DÍA 19. TOOWOOMBA
Un murmullo expectante se extendía bajo las arañas de la sala «Sonia Henie» del Hotel Plaza. Arve Støp recibía a sus invitados en el umbral. Tenía las mandíbulas doloridas de tanto sonreír y el codo empezaba a resentírsele de estrechar tantas manos. Una mujer joven de la empresa de eventos encargada de la realización técnica se le acercó y le dijo sonriendo que los invitados ya estaban acomodados en las mesas. Su atuendo negro y neutro, y los auriculares con un micrófono prácticamente invisible lo hicieron pensar en una agente femenina de Misión: Imposible.
—Entremos —dijo, ajustándole la pajarita del esmoquin con un movimiento amable, casi cariñoso.
Llevaba alianza. Se dirigió a la sala contoneando las caderas delante de él. ¿Habrían dado a luz algún hijo esas caderas? Llevaba unos pantalones negros ajustados a un trasero bien entrenado, y Arve Støp se imaginó ese mismo trasero sin pantalones delante de él en la cama de su piso de Aker Brygge. Pero daba la impresión de ser demasiado profesional. Sería demasiado complicado. Demasiados esfuerzos para convencerla. Sus miradas se cruzaron en el gran espejo junto a la puerta, él comprendió que lo había descubierto, sonrió ampliamente pidiendo perdón. Ella se rio al mismo tiempo que un ligero rubor no muy profesional le encendía las mejillas. ¿Misión imposible? Seguro que no. Pero tendría que ser otra noche.
Todos los que estaban en su mesa de ocho comensales se levantaron al verlo llegar. Su pareja de mesa era su propia redactora. Una elección aburrida, pero necesaria. Estaba casada, tenía hijos y la cara ajada de una mujer que se pasa de doce a catorce horas trabajando cada día. Pobres niños. Y pobre de él, el día que ella descubriera que había vida más allá de la revista Liberal. Los ocupantes de la mesa brindaron por él, mientras la mirada de Støp daba una vuelta por la sala. Las lentejuelas, las joyas y los ojos risueños relucían debajo de las arañas. Y los vestidos. Sin tirantes, sin hombros, sin espaldas, sin vergüenza.
Y comenzó. Los acordes de Así habló Zaratustra surgían majestuosos de los altavoces. En una reunión previa con la empresa de eventos, Arve Støp ya dijo que no le parecía una apertura muy original, que era pomposa y que le hacía pensar en el origen de la Humanidad. Y le contestaron que ésa era exactamente la intención.
Sobre el gran escenario apareció, rodeado de humo y de luces, un famoso de la televisión que había exigido y recibido una suma de seis cifras por hacer de presentador.
—¡Señoras y señores! —gritó a un micrófono grande e inalámbrico cuya forma hizo pensar a Støp en un pene robusto y erguido.
—¡Bienvenidos! —Los labios del famoso casi tocaban la cabeza negra de aquella polla—. ¡Bienvenidos a una noche que prometo que será muy especial!
Arve Støp ya estaba deseando que terminase.
Harry miraba las fotos de la librería del despacho, el Club de los Policías Muertos. Intentaba pensar, pero los pensamientos le daban vueltas en la cabeza sin terminar de fijarse, sin componer una imagen completa. Había tenido todo el tiempo la sensación de que alguien se le había colado dentro, que alguien sabía lo que él iba a hacer cada minuto. Pero no así. Era tan increíblemente sencillo… Y al mismo tiempo tan incomprensiblemente complicado.
Knut Müller-Nilsen le había contado que tenían a Katrine por una de las agentes más prometedoras de la sección de Personas Desaparecidas y Delitos Violentos de la comisaría de Bergen, una nueva estrella. Nunca hubo ningún problema. Aunque claro, estaba esa única vez, por supuesto, que la llevó a pedir el traslado a Delitos Sexuales. Un testigo de un caso antiguo y archivado había llamado quejándose de que Katrine Bratt lo visitaba con frecuencia, le hacía nuevas preguntas y no lo dejaba en paz, a pesar de que le había dicho claramente que la policía ya le había tomado declaración. Entonces se supo que Katrine llevaba bastante tiempo investigando ese caso por su cuenta sin informar a la dirección. Como lo había hecho en su tiempo libre, en condiciones normales no habría habido ningún problema pero, lógicamente, no tenían ningún interés en que Katrine Bratt hurgara precisamente aquel caso. Y la informaron de ello cabalmente. Ella reaccionó mencionando varios errores en la investigación anterior, pero no le hicieron el menor caso y, presa de la mayor frustración solicitó el traslado al grupo de Delitos Sexuales.
—Creo que ese asunto se convirtió para ella en una obsesión —fue lo último que dijo Müller-Nilsen—. Según recuerdo, fue justo en la época en que su marido la dejó.
Harry se levantó, salió al pasillo y se acercó a la puerta del despacho de Katrine. Estaba cerrada, como ordenaban las directrices relativas a los despachos. Siguió por el pasillo hasta el cuarto de la fotocopiadora. Del estante inferior, junto a los paquetes de folios, sacó la guillotina, una placa grande y pesada de hierro con una cuchilla. Era incapaz de recordar la última vez que habían utilizado aquel armatoste, pero allí iba él por el pasillo, con ella en las manos, de vuelta a la puerta de Katrine.
Levantó la guillotina por encima de la cabeza y apuntó. Dejó caer los brazos.
La guillotina fue a dar en el picaporte y desplazó la caja de la cerradura en el interior del marco, que se rajó con un golpe seco.
Tuvo el tiempo justo de retirar los pies antes de que la guillotina aterrizase en el suelo de un mazazo.
El despacho de Katrine Bratt era idéntico al que en su día había compartido con el policía Jack Halvorsen. Recogido, desnudo, sin fotos ni otros objetos personales. El escritorio tenía en la parte superior una cerradura sencilla que abría todos los cajones. Después de dos golpes de guillotina, tanto el primer cajón como la cerradura estaban machacados. Harry buscó con rapidez, apartando papeles, mirando entre carpetas de plástico, perforadoras de papel y otro material de oficina, hasta que encontró la funda de una navaja. La sacó. La parte superior tenía ranuras. Desde luego, no era la navaja de un scout. Harry pasó el filo por el montón de documentos donde estaba y la hoja se hundió profundamente y sin fricción en la masa de papel.
En el cajón de debajo había dos cajas sin abrir de cartuchos para el arma reglamentaria. Los únicos objetos personales que encontró fueron dos anillos. Uno tenía unas piedras que brillaban con intensidad a la luz de la lámpara del escritorio. Lo había visto antes. Harry cerró los ojos intentando visualizar dónde fue. Un anillo grande y chillón. Excesivo. Las Vegas. Katrine nunca llevaría un anillo como ése. Y en ese mismo momento, supo dónde lo había visto. Notó cómo le latía el pulso, fuerte pero regularmente. Lo había visto en un dormitorio. En el dormitorio de Becker.
En la sala «Sonia Henie» la cena había terminado y las mesas ya estaban recogidas. Arve Støp se apoyaba en la pared del fondo mientras contemplaba el escenario, donde los invitados se apiñaban y miraban extasiados a la banda. Sonaba poderosa. Sonaba cara. Sonaba a megalomanía. Arve Støp se había mostrado indeciso, pero la empresa de eventos lo convenció al final de que invertir en experiencias significaba comprar la lealtad, el orgullo y el entusiasmo de los empleados por su lugar de trabajo. Y al comprar una porción de un éxito internacional, él acentuaba el éxito de la revista y construía el producto de la marca Liberal, un producto con el que los anunciantes querrían asociarse.
El vocalista se llevó el dedo al pinganillo al mismo tiempo que atacaba el tono más alto de su éxito internacional de los años ochenta.
—Nadie desafina tan bien como Morten Harket —dijo una voz al lado de Støp.
Se dio la vuelta. Y supo enseguida que la había visto antes, porque nunca olvidaba a una mujer guapa. Lo que olvidaba cada vez con mayor frecuencia era el quién, el dónde y el cuándo. Era delgada, llevaba un vestido negro sencillo con un corte que le recordó a alguien. A Birte. Birte tenía un vestido como ése.
—Es escandaloso —dijo.
—Es un tono difícil de alcanzar —dijo ella sin apartar los ojos del cantante.
—Es escandaloso que no me acuerde de tu nombre. Solo sé que nos hemos visto antes.
—No nos hemos visto —dijo ella—. Tú me clavaste la mirada —dijo, apartándose el pelo de la cara. Era guapa de una manera clásica y algo estricta. Guapa a lo Kate Moss. Birte era guapa a lo Pamela Anderson.
—Eso, precisamente, creo que se puede perdonar —dijo él, notando cómo se despertaba, que la sangre empezaba a fluirle por el cuerpo, transportando el champán hasta esas partes del cerebro que lo despabilaban sin amodorrarlo.
—¿Quién eres?
—Me llamo Katrine Bratt —dijo ella.
—De acuerdo. ¿Eres uno de nuestros anunciantes? ¿De relaciones bancarias? ¿Arrendadora? ¿Fotógrafa independiente?
Katrine negó con la cabeza a cada pregunta sin dejar de sonreír.
—Soy una partycrasher —dijo—. Una de tus periodistas es amiga mía. Ella me contó quién iba a tocar después de la cena, y que me podía poner un vestido y colarme. ¿Estás pensando en echarme?
Katrine se llevó a los labios la copa de champán. No eran tan rellenitos como a él le gustaban, pero brillaban húmedos en un tono rojo oscuro. Ella seguía mirando al escenario, de modo que podía estudiar su perfil libremente. Todo su perfil. La espalda arqueada, la forma redondeada y perfecta de los pechos. No necesariamente silicona, a lo mejor un sujetador bueno. Pero ¿habrían amamantado a un niño?
—Lo estoy sopesando —dijo él—. ¿Algún argumento a tu favor?
—¿Te basta con una amenaza?
—Puede ser.
—He visto a los paparazzi fuera, esperando a que tus invitados famosos salgan con la caza de esta noche. ¿Qué te parece si les hablo de mi amiga periodista? ¿Que le dijeron que sus perspectivas de futuro en la revista Liberal no eran nada halagüeñas después de haber rechazado tus insinuaciones?
Arve Støp se rio alto y con ganas. Constató que habían atraído las miradas curiosas de otros invitados. Cuando se inclinó hacia ella, se dio cuenta de que el olor de su perfume no era muy diferente al que él mismo usaba.
—En primer lugar, no me preocupa lo más mínimo la mala reputación, sobre todo entre mis colegas de la prensa rosa. En segundo lugar, tu amiga es un imposible como periodista, y en tercer lugar, miente. Me la he follado tres veces. Y eso se lo puedes contar a los paparazzi. ¿Estás casada?
—Sí —dijo la desconocida, se volvió hacia el escenario y cambió de pierna, cruzándola del lado de la raja del vestido, de modo que él pudo ver el dibujo del liguero. Arve Støp sintió la boca reseca y tomó otro sorbo de champán. Miró al grupo de mujeres que estaban dando pataditas delante del borde del escenario. Aspiró por la nariz. Podía notar el olor a coño desde allí.
—¿Tienes hijos, Katrine?
—¿Quieres que tenga hijos?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque las madres, al engendrar, han experimentado el sometimiento a la naturaleza, y eso les da una visión de la vida más profunda que a las demás mujeres. Y que a los hombres.
—Bullshit.
—Sí. Hace que no busquéis tan desesperadamente a un padre potencial. Solo queréis participar en el juego.
—De acuerdo —dijo ella riéndose—. Entonces, tengo hijos. ¿A qué quieres jugar?
—Vaya —dijo Støp mirando el reloj—. Estamos avanzando a muy buen ritmo.
—¿A qué te gusta jugar?
—A todo.
—Bien.
El cantante cerró los ojos, agarró el micro con ambas manos y atacó el crescendo de la canción.
—Esta fiesta es muy aburrida, me voy a casa. —Støp dejó la copa vacía en una bandeja que pasó volando—. Vivo en Aker Brygge. La misma entrada de Liberal, en el último piso. El timbre de más arriba.
Ella sonrió.
—Sé dónde es. ¿Cuánta ventaja quieres?
—Dame veinte minutos. Y prométeme que no hablarás con nadie antes de marcharte. Ni siquiera con tu amiga. ¿Estamos de acuerdo, Katrine Bratt?
La miró con la esperanza de haber dicho el nombre correcto.
—Créeme —dijo ella, y él se dio cuenta de que tenía en la mirada un brillo extraño, como el resplandor de un incendio forestal en el cielo—. Estoy tan interesada como tú en que esto quede entre nosotros dos. —Levantó el vaso—. Y por cierto, te la has follado cuatro veces, no tres.
Støp la miró una vez más antes de dirigirse a la salida. Detrás, bajo las arañas, vibraba casi imperceptible el falsete del vocalista.
Se oyó el ruido de una puerta y de gritos entusiastas que retumbaban por la calle Seilduksgata. Cuatro jóvenes volvían de una fiesta camino de uno de los bares de Grünerløkka. Pasaron al lado del coche aparcado junto a la acera sin fijarse en el hombre que estaba dentro. Luego dieron la vuelta a la esquina y la tranquilidad volvió a la calle. Harry se inclinó hacia el parabrisas y miró a las ventanas del apartamento de Katrine Bratt.
Podía haber llamado a Hagen, podía haber dado la alarma, haberse llevado a Skarre y un coche patrulla. Pero también podía estar equivocado. Y antes tenía que cerciorarse, tenían demasiado que perder, tanto él como ella.
Salió del coche, fue hasta la puerta y tocó el timbre del tercer piso, que no tenía nombre. Esperó. Volvió a llamar. Volvió al coche, sacó el pie de cabra del maletero, volvió a la puerta de entrada y llamó al primer piso. Una voz de hombre le contestó un «sí» adormilado y con el sonido de la televisión de fondo. Quince segundos más tarde, el hombre bajó y abrió. Harry le enseñó la tarjeta de identificación.
—No he oído nada de jaleo —dijo el hombre—. ¿Quién os ha llamado?
—Saldré por mi cuenta —dijo Harry—, gracias.
La puerta del tercer piso tampoco tenía ninguna placa con el nombre. Harry dio unos golpecitos con la mano, acercó la cara a la madera fría y aguzó el oído. Luego metió el extremo del pie de cabra entre la puerta y el marco, justo por encima de la cerradura. Dado que los edificios de Grünerløkka se construyeron en su día para los obreros de las fábricas que había a orillas del río Akerselva y, por lo tanto, con el material más barato posible, el segundo allanamiento de morada que cometía Harry se llevó a cabo en menos de una hora.
Se quedó unos segundos en la oscuridad del pasillo escuchando antes de encender la luz. Miró el zapatero que tenía delante. Seis pares de zapatos. Ninguno de ellos lo bastante grandes como para pertenecer a un hombre. Levantó uno de los pares, las botas que Katrine había utilizado esa mañana. Las suelas aún estaban mojadas.
Entró en la sala de estar. Encendió la linterna en vez de la lámpara del techo para que ella no viese desde la calle que tenía visita.
Pasó el haz de luz por el suelo de pino pulido, que tenía grandes ranuras entre las tablas, un sofá blanco y sencillo, estanterías bajas para libros y un amplificador de la marca Linn. En la pared contigua había una cama estrecha sin deshacer y una cocina esquinera con los fogones y un frigorífico. Todo tenía un aspecto de severidad, austeridad y orden. Como en su propia casa. La linterna iluminó una cara que lo miraba fijamente. Y otra cara. Y otra más. Máscaras negras de madera, talladas y con dibujos.
Miró el reloj. Las once. Siguió moviendo el haz de luz.
Encima de la única mesa de la habitación había clavadas páginas de periódicos. Cubrían la pared desde el suelo hasta el techo. Se acercó. Paseó la mirada por los recortes mientras notaba que el pulso empezaba a hacerle tictac como un contador Geiger.
Eran casos de asesinato.
Muchos casos de asesinato, diez o doce, algunos tan antiguos que el papel de periódico amarilleaba. Pero Harry los recordaba todos muy bien. Los recordaba porque todos tenían una cosa en común: que era él quien había dirigido la investigación.
Encima de la mesa, junto al ordenador y una impresora, había un montón de carpetas. Informes de investigación. Abrió una de ellas. No era ninguno de sus casos, sino el caso del asesinato de Laila Aasen en Ulriken. La otra era de la desaparición de Onny Hetland en Fjellsiden. La tercera carpeta trataba de un caso de violencia policial en Bergen, de las acusaciones contra Gert Rafto. Harry pasó las páginas. Descubrió la misma foto de Rafto que había visto en el despacho de Müller-Nilsen. Al verlo en ese momento se le hizo totalmente evidente.
Al lado de la impresora había un montón de hojas. La de arriba tenía un dibujo. Un boceto fugaz hecho a lápiz, de aficionado, pero el motivo era suficientemente claro. Un muñeco de nieve. Con la cara ovalada, como si se estuviera derritiendo, los ojos de carbón, muertos, y la zanahoria, larga y delgada, apuntando hacia abajo. Harry pasó las hojas. Había varios dibujos. Todos de muñecos de nieve, la mayoría solo de la cara. Máscaras, pensó Harry. Máscaras de muerte. Una de las caras tenía un pico de pájaro, pequeños brazos de persona a los lados y patas de pájaro. Otra tenía nariz de cerdo y chistera.
Harry empezó el registro por un lado de la habitación. Y se repitió lo que le dijo a Katrine en la isla de Finnøy: «Vacía el cerebro de expectativas. Y mira, no busques». Repasó todos los armarios y cajones, miró entre los utensilios de cocina y los detergentes, entre la ropa, entre los champús exóticos y las cremas extrañas del baño, donde aún flotaba en el aire el olor intenso a su perfume. El suelo de la ducha estaba mojado y en el lavabo había un bastoncillo con marcas de rímel. Volvió a salir. No sabía qué era lo que buscaba, solo que no estaba allí. Se irguió y miró a su alrededor.
Error.
Estaba allí. Solo que todavía no lo había encontrado.
Sacó los libros de las estanterías, abrió la cisterna del inodoro, comprobó si los suelos o las paredes tenían tablas sueltas, dio la vuelta al colchón. Y eso era todo. Había repasado todo el apartamento. Sin resultado. De no ser por el dogma más importante del registro domiciliario: se trata tanto de lo que encuentras como de lo que no encuentras. Y él sabía lo que no había encontrado. Harry miró el reloj. Y empezó a recoger.
Y hasta que no puso los dibujos en su sitio no cayó en la cuenta de que le faltaba por mirar la impresora. Sacó la bandeja de los folios. La primera hoja estaba amarillenta y era un poco más gruesa que un folio normal de impresora. La levantó. Tenía un olor especial, como si estuviese ligeramente perfumada o quemada. La contempló al trasluz ante la lámpara del escritorio en busca de la marca. Y la encontró. Abajo, en la esquina derecha, una especie de marca de agua entre las fibras finas del papel, que se veía al ponerla cerca de la bombilla. Fue como si las venas del cuello se le dilataran, como si la sangre de repente tuviera prisa, como si el cerebro gritara pidiendo más oxígeno.
Harry encendió el ordenador. Volvió a mirar el reloj y se pasó una eternidad oyendo el ronroneo del equipo mientras se ponían en marcha el sistema operativo y los programas. Fue directamente a la función de búsqueda y tecleó una sola palabra. Golpeó suavemente con el ratón en «Buscar». Apareció un perro contento y entusiasmado, saltando con ladridos mudos, un intento de hacer más breve la espera. Harry no apartaba la vista del texto, que cambiaba febrilmente según se iban mostrando los documentos. Se concentró en la casilla donde, por ahora, ponía «El texto de búsqueda se ha encontrado en 0 documentos». Comprobó que la palabra estuviese correctamente escrita. Toowoomba. Cerró los ojos. Oía el profundo ronroneo de la máquina, como un gato cariñoso. Y se detuvo. Harry abrió los ojos. «El texto de búsqueda se ha encontrado en 1 documento».
Puso el cursor encima del icono del documento de Word. En un rectángulo amarillo apareció una información. «Última modificación el 9 de septiembre». Sintió que el dedo le temblaba ligeramente al hacer doble clic. El fondo blanco resplandecía bajo un texto breve. No había duda. Eran las mismas palabras, idénticas a las de la carta del Muñeco de Nieve.