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DÍA 19. MOSAICO

Eran las siete de la mañana y las nubes camuflaban un amanecer como de algodón cuando Harry entró en el pasillo del séptimo piso del edificio Frogner. Tresko había dejado la puerta del apartamento entreabierta y, cuando Harry entró, estaba sentado con los pies encima de la mesa verde del salón, el culo en el sofá y el mando a distancia en la mano izquierda. Las imágenes que retrocedían en la pantalla se deshicieron en un mosaico digital.

—¿Así que nada de cerveza? —repitió Tresko cogiendo su botella medio vacía—. Es sábado.

A Harry le parecía poder ver en el aire el gas que producían las bacterias. Los dos ceniceros estaban llenos de colillas.

—No, gracias —dijo Harry, y se sentó—. ¿Y qué, hay algo?

—Solo he tenido esta noche —dijo Tresko, y detuvo el reproductor—, normalmente, tardo un par de días.

—Esta persona no juega profesionalmente al póquer —dijo Harry.

—No digas eso —dijo Tresko chupando la botella—. Es mejor que muchos jugadores de cartas tirándose faroles. Mira, aquí es donde tú le formulas la pregunta acordada, a la que esperas que responda con una mentira, ¿verdad?

Treschow pulsó el botón de reproducción y Harry se vio a sí mismo en el estudio. Llevaba una americana de rayas finas un poco demasiado ajustada, de una marca sueca. Una camiseta negra que le había regalado Rakel. Vaqueros Diesel y botas Dr. Martens. Estaba sentado en una postura extraña e incómoda, como si la silla tuviese clavos en el respaldo. La pregunta resonaba hueca a través de los altavoces:

—¿La invitas a pasar unas horas en la habitación del hotel?

—No, no hago eso —empezó Støp, pero se quedó rígido cuando Tresko pulsó el botón de pausa.

—¿Y ahí sabes que miente? —preguntó Tresko.

—Sí —dijo Harry—, se folló a una amiga de Rakel. Las mujeres no suelen fardar. ¿Tú qué ves?

—Si me hubiese dado tiempo a pasarlo al ordenador, podría haber aumentado los ojos, pero no es necesario. Se ve perfectamente que se le han dilatado las pupilas. —Tresko apuntó a la pantalla con la uña mordida del dedo índice—. Es la señal más clásica de estrés. Y fíjate en las fosas nasales, ¿ves que se le han dilatado un poquitín? Eso lo hacemos cuando estamos estresados y el cerebro necesita más oxígeno. Pero no significa que mienta, hay mucha gente que siente estrés aunque esté diciendo la verdad. O que no sienten estrés cuando mienten. Por ejemplo, puedes ver que mantiene las manos quietas.

Harry percibió un cambio en la voz de Tresko, no quedaba ni rastro de su chirrido habitual y se había vuelto suave, casi agradable. Miró la pantalla y observó las manos de Støp, que tenía inmóviles en el regazo, la izquierda encima de la derecha.

—Desgraciadamente, no hay ninguna señal fija —dijo Tresko—. Cada jugador de póquer presenta un comportamiento distinto, así que lo que hay que utilizar son las diferencias. Aislar lo que cambia en una persona cuando miente y cuando dice la verdad. Es como un triángulo, se necesitan dos puntos fijos.

—Una mentira y una respuesta verdadera. Parece sencillo.

—Lo de «parece» es correcto. Si suponemos que contesta la verdad cuando habla del inicio de su revista y de por qué desprecia a los políticos, tenemos el otro punto. —Tresko rebobinó y volvió a pasar la cinta—. Mira.

Harry miró. Pero probablemente, no adonde debía. Negó con la cabeza.

—Las manos —dijo Tresko—. Mira las manos.

Harry miró el dorso moreno de las manos de Støp, que descansaban en los reposabrazos.

—Siguen quietas —dijo Harry.

—Sí, pero no las esconde —dijo Tresko—. Es un clásico entre los jugadores de póquer mediocres cuando tienen malas cartas, las esconden muy bien en la mano. Y cuando se tiran un farol, se ponen una mano en la boca, tapándola en plan pensativo, para esconder las expresiones faciales. Los llamamos ocultadores. Otros exageran el farol enderezándose en la silla o moviendo los hombros hacia atrás para parecer más grandes de lo que son. Los llamamos faroleros. Støp es un ocultador.

Harry se inclinó hacia delante.

—¿Has…?

—Sí —dijo Tresko—. Y lo practica todo el tiempo. Cuando miente, baja las manos de los reposabrazos y esconde la derecha, apuesto a que es diestro.

—¿Y cuando le pregunto si hace muñecos de nieve? —Harry no se esforzaba lo más mínimo por ocultar su expectación.

—Miente —dijo Tresko.

—¿En qué parte? ¿En lo de hacer muñecos de nieve o en lo de hacerlo en su propia terraza?

Tresko emitió un gruñido breve que Harry interpretó como una risa.

—Esto no es una ciencia exacta —dijo Tresko—. Como he dicho, no es mal jugador de cartas. Durante los primeros segundos después de que le hicieras la pregunta, mantuvo las manos encima de los reposabrazos como si tuviera intención de decir la verdad. Al mismo tiempo se le dilatan las fosas nasales un poco, como si estuviera estresándose. Pero luego se lo piensa mejor, esconde las manos y dice una mentira.

—Exactamente —dijo Harry—. Y eso significa que tiene algo que ocultar, ¿verdad?

Tresko apretó los labios con una mueca que indicaba que aquello era un tanto complicado.

—También puede significar que decide contar una mentira, consciente de que todo el mundo la identificará como tal. Para ocultar que también podría estar diciendo la verdad.

—¿Qué quieres decir?

—A veces ocurre que, cuando les reparten una buena mano de cartas, los jugadores profesionales, en lugar de incitar a subir las apuestas, apuestan alto directamente, y al mismo tiempo transmiten pequeñas señales de que se están tirando un farol. Justo lo necesario para hacer creer a los jugadores inexpertos que han desenmascarado al farolero y que pueden apostar tranquilamente. Eso es en realidad lo que parece esto. Farol sobre farol.

Harry asintió lentamente con la cabeza.

—¿Quieres decir que pretende que yo crea que tiene algo que ocultar?

Tresko miró la botella de cerveza vacía, luego la nevera, hizo un tibio esfuerzo por levantar su enorme cuerpo del sofá y lanzó un suspiro.

—Como he dicho, esto no es una ciencia exacta —dijo—. ¿Te importa…?

Harry se levantó y fue hasta la nevera. Maldecía para sus adentros. Cuando llamó a Oda a la redacción de Bosse, sabía que iban a aceptar su oferta de participar. Y también sabía que podría formularle a Støp preguntas directas, sin interferencias, ése era el formato del programa. Y que la cámara captaba a los interpelados enfocándolos o con lo que llamaban un plano medio, es decir, la parte superior del cuerpo. Todo era perfecto para el análisis de Tresko. Y aun así, no les había salido bien. Ésa era la última oportunidad, el último resquicio de luz en el que buscar. El resto era oscuridad. Y quizá también diez años a tientas confiando en la suerte, en el azar, en una metedura de pata.

Harry miró fijamente las filas de botellas de cerveza Ringnes perfectamente ordenadas en la nevera, un contraste cómico con el caos que reinaba en el apartamento. Dudó. Y cogió dos botellas. Estaban tan frías que le quemaban la palma de la mano. La puerta de la nevera se iba cerrando.

—La única ocasión en que puedo afirmar con seguridad que Støp miente —dijo Tresko desde el sofá— es cuando contesta que en su familia no hay casos de locura ni de enfermedades hereditarias.

A Harry le dio tiempo a meter el pie por dentro de la puerta de la nevera. La luz de la rendija se reflejó en la ventana oscura sin cortinas.

—Repite eso —dijo.

Tresko lo repitió.

Veinticinco segundos después, Harry iba por la mitad de la escalera y Tresko por la mitad de la botella de cerveza que Harry le había dado.

—Bueno, pues había otra cosa más, Harry —murmuró Tresko para sí—. Bosse te preguntó si estabas esperando a alguien en particular, y tú contestaste que no.

Eructó.

—No te dediques al póquer, Harry.

Harry llamó desde el coche.

Contestaron al otro lado antes de que le diera tiempo a decir su nombre.

—Hola, Harry.

Pensar que Mathias Lund-Helgesen reconocía su número o que lo había añadido a su lista de teléfonos con su nombre lo hizo estremecerse. Podía oír las voces de Rakel y Oleg al fondo. Fin de semana. Familia.

—Tengo una pregunta relacionada con la Clínica Marienlyst. ¿Existen todavía historiales de pacientes de esa clínica?

—Lo dudo —dijo Mathias—. Creo que hay normas que dicen que ese tipo de información debe eliminarse si nadie continúa con la actividad de la empresa. Pero si es importante, lo averiguaré, naturalmente.

—Gracias.

Harry pasó por la parada de metro de Vindern. La visión de un espectro le cruzó la mente revoloteando. Una persecución en coche, una colisión, un colega muerto, un rumor que decía que el conductor era Harry y que le deberían haber realizado una prueba de alcoholemia. Hacía mucho tiempo. Agua pasada bajo el puente. Cicatrices bajo la piel. Versicolor en el alma. Pitiriasis versicolor en el alma.

Mathias le devolvió la llamada a los quince minutos.

—He hablado con Gregersen, era el gerente de la Clínica Marienlyst. Me temo que lo eliminaron todo. Pero creo que algunos facultativos, entre ellos Idar, se llevaron los informes de sus pacientes.

—¿Y tú?

—Yo sabía que no iba a seguir en la privada, así que no me llevé ninguno.

—¿Crees que podrías acordarte de los nombres de algunos de los pacientes de Idar?

—Puede que de algunos. No muchos. De eso hace ya mucho tiempo, Harry.

—Lo sé. Gracias de todos modos.

Harry colgó y siguió el indicador que señalaba el Rikshospitalet. El conjunto de edificios cubría la loma que tenía delante.

Gerda Nelvik era una señora agradable y con una delantera impresionante, de unos cuarenta y tantos años, y la única empleada presente aquel sábado en la sección de Pruebas de Paternidad del Anatómico Forense del Rikshospitalet. Recibió a Harry y lo invitó a pasar. Apenas había indicios visibles de que aquel fuera un lugar donde se daba caza a los peores delincuentes de la sociedad. Las instalaciones luminosas decoradas con estilo hogareño testimoniaban sobre todo que el personal lo constituían casi exclusivamente mujeres.

Harry ya había estado allí en otras ocasiones y conocía el procedimiento de las pruebas de ADN.

Cualquier día laborable habría visto detrás de las ventanas de los laboratorios a las mujeres con sus batas blancas, gorros y guantes desechables, inclinadas sobre soluciones y aparatos, trabajando con procesos extraños que llamaban miniprep, maxiprep y amplificación que, en última instancia, se plasmarían en un informe breve con una conclusión en forma de valores numéricos de quince marcadores diferentes.

Pasaron por una sala con estanterías llenas de sobres marrones con los nombres de distintas comisarías del país. Harry sabía que contenían prendas de vestir, cabellos, fundas de muebles, sangre y otro material orgánico enviado para su análisis. Todo para extraer el código numérico que representaba los puntos escogidos de aquella guirnalda misteriosa que era el ADN, mediante la cual se identificaba al propietario con el noventa y nueve coma muchos nueves por ciento de seguridad.

En el despacho de Gerda Nelvik cabían justo las estanterías donde se alineaban las carpetas de anillas y un escritorio con un ordenador, montones de papeles y una foto grande de dos chicos sonrientes con una tabla de snowboard.

—¿Tus hijos? —preguntó Harry y se sentó.

—Eso creo —dijo ella sonriendo.

—¿Cómo?

—Un chiste interno. ¿Querías saber algo de alguien que había encargado unos análisis?

—Sí. Me interesa obtener información relativa a todos los análisis de ADN que solicitaron de un lugar específico. Desde hace doce años y hasta hoy. Y las personas a las que analizaron.

—De acuerdo. ¿Cuál es ese lugar?

—La Clínica Marienlyst.

—¿La Clínica Marienlyst? ¿Estás seguro?

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—Cuando se trata de casos de paternidad, normalmente son los tribunales o un abogado quien los encarga. O un particular, directamente.

—No se trata de casos de paternidad, sino de casos de confirmación de posible parentesco por el riesgo de enfermedades hereditarias.

—Ya —dijo Gerda—. Entonces los tenemos en la base de datos.

—¿Quieres decir que lo puedes comprobar aquí y ahora?

—Si tienes tiempo y puedes esperar… —Gerda miró el reloj— …treinta segundos.

Harry asintió con la cabeza.

Gerda tecleó en su ordenador mientras se dictaba a sí misma.

—C-l-í-n-i-c-a-M-a-r-i-e-n-l-y-s-t.

Se retrepó en la silla y dejó trabajar al ordenador.

—Qué triste resulta este ambiente otoñal, ¿verdad?

—Sí —dijo Harry con tono ausente, atento al chisporroteo del disco duro, como si pudiese revelar que la respuesta era la que él esperaba.

—Uno se deprime con la oscuridad —dijo ella—. Espero que nieve pronto. Es como si todo se volviese más luminoso.

—Humm —dijo Harry.

El chisporroteo cesó.

—Vaya —dijo ella mirando la pantalla.

Harry respiró hondo.

—Efectivamente, la Clínica Marienlyst era cliente nuestro. Pero hace siete años que no lo es.

Harry intentó reflexionar. ¿Cuándo dejaría Idar Vetlesen de trabajar allí?

Gerda frunció el entrecejo.

—Pero veo que antes hacían muchos encargos.

Dudó un instante. Harry esperaba a que lo dijese. Y lo dijo:

—Una cantidad insólita para un centro médico, diría yo.

Harry lo sabía. Ése era el camino que debían tomar, el que los conduciría fuera del laberinto. O mejor dicho, al interior del laberinto. Al corazón de la oscuridad.

—¿Tenéis los nombres y los datos de las personas analizadas?

Gerda negó con la cabeza.

—Normalmente sí, pero está claro que, en este caso, el centro médico quiso que permaneciesen en el anonimato.

¡Mierda! Harry cerró los ojos y pensó.

—Pero ¿tenéis todavía los resultados de las pruebas? Si la persona es el padre o no, quiero decir.

—Sí —dijo Gerda.

—¿Y qué dicen?

—No puedo contestar a eso igual de rápido, tendré que entrar a mirar cada caso y me llevará algo más de tiempo.

—De acuerdo. ¿Y habéis guardado el perfil de ADN de las personas analizadas?

—Sí.

—¿Y el análisis es igual de amplio que el de los casos criminales?

—Más amplio. Para determinar la paternidad con garantías se necesitan más marcadores, ya que la mitad del material genético pertenece a la madre.

—O sea, me estás diciendo que puedo coger sustancia genética de una persona, enviarla aquí y pediros que averigüéis si se corresponde con algo que hayáis analizado para la Clínica Marienlyst, ¿no?

—La respuesta es sí… —dijo Gerda con un tono de voz que indicaba que le gustaría que le diera una explicación.

—Bien —dijo Harry—. Mis colaboradores enviarán muestras de los maridos y de los hijos de las mujeres que han desaparecido durante los últimos años. Comprueba si no es la primera vez que os hacen la consulta. Me encargaré de que se dé la máxima prioridad a este asunto.

De repente, a Gerda se le encendió la bombilla.

—¡Ya sé dónde te había visto! En Bosse. Esto está relacionado con…

A pesar de que solo había dos personas allí dentro, ella bajó la voz, como si el nombre que habían dado al monstruo fuese una grosería, una obscenidad, un conjuro que no había que pronunciar en voz alta.

Harry llamó a Katrine y le pidió que se encontrase con él en el Café Java, junto a la colina de St. Hanshaugen. Aparcó a la entrada de un edificio antiguo de viviendas en cuya puerta, por la que como mucho cabría una cortacésped, colgaba un cartel que amenazaba con llamar a la grúa. La calle Ullevålsveien se veía repleta de gente que corría de un lado a otro para hacer las consabidas compras del sábado. Un viento helado del norte bajaba desde St. Hanshaugen camino del cementerio de Vår Frelser para llevarse los sombreros negros de un cortejo fúnebre que desfilaba cabizbajo.

Harry pidió un café solo doble y un cortado, ambos en vasos de papel, y se sentó en una de las sillas de la terraza. En el estanque del parque que había al otro lado de la calle, un cisne blanco se movía solitario y silencioso, formando con el cuello un signo de interrogación. Harry lo contempló y pensó en el nombre de la trampa para zorros. El viento rizaba la superficie del agua.

—¿Sigue caliente ese cortado?

Katrine estaba delante de él con la mano extendida.

Harry le dio el vaso de papel y fueron andando hacia su coche.

—Me alegro de que pudieses trabajar un sábado por la mañana —dijo él.

—Me alegro de que pudieses trabajar un sábado por la mañana —dijo ella.

—Soy soltero —dijo él—. La mañana del sábado no tiene valor para personas como yo. Tú, por el contrario, deberías tener tu vida.

Un hombre mayor miraba el coche con expresión furibunda.

—He llamado a la grúa —dijo.

—Sí, tengo entendido que son muy populares —dijo Harry, abriendo la puerta con la llave—. Parece que el único problema es encontrar dónde aparcarlas.

Entraron en el coche y el hombre dio unos golpecitos en la ventanilla con un nudillo arrugado. Harry la bajó.

—La grúa está en camino —dijo el viejo—. Tiene que quedarse aquí hasta que llegue.

—¿De verdad? —dijo Harry, al tiempo que mostraba su tarjeta de identificación.

El hombre no hizo caso de la tarjeta, pero miró desabrido al reloj.

—Tu verja es demasiado estrecha para que puedas imponer la prohibición de aparcar —dijo Harry—. Voy a mandar a una persona de la sección de Tráfico para que quite esa señal ilegal. Me temo que, además, te pondrán una buena multa.

—¿Cómo?

—Somos de la policía.

El hombre mayor volvió a mirar la tarjeta de identificación, miró a Harry con desconfianza y otra vez la tarjeta y luego a Harry.

—Por esta vez pasa, puedes irte —murmuró el hombre, y le devolvió la tarjeta.

—No pasa —dijo Harry—. Voy a llamar a Tráfico ahora mismo.

El viejo lo miró cabreado.

Harry giró la llave de contacto y dejó que el motor se revolucionara antes de volverse otra vez hacia el viejo.

—Y más vale que te quedes aquí.

Mientras se alejaban, pudieron ver en el retrovisor su expresión de pasmo.

Katrine se rio de buena gana.

—¡Pero mira que eres malo! Era un hombre mayor.

Harry la miró de reojo. Tenía una expresión extraña, como si le doliera reírse. Paradójicamente, parecía que tras el episodio en el Fenris su relación con él era más relajada. Quizá fuera una reacción propia de las mujeres guapas, que un rechazo les infundía respeto, que se fiaban más de uno.

Harry sonrió. A saber cómo habría reaccionado si supiera que Harry se había despertado aquella mañana con una erección y con el recuerdo de un sueño en el que se la tiraba mientras estaba sentada con las piernas separadas en el lavabo de los servicios del bar Fenris. Se la folló tanto que hizo crujir las tuberías, los inodoros chapoteaban y los tubos fluorescentes ronroneaban lanzando destellos, mientras él notaba la helada porcelana en las pelotas cada vez que la embestía. El espejo que había detrás de ella vibraba de tal modo que se le desdibujaron las facciones mientras los dos daban con las caderas, las espaldas y los muslos contra grifos, secadores de aire caliente y jaboneras. Hasta que no paró, no vio que la cara del espejo no era la suya, sino la de otra persona.

—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.

—En la reproducción —dijo Harry.

—¿Ah, sí?

Harry le dio un paquete que ella abrió. Encima había una hoja de papel con el título «Instrucciones para la prueba de ADN de la mucosa bucal».

—En cierto modo, esto va de parentescos —dijo Harry—. Pero todavía no sé exactamente cómo o por qué.

—¿Y adónde vamos? —dijo Katrine, sacando un paquete pequeño de bastoncillos.

—A Sollihøgda —dijo Harry—. A recoger material genético de las gemelas.

En los campos que rodeaban la granja retrocedía la nieve. Mojada y gris, cubría el paisaje que aún tenía ocupado como incubándolo.

Rolf Ottersen los recibió en la escalera y les ofreció café. Mientras colgaban la ropa de abrigo, Harry le explicó lo que deseaba. Rolf Ottersen no preguntó por qué, solo asintió con la cabeza.

Las gemelas estaban en el salón haciendo punto.

—¿Qué estáis haciendo? —dijo Katrine.

—Unas bufandas —dijeron las gemelas al unísono—. Nos ha enseñado nuestra tía.

Hicieron un gesto con la cabeza hacia Ane Pedersen, que tejía sentada en la mecedora. Sonrió al reconocer a Katrine.

—Solo quiero que me deis un poco de saliva y mucosidad —dijo Katrine alegremente levantando un bastoncillo—. Abrid la boca.

Las gemelas soltaron una risa sofocada y dejaron la labor a un lado.

Harry siguió a Rolf Ottersen hasta la cocina, donde había una olla en el fuego y olía a café.

—Así que os equivocasteis —dijo Rolf—. Con ese médico.

—Puede ser —dijo Harry—. O a lo mejor tiene algo que ver con el asunto, después de todo. ¿Te parece bien que eche un vistazo al granero otra vez?

Rolf Ottersen lo invitó a salir con un gesto.

—Pero Ane ya lo ha limpiado —dijo—. No hay mucho que ver.

Era verdad que lo había limpiado. Harry recordaba que había sangre espesa y oscura de las gallinas en el suelo cuando Holm tomó las muestras, pero ahora habían fregado el suelo. Los tablones tenían un tono rosáceo allí donde la sangre había penetrado en la madera. Harry se situó junto al tajo, mirando hacia la puerta. Trataba de imaginarse a Sylvia matando gallinas cuando el Muñeco de Nieve entró por la puerta. ¿La habría sorprendido? Ella había matado dos gallinas. No, tres. ¿Por qué pensaba que fueron dos? Dos más una. ¿Por qué más una? Cerró los ojos.

Dos de las gallinas estaban en el suelo, al lado del tajo, la sangre había chorreado hasta el serrín. Así es como se matan las gallinas. Pero la tercera estaba en el suelo a cierta distancia y había manchado los tablones. De aficionado. Y la sangre se había coagulado en la superficie del corte en el cuello de la tercera gallina. Igual que en el cuello de la cabeza de Sylvia. Se acordaba de cómo lo había explicado Bjørn Holm. Y sabía que la idea no era nueva, que había estado latente bastante tiempo, junto con otras que tenía a medio pensar, a medio masticar, a medio soñar. La idea de que a la tercera gallina la mataron de la misma manera, con un cauterizador de hilo incandescente.

Fue hasta el lugar donde las tablas del suelo habían absorbido la sangre y se puso en cuclillas.

Si el Muñeco de Nieve había matado a la última gallina, ¿por qué había utilizado el cauterizador de hilo incandescente y no el hacha? Sencillo. Porque el hacha había desaparecido en la oscuridad del bosque, en algún lugar. Y por lo tanto, eso había ocurrido después del asesinato. Había recorrido todo el camino de vuelta para matar una gallina. ¿Pero por qué? ¿Una especie de ritual vudú? ¿Una ocurrencia repentina? Tonterías, aquella máquina de matar se atenía al plan, seguía el patrón.

Así que existía una razón.

¿Por qué?

—¿Por qué? —preguntó Katrine.

Harry no la había oído venir. Estaba en la puerta del granero, la luz de la bombilla solitaria le daba en la cara. Traía dos bolsitas de plástico con bastoncillos. Harry se estremeció al verla de esa manera otra vez en el umbral, con las manos extendidas hacia él. Igual que en casa de Becker. Aunque ahora había algo más, como la sensación de haberla reconocido.

—Como te decía —murmuró Harry mirando las manchas rosa—, creo que esto va de parentescos. Y de encubrir algunas cosas.

—¿Quién? —preguntó ella acercándose. Los tacones de las botas repiquetearon en los tablones del suelo—. ¿A quién te refieres?

Se puso en cuclillas a su lado. Una nube tibia de perfume masculino subió veloz en el aire frío, y pasó junto a él rápidamente.

—Como te decía, no tengo ni idea.

—Esto no es trabajo sistemático, a ti se te ha ocurrido una idea. Tienes una teoría —afirmó, pasando la yema del índice derecho por el serrín.

Harry vaciló un segundo.

—Ni siquiera es una teoría.

—Venga, cuéntamela.

Harry tomó aire.

—Arve Støp.

—¿Qué pasa con él?

—Según él, acudió a Idar Vetlesen para que le tratara el codo de tenista. Pero según Borghild, Vetlesen no tenía ningún historial clínico de Støp. Me pregunto a qué se debería.

Katrine se encogió de hombros.

—Quizá hubiera algo más, aparte del codo. Quizá Støp temía que quedara constancia de que se retocaba aquí o allá.

—Si Idar Vetlesen hubiera consentido en no llevar historial de ninguno de los pacientes que abrigaran el mismo temor, no habría ninguno en sus archivos. Así que pensé que se trataría de otra cosa, algo que realmente no pudiera salir a la luz.

—¿Como qué?

—Støp mintió en Bosse. Dijo que en su familia no había ninguna enfermedad hereditaria ni física ni psíquica.

—¿Y la hay?

—Vamos a suponerlo, según mi teoría.

—¡Esa teoría que apenas es una teoría!

Harry asintió.

—Idar Vetlesen era el experto en el síndrome de Fahr menos conocido de Noruega. Ni siquiera Borghild, su secretaria, lo sabía. Así que, ¿cómo demonios lo encontraron Sylvia Ottersen y Birte Becker?

—¿Cómo?

—Vamos a suponer que la especialidad de Vetlesen no eran las enfermedades hereditarias sino la discreción. Él mismo dijo que todo su negocio se basaba en eso. Y ésa es la razón por la que un paciente y amigo va a verlo a él y le dice que tiene la enfermedad de Fahr, un diagnóstico que le ha dado en otro sitio un especialista de verdad. Pero este especialista no posee la máxima competencia en discreción que Vetlesen sí tiene, y se trata de algo que, verdaderamente, hay que mantener en secreto. El paciente insiste, y puede que hasta pague algún dinero extra por ello. Porque es un cliente que puede pagar.

—¿Arve Støp?

—Sí.

—Pero ya le han dado el diagnóstico en otro sitio donde es posible que se filtre.

—Sí, aunque eso no es lo que más le preocupa a Støp. A él le preocupa que se sepa que lleva allí a sus hijos. Unos hijos a los que quiere que sometan a las pruebas para ver si han heredado la enfermedad. Y eso es algo que hay que hacer con el mayor secretismo, porque nadie sabe que son hijos suyos. Como Filip Becker creía que era el padre de Jonas. Y… —Harry señaló con la cabeza en dirección al granero.

—¿Rolf Ottersen? —susurró Katrine sin aliento—. ¿Las gemelas? Quieres decir… —levantó las bolsitas de plástico—, ¿que estas bolsitas pueden contener material genético de Arve Støp?

—Puede ser.

Katrine lo miró.

—Las mujeres desaparecidas… los otros niños…

—Si las pruebas de ADN demuestran que Støp es el padre de Jonas y de las gemelas, empezaremos a tomar muestras de los hijos de las otras mujeres desaparecidas el lunes.

—¿Quieres decir… que Arve Støp ha ido follando por toda Noruega? ¿Preñando a diversas mujeres y luego matándolas después de dar a luz?

Harry se encogió de hombros.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Si tengo razón nos encontramos ante un caso de locura, naturalmente, y de ser así, esto solo serán especulaciones. A menudo hay una lógica bastante clara detrás de la locura. ¿Has oído hablar de la foca Berhaus?

Katrine negó con la cabeza.

—Estamos hablando de un padre asesino, frío y racional —dijo Harry—. Después de que la hembra haya parido a su cachorro y haya sobrevivido el primer periodo crítico, el padre intentará matar a la madre. Porque sabe que ella no querrá aparearse con él otra vez. Y quiere evitar que tenga otras crías que competirían con su propia descendencia.

Katrine parecía tener problemas para entenderlo.

—Sí, eso sí que es locura —dijo—. Pero no sé qué es más absurdo: pensar como una foca o pensar que alguien piensa como una foca.

—Como te decía… —Harry se levantó y oyó perfectamente cómo le crujían las rodillas— apenas es una teoría.

—Mientes —dijo ella mirándolo—. Tú ya estás seguro de que Arve Støp es el padre.

Harry sonrió con malicia.

—Estás tan loco como yo —dijo ella.

Harry se la quedó mirando.

—Vamos. El Anatómico Forense está esperando tus bastoncillos.

—¿Un sábado? —Katrine pasó la mano por encima del serrín, borró lo que había dibujado y se levantó—. ¿No tienen vida privada?

Después de dejar las bolsitas en el Anatómico Forense, donde les prometieron que tendrían la respuesta a lo largo de la tarde o a la mañana siguiente, Harry llevó a Katrine a su apartamento de la calle Seilduksgata.

—No hay luz en las ventanas de tu casa —dijo Harry—. ¿Estás sola?

—¿Una chica tan simpática como yo? —dijo ella sonriendo y agarrando el picaporte—. Nunca estoy sola.

—Humm. ¿Por qué no quisiste que les contara a los colegas de la comisaría de Bergen que estabas allí?

—¿Cómo?

—Pensé que les haría ilusión saber que trabajabas con un caso importante de asesinato en la capital. Buenas noches.

—Buenas noches.

Harry subió con el coche hacia la calle Sannergata.

No estaba seguro, pero creía haber visto a Katrine ponerse tensa. Últimamente uno no podía estar seguro de casi nada. Ni siquiera del sonido de un chasquido, que uno cree que es el percutor de un revólver, pero que resulta ser una niña que parte una rama presa del miedo. Pero ya no podía fingir más tiempo, no podía fingir que no sabía. Katrine había apuntado el arma reglamentaria a la espalda de Filip Becker esa noche. Y cuando Harry entró en la línea de fuego, oyó ese sonido, el sonido que creyó haber oído cuando Salma partió una rama en el patio trasero. Era el clic aceitoso de un percutor de revólver que volvía a caer. Lo que significaba que ya lo habían levantado, que Katrine había apretado el gatillo más de dos tercios del recorrido, que el tiro podía haberse disparado en cualquier momento. Que ella tenía la intención de dispararle a Becker.

No, no podía fingir. Porque la luz le dio en la cara en el umbral del granero. Y él la había reconocido. Y tal y como él le había dicho, aquello iba de parentescos.

El comisario Knut Müller-Nilsen amaba a Julie Christie.

Tanto que nunca se había atrevido a contarle a su mujer toda la verdad. Pero como sospechaba que ella tenía una aventura extramatrimonial similar con Omar Sharif, no sentía ningún remordimiento por estar sentado a su lado mientras devoraba a Julie Christie con los ojos. Lo único que mermaba su felicidad era que, en ese momento, su Julie se entregaba a un ardiente abrazo con el susodicho Omar. Y cuando sonó el teléfono de la mesa del salón y él fue a cogerlo, su mujer pulsó el botón de pausa de manera que aquel momento, maravilloso a la par que insoportable, de su película favorita, Doctor Zhivago, se quedó fijo en el televisor.

—Vaya, buenas noches, Hole —dijo Müller-Nilsen después de que el comisario se presentara—. Sí, me imagino que tenéis trabajo de sobra.

—¿Tienes un minuto? —preguntó al otro lado la voz ronca pero suave.

Müller-Nilsen observó los labios rojos y temblorosos de Julie y cómo levantaba la vista empañada.

—Los que necesites, Hole.

—Cuando estuve en tu despacho me enseñaste una foto de Gert Rafto. Y vi algo en su cara que me resultó familiar.

—¿Ajá?

—Y también hubo algo que dijiste sobre su hija. Que se las había arreglado muy bien, al fin y al cabo. Te llamaba por ese «al fin y al cabo». Lo dijiste como si se tratara de algo que yo ya supiera.

—Sí, pero le va muy bien, ¿no? —dijo Müller-Nilsen.

—Depende de cómo se mire —dijo Harry.