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DÍA 18. MATCH

Gunnar Hagen estaba en el Schrøder mirando a su alrededor. Había salido de su casa exactamente treinta y dos minutos y tres conversaciones telefónicas después de los créditos de Bosse. No encontró a Harry en su apartamento ni en el restaurante Kunstnernes Hus ni en su despacho. Fue Bjørn Holm quien le indicó que probase en el café fijo de Harry, el Schrøder. Llamaba la atención el contraste entre la clientela joven, guapa y casi famosa del Kunstnernes Hus y los bebedores de cerveza de aspecto disoluto del Schrøder. Junto a la ventana del fondo, en el rincón, estaba Harry sentado a una mesa con un vaso de medio litro de cerveza.

Hagen se le acercó.

—He intentado llamarte, Harry. ¿Has apagado el móvil?

El comisario lo miró con ojos apagados.

—Había demasiado jaleo. Demasiados periodistas que quieren dar conmigo de repente.

—En la cadena NRK me han dicho que la redacción de Bosse y los invitados solían ir al Kunstnernes Hus después del programa.

—Los periodistas me estaban esperando fuera, así que me largué. ¿Qué querías, jefe?

Hagen se desplomó en la silla y vio cómo Harry se llevaba el vaso a los labios y el líquido dorado le entraba en la boca.

—He hablado con el jefe de la Policía Judicial —dijo Hagen—. Esto es grave, Harry. Informar de que el Muñeco de Nieve sigue en libertad es una infracción directa del secreto profesional.

—Tienes razón —dijo Harry, y tomó otro sorbo.

—¿Tengo razón? ¿Es todo lo que tienes que decir? Pero por Dios, Harry, ¿por qué?

—El público tiene derecho a saber —dijo Harry—. Nuestra democracia se fundamenta en la franqueza, jefe.

Hagen dio un puñetazo en la mesa, recibió unas miradas de ánimo de las mesas vecinas y una de advertencia de la camarera que pasaba con los brazos llenos de vasos de medio litro.

—No juegues conmigo, Harry. Hemos informado al público de que el asunto está resuelto. Nos has dejado en muy mal lugar, ¿eres consciente de eso?

—Mi trabajo es atrapar a los malos —dijo Harry—. No quedar en buen lugar.

—¡Son dos caras de la misma moneda, Harry! Nuestras condiciones de trabajo dependen de la opinión pública. ¡La prensa es importante!

Harry hizo un gesto de negación con la cabeza.

—La prensa nunca me ha impedido ni me ha ayudado a resolver ni un solo caso. La prensa solamente es interesante para algunos trepas que quieren destacar. A las personas a las que tú debes informar solo les interesan los resultados concretos en la medida en que les procuran una mención positiva en la prensa. O evitan una negativa. Yo quiero coger al Muñeco de Nieve, y punto.

—Eres un peligro para tu entorno, Harry —dijo Hagen—. ¿Lo sabes?

Harry pareció valorar la afirmación antes de asentir pensativamente, apuró el vaso y le pidió otro a la camarera.

—Esta noche he estado hablando con el jefe de la Policía Judicial y con el comisario jefe superior —dijo Hagen armándose de valor—. Me han pedido que te buscara lo antes posible para «ponerte un bozal». Desde este momento. ¿Entendido?

—Lo que tú digas, jefe.

Hagen parpadeó sorprendido, pero la expresión de Harry no revelaba nada.

—Desde ahora tengo que estar al corriente todo el tiempo —dijo el comisario—. Quiero información continua. Sé que no me la vas a dar, de todas formas, así que he hablado con Katrine Bratt y le he asignado el trabajo. ¿Alguna objeción?

—En absoluto, jefe.

Hagen pensó que Harry debía de estar más bebido de lo que parecía.

—Bratt me ha contado que le pediste que se pusiera directamente en contacto con la secretaria de Idar Vetlesen porque querías leer el historial de Arve Støp. Sin pasar por el fiscal. ¿Qué coño estáis haciendo? ¿No sabes lo que podría pasarnos si Støp llega a enterarse?

Harry levantó la cabeza rápidamente, como un animal alerta.

—¿Qué quieres decir con que si él llega a enterarse?

—Que, por suerte, no había ningún historial a nombre de Støp. La secretaria de Vetlesen dijo que nunca hubo ningún historial relativo a él.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no?

—Cómo lo voy a saber, Harry. Pero me alegro, no necesitamos más problemas ahora mismo. ¡Arve Støp, por Dios! De todas maneras, a partir de este momento Bratt te seguirá a todas partes para poder informarme.

—Ya —dijo Harry, e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza a la camarera que vino con el vaso—. ¿No se lo habías dicho ya cuando llegó?

—¿Qué quieres decir?

—Tengo entendido que cuando empezó a trabajar le dijiste que yo iba a ser su… —Harry se calló de repente.

—¿Su qué? —dijo Hagen impaciente.

Harry meneó la cabeza.

—¿Pasa algo? ¿Algo va mal?

—Nada —dijo Harry, se bebió la mitad del contenido del vaso de un gran trago y dejó un billete de cien encima de la mesa—. Que pases una buena tarde, jefe.

Hagen se quedó sentado hasta que Harry hubo salido. Y entonces se dio cuenta de que no subían burbujas de anhídrido carbónico hacia la superficie del vaso medio vacío. Miró a su alrededor antes de acercarse el vaso a los labios con cuidado. Sabía ácido, era zumo de manzana.

Harry se encaminó a su casa por las calles silenciosas. Las ventanas de los viejos edificios de pocas plantas refulgían en la noche como ojos felinos de ámbar. Le entraron ganas de llamar a Tresko para saber cómo iba la cosa, pero decidió dejar que aprovechara la noche como habían acordado. Dio la vuelta a la esquina de la calle Sofie. Estaba desierta. Se dirigía a su edificio cuando se percató de un movimiento y un pequeño destello de luz que se reflejaba en unas gafas. Al otro lado de la fila de vehículos pareja a la acera había una persona que parecía tener problemas para abrir con la llave la puerta de un coche. Harry conocía los coches que solían aparcar en esa parte de su calle. Y ese coche, un Volvo C70 azul, no era de ésos.

Estaba demasiado oscuro para verle bien la cara, pero Harry se dio cuenta de que la persona mantenía la cabeza en una postura que le permitía observarlo. ¿Un periodista? Harry pasó al lado del coche. En el espejo lateral de uno de los otros vehículos aparcados pudo ver una sombra salir de entre los coches y acercársele por detrás. Harry deslizó la mano por dentro del abrigo sin precipitarse. Notó los pasos acercándose. Y el cabreo. Contó hasta tres. Y se volvió. La persona que lo seguía se quedó clavada en el asfalto.

—¿Me estás buscando a mí? —dijo Harry con voz ronca, se adelantó un paso con el revólver levantado y agarró al hombre por la solapa, tiró de él hacia un lado y lo hizo perder el equilibrio antes de echársele encima, de manera que ambos cayeron sobre el capó de un coche. Harry presionó el cuello del hombre con el antebrazo y aplicó la boca del revólver a uno de los cristales de las gafas.

—¿Me quieres a mí? —le soltó Harry.

La alarma de un coche se activó y ahogó la respuesta. El sonido inundó toda la calle. El hombre intentaba soltarse, pero Harry lo sujetaba con fuerza, y terminó dándose por vencido. La nuca cayó blandamente sobre el capó y la luz de la farola iluminó el rostro del hombre. Harry lo soltó. El hombre se encogió tosiendo.

—Ven —gritó Harry haciéndose oír por encima del insistente aullido. Cogió al hombre por debajo del brazo y cruzó la calle con él. Abrió el portal y lo empujó hacia dentro.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —dijo Harry—. ¿Y cómo es que sabes dónde vivo?

—Llevo toda la tarde intentando llamar al número que hay en tu tarjeta de visita. Al final llamé a información telefónica y me dieron la dirección.

Harry miró al hombre. Es decir, miró a su fantasma. Incluso en el calabozo, Filip Becker parecía más entero.

—He tenido que apagar el móvil —dijo Harry.

Subió delante de Becker hasta el apartamento, abrió la puerta, se quitó las botas, fue a la cocina y encendió el hervidor de agua.

—Te he visto en Bosse —dijo Becker. Lo había seguido hasta la cocina, pero aún llevaba puestos el abrigo y los zapatos. Tenía en la cara una palidez mortecina—. Fue muy valiente por tu parte. Así que pensé que yo también tenía que ser valiente. Te lo debo.

—¿Me lo debes?

—Tú me creíste cuando nadie más lo hizo. Y me salvaste de una humillación pública.

—Ya. —Harry sacó una silla para el profesor, pero éste negó con la cabeza.

—Me voy a ir enseguida, solo quiero contarte algo que nadie debe saber jamás. Ni siquiera sé si guarda relación con este asunto, pero se trata de Jonas.

—De acuerdo.

—Le saqué un poco de sangre la misma tarde que fui a ver a Lossius.

Harry se acordaba de la tirita que le había visto a Jonas en el antebrazo.

—Además de una muestra de saliva. Las envié a la sección de Pruebas de Paternidad del Anatómico Forense para que comprobaran el ADN.

—¿Y qué? Yo creía que esas cosas había que hacerlas por medio de un abogado.

—Eso era antes. Ahora cualquier persona puede solicitar la prueba, previo pago. Dos mil ochocientas coronas por cada muestra. Un poco más si quieres una respuesta rápida. Yo escogí esto último. Y la respuesta ha llegado hoy. Jonas… —Becker se paró y tomó aire—. Jonas no es hijo mío.

Harry asintió despacio.

Becker se balanceaba sobre los talones como si tuviese que coger carrerilla.

—Les pedí que lo cotejasen con todas las fichas del banco de datos. Encontraron una coincidencia perfecta.

—¿Perfecta? O sea, ¿el propio Jonas?

—Sí.

Harry recapacitó. Empezó a ver las cosas más claras.

—En otras palabras, alguien había enviado ya una muestra para obtener un perfil de ADN de Jonas —dijo Becker—. Me informaron de que el perfil anterior es de hace siete años.

—¿Y te confirmaron que se trataba de Jonas?

—No, era anónimo. Pero tenían el nombre de quien solicitó el análisis.

—¿Y era?

—Un centro médico que ya no existe. —Harry ya sabía la respuesta antes de que Becker lo dijera—. La Clínica Marienlyst.

—Idar Vetlesen —dijo Harry ladeando la cabeza, como examinando un cuadro para comprobar si estaba torcido o no.

—Correcto —dijo Becker, juntando las palmas de las manos y sonriendo pálidamente—. Eso era todo. Lo que quería decir era que… no tengo ningún hijo.

—Lo siento.

—En realidad, lo presentía desde hace mucho.

—Ya, ¿por qué tanta prisa en contarlo, tanta como para venir aquí?

—No lo sé —dijo Becker.

Harry esperó.

—Yo… yo, es que esta noche tenía que hacer algo como lo que acabo de hacer. Si no, a saber lo que se me habría ocurrido. Yo… —El profesor hizo una pausa antes de continuar—. Ahora estoy solo. Mi vida ya no tiene mucho sentido. Si esa pistola hubiera sido de verdad…

—No —dijo Harry—. No pienses eso. Es una idea cuyo atractivo va en aumento cuanto más la acaricias. Y se te olvida una cosa. Aunque tu vida no tenga valor para ti, lo tiene para otras personas. Para Jonas, por ejemplo.

—¿Jonas? —resopló Becker riéndose amargamente—. ¿Ese niño que no es mío…? Lo de no acariciar la idea, ¿es algo que aprendéis en la Escuela Superior de Policía?

—No —dijo Harry.

Se miraron.

—En fin —dijo Becker—, ahora ya lo sabes.

—Gracias —dijo Harry.

Cuando Becker se fue, Harry seguía intentando averiguar si el cuadro estaba torcido, y no se dio cuenta de que el agua no burbujeaba, que el hervidor de agua se había apagado y que el pequeño piloto rojo que había debajo del botón de encendido se apagaba y se extinguía lentamente.