DÍA 20. EL PRINCIPIO
Arve Støp vio a Birte Becker por primera vez en Oslo un frío día de invierno, durante una conferencia que una empresa de eventos le había encargado que dictara en el Sentrum Auditorium. Era un seminario de motivación al que las empresas enviaban a los trabajadores más quemados para que recargaran las baterías, lo que implicaba la asistencia a ponencias que los motivaran para trabajar todavía más. La experiencia le decía a Arve Støp que la mayoría de los conferenciantes de ese tipo de seminarios era gente de negocios que había tenido cierto éxito con una idea no particularmente original. Deportistas con una medalla de oro de un campeonato muy importante en un deporte minoritario o escaladores que habían convertido en su medio de vida el hecho de subir montañas y luego bajar para contarlo. Lo que tenían en común era la convicción de que de su éxito se basaba en que poseían una voluntad y una moral muy singulares. Estaban motivados. Se suponía que eso tenía que ser motivación.
Arve Støp era el último del programa, ése era siempre su requisito para participar. De manera que podía empezar poniendo verdes a los otros conferenciantes tachándolos de narcisistas codiciosos, y dividirlos en tres categorías para terminar afirmando que él pertenecía a la primera: había alcanzado el éxito con una idea de negocio no demasiado original. El dinero empleado en aquel día de motivación era dinero perdido, la mayoría de los que estaban en la sala no llegarían nunca muy lejos porque eran tan afortunados que no sentían la misma necesidad patológica de reconocimiento que los que se encontraban en el estrado. Incluido él mismo. Una condición que, según dijo, se debía a que su padre no se preocupaba mucho por él cuando era niño. Así que tuvo que buscar el amor y la admiración de otras personas y, por tanto, debería haber sido actor o músico, si hubiera tenido algún talento para ello.
A esas alturas del discurso, la incredulidad del público se había transformado en risas. Y en simpatía. Y Støp sabía que terminaría por convertirse en admiración. Porque allí estaba, rutilando. Y rutilaba porque tanto él como todos los demás sabían que podían decir cualquier cosa, que sería un éxito de todos modos, y contra el éxito no se puede argumentar, ni siquiera contra el propio. Subrayó la suerte como el factor más importante del éxito, trivializó su propio talento e insistió en que la incompetencia general y la pereza reinantes en la vida económica noruega contribuían a que incluso los mediocres tuvieran éxito.
El público se puso en pie para aplaudirle.
Y él sonrió mientras clavaba la mirada en la belleza morena de la primera fila, que resultaría ser Birte. Se había fijado en ella nada más entrar. Era consciente de que la combinación de piernas largas y pechos grandes a menudo significaba implantes de silicona, pero Støp no era contrario al embellecimiento artificial del cuerpo femenino. Esmalte de uñas, silicona, ¿cuál era la diferencia? Mientras aún resonaban los aplausos, sencillamente, bajó del escenario y recorrió las butacas de la primera fila y empezó a estrechar las manos de los oyentes. Era un gesto bastante idiota, algo que podía permitirse un presidente norteamericano, pero a él le importaba una mierda, una verdadera mierda, le encantaba escandalizar, tan ricamente. Se paró delante de la mujer morena, que lo miró con las mejillas vivamente encendidas. Cuando le dio la mano, ella inclinó la cabeza, como si fuera la Familia Real, y él notó las esquinas duras de su tarjeta de visita en la palma de la mano que le estaba estrechando. Ella se fijó en si llevaba alianza.
Llevaba un anillo desgastado. Y tenía la mano delgada y pálida, pero sujetó la suya con una fuerza sorprendente.
—Sylvia Ottersen —dijo con una sonrisa ridícula—. Soy una gran admiradora tuya, por eso quería saludarte.
Fue así como conoció a Sylvia Ottersen, en la tienda Taste of Africa, en Oslo, un caluroso día de verano. Tenía un aspecto corriente, pero estaba casada.
Arve Støp levantó la vista, miró las máscaras africanas y preguntó algo para no hacer la situación más embarazosa. No es que a él se lo pareciera, pero se dio cuenta de que la mujer que estaba a su lado se había puesto rígida cuando Sylvia Ottersen le dio la mano. Se llamaba Marita. No, era Marite. Era ella quien había insistido en llevarlo allí para enseñarle unos cojines de piel de cebra que Marite, ¿o era Marita?, se empeñaba en que debía comprar para la cama de la que acababan de levantarse y cuyas sábanas ahora estaban llenas de pelos largos y rubios. Støp se recordó a sí mismo que tenía que acordarse de eliminarlos.
—De cebra no nos quedan —dijo Sylvia Ottersen—. ¿Pero qué os parecen éstos?
Se dirigió a una repisa que había junto a la ventana, la luz diurna se vertía sobre la espalda y el trasero, y él pensó que no estaba nada mal. Pero tenía el pelo de color castaño corriente, ralo y muerto.
—¿Qué es? —preguntó la mujer cuyo nombre empezaba por «M».
—Una imitación de piel de ñu.
—¿Imitación de ñu? —M resopló apartándose el brillante pelo rubio que le caía por encima del hombro—. Entonces esperaremos a que os lleguen las de cebra.
—La de cebra también es de imitación —dijo Sylvia, y sonrió como se sonríe a los niños cuando hay que explicarles que la luna, después de todo, no está hecha de queso.
—Bueno —dijo M sonriendo ariscamente con la boca pintada de rojo, y se cogió del brazo de Arve—. Gracias de todos modos.
A él no le había gustado la idea de M de salir y que los vieran juntos en público, y menos aún le gustaba cómo lo agarraba del brazo. Y puede que ella se diera cuenta de su malestar porque, una vez fuera, lo soltó. Él miró el reloj.
—Vaya —dijo—. Tengo una reunión.
—¿No almorzamos? —Ella lo miró con una expresión de sorpresa con la que logró disimular lo herida que se sentía.
—Ya te llamaré —dijo él.
Lo llamó ella. Solo habían transcurrido treinta minutos desde que salió del Sentrum e iba en un taxi, detrás de una quitanieves que retiraba la nieve sucia amontonándola a ambos lados de la calle.
—Estaba sentada justo enfrente de ti —dijo ella—. Solo quería darte las gracias por la conferencia.
—Espero que no se notara demasiado que te estaba mirando —gritó encantado por encima del ruido chirriante del hierro en el asfalto.
Ella rio bajito.
—¿Tienes planes para esta noche? —preguntó él.
—Bueno —dijo ella—, nada que no se pueda cambiar…
Una voz maravillosa. Palabras maravillosas.
Durante el resto de la tarde estuvo pensando en ella, fantaseando con follársela encima de la cómoda de la entrada, de verla dar con la nuca en la pintura de Gerhard Richter que había comprado en Berlín. Y pensó que eso siempre era lo mejor: la espera.
Ella llamó al interfono a las ocho. Él la esperaba en la puerta. Oyó los ecos del chasquido mecánico del ascensor, como los que hace un arma cuando se carga. Un zumbido que ascendía. La sangre le latía en la polla.
Y allí estaba. Se quedó como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Y tú quién eres? —preguntó.
—Stine —dijo la mujer, con la turbación plasmada en su cara rolliza—. He llamado…
La miró de arriba abajo y consideró por un momento la posibilidad, porque de vez en cuando lo ordinario y poco atractivo lo ponía cachondo. Pero notó que se le bajaba la erección y desechó la idea.
—Siento no haber tenido tiempo de avisarte —dijo él—. Me han llamado para asistir a una reunión.
—¿Una reunión? —dijo ella sin poder ocultar lo ofendida que se sentía.
—Una reunión de urgencia. Ya te llamaré.
Él se quedó de pie en la entrada y oyó cerrarse y abrirse las puertas del ascensor. Luego se echó a reír. Siguió riendo hasta que se dio cuenta de que, probablemente, no volvería a ver nunca a la belleza morena de la primera fila.
La volvió a ver una hora más tarde. Había almorzado solo en Bar og Restaurant, se había comprado un traje en Kamikaze, que se puso allí mismo, y había pasado dos veces por Taste of Africa, que estaba a la sombra, resguardada del intenso calor del sol. La tercera vez, entró.
—¿Ya de vuelta? —dijo Sylvia Ottersen sonriendo.
Igual que una hora antes, estaba sola en la tienda fresca y penumbrosa.
—Me gustaban los cojines —dijo él.
—Sí, están muy bien —dijo ella, pasando la mano sobre la imitación de piel de ñu.
—¿Tienes algo más que enseñarme? —preguntó él.
Ella se puso una mano en la cadera y ladeó un poco la cabeza. «Lo sabe —pensó él—. Lo huele».
—Depende de lo que quieras ver —dijo ella.
Notó cómo le temblaba la voz al contestar:
—Me gustaría verte el coño.
Dejó que se la follara en la trastienda, y ni siquiera se molestó en cerrar la puerta con llave.
Arve Støp se corrió casi enseguida. A veces lo ordinario y poco atractivo lo ponía condenadamente cachondo.
—Mi marido trabaja en la tienda los martes y los miércoles —dijo ella cuando él ya se iba—. ¿El jueves?
—A lo mejor —dijo él y vio que el traje de Kamikaze tenía una mancha.
La nieve se arremolinaba con desesperación entre los edificios de oficinas de Aker Brygge cuando Birte llamó.
Dijo que suponía que le había dado la tarjeta de visita para que se pusiese en contacto con él.
Arve Støp se preguntaba a veces por qué necesitaba a esas mujeres, esa clase de chutes, esos polvos que, en realidad, no eran otra cosa que ceremoniosos rituales de rendición. ¿No había logrado suficientes conquistas a lo largo de su vida? ¿Sería el miedo a envejecer? ¿Acaso creía que al bañarse en las aguas de aquellas mujeres podía robarles algo de su juventud? ¿Y por qué esa prisa, esa velocidad frenética? ¿Sería tal vez porque era consciente de su enfermedad, y de que pronto dejaría de ser el que aún era? Él no conocía las respuestas, y además, ¿de qué le valdrían? Esa misma noche oyó los gemidos de Birte, profundos como los de un hombre, mientras daba con la nuca en el cuadro de Gerhard Richter que había comprado en Berlín.
Arve Støp eyaculó su semen infectado en el momento en que la campanilla de la puerta de entrada avisaba irritante de que alguien acababa de entrar en Taste of Africa. Intentó liberarse, pero Sylvia Ottersen se rio burlonamente y le agarró las nalgas con más fuerza. Se soltó y se subió los pantalones. Sylvia se bajó del mostrador, se ajustó la falda veraniega y dobló la esquina para atender al cliente. Arve Støp se fue rápidamente hacia las estanterías llenas de objetos, y allí se abotonó el pantalón de espaldas al local. Oyó una voz de hombre que se disculpaba por llegar un poco tarde, que había sido difícil encontrar aparcamiento. Y a Sylvia decir en tono seco que podría habérselo imaginado, al fin y al cabo, se habían acabado las vacaciones. Que ella llegaba tarde a la cita con su hermana y que él tendría que hacerse cargo del cliente.
Arve Støp oyó una voz de hombre a su espalda:
—¿En qué puedo ayudarte?
Se volvió y vio a un hombre muy delgado con unos ojos más grandes de lo normal detrás de unas gafas redondas, camisa de franela y un cuello que le hizo pensar en una cigüeña.
Miró por encima del hombro del hombre y tuvo tiempo de ver a Sylvia salir por la puerta, el borde de la falda subido, un hilillo de fluidos bajándole por la corva. Y se dio cuenta de que ella sabía que aquel espantapájaros que, supuso, era su marido, llegaría a esa hora más o menos. Que ella quería que los sorprendiera.
—Gracias, ya tengo lo que quería —dijo dirigiéndose a la puerta.
Arve Støp había intentado imaginarse alguna vez cómo reaccionaría si alguna le dijera que la había dejado embarazada. Si insistiría en que abortase o en que tuviese el niño. Lo único que sabía seguro era que insistiría en alguna de las dos opciones, dejar que otros decidieran no iba con su carácter.
Birte Becker le dijo que no era preciso que usaran anticonceptivos ya que ella no podía tener hijos. Cuando, tres meses y seis polvos después, le comunicó radiante de alegría que, a pesar de todo, sí que podía tener hijos, comprendió enseguida que ella tendría el niño. Y él reaccionó con pánico, insistiendo en todo lo contrario.
—Tengo los mejores contactos —dijo—. En Suiza. Nadie sabrá nada.
—Ésta es mi oportunidad de ser madre, Arve. El médico dice que es un milagro que, seguramente, no volverá a repetirse.
—En ese caso no quiero volver a verte, ni a ti ni al niño. ¿Entiendes?
—El niño necesita un padre, Arve. Y un hogar estable.
—Pues aquí no encontrarás ninguna de las dos cosas. Soy portador de una enfermedad hereditaria horrible. ¿Comprendes?
Birte Becker lo comprendió. Y como era una chica sencilla, pero lista, con un padre alcohólico y una madre neurótica, y hacía mucho que estaba acostumbrada a cuidar de sí misma, hizo lo que tenía que hacer. Procurarse un padre y un hogar estable para su hijo.
Filip Becker no podía creer que aquella mujer tan guapa, a la que había cortejado de forma tan persistente como infructuosa, cediera de pronto y quisiera estar con él. Y como no se lo podía creer, ya estaba sembrada la semilla de la sospecha. Pero cuando ella le comunicó que se había quedado embarazada tan solo una semana después de haberse entregado a él, la semilla quedó sepultada para siempre.
Cuando Birte llamó a Arve Støp para contarle que Jonas había nacido y que se parecía mucho a él, Arve se quedó de pie con el auricular pegado a la oreja mirando al vacío. Luego le pidió una foto. La recibió por correo. Dos semanas después, tal y como habían acordado, ella se sentó en una cafetería con Jonas en el regazo y el anillo de casada en el dedo, mientras Arve fingía leer el periódico en la mesa de al lado.
Arve se pasó la noche dando vueltas en la cama sin poder dormir pensando en su enfermedad.
Tendría que comentarlo discretamente con un médico en el que pudiera confiar, con uno que mantuviera la boca cerrada. Tendría que ser ese cobista pusilánime y necio, Idar Vetlesen, el cirujano del club de curling.
Se puso en contacto con Vetlesen, que trabajaba en la Clínica Marienlyst. El pusilánime aceptó el encargo y el dinero, y se fue a un seminario pagado por Støp en Ginebra, donde los mejores expertos de Europa en el síndrome de Fahr se reunían anualmente para asistir a un curso y presentar los deprimentes resultados de sus últimas investigaciones.
El primer análisis de Jonas no indicó nada anormal pero, pese a la insistencia de Vetlesen en que los síntomas no aparecían normalmente hasta bien entrada la edad adulta —el propio Arve Støp no había advertido ningún síntoma hasta que cumplió los cuarenta— Støp se empeñó en que le hiciera pruebas al niño una vez al año.
Habían pasado dos años desde que vio chorrear su semen por la pierna de Sylvia Ottersen, poco antes de que ella saliera de la tienda y de la vida de Arve Støp. Simplemente, no había vuelto a llamarla, ni ella lo llamó a él. Hasta mucho después. Cuando lo llamó, él se apresuró a excusarse diciendo que estaba a punto de entrar en una reunión urgente, pero ella se expresó con brevedad. En cuatro frases logró contarle que, obviamente, aquel día no se le había ido por las piernas todo el semen, que fueron gemelas, que su marido creía que eran suyas y que necesitaban un inversor benévolo para poder continuar con Taste of Africa.
—Creo que ya he metido suficiente en el negocio —dijo Arve Støp, que a menudo reaccionaba a las malas noticias con un chiste.
—La otra opción es conseguir el dinero dirigiéndome a la revista Se og Hør. A ellos les encanta eso de el-padre-de-mis-hijas-es-el-famoso-tal-y-tal.
—Un farol poco convincente —dijo él—. Tienes demasiado que perder si lo haces.
—Las cosas han cambiado —dijo ella—. Tengo pensado dejar a Rolf, si reúno el dinero suficiente para comprarle su parte del negocio. El problema es la ubicación del local, así que pondré como condición que Se og Hør haga un reportaje con fotos de la tienda, será una buena publicidad. ¿Tú sabes cuánta gente lee esa revista?
Arve Støp lo sabía. Uno de cada seis noruegos adultos. Nunca había tenido nada en contra de protagonizar un escándalo con glamour de vez en cuando. Pero ¿aparecer como un caradura que se había aprovechado de su posición de famoso con una mujer casada e ingenua para luego eludir responsabilidades? La imagen de rectitud e intrepidez que el público tenía de Arve Støp se haría añicos, y las airadas opiniones de Liberal sonarían hipócritas. Y ni siquiera era guapa. Eso no era bueno. No era bueno en absoluto.
—¿De qué suma estamos hablando? —preguntó.
Después de llegar a un acuerdo, él llamó a Idar Vetlesen a la Clínica Marienlyst y le explicó que tenía dos pacientes nuevos. Acordaron proceder como con Jonas, primero tomar muestras de las gemelas, enviarlas al Anatómico Forense para confirmar la paternidad y luego empezar a buscar síntomas de la enfermedad cuyo nombre no había que pronunciar.
Después de colgar, recostado en la silla de cuero de respaldo alto, viendo cómo brillaba el sol sobre las copas de los árboles de Bygdøy y Snarøya, Arve Støp era consciente de que debería sentirse muy deprimido. Pero no era ése el caso. Se sentía animado. Sí, casi feliz.
El lejano recuerdo de esa sensación de felicidad fue lo primero en lo que pensó Arve Støp cuando Idar Vetlesen lo llamó y le contó que, al parecer, la mujer decapitada de Sollihøgda era Sylvia Ottersen.
—Primero desaparece la madre de Jonas Becker —dijo Vetlesen—. Y luego encuentran a la madre de las gemelas asesinada. No soy ningún fenómeno en cálculo de probabilidades, pero tenemos que ponernos en contacto con la policía, Arve. Están buscando la conexión.
A lo largo de los últimos años, Vetlesen había ganado un buen dinero arreglando el aspecto de los famosos, pero a los ojos de Arve Støp seguía siendo, quizá justo por eso, un necio.
—No, no vamos a ponernos en contacto con la policía —dijo Arve.
—¿Y eso? Creo que me tendrás que dar una buena razón para no hacerlo.
—De acuerdo. ¿De qué suma estamos hablando?
—Pero por Dios, no te llamo para extorsionarte, Arve. Es solo que no puedo…
—¿Cuánto?
—Déjalo. ¿Tienes coartada o no?
—No tengo coartada, pero sí la hostia de dinero. Basta con que digas el número de ceros y lo pensaré.
—Arve, si no tienes nada que ocultar…
—¡Por supuesto que tengo algo que ocultar, idiota! ¿Crees que me interesa que me acusen de follar con casadas y de ser sospechoso de asesinato? Tenemos que vernos y hablar.
—¿Y os visteis? —preguntó Harry Hole.
Arve Støp negó con un gesto. Por la ventana del dormitorio pudo ver un amago de amanecer, pero el fiordo seguía en tinieblas.
—No nos dio tiempo antes de que él muriese.
—¿Por qué no me contaste nada de esto la primera vez que estuve aquí?
—¿No es obvio? Yo no sé nada que pueda seros útil así que, ¿por qué iba a dejarme involucrar? Recuerda que tengo que preservar un producto de marca que es mi propio nombre. Ese producto de marca es, en realidad, el único capital de la revista.
—Creo recordar que dijiste que el único capital era tu integridad personal, ¿no?
Støp se encogió de hombros, abatido.
—Integridad. Producto de marca. Es lo mismo.
—O sea, que si parece integridad, es integridad, ¿no es eso?
Støp miró a Harry sin verlo.
—Es lo que vende Liberal. Si la gente siente que se le ha dicho la verdad, se queda contenta.
—Ya. —Harry miró el reloj—. ¿Y crees que yo me he quedado contento ahora?
Arve Støp no contestó.