solo tenía diecinueve años cuando mató a las dos mujeres en Bergen y a Gert Rafto. ¿Cómo puede una persona que está tan loca pasar las pruebas psicológicas de la Escuela Superior de Policía y funcionar en un trabajo durante todos estos años sin que nadie se dé cuenta de nada?
—Buena pregunta. A lo mejor es un caso de cóctel clínico.
—¿De cóctel clínico?
—Una persona con un poco de todo. Lo suficientemente esquizofrénica como para oír voces, pero que consigue ocultar la enfermedad a su entorno. Un trastorno de la personalidad de carácter obsesivo combinado con un poquito de paranoia, fuente de ilusiones erróneas en cuanto a la situación en que se encuentra y a lo que debe hacer para escapar de ella, pero que el entorno solo interpreta como cierto grado de insociabilidad. La bestialidad y la ira que aparecen en los homicidios que describes concuerdan con un caso límite de trastorno de la personalidad, pero se trata de una persona capaz de controlar esa ira.
—Ya. Es decir, que no tienes ni idea, ¿no?
Aune se rio. La risa se transformó en tos.
—Lo siento Harry —dijo con voz bronca—. La mayoría de los casos son así. En el campo de la psicología, los estudiosos nos hemos fabricado una serie de compartimentos en los que nuestro ganado se niega a entrar. Sencillamente, son unos quisquillosos, maleducados e ingratos. ¡Con todo lo que hemos investigado sobre ellos!
—Hay algo más. Cuando encontramos el cadáver de Gert Rafto, se asustó de verdad. Quiero decir que se quedó paralizada. Le vi el miedo en los ojos, seguía teniendo las pupilas dilatadas y negras incluso cuando le enfoqué la cara directamente con la linterna.
—¡Vaya! Eso es interesante —Aune se incorporó aún más en la cama—. ¿Por qué le enfocaste la cara con la linterna? ¿Ya sospechabas de ella?
Harry no contestó.
—Puede que tengas razón —dijo Aune—. Puede que haya reprimido el recuerdo de los homicidios, es bastante normal. Cuentas también que ha sido de gran ayuda en la investigación, sin sabotearla. Eso puede indicar que ha sospechado de sí misma y tiene un deseo real de averiguar la verdad. ¿Qué sabes del sonambulismo, es decir, de andar dormido?
—Sé que hay personas que andan dormidas, hablan dormidas, comen y se visten y hasta salen y conducen dormidas.
—Exacto. El director de orquestra Harry Rosenthal dirigía y tocaba los instrumentos de sinfonías enteras estando dormido. Y ha habido por lo menos cinco casos de asesinato en los que han absuelto al autor porque el tribunal ha llegado a la conclusión de que era sonámbulo, es decir, que sufría trastornos del sueño. Hace unos años hubo un hombre en Canadá que se levantó, recorrió en coche más de veinte kilómetros, aparcó, mató a su suegra, con la que en realidad se llevaba muy bien, estuvo a punto de estrangular a su suegro, condujo de vuelta a su casa y se echó a dormir. Lo declararon inocente.
—¿Crees que pudo cometer los asesinatos dormida? ¿Que es sonámbula?
—Es un diagnóstico muy discutido, pero imagínate a una persona que, con intervalos regulares, entra en una especie de letargo y después no se acuerda bien de lo que ha pasado, como un sueño.
—Ya.
—Y supón que, a lo largo de la investigación, esa mujer ha empezado a comprender lo que ha hecho.
Harry asintió despacio.
—Y que se da cuenta de que, para que no la descubran, tiene que buscarse un chivo expiatorio.
—Puede ser. —Ståle Aune hizo una mueca—. Pero claro, de la psique humana se puede uno imaginar casi cualquier cosa. El problema es que no podemos apreciar con los sentidos las enfermedades de las que hablamos, solo suponer que existen por los síntomas.
—Como el hongo.
—¿Cómo?
—¿Qué puede provocar una enfermedad mental tan grave como la de esta mujer?
Aune suspiró.
—¡Todo! ¡Nada! Genes, el ambiente en el que crece…
—¿Un padre alcohólico y violento?
—¡Sí, sí! Eso son noventa puntos. Añade una madre con un historial psiquiátrico, un par de vivencias traumáticas durante la infancia y la juventud, y habrás acertado plenamente.
—¿Y suena plausible la hipótesis de que, cuando se vuelve más fuerte que su padre alcohólico, intente hacerle daño? ¿Incluso matarlo?
—No es en absoluto imposible. Recuerdo un caso. —Ståle Aune se calló de repente. Clavó la mirada en Harry. Luego se inclinó y susurró con ojos chispeantes de entusiasmo—: ¿Insinúas lo que me estoy figurando, Harry?
Harry Hole se inspeccionó las uñas.
—Vi la foto de un hombre en la comisaría de Bergen. Pensé que tenía en la cara algo extrañamente familiar, como si lo conociera. Hasta ahora no había comprendido por qué. Era el parecido. Antes de casarse, Katrine Bratt se llamaba Rafto. Gert Rafto era su padre.
Harry recibió una llamada de Skarre de camino al tren del aeropuerto. Harry se había equivocado, no habían encontrado el móvil en el aseo. Estaba en la repisa del equipaje, en uno de los compartimentos.
Ochenta minutos más tarde, lo rodeó la grisura. El capitán anunciaba nubes bajas y lluvia en Bergen. «Visibilidad nula», pensó Harry. Volaban con el piloto automático.
La puerta del chalé se abrió de golpe solo unos segundos después de que Thomas Helle, policía del grupo de Personas Desaparecidas, tocara el timbre que había sobre la placa de Andreas, Eli y Trygve Kvale.
—Gracias a Dios que habéis venido tan rápido. —El hombre que estaba delante de Helle miró detrás de ellos—. ¿Dónde están los demás?
—Vengo solo. ¿Todavía no sabes nada de tu mujer?
El hombre que, según Helle suponía, debía de ser el Andreas Kvale que había llamado a la Judicial de guardia, lo miró incrédulo:
—Pero si dije que había desaparecido.
—Lo sabemos, pero suelen volver.
—¿Quiénes suelen volver?
Thomas Helle suspiró.
—¿Puedo entrar, Kvale? Esta lluvia…
—Claro, perdona. Adelante. —El hombre, de unos cincuenta años, se hizo a un lado y en la penumbra, detrás de él, Helle vio a un veinteañero moreno.
Thomas Helle decidió hacerlo así, de pie, en la entrada. Ese día apenas tenían personal para atender el teléfono, era domingo y los que estaban de guardia buscaban a Katrine Bratt. Una de los suyos. Todo era secreto, pero circulaban rumores de que podía estar implicada en el asunto del Muñeco de Nieve.
—¿Cómo os disteis cuenta de que había desaparecido? —preguntó Helle, preparado para tomar nota.
—Trygve y yo hemos vuelto hoy de una acampada en el bosque de Nordmarka. Hemos estado fuera dos días. Sin móvil, solo con la caña de pescar. Ella no estaba aquí, no había ningún mensaje y, como dije por teléfono, la puerta no tenía la llave echada. Siempre está cerrada con llave, incluso cuando ella está en casa. Mi mujer es una persona muy miedosa. Y no falta ninguna de sus prendas de abrigo. Ni zapatos. Solo las zapatillas. Con este tiempo…
—¿Habéis llamado a todos sus conocidos? ¿Incluidos los vecinos?
—Naturalmente. Nadie ha tenido noticias de ella.
Thomas Helle iba escribiendo. Empezaba a tener la sensación de que aquello le resultaba familiar. Esposa y madre desaparecida.
—Has dicho que tu mujer es miedosa —dijo suavemente—. Entonces, ¿a quién le abriría la puerta? ¿Y a quién dejaría entrar?
Vio que padre e hijo intercambiaban una mirada.
—No a mucha gente —dijo el padre con tono decidido—. Tendría que ser alguien a quien conociera.
—O alguien por quien no se sintiera amenazada, quizá —dijo Helle—. ¿Como un niño o una mujer?
Andreas Kvale asintió con la cabeza.
—O alguien que tuviera una razón verosímil para querer entrar. Un operario de la compañía eléctrica, para comprobar el contador, por ejemplo.
El marido dudó un instante.
—Puede ser.
—¿Habéis visto algo inusual cerca de la casa últimamente?
—¿Inusual? ¿Qué quieres decir?
Halle se mordió el labio. Tomó impulso.
—¿Algo que pueda parecerse a un… muñeco de nieve?
Andreas Kvale miró a su hijo, que negó enérgicamente y casi aterrorizado con la cabeza.
—Solo por descartarlo —dijo Helle tranquilizador.
El hijo dijo algo. En voz baja, en un susurro.
—¿Cómo? —dijo Helle.
—Dice que ya no hay nieve —dijo el padre.
—Ya, es verdad. —Helle se guardó el bloc de notas en el bolsillo de la chaqueta—. Enviaremos un aviso de búsqueda a los coches patrulla. Si no ha vuelto para esta noche, intensificaremos las pesquisas. En el noventa y nueve por ciento de los casos vuelven después de ese plazo más o menos. Aquí tienes mi tarjeta con…
Kvale le puso la mano en el brazo.
—Tengo que enseñarte algo, agente.
Thomas Helle lo siguió por una puerta que había al final del pasillo y bajó con él la escalera del sótano. Kvale abrió la puerta de una habitación en la que olía a jabón y a ropa puesta a secar. En la esquina había un rodillo antiguo de planchado junto a una lavadora Electrolux ya entrada en años. El suelo de cemento descendía ligeramente inclinado hacia el desagüe del centro de la habitación. El suelo estaba mojado y había agua junto a la pared, como si lo hubiesen regado recientemente con la manguera verde que tenían allí dentro. Pero no fue eso lo que llamó la atención de Thomas Helle en primer lugar, sino el vestido que había tendido en la cuerda, sujeto por los hombros con dos pinzas. O mejor dicho, lo que quedaba del vestido. Lo habían cortado justo por debajo del pecho. El borde del corte se veía enrollado y ennegrecido, las hebras de algodón, rizadas y quemadas.