DÍA 18. LA SALA DE ESPERA
Era la sala de los nervios. Quizá por eso había quienes la llamaban «la sala de espera», como si estuviesen en el dentista. O «la antesala», como si la pesada puerta que conducía al conjunto de sofás del Estudio 1 garantizara el acceso a algo vital e incluso sagrado. Pero en la larga lista de oficinas y despachos que el canal estatal ocupaba en los edificios de Marienlyst de Oslo, aquel espacio se llamaba «Sala de estar Estudio 1», así de aburrido. A pesar de todo, era la habitación más emocionante de cuantas conocía Oda Paulsen.
Cuatro de los seis invitados que iban a participar aquella noche en la edición del programa Bosse habían llegado ya. Como siempre, llegaban primero los menos conocidos y los que menos tiempo permanecerían en el programa. Y allí estaban, aguardando en los sofás, recién maquillados y con las mejillas encendidas por los nervios, hablando y tomando sorbitos de té o de vino tinto y sin poder apartar la mirada del monitor que mostraba una imagen del estudio que había al otro lado de la pared. El público ya había entrado y la realizadora le daba instrucciones de cómo debían aplaudir, reír y gritar de alegría. En la imagen se veían también la silla del presentador del programa y las cuatro sillas de los invitados, vacías hasta que llegaran las personas, los contenidos, el entretenimiento.
Oda adoraba aquellos minutos intensos y llenos de nerviosismo previos a toda emisión en directo. Todos los viernes y durante cuarenta minutos, aquélla era la oportunidad de hallarse tan en el centro del mundo como era posible en Noruega. Entre un veinte y un veinticinco por ciento de la población veía el programa, unas cifras de audiencia extraordinarias para un programa de entrevistas. Los invitados no solo estaban donde ocurrían las cosas, sino que ellos mismos eran lo que ocurría. Era el Polo Norte magnético de la atención, hacia lo que todo y todos se sentían atraídos. Y dado que ser el centro de atención es una droga muy adictiva, y que desde el Polo Norte y en línea recta solo hay un punto cardinal que lleva hacia el sur, hacia abajo, todo el mundo se aferraba a sus puestos de trabajo con uñas y dientes. Una profesional libre como Oda se veía obligada a dar el máximo para que le permitiesen continuar en el equipo la siguiente temporada, de ahí su alegría al recibir la llamada la tarde anterior, justo antes de la reunión de redactores. El mismísimo Bosse Eggen le sonrió y le dijo que era una primicia. Su primicia.
Aquella noche, el tema del programa eran los juegos de adultos. Era un tema típico de Bosse, de relevancia suficiente aunque sin ser demasiado serio. Un asunto sobre el que los invitados podían conversar y opinar algo medianamente sensato.
Entre ellos se encontraba una psicóloga, autora de una tesis sobre el tema, pero el invitado principal era Arve Støp, dado que la revista Liberal celebraría el sábado su vigésimo quinto aniversario. Cuando Oda se reunió con él en su apartamento para preparar la intervención, Støp no dio la impresión de tener nada en contra de que lo presentara como un adulto juguetón, un playboy. Y simplemente se echó a reír cuando ella señaló su parecido con un Hugh Hefner entrado en años, que recibía en batín y fumando en pipa a los invitados a las interminables fiestas que daba en su residencia. Oda se dio perfecta cuenta de que la miraba fijamente, inspeccionándola con curiosidad, hasta que le preguntó si no le habría gustado tener un heredero para su imperio.
—¿Tú tienes hijos? —le había preguntado él.
Y cuando ella contestó que no, advirtió con sorpresa que él perdía de pronto el interés tanto por ella como por su conversación. De modo que se apresuró a darle la información habitual de a qué hora debía presentarse, el asunto del maquillaje, que, a ser posible, no llevase ropa de rayas, y que los temas y los demás invitados podían variar con poca antelación ya que se trataba de un programa de actualidad, etc.
Y allí se encontraba, pues, Arve Støp, en la Sala de estar Estudio 1, recién salido de maquillaje. Con esos ojos de color azul intenso y el espeso cabello gris recién peinado y con el largo justo para que las puntas sobresalieran con la rebeldía justa. Llevaba un sencillo traje gris de los que cuestan un riñón sin que nadie pueda explicar por qué. Y tendía la mano bronceada para saludar a la psicóloga, que estaba sentada en el sofá con unos cacahuetes y una copa de vino tinto.
—No sabía que los psicólogos pudieran ser tan guapos —le dijo a la mujer—. Espero que, además, el público se entere de lo que dices.
Oda se percató de que la psicóloga vacilaba un poco antes de responder con una amplia sonrisa. Y a pesar de que, según parecía, la mujer había entendido que el cumplido de Støp era una broma, Oda se dio cuenta de que se lo había tomado en serio por cómo le brillaban los ojos.
—¡Hola, gracias a todos por venir! —Bosse Eggen entró briosamente en la sala de espera. Empezó con los invitados de la izquierda, los saludó estrechándoles la mano y mirándolos a los ojos, expresó lo contento que estaba de tenerlos allí y les aseguró que podían interrumpirse con comentarios y preguntas, que eso daría más vida a la conversación.
Gubbe, el productor, avisó de que Støp y Bosse debían retirarse a la sala contigua para mantener una pequeña charla sobre lo que sería la entrevista principal y el inicio del programa. Oda miró el reloj. Faltaban ocho minutos y medio para la emisión. Empezaba a preocuparse un poco y estaba pensando en llamar a la recepción para preguntar si había llegado el verdadero invitado principal. La primicia. Pero en ese momento levantó la vista y allí estaba, acompañado por uno de los asistentes, y Oda sintió que le daba un vuelco el corazón. No podía decirse que fuera guapo, incluso podía decirse que era feo, pero no la avergonzaba admitir que sentía cierta atracción por él. Y que dicha atracción no guardaba relación alguna con el hecho de que fuese el invitado al que ahora quisieran echarle el guante todas las redacciones de televisión de Escandinavia. Porque era el hombre que había atrapado al Muñeco de Nieve, el caso de asesinato más importante de Noruega en años.
—Ya dije que llegaría tarde —se anticipó Harry Hole antes de que ella pudiera hablar.
Oda aspiró para olerle el aliento. La última vez que participó en el programa estaba visiblemente ebrio e indignó a la nación entera. Por lo menos a entre un veinte y un veinticinco por ciento de la misma.
—Nada, nada, estamos encantados de que estés aquí —dijo ella—. Entrarás en segundo lugar. Te quedarás sentado durante el programa, a los demás iremos sustituyéndolos por turnos.
—De acuerdo —dijo él.
—Llévalo directamente a maquillaje —le dijo Oda al asistente—. Con Guri.
Guri no solo era eficaz, sino que además conocía varios trucos sencillos y no tan sencillos para conseguir que una cara ajada por el cansancio resultara presentable ante un público de televisión.
Oda respiró aliviada al ver cómo se alejaban. Verdaderamente adoraba el trajín de aquellos últimos minutos en que todo parecía caótico pero al final encajaba.
Bosse y Støp volvieron de la sala contigua. Ella le deseó suerte a Bosse con un gesto. Oyó los aplausos del público mientras se cerraba la puerta del estudio. Vio en el monitor que Bosse se sentaba en su puesto y supo que la realizadora había empezado la cuenta atrás para la emisión. Apareció el título en el monitor, ya estaban.
Oda se dio cuenta de que algo no encajaba. Estaban llegando al final del programa y todo había ido sobre ruedas, Støp había estado fantástico y Bosse se lo había pasado en grande. Arve Støp dijo que lo tomaban por elitista porque era elitista. Y que no quería que lo recordaran a menos que protagonizara una o dos meteduras de pata bien sonadas.
—Las buenas historias no tratan nunca del éxito permanente, sino de los fracasos espectaculares —dijo Støp—. Aunque Roald Amundsen ganó al ser el primero en llegar al Polo Sur, fuera de Noruega, todo el mundo recuerda a Robert Scott. Ninguna de las batallas ganadas por Napoleón se recuerda como la derrota de Waterloo. El orgullo nacional de Serbia se sustenta en la batalla de Kosovo Polje en 1389 contra los turcos, una batalla que los serbios perdieron estrepitosamente. ¡Y fíjaos en Jesús! El símbolo de quien, según dicen, venció a la muerte, debería ser un hombre saliendo de la tumba con los brazos en alto. Sin embargo, los cristianos de todos los tiempos han preferido lo espectacular del fracaso: clavado en la cruz y a punto de rendirse. Porque la historia de la derrota es lo que más nos emociona.
—¿Y tú has pensado ser como Jesús?
—No —respondió Støp mirando hacia abajo y sonriendo mientras el público se reía—. Soy un cobarde. Aspiro al éxito que se olvida.
En vez de su célebre arrogancia, Støp había mostrado una faceta inesperada de su personalidad, simpática, casi modesta. Bosse le preguntó si él, que había permanecido soltero durante muchos años, no desearía tener una pareja estable. Y cuando Støp contestó que sí, que era verdad, pero que no la había encontrado, Oda supo que a Støp le llegarían un montón de cartas de admiradoras. El público aplaudió larga y calurosamente. Luego, Bosse hizo una presentación dramática de «El lobo solitario y cazador sempiterno de la policía de Oslo, el investigador Harry Hole», y Oda creyó percibir la sorpresa en la cara de Støp cuando la cámara lo enfocó un segundo.
Obviamente, a Bosse le había gustado la reacción a la pregunta sobre la pareja estable, porque intentó mantener el hilo preguntándole a Harry —que, por lo que él sabía, también era soltero—, si le gustaría tener pareja. Harry sonrió negando con la cabeza. Pero Bosse no quiso darse por vencido y le preguntó si es que estaba esperando a alguien en particular.
—No —dijo Harry escuetamente.
Normalmente, una negativa de este tipo no habría hecho sino incitar a Bosse a presionar más, pero sabía que no debía estropearlo antes de abordar lo verdaderamente importante. El Muñeco de Nieve. Así que le preguntó a Harry si podía comentar el asunto del que hablaba toda Noruega, el primer asesino en serie auténtico del país. Y Harry hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y empezó a hablar. Se retorció en la silla como si le viniera pequeña a su corpachón mientras resumía lo sucedido en frases cortas. Que durante los últimos años se habían producido casos de desapariciones con similitudes evidentes. Todas las mujeres desaparecidas vivían en pareja, tenían hijos y no había ningún rastro del cadáver.
Bosse adoptó una expresión grave, como indicando que aquélla era una zona no apta para chistes.
—Este año tenemos a Birte Becker, que desapareció de su domicilio de Hoff, aquí en Oslo, en circunstancias similares —dijo Harry—. Y poco después encontraron a Sylvia Ottersen asesinada en Sollihøgda, cerca de Oslo. Era la primera vez que encontrábamos el cadáver. O por lo menos, partes de un cadáver.
—Sí, porque encontrasteis la cabeza, ¿verdad? —intercaló Bosse, informando amablemente a los no iniciados, y con un tono de cruento sensacionalismo para los iniciados. Era tan profesional que Oda se regocijaba de placer.
—Y luego encontramos el cuerpo de un policía desaparecido en las afueras de Bergen —continuó Harry sin inmutarse—. Llevaba doce años desaparecido.
—Rafto el de Hierro —dijo Bosse.
—Gert Rafto —lo corrigió Harry—. Hace unos días encontramos el cadáver de Idar Vetlesen en Bygdøy. Son los únicos cadáveres que tenemos.
—¿Qué dirías que ha sido lo peor de este caso? —Oda podía oír la impaciencia en la voz de Bosse, probablemente porque Harry no había seguido abundando en el cebo de la cabeza, ni había descrito los asesinatos tan vivamente como él esperaba.
—Que hayan pasado tantos años antes de que comprendiéramos que había una conexión entre las desapariciones.
Otra respuesta aburrida. La realizadora indicó a Bosse que debía empezar a pensar en pasar al siguiente tema.
Bosse juntó las yemas de los dedos.
—Y ahora el caso está resuelto, y vuelves a ser un héroe, Harry. ¿Cómo te sientes? ¿Recibes cartas de admiradores? —Sonrisa jovial y conciliadora. Habían salido de la zona no apta para chistes.
El comisario asintió lentamente y se humedeció los labios, concentrándose, como si el modo de formular la respuesta fuese importante:
—Bueno. Recibí una este otoño. Pero creo que Støp puede contar más al respecto.
Enfocaron a Støp, que miró a Harry con extrañeza. Siguieron dos segundos de un silencio televisivo infinito. Oda se mordió el labio. ¿Qué quería decir, Harry? Y entró Bosse:
—Sí, Støp recibe naturalmente muchas cartas de admiradores. Y groupies. ¿Y tú qué Hole, tú también tienes groupies? ¿Hay groupies especiales para la policía?
El público se rio con moderación.
Harry Hole negó con la cabeza.
—Venga —dijo Bosse—. ¿Al menos habrá alguna aspirante a policía que te pida clases extra de cacheo?
Ahora el público se rio de verdad. Efusivamente. Bosse rio satisfecho.
Harry Hole ni siquiera hizo un amago de sonrisa, solo parecía frustrado y echó un vistazo hacia la salida. Durante un breve instante de locura, Oda pensó que se levantaría y se marcharía. Pero se volvió hacia Støp, que estaba en la silla contigua:
—¿Qué haces tú, Støp? Qué haces cuando se te acerca una mujer después de una conferencia en Trondheim y te dice que solo tiene un pecho, pero que le gustaría acostarse contigo. ¿La invitas a pasar unas horas en la habitación del hotel?
El público se quedó callado de repente, y hasta el propio Bosse parecía perplejo.
El único que reaccionó como si la pregunta le pareciese muy graciosa fue Arve Støp.
—No, no hago eso. Y no porque no pueda estar bien tener un solo pecho, sino porque las camas de hotel de Trondheim son muy estrechas.
El público se rio, pero sin fuerza, como si estuviese más bien aliviado de que la situación no resultase bochornosa. Y presentaron a la psicóloga.
Hablaron de los adultos aficionados a los juegos, y Oda se dio cuenta de que Bosse iba bandeando la conversación sin implicar a Harry Hole. Seguramente habría decidido que el imprevisible comisario no estaba en su mejor día. Y por lo tanto, le concedieron más tiempo a Arve Støp que, definitivamente, sí estaba teniendo un buen día.
—¿Y tú a qué juegas, Støp? —preguntó Bosse con una expresión inocente que subrayaba la falta de inocencia de la pregunta. Oda estaba feliz, aquella pregunta era una propuesta suya.
Pero antes de que Støp pudiera contestar, Harry Hole se inclinó hacia él y le preguntó alto y claro:
—¿Haces muñecos de nieve?
Y fue entonces cuando Oda comprendió que algo no iba bien. El tono de voz imperativo y enfadado de Hole, el lenguaje corporal agresivo. Støp, que enarcó una ceja sorprendido al tiempo que se le encogía la cara, se puso tenso. Bosse se detuvo. Oda no entendía lo que pasaba, pero contó cuatro segundos, una eternidad para una emisión en directo. Y se dio cuenta de que Bosse sabía lo que hacía. Porque a pesar de que consideraba su deber crear un buen ambiente en el plató, naturalmente sabía que lo más importante, el cometido principal, era entretener. Y no hay mejor entretenimiento que el que las personas enfadadas pierdan el control, lloren, se derrumben o muestren de alguna otra manera sus sentimientos delante de un gran público y en directo. Así que simplemente soltó las riendas y se dedicó a mirar a Støp.
—Por supuesto que hago muñecos de nieve —dijo Støp cuando pasaron los cuatro segundos—. Los hago en la terraza, en el tejado, junto a la piscina. Los hago con la forma de los miembros de la Familia Real. De ese modo, cuando llega la primavera, puedo alegrarme de que las cosas que no pertenecen a esa estación del año se derritan y desaparezcan.
Por primera vez esa noche, Støp no cosechó ni risas ni aplausos. Oda pensó que Støp debía saber que los comentarios contra la Familia Real nunca los cosechaban.
Bosse cortó el silencio con determinación presentando a la estrella del pop invitada, que hablaría de su reciente desmayo en el escenario, y cerraría el programa con la canción cuyo lanzamiento radiofónico tendría lugar el lunes.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Gubbe, el productor, que se encontraba justo detrás de Oda.
—A lo mejor resulta que no está sobrio, después de todo —dijo Oda.
—¡Dios mío, pero si es policía! —dijo Gubbe.
De repente Oda se acordó de que era suyo. Su primicia.
—Pero hay que ver todo lo que aporta —dijo ella.
El productor no contestó.
La estrella del pop habló de los problemas psíquicos, de que eran hereditarios, y Oda miró el reloj. Cuarenta segundos. Eso era demasiado serio para un viernes por la noche. Cuarenta y tres. Bosse cortó después de cuarenta y seis.
—¿Qué me dices de ti, Arve? —Bosse solía pasar al nombre de pila del invitado principal hacia el final de la emisión—. ¿Has tenido alguna relación con la locura u otras enfermedades hereditarias serias?
Støp sonrió.
—No, Bosse, nunca. A menos que la adicción a la libertad total se considere patológica. En realidad, sí…, es una debilidad familiar.
Bosse llegó al final, ahora solo tenía que hacer un comentario rápidamente sobre los otros invitados antes de presentar la canción. Unas últimas palabras de la psicóloga sobre los juegos. Y luego:
—Y ahora que el Muñeco de Nieve ya no está entre nosotros, supongo que tú también tendrás tiempo para pasar un par de días jugando, ¿no, Harry?
—No —dijo Harry. Se había deslizado tanto en la silla que las piernas casi llegaban hasta la estrella del pop—. No hemos atrapado al Muñeco de Nieve.
Bosse enarcó una ceja sonriendo, y esperó la continuación, la frase clave del chiste. Oda rogó a Dios que fuese mejor de lo que prometía el arranque.
—Yo nunca he dicho que Idar Vetlesen fuese el Muñeco de Nieve —dijo Harry Hole—. Al contrario, todo apunta a que el Muñeco de Nieve sigue en libertad.
Bosse soltó una risita. La que utilizaba para paliar el bochorno cuando algún invitado fracasaba en su intento de hacer una gracia.
—Por el sueño de mi mujer, espero que estés bromeando, Harry —dijo Bosse en tono jocoso.
—No —dijo Harry—. No estoy bromeando.
Oda miró el reloj y vio que la realizadora estaba detrás de la cámara dando saltitos y pasándose la mano por el cuello para indicarle a Bosse que estaban excediéndose del tiempo previsto, que tenía que empezar con la canción si querían llegar al primer estribillo antes de los créditos. Pero Bosse era el mejor. Sabía que aquello era más importante que todos los sencillos radiofónicos del mundo. Por esa razón no hizo caso de la batuta y se inclinó hacia delante en la silla para que hasta los incrédulos comprendieran lo que era aquello. La primicia. La sensación. Allí, en su programa, en el de ellos. Habló con un temblor casi real.
—¿Estás diciendo aquí y ahora que la policía ha mentido, Hole? ¿Que el Muñeco de Nieve sigue por ahí suelto y que puede acabar con más vidas?
—No —dijo Harry—, no hemos mentido. Han surgido nuevos factores en el caso.
Bosse se giró en la silla y Oda casi oyó al productor de imagen gritar «cámara uno», y entonces apareció la cara de Bosse, la mirada fija en ellos.
—Y supongo que nos hablarán más de estos factores en las noticias de la noche. Bosse vuelve el próximo viernes. Gracias a todos.
Oda cerró los ojos mientras la banda tocaba el sencillo del lanzamiento.
—Dios mío… —oyó que murmuraban sin aliento a su espalda. Y repitió:
—Dios mío, la hostia.
Oda solo tenía ganas de gritar. Gritar de alegría. «Aquí —pensó—. Aquí, en el Polo Norte. No estamos donde ocurre la noticia. Somos la noticia».