DÍA 19. DEADLINE
Arve Støp estaba tumbado en una cama hecha a mano, según unas medidas y un peso concretos, en la fábrica Misuku de Osaka, y enviada por barco ya montada a una curtiduría de Chennai, en la India, porque las leyes del estado federado de Tamil Nadu no permitían la exportación directa de ese tipo de piel animal. Había transcurrido medio año desde que hizo el encargo hasta que le entregaron la cama, pero la espera valió la pena. Igual que una geisha, se amoldaba perfectamente a su cuerpo, le proporcionaba apoyo allí donde hacía falta y podía regularla en todos los planos y direcciones imaginables.
Observó la lenta rotación de las hojas de teca del ventilador del techo.
Ella estaba en el ascensor, subiendo para verlo a él. Le había explicado por el interfono que la esperaría en el dormitorio, y había dejado la puerta del piso abierta. La seda fresca de los bóxers se le pegaba a la piel entibiada por el alcohol. Del equipo Bose, que tenía unos altavoces diminutos escondidos por todas las habitaciones del piso, salía la música de uno de los cedés de Café del Mar.
Oyó los tacones golpear el parqué del salón. Pasos lentos pero decididos. Solo el sonido se la ponía dura. Ella ni se imaginaba lo que le esperaba…
Tanteó con la mano debajo de la cama y los dedos encontraron lo que buscaban.
Y ella apareció en el umbral, como una silueta a la luz de la luna sobre el fiordo, sonriéndole a medias. Se soltó el cinturón del abrigo de cuero negro y largo, y lo dejó caer. Él exhaló un suspiro, pero ella aún llevaba el vestido debajo. Se acercó a la cama y le tendió un objeto de goma. Era una máscara. Una máscara de animal de color rosa claro.
—Ponte esto —dijo ella con una voz neutral y bien modulada.
—Vaya —dijo él—, una máscara de cerdo.
—Haz lo que te digo.
Otra vez ese brillo extraño y amarillo en la mirada.
—Mais oui, madame.
Arve Støp se la colocó. Le cubría toda la cara, olía como a guantes de goma, y apenas podía ver a Katrine a través de los agujeritos de botón que eran los ojos.
—Y quiero que… —empezó a decir él, y oyó su propia voz como encerrada y extraña. No llegó a decir nada más antes de sentir un dolor abrasador encima de la oreja izquierda.
—¡Y te callas! —gritó ella.
Poco a poco se dio cuenta de que le había pegado. Sabía que no debía, que eso malograría el papel de ella, pero no pudo hacer nada. Era demasiado cómico. ¡Una máscara de cerdo! Una cosa rosa de goma húmeda y pegajosa con orejas de cerdo, nariz de cerdo y boca de cerdo. Se rio entre dientes. El siguiente golpe le dio en el estómago con una fuerza sorprendente. Se dobló por la cintura y cayó hacia atrás en la cama con un jadeo. No se dio cuenta de que había dejado de respirar hasta que empezó a verlo todo negro. Mientras ella le sujetaba las manos a la espalda él se esforzaba denodadamente por tomar aire. El cerebro logró por fin obtener oxígeno y, en ese momento, llegó el dolor. Y la ira. ¡Pedazo de puta! ¿Qué creía que estaba haciendo? Se liberó de un tirón, fue a cogerla pero no pudo soltar las manos, las tenía sujetas a la espalda. Tironeó y sintió que algo cortante le penetraba la piel de las muñecas. ¿Esposas? ¡Menuda puta perversa!
Ella lo sentó de un empujón.
—¿Ves lo que es esto? —la oyó susurrar.
Pero la máscara se le había ladeado y no veía nada.
—No tengo que verlo —dijo él—. Puedo oler que es tu coño.
El golpe le dio en la sien, fue como un pequeño salto en un cedé, y cuando volvió el sonido, seguía sentado en la cama. Algo fluía entre la mejilla y el interior de la máscara.
—¿Con qué coño me estás pegando? —gritó—. ¡Estoy sangrando, chalada!
—Con esto.
Arve Støp notó que le apretaba la nariz y la boca con algo duro.
—Huele —dijo ella—. ¿No te gusta? Es acero y lubricante para armas de fuego. Smith & Wesson. Es un olor que no se parece a ningún otro, ¿verdad? El de la pólvora y la cordita es todavía mejor. Si te da tiempo a olerlo, claro.
«Solo es un juego violento —se dijo Arve Støp—. Un juego de rol». Pero había algo más, en su voz, en toda la situación. Algo que, de repente, le hizo ver todo lo ocurrido desde otro ángulo. Por primera vez en mucho tiempo. Tanto que tuvo que retrotraerse a la infancia; tanto que al principio no reconoció la sensación. Arve Støp se dio cuenta. Tenía miedo.
—¿Estás seguro de que no deberíamos subir un poco la temperatura? —dijo Bjørn Holm tiritando y arrebujándose en la chaqueta de cuero—. Cuando salió el Amazon, se hizo famoso porque tenía una calefacción cojonuda.
Harry negó con la cabeza y miró el reloj. La una y media. Llevaban más de una hora sentados en el coche de Bjørn Holm, delante del apartamento de Katrine. La noche era de un azul grisáceo y las calles estaban vacías.
—Originalmente, era blanco California —dijo Bjørn Holm— Color Volvo número 42. El anterior propietario lo pintó de negro. Ahora se considera un clásico y esas cosas. Solo pago 365 coronas de impuestos de circulación anual. Una corona al día…
Bjørn Holm se calló cuando vio la mirada de advertencia de Harry y subió el volumen de David Rawlings y Gillian Welch, que era la única música moderna que tenía ganas de oír. La había pasado de un cedé a una casete, no solo para poder reproducirla en el radiocasete que había instalado en el coche, sino porque pertenecía al reducidísimo pero perseverante grupo de melómanos que opinaban que el cedé nunca había logrado reproducir ese sonido único y cálido.
Bjørn Holm sabía que hablaba demasiado porque estaba nervioso. Harry no le había dicho nada, aparte de que iban a comprobar qué tenía que ver Katrine Bratt con un asunto. Y que el día a día de Bjørn Holm sería más fácil si no se enteraba de qué asunto se trataba. Y como la persona pacífica, de talante tranquilo e inteligente que era, Bjørn Holm había intentado no dar la tabarra y buscarse problemas. Pero eso no significaba que le gustara la situación. Miró el reloj.
—Se ha ido a casa de algún tío.
Harry se sobresaltó.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Resulta que no está casada después de todo ¿no es lo que dijiste? Hoy en día, las solteras son como los solteros.
—¿Y eso qué significa?
—Los cuatro pasos. Sal, observa la manada, aisla la presa más débil, abátela.
—Ya. ¿Y tú sigues esos cuatro pasos?
—Los tres primeros —dijo Bjørn Holm, ajustando el espejo retrovisor y atusándose el pelo rojizo—. Esta ciudad está llena de estrechas. —Bjørn Holm había pensado en ponerse gomina, pero le pareció demasiado radical. Por otro lado, quizá fuera necesario. Ir hasta las últimas consecuencias. Ir hasta el final.
—Joder —exclamó Harry—. ¡Joder, joder!
—¿Qué?
—Ducha mojada. Perfume. Rímel. Tienes razón. —El comisario sacó el móvil, marcó rápidamente y obtuvo respuesta de forma casi inmediata.
—¿Gerda Nelvik? Soy Harry Hole. ¿Estáis todavía procesando las pruebas? De acuerdo. ¿Y qué dicen los resultados provisionales?
Bjørn Holm miraba mientras Harry murmuraba dos «ya» y tres «entiendo».
—Gracias —dijo Harry—. Ah, me preguntaba si alguien más de la policía ha llamado antes esta noche preguntando lo mismo. ¿Cómo? Entiendo. Sí, por favor, llámame cuando hayáis terminado del todo.
Harry colgó.
—Ya puedes arrancar —dijo.
Bjørn Holm giró la llave de encendido.
—¿Qué pasa?
—Vamos al Plaza. Katrine Bratt ha llamado antes al Anatómico Forense para saber el resultado de las pruebas de paternidad.
—¿Tan pronto? —Bjørn Holm aceleró y giró a la derecha en dirección a la plaza Schou.
—Toman muestras preliminares que constatan la paternidad con una seguridad del noventa y cinco por ciento. Luego siguen analizando para aumentar la probabilidad hasta un noventa y nueve coma nueve.
—¿Y?
—Hay una certeza del noventa y cinco por ciento de que el padre de las gemelas Ottersen y de Jonas Becker sea Arve Støp.
—¡Coño!
—Y yo creo que Katrine ha seguido tus pasos para las noches de sábado. Y que la presa es Arve Støp.
Harry llamó a la central de operaciones y solicitó refuerzos mientras el viejo motor aullaba en el silencio nocturno de las calles de Grünerløkka. Y cuando pasaron por urgencias, al lado del río Akerselva, y se deslizaron por las vías del tranvía de la calle Storgata, la calefacción despedía un aire muy caliente.
Odin Nakken, periodista del periódico VG, pasaba frío en la acera de delante del Plaza y maldecía al mundo entero, a la gente en general y el trabajo en particular. Según constató, los últimos invitados estaban a punto de dejar la fiesta de Liberal. Y los últimos eran normalmente los más interesantes, los que podían dar los titulares del día siguiente. Pero se acercaba el deadline, el cierre, tenía que irse dentro de cinco minutos. Tenía que ir a la oficina de la calle Akersgata, que se encontraba a una distancia de unos cien metros, y escribir. Hacer la tarea de un redactor adulto, que no tenía ganas de estar a la entrada de una fiesta con la nariz pegada al cristal de la ventana, como un adolescente de catorce años, mirando y esperando a que saliera alguien que le pudiera contar quién había bailado con quién, quién se había liado con quién. Escribir que presentaba su renuncia.
Había oído un par de rumores demasiado fantásticos para no ser verdad, pero naturalmente, no los podían publicar. Existía un límite, y había unas normas no escritas. Unas normas que los periodistas acataban, por lo menos, los de su generación. Total, como si importara.
Odin Nakken miró a su alrededor. Solo unos pocos periodistas y fotógrafos seguían aguantando. Quizá porque su hora de cierre para el material de los famosos era tan tardía como la de su periódico. Un Volvo Amazon se dirigía hacia ellos a gran velocidad, se acercó a la acera y frenó. Un hombre saltó del asiento del copiloto, y Odin Nakken lo reconoció enseguida. Hizo una señal al fotógrafo y fueron corriendo detrás del agente que se encaminaba a la puerta.
—Harry Hole. —Nakken jadeaba cuando lo alcanzó—. ¿Qué hace la policía aquí?
El agente de policía se volvió hacia él con los ojos enrojecidos.
—Voy de fiesta, Nakken. ¿Dónde está la juerga?
—En la sala «Sonia Henie», en el segundo piso. Pero me temo que ya ha terminado.
—Ya. ¿Has visto a Arve Støp?
—Støp se fue pronto a casa. ¿Puedo preguntar qué quieres de él?
—No. ¿Se fue solo?
—Aparentemente.
El comisario se detuvo de pronto y se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir?
Odin Nakken ladeó la cabeza. No tenía ni idea de lo que pasaba, pero no dudaba de que se estaba cociendo algo.
—Corre el rumor de que estaba negociando con una tía bastante buena. Con el coño en los ojos. Nada que podamos imprimir, por desgracia.
—¿Y qué más? —gruñó el comisario.
—Una mujer que se correspondía con esa descripción dejó la fiesta veinte minutos después que Støp. Cogió un taxi.
Hole empezó a volver sobre sus pasos enseguida. Odin lo iba siguiendo.
—¿Y no la seguiste, Nakken?
Odin Nakken obvió el sarcasmo, no le preocupaba. Ya no.
—No era ninguna famosa, Hole. Un famoso que se folla a una que no es famosa no es noticia, a ver si me explico. A no ser que la tía quiera hablar, por supuesto. Y esta simplemente desapareció.
—¿Qué pinta tenía?
—Delgada, morena. Guapa.
—¿Cómo iba vestida?
—Con un abrigo largo de cuero negro.
—Gracias. —Hole saltó al asiento del copiloto del Amazon.
—Oye —gritó Nakken—, ¿qué me das a cambio?
—Que vas a dormir mejor sabiendo que has contribuido a hacer la ciudad más segura.
Odin Nakken contempló con gesto airado cómo el viejo coche pintado como los de carreras desaparecía con una ronca carcajada. Era hora de seguir. Hora de redactar esa renuncia. Era hora de ser adulto.
—Deadline —dijo el fotógrafo—. Tenemos que irnos a hacer esa mierda de trabajo.
Odin Nakken suspiró resignado.
Arve Støp miraba a la oscuridad del interior de la máscara y se preguntaba qué estaría haciendo ella. Lo había arrastrado hasta el baño por las esposas, apuntándole en las costillas con lo que según ella era un revólver, y le había ordenado que se metiese en la bañera. ¿Dónde estaba? Contuvo la respiración y oyó latir su propio corazón y un zumbido chisporroteante y eléctrico. ¿Serían los tubos fluorescentes que se estaban fundiendo? La sangre de la sien le había llegado hasta la comisura de los labios, notaba el sabor metálico y dulce en la punta de la lengua.
—¿Dónde estuviste la noche que Birte Becker desapareció? —La voz venía de la ducha.
—Aquí, en el piso —contestó Støp mientras intentaba pensar. Había dicho que trabajaba en la policía, y en ese momento recordó dónde la había visto antes, en la pista de curling.
—¿Solo?
—Sí.
—¿Y la noche que asesinaron a Sylvia Ottersen?
—Lo mismo.
—¿Solo toda la noche sin hablar con nadie?
—Sí.
—¿Así que no tienes ninguna coartada?
—Te digo que estuve aquí.
—Bien.
«¡¿Bien?!», pensó Arve Støp. ¿Por qué estaba bien no tener coartada? ¿Qué quería? ¿Forzarlo a confesar? ¿Y por qué parecía que el zumbido eléctrico sonara más fuerte y más cerca?
—Túmbate —dijo ella.
Hizo lo que le ordenaba y sintió el escozor del esmalte helado de la bañera en la piel de la espalda y los muslos. Se le había condensado el aliento dentro de la máscara, que se había mojado, y le dificultaba aún más la respiración. Allí estaba la voz otra vez, ahora muy cerca:
—¿Cómo quieres morir?
—¿Morir? —Estaba loca. Loca de remate. ¿O no lo estaba? Se dijo a sí mismo que debía mantener la cabeza fría, que ella solo intentaba asustarlo. ¿Estaría Harry Hole detrás de esto, habría subestimado a aquel policía alcohólico? Pero ahora estaba tiritando, le temblaba tanto todo el cuerpo que podía oír el reloj Tag Heuer tintinear contra el esmalte, como si el cuerpo hubiese entendido lo que el cerebro se resistía a aceptar. Frotó el cogote con el fondo de la bañera. Intentó enderezar la máscara de cerdo para poder ver a través de los pequeños agujeros. Iba a morir.
Por eso lo había colocado en la bañera. Para que no hubiese tanta suciedad, para poder eliminar todos los rastros rápidamente. «¡Tonterías! Eres Arve Støp y ella es de la policía. No saben nada».
—Bueno —dijo ella—. Levanta la cabeza.
La máscara. Por fin. Hizo lo que le mandaba, notó cómo le tocaba la frente y el cogote, pero sin soltar la máscara. Y las manos desaparecieron. Algo delgado y duro le apretaba el cuello. ¿Qué coño? ¡Un lazo!
—No… —empezó a decir, pero se le cortó la voz cuando el lazo le presionó la tráquea. Las esposas tintineaban y arañaban el fondo de la bañera.
—Las mataste a todas —dijo ella, y tensó el lazo un poco más—. Eres el Muñeco de Nieve, Arve Støp.
Ya estaba. Lo había dicho en voz alta. La falta de riego en el cerebro le hacía sentirse mareado. Negó enérgicamente con la cabeza.
—Sí —dijo ella, y le pareció que le iba a cortar la cabeza cuando dio un tirón—. Acabas de recibir el título.
La oscuridad no tardó en llegar. Levantó el pie y lo dejó caer, dio un golpe con el talón en la bañera. Se produjo un estruendo hueco.
—¿Has notado esa sensación efervescente, Støp? Es el cerebro, que no recibe oxígeno suficiente. Bastante agradable, ¿verdad? El que fue mi marido solía hacerse una paja mientras yo fingía estrangularlo.
Intentó gritar, intentó que el poco aire que le quedaba en el cuerpo se abriese camino quebrantando la fuerte resistencia del lazo, pero era imposible. Dios mío, ¿ni siquiera quería que confesara? Y lo notó. Un ligero zumbido en el cerebro, como burbujas chispeantes de champán. ¿Así iba a ser, tan sencillo? Él no quería que fuese sencillo.
—Te voy a colgar en el salón —le dijo la voz al oído mientras una mano le acariciaba la cabeza—. Con la cara mirando al fiordo. Para que tengas vistas.
Oyó un pitido débil, como la alarma de los monitores cardíacos de las películas, pensó. Cuando los picos se aplanan del todo y el corazón ha dejado de latir.