20

DÍA 17. LAS GAFAS DE SOL

Eran las siete de la mañana cuando Harry abrió la celda 23 del calabozo. Becker estaba sentado en el catre completamente vestido y lo miraba inexpresivo. Harry dejó la silla que había traído de la sala de guardia en medio de los cinco metros cuadrados que les asignaban a los que pernoctaban en los calabozos y a los detenidos bajo custodia en la Comisaría General. Se sentó a horcajadas y le ofreció a Becker un cigarrillo de su paquete de Camel arrugado.

—Dudo que esté permitido fumar —dijo Becker.

—Si yo estuviera aquí con expectativas de cadena perpetua —dijo Harry—, creo que correría ese riesgo.

Becker lo miró sin decir nada.

—Venga —dijo Harry—, no encontrarás mejor sitio para fumar a escondidas.

El profesor sonrió torvamente y cogió el cigarrillo que Harry le ofrecía.

—Jonas está bien, dadas las circunstancias —dijo Harry sacando el mechero—. He hablado con los Bendiksen y han dicho que se puede quedar con ellos unos días. Tuve que discutir un poco con los de protección de menores, pero al final cedieron. Y todavía no hemos informado a la prensa de la detención.

—¿Por qué no? —dijo Becker, inhalando con cuidado de no quemarse con la llama del mechero.

—Te lo explicaré más tarde. Pero seguro que comprendes que si no cooperas, no puedo seguir reteniendo la noticia.

—Ya, tú eres el poli bueno. Y el que me interrogó ayer es el malo, ¿verdad?

—Así es, Becker, yo soy el poli bueno. Y me gustaría hacerte unas preguntas off the record. Lo que me cuentes ni puede utilizarse ni se utilizará en tu contra. ¿Estás de acuerdo?

Becker se encogió de hombros.

—Espen Lepsvik, el agente que te interrogó ayer, cree que mientes —dijo Harry y sopló el humo azul del cigarrillo hacia el detector de humos del techo.

—¿Sobre qué?

—Cuando dices que solo estuviste hablando con Camilla Lossius en el garaje y luego te fuiste.

—Pues es verdad. ¿Él qué cree?

—Lo que te dijo anoche. Que la has secuestrado, la has asesinado y has ocultado el cadáver.

—¡Eso es de locos! —exclamó Becker—. ¡Solo estuvimos hablando! Es la verdad.

—Entonces, ¿por qué te niegas a contarnos de qué estuvisteis hablando?

—Ya he dicho que se trata de un asunto privado.

—Y reconoces que llamaste a Idar Vetlesen el día que lo encontraron muerto, y tengo entendido que consideras un asunto privado el tema de vuestra conversación, ¿no es eso?

Becker miró a su alrededor como si le pareciera normal que hubiese un cenicero por allí.

—Mira. No he hecho nada ilegal, pero no quiero contestar a más preguntas sin la presencia de mi abogado. Que vendrá hoy mismo, pero un poco más tarde.

—Anoche te ofrecimos un abogado que podía presentarse enseguida.

—Quiero un buen abogado, no uno de esos… empleados municipales. ¿No es hora de contarme por qué pensáis que le he hecho algo a la mujer de Lossius?

A Harry le sorprendió la formulación. O más exactamente, el tratamiento. La mujer de Lossius.

—Si ha desaparecido, ¿no deberíais detener a Erik Lossius? —continuó Becker—. ¿No se supone que siempre es el marido?

—Sí —dijo Harry—. Pero él tiene una coartada, estaba trabajando cuando desapareció. La razón por la que estás aquí es que creemos que tú eres el Muñeco de Nieve.

Becker se quedó boquiabierto y parpadeó como en la sala de estar de la calle Hoffsveien la noche anterior. Harry señaló el cigarrillo que le colgaba humeante entre la punta de los dedos.

—Tienes que inhalar un poco, o el detector de humos se pondrá en marcha.

—¡¿El Muñeco de Nieve?! —exclamó Becker—. Pero si era Vetlesen.

—No —dijo Harry—. Sabemos que no era él.

Becker pestañeó asombrado antes de soltar una risa tan seca y amarga que sonó como una tos.

—O sea, que ésa es la razón de que no hayáis filtrado nada a la prensa. No deben saber que habéis metido la pata. Y mientras tanto buscáis desesperadamente al verdadero. O al verdadero en potencia.

—Correcto —dijo Harry, y dio una calada—. Y de momento, ese eres tú.

—¿De momento? Creía que tu papel era convencerme de que estás tan seguro que más me vale confesar cuanto antes.

—Pero no estoy seguro —dijo Harry.

Becker cerró un ojo.

—Pero ¿qué es esto? ¿Una artimaña?

Harry se encogió de hombros.

—Solo es una sensación que tengo. Necesito que me convenzas de que eres inocente. El breve interrogatorio de antes no hace más que reforzar la impresión de que eres un hombre que tiene mucho que ocultar.

—No tenía nada que ocultar. Quiero decir, no tengo nada que ocultar. Solo que no veo ninguna razón por la que deba hablaros de asuntos privados cuando no he hecho nada malo.

—Escúchame bien, Becker. Yo no creo que seas el Muñeco de Nieve ni que hayas matado a Camilla Lossius. Y creo que eres una persona racional que entiende que será menos perjudicial para ti hablarme de esos asuntos privados aquí que leer mañana en los periódicos que han detenido al profesor Filip Becker, sospechoso de ser el mayor asesino en serie de la historia de Noruega. Porque sabes que, aunque te declaren inocente y te dejen en libertad pasado mañana, tu nombre siempre se asociará a los artículos de la prensa. Y también el de tu hijo.

Harry vio bailar la nuez de Becker en el cuello sin afeitar. Vio cómo el cerebro sacaba las conclusiones lógicas. Las más sencillas. Y al final habló con una voz tan atormentada que Harry pensó al principio que se debía a que no era fumador habitual:

—Birte, mi mujer, era una puta.

—¿Ah, sí? —Harry intentó ocultar su sorpresa.

Becker dejó el cigarrillo en el suelo de cemento, se inclinó hacia delante y sacó una libreta negra del bolsillo trasero.

—Encontré esto el día después de que desapareciese. Estaba en el cajón de su escritorio, ni siquiera lo había escondido. A primera vista parecía totalmente inocente. Recordatorios cotidianos para sí misma y números de teléfono. Pero cuando me puse en contacto con el servicio de información telefónica para comprobar los números, me enteré de que no existen. Eran claves. Pero me temo que mi mujer no era una gran inventora de claves. No tardé ni un día en descifrarlas todas.

Erik Lossius era el propietario y gerente de Rydd & Flytt, una empresa de mudanzas que se había posicionado en ese sector poco lucrativo gracias a unos precios estandarizados, una comercialización agresiva, mano de obra extranjera y barata y contratos donde se exigía el pago al contado en cuanto la mudanza estuviese en los camiones y antes de partir hacia su destino. Nunca había perdido dinero con un cliente, entre otras razones, porque la letra pequeña del contrato decía que los partes de daños y robos debían entregarse durante los dos primeros días posteriores a la mudanza, algo que, en la práctica, significaba que el noventa por ciento de las frecuentes quejas llegaran demasiado tarde y, por lo tanto, pudieran desestimarse. En cuanto al diez por ciento restante, Erik Lossius había perfeccionado métodos para resultar inaccesible o retrasar los trámites normales, tan agotadores que incluso los propietarios de un piano dañado o de un televisor de plasma extraviado durante la mudanza se daban por vencidos.

Erik Lossius empezó a trabajar en el sector bastante joven, en comparación con el anterior propietario de Rydd & Flytt, que era amigo del padre de Erik. Y fue el padre quien le consiguió un puesto en la empresa.

—Es un chico demasiado inquieto para seguir estudiando y demasiado listo para convertirse en un delincuente —le dijo el padre al propietario—. ¿Puedes contratarlo?

Erik destacó rápidamente como vendedor por las comisiones que conseguía gracias a su encanto, eficacia y brutalidad. Había heredado los ojos castaños de su madre y el cabello tupido y rizado del padre y tenía una constitución atlética, y sobre todo las mujeres rechazaban cualquier sugerencia de obtener presupuestos de otras empresas de mudanzas y firmaban en el acto. Como además era listo, calculó bien los números y la planificación en las pocas ocasiones en que les pidieron presupuestos para trabajos de más envergadura. Daban presupuestos bajos y subían la franquicia del cliente para daños o pérdidas. Al cabo de cinco años, la empresa obtenía pingües beneficios y Erik se había convertido en la mano derecha del propietario en casi todo lo concerniente al negocio. Pero durante una mudanza relativamente sencilla, poco antes de Navidad, cuando trasladaba una mesa al nuevo despacho de Erik, que se hallaba en el segundo piso, el propietario sufrió un infarto y se desplomó muerto en el suelo. Durante los días siguientes, Erik consoló a la mujer del propietario lo mejor que pudo, y pudo consolarla bastante bien, ya que una semana después del entierro habían acordado una suma de traspaso prácticamente simbólica que correspondía a lo que Erik llamó «un pequeño negocio en un ramo poco lucrativo con márgenes insignificantes». Sin dejar de insistir, eso sí, en que lo más importante para él era que alguien recogiera el testigo de una obra a la que su marido había dedicado toda la vida. Pronunció aquellas palabras con el destello de una lágrima en los ojos castaños, y ella posó una mano trémula sobre la de él y le dijo que, en ese caso, él debería ir a verla personalmente para mantenerla informada. Erik Lossius ya era el propietario de Rydd & Flytt, y lo primero que hizo fue tirar todos los partes de daños y pérdidas a la basura, volver a redactar los contratos y enviar cartas a todos los domicilios de la parte acomodada de Oslo, donde había más mudanzas y donde la gente se preocupa más de los precios.

Con los treinta cumplidos, Erik Lossius podía permitirse dos BMW, una casa de veraneo al norte de Cannes y un chalé de medio millar de metros cuadrados en un lugar de Tveita donde los bloques en los que él se había criado no tapaban el sol. En pocas palabras, podía permitirse a Camilla Sandén.

Camilla pertenecía a una familia bien del sector de la confección, aunque en la actualidad venida a menos, y procedía del barrio de Blommenholm, la parte elegante de la ciudad, un ambiente tan ajeno al hijo de un obrero como el vino francés que Erik Lossius tenía ahora apilado en largas hileras en el sótano en su chalé de Tveita. Pero cuando entró en aquella casa inmensa para hacerles la mudanza y vio todos los objetos que había que trasladar, tomó conciencia de lo que aún no tenía y debería tener: clase, estilo, prosapia y una superioridad natural que la cortesía y las sonrisas solo podían subrayar. Y todo aquello lo personificaba a la perfección la hija, Camilla, que estaba sentada en el balcón contemplando el fiordo de Oslo a través de unas grandes gafas de sol que, por lo que Erik sabía, bien pudo haber comprado en la gasolinera más cercana, pero que al llevarlas ella, en cualquier caso, parecían de Gucci, Dolce & Gabbana o cualquiera de esas firmas de moda, como quiera que se llamaran.

Ahora ya sabía cómo se llamaban todas las marcas.

Trasladaron sus pertenencias, menos un par de cuadros que pensaban vender, a una casa más pequeña con una dirección menos elegante y nunca recibió ningún parte de extravío de la única cosa que robó de la carga. Ni siquiera cuando vieron a Camilla vestida de novia delante de la iglesia de Tveita, con los bloques de viviendas como testigos mudos, revelaron sus padres ni con un simple gesto que desaprobaran la elección de su hija. Quizá porque comprendieron que Erik y Camilla se complementaban en cierto modo: a él le faltaba estilo y a ella dinero.

Erik trataba a Camilla como a una princesa y ella se dejaba querer. Él le proporcionaba todo lo que quería, la dejaba en paz en el dormitorio cuando ella lo deseaba, y solo le exigía que causara la mejor impresión posible cuando salían o invitaban a cenar a parejas de amigos, es decir, a los amigos de la infancia de Erik. Ella se preguntaba a veces si Erik no la querría de verdad, y empezó poco a poco a alentar un profundo afecto por aquel chico tan resuelto de la parte obrera de la ciudad.

Por su parte, Erik se sentía muy feliz. Había comprendido desde el primer momento que Camilla no era el tipo de mujer ardiente; lo que, a decir verdad, la colocaba a sus ojos en una esfera diferente y más elevada que a las chicas con las que acostumbraba a relacionarse. De todas formas, sus necesidades físicas estaban cubiertas por medio del estrecho contacto que mantenía con los clientes. Erik había llegado a la conclusión de que había algo en la naturaleza de las mudanzas y los cambios que volvía a las personas sentimentales, inquietas y abiertas a nuevas experiencias. Porque la verdad era que se follaba a mujeres solteras, separadas, con pareja y casadas encima de mesas de comedor, en rellanos, sobre colchones envueltos en plástico y suelos de parqué recién fregados, entre cajas de cartón y paredes desnudas donde resonaba el eco, mientras se preguntaba qué le compraría a Camilla la próxima vez.

Lo genial del asunto era que, dadas las circunstancias, se trataba de mujeres que nunca volvería a ver. Se mudarían y desaparecerían. Y eso es lo que hicieron todas. Menos una.

Birte Olsen era morena, guapa y tenía un cuerpo digno de Penthouse. Era más joven que él y tenía la voz clara y una forma de expresarse que la hacían aparentar menos edad aún. Estaba embarazada de dos meses, iba a mudarse al centro de la ciudad, dejaría el barrio para irse a vivir a la calle Hoffsveien, junto con el padre del bebé, un tío de la parte oeste de la ciudad con quien iba a casarse. Era una mudanza con la que Erik Lossius podía identificarse. Y, después de liarse con ella encima de una simple silla de madera, en medio del salón vacío, no pudo prescindir de la relación.

En pocas palabras, Erik Lossius había encontrado a su semejante.

Sí, porque pensaba en ella como en un hombre, uno que no fingía que quería algo distinto de lo que quería él: follarse a la otra persona hasta perder el juicio. Y de alguna forma, lo consiguieron. Empezaron a verse en apartamentos vacíos que la gente había dejado o estaba a punto de ocupar, por lo menos una vez al mes, y siempre con cierto riesgo de que los descubrieran. Eran rápidos, eficaces; y sus rituales, fijos y sin variación. Aun así, Erik Lossius esperaba cada encuentro con ilusión, como un niño la Nochebuena, es decir, con una expectación sin disimulos ni complicaciones, que se veía reforzada por la seguridad de que todo sería igual, de que se cumplirían las expectativas. Vivían vidas paralelas, tenían realidades paralelas, y parecía que ella estaba tan satisfecha como él. Siguieron viéndose, con tan solo algunas interrupciones: el parto —que, por suerte, fue por cesárea—, unas vacaciones largas y una inocente enfermedad venérea cuyo origen ni podía ni quería conocer. Y ahora, diez años después, un tío alto con el pelo rapado y la voz como un cortacésped le preguntaba si conocía a Birte Becker sentado encima de una caja de cartón en un piso medio vacío de Torshov.

Erik Lossius tragó saliva.

El tío se había presentado como Harry Hole, comisario del grupo de Delitos Violentos, pero se parecía más a uno de sus empleados. Los agentes de policía con los que Erik había tenido contacto después de denunciar la desaparición de Camilla eran del grupo de Personas Desaparecidas. Aun así, cuando el tío le enseñó la placa, lo primero que pensó fue que le traería noticias de Camilla. Y, dado que el agente de policía que tenía delante no lo había llamado por teléfono, sino que había ido a buscarlo allí directamente, temía que pudiera traerle malas noticias. Por eso les dijo a los de la mudanza que se fueran e invitó al comisario a sentarse mientras él sacaba un cigarrillo y trataba de prepararse para lo que se le avecinaba.

—Bueno, ¿qué me dices? —dijo el comisario.

—¿Birte Becker? —repitió Erik Lossius. Intentó encender el cigarrillo y pensar rápidamente al mismo tiempo. No logró hacer ninguna de las dos cosas. Dios mío, ni siquiera lograba pensar despacio.

—Entiendo que necesites reflexionar —dijo el comisario, y sacó un paquete de tabaco—. Así que hazlo.

Erik se lo quedó mirando mientras encendía un Camel, y se sobresaltó cuando extendió la mano hacia Erik con el mechero aún encendido.

—Gracias —murmuró Erik, y aspiró con tanta fuerza que el tabaco protestó. El humo le llenó los pulmones y fue como si la nicotina se le inyectara en la sangre y disolviera el bloqueo. La verdad es que había pensado que esto ocurriría tarde o temprano, que la policía encontraría la conexión entre él y Birte, y que irían a preguntar. Pero entonces solo se preocupó por cómo ocultárselo a Camilla. Ahora todo era diferente. A partir de aquel mismo momento, a decir verdad. Porque hasta ese instante no había caído en la cuenta de que la policía pensaba que podía haber una conexión entre las dos desapariciones.

—El marido de Birte, Filip Becker, encontró una agenda en la que Birte utilizaba una especie de lenguaje en clave relativamente fácil de descifrar —dijo el agente de policía—. Eran números de teléfono, fechas y mensajes muy escuetos. Que no dejaban lugar a dudas sobre el hecho de que Birte había mantenido contacto con otros hombres regularmente.

—¿Otros hombres? —se le escapó a Erik.

—Si te sirve de consuelo, según Becker, tú eras el que más visitas recibía. Tengo entendido que en lugares muy diferentes, ¿no?

Erik no contestó, solo se sintió como si se encontrara a bordo de un barco viendo crecer una ola gigante en el horizonte.

—Así que Becker localizó tu dirección, se llevó la pistola de juguete de su hijo, una copia muy buena de una Glock 21, y fue a Tveita para esperar a que llegases a casa. «Quería verte el miedo en los ojos», según dijo. Forzarte para que le contaras lo que sabías, antes de darnos tu nombre. Siguió al coche que entró en el garaje, pero resultó que era tu mujer.

—Y él… él…

—Sí, se lo contó todo.

Erik se levantó de la caja de cartón y se dirigió a la ventana. El piso tenía vistas al Torshovparken y a la ciudad de Oslo, bañada por la palidez del sol matinal. No le gustaban los pisos con vistas en edificios antiguos, significaba que había escaleras. Cuantas más vistas, más escaleras y más caros eran los pisos y por lo tanto, objetos más costosos y más pesados, importes de daños más elevados y más bajas por enfermedad entre los trabajadores. Pero así eran las cosas cuando uno se exponía al riesgo de tener precios económicos fijos, siempre se ganaba el concurso de los peores encargos. Con el tiempo, todo riesgo tiene su precio. Erik seguía fumando. Oyó al policía arrastrar los pies por el parqué. Y sabía que ese policía no iba a dejarse vencer por ninguna estrategia para prolongar el asunto, que aquél era un parte de daños que no podría tirar a la basura. Que Birte Olsen, ahora Becker, iba a ser el primer cliente que le ocasionara pérdidas.

—Así que dijo que había mantenido relaciones con Birte Becker durante diez años —dijo Harry—. Y la primera vez que se vieron y se acostaron, ella estaba embarazada de su marido.

—Se está embarazada de una niña o de un niño —dijo Rakel, dando golpecitos para aplastar la almohada y verlo mejor—. No del marido.

—Ya —dijo Harry, se apoyó en el codo, alargó el brazo por encima de ella y cogió el paquete de tabaco de la mesita de noche—. Solo ocho de cada diez.

—¿Cómo?

—Lo han dicho en la radio: entre el quince y el veinte por ciento de todos los niños de Escandinavia tienen un padre diferente del que se supone que es el suyo. —Le dio un golpecito al paquete, sacó un cigarro y lo contempló a la luz de la tarde que entraba por debajo del estor—. ¿Lo compartimos?

Rakel asintió. No fumaba pero aquélla era una costumbre de cuando eran pareja: después de acostarse, compartían un cigarrillo. La primera vez que Rakel le preguntó si podía dar una calada de su cigarro le dijo que quería sentir lo mismo que él, envenenarse y estimularse como él, estar tan cerca de él como pudiera. Y él pensó en todas las drogatas que había conocido, todas las que se habían pinchado por primera vez por la misma razón estúpida, y se lo negó. Pero ella lo convenció y, con el tiempo, se convirtió en un ritual. Y después de amarse lenta y perezosamente durante un buen rato, el cigarro era como una prolongación del amor. Otras veces era como fumar la pipa de la paz después de una discusión.

—Pero él tenía una coartada para la noche en que Birte desapareció —dijo Harry—. Una juerga de amigos en Tveita que empezó a las seis y duró toda la noche. Por lo menos diez testigos, la mayoría totalmente pedo, a decir verdad, pero no lo dejaron irse antes de las seis de la mañana.

—¿Por qué tenéis que mantener en secreto que no se ha atrapado al Muñeco de Nieve?

—Mientras crea que nosotros estamos seguros de haber atrapado al autor de los asesinatos, es de esperar que no llame la atención, que no cometa más homicidios. Y no estará tan alerta si cree que hemos puesto fin a la caza. Y mientras tanto, nosotros podemos trabajar para acercarnos a él, tranquilamente…

—¿Detecto ironía?

—Puede ser —dijo Harry, y le pasó el cigarro.

—¿Así que no te lo crees del todo?

—Creo que la jefatura tiene varias razones para no revelar que tenemos al hombre equivocado. Fueron el comisario jefe de la Policía Judicial y Hagen quienes ofrecieron la conferencia de prensa en la que se felicitaban por haber resuelto el caso…

Rakel suspiró.

—Y aun así, echo de menos la Comisaría General de vez en cuando.

—Humm.

Rakel miró el cigarro.

—¿Has sido infiel alguna vez, Harry?

—Define «infiel».

—Acostarte con una persona que no sea tu pareja.

—Sí.

—Quiero decir, mientras salías conmigo.

—Sabes que no puedo saberlo con certeza.

—De acuerdo, pero ¿estando sobrio?

—No, nunca.

—Entonces, ¿qué piensas de mí por estar contigo ahora?

—¿Es una pregunta trampa?

—Lo digo en serio, Harry.

—Ya lo sé. Pero no sé si tengo ganas de contestar.

—Entonces no te dejo fumar más.

—Vaya. De acuerdo. Pienso que crees que quieres estar conmigo, pero que te gustaría querer estar con él.

Las palabras se quedaron flotando en el aire, como si las hubieran acuñado en la oscuridad del dormitorio.

—Eres tan… ¡pragmático! —exclamó Rakel, le dio el cigarrillo y se cruzó de brazos.

—Quizá no deberíamos hablar de esto, ¿no? —propuso Harry.

—¡Pero es que tengo que hablar! ¿No lo entiendes? Dios mío, estoy loca, desde luego, mira que estar aquí cuando… —Se subió el edredón hasta la barbilla.

Harry se dio la vuelta y se pegó a ella. Antes de que la tocara, ella ya había cerrado los ojos y, con la cabeza hacia atrás y la boca entreabierta, empezaba a respirar cada vez más rápido. Y Harry pensó: «¿Cómo lo consigue? ¿Cómo puede pasar de la vergüenza a la excitación en tan poco tiempo? ¿Cómo podía ser tan… pragmática?».

—¿Tú crees que los remordimientos nos ponen cachondos? —dijo, y vio que Rakel abría los ojos y miraba al techo, sorprendida y frustrada ante la esperanza de un contacto que no se había producido—. ¿Que somos infieles no a pesar de la vergüenza, sino a causa de ella?

Ella pestañeó desconcertada.

—Algo de eso puede haber —dijo finalmente—. Pero eso no lo es todo. Esta vez no.

—¿Esta vez?

—Sí.

—Te pregunté una vez y dijiste…

—Te mentí —dijo ella—. He sido infiel antes.

—Ya.

Se quedaron tumbados en silencio oyendo el lejano murmullo del tráfico de la calle Pilestredet a aquella hora de la tarde. Rakel había ido a su casa directamente después del trabajo, él conocía sus rutinas y las de Oleg, y sabía que pronto tendría que marcharse.

—¿Sabes lo que odio de ti? —dijo al fin, y le tiró de la oreja suavemente—. Que seas tan terriblemente orgulloso y cabezota que eres incapaz de preguntar si te fui infiel a ti.

—Bueno —dijo Harry, cogió el cigarro prácticamente consumido y se quedó mirando su cuerpo desnudo cuando salió de la cama—. ¿Por qué iba a querer saberlo?

—Por la misma razón que el marido de Birte. Por descubrir el secreto. Por poner la verdad sobre la mesa.

—¿Crees que la verdad hará menos desgraciado a Filip Becker?

Se puso un ajustado jersey negro de lana recia directamente sobre la piel suave. Harry pensó que si pudiera sentir celos de alguien, los tendría del jersey.

—¿Sabes qué, señor Hole? Para ser alguien cuyo trabajo consiste en desvelar verdades desagradables, te gustan mucho las mentiras vitales.

—De acuerdo —dijo Harry, y aplastó el cigarrillo en el cenicero—. Cuéntame.

—Fue en Moscú mientras salía con Fiodor. Un noruego, antiguo compañero del curso de prácticas, vino a trabajar a la embajada. Nos enamoramos profundamente.

—¿Y?

—Él también tenía una novia. Cuando habíamos decidido romper con nuestras respectivas parejas, ella se le adelantó y le anunció que estaba embarazada. Y como yo, en general, tengo buen gusto para los hombres… —Torció el labio superior mientras se ponía las botas—. Naturalmente, había elegido a uno que no eludía sus responsabilidades. Él pidió el traslado a Oslo y nunca volvimos a vernos. Y Fiodor y yo nos casamos.

—¿Y enseguida te quedaste embarazada?

—Sí. —Se abrochó el abrigo y lo miró—. Y he llegado a pensar que fue para pasar página. Que Oleg no es fruto del amor, sino del mal de amor. ¿Tú qué crees?

—No lo sé —dijo Harry—. Solo sé que es un buen fruto.

Ella le sonrió agradecida, se inclinó y le besó la frente.

—No volveremos a vernos nunca más, Hole.

—Claro que no —dijo él, y se quedó sentado en la cama mirando la pared desnuda hasta que la pesada puerta de la calle se cerró con un ruido sordo. Fue a la cocina, abrió el grifo y sacó un vaso limpio del armario. Y mientras esperaba a que el agua saliera fría, su mirada se deslizó del almanaque de fotos de Oleg y Rakel con el vestido azul claro hasta el suelo. Había dos huellas de botas mojadas en el linóleo. Tenían que ser de Rakel.

Se puso una chaqueta y las botas y, cuando estaba a punto de salir, volvió dentro a coger el arma reglamentaria, un revólver Smith & Wesson que tenía encima del armario de la ropa, y se lo metió en el bolsillo del abrigo.

Aún sentía la pulsión del amor en el cuerpo como un bienestar trémulo, como una ligera embriaguez. Ya había alcanzado la verja cuando un sonido, un chasquido, lo hizo volverse y mirar al patio interior, donde la oscuridad era más densa que en la calle. Iba a pasar de largo, y lo habría hecho de no haber sido por las huellas. Las huellas de botas en el linóleo. De modo que entró en el patio interior. La luz amarilla de las ventanas se reflejaba en los restos de nieve que resistía allí donde no llegaba el sol. Estaba junto a la escalera de descenso a los trasteros del sótano. Una figura torva con la cabeza inclinada, ojos de piedra y una sonrisa de grava que se burlaba de él con una risa muda que, rebotando entre las paredes de ladrillo, se transformó en un chillido histérico y, cuando cogió la pala que había junto a la escalera y la blandió con furia desmedida, comprendió que era su propio grito. El borde cortante de la pala dio en la base de la cabeza, la escindió del cuerpo y lanzó la nieve húmeda contra el muro. El siguiente golpe seccionó en dos el torso del muñeco de nieve y el tercero esparció los últimos restos por el asfalto negro del centro del patio. Y allí estaba Harry, jadeando, cuando oyó otro chasquido a su espalda. Como el sonido del martillo de un revólver al levantarse. Se volvió rápidamente, soltó la pala y sacó el revólver negro con un único movimiento.

Al lado de la valla de madera, debajo del viejo abedul, Muhammed y Salma miraban a su vecino paralizados, con el miedo plasmado en unos ojos infantiles, desorbitados. Cada uno llevaba una rama seca en la mano. Unas ramas que podrían haberle servido de brazos al muñeco de nieve, aunque Salma acababa de partir la suya en dos de puro miedo.

—Nuestro… nuestro muñeco de nieve —tartamudeó Muhammed.

Harry se metió el revólver en el bolsillo del abrigo y cerró los ojos. Maldijo para sus adentros mientras tragaba saliva y le ordenaba al cerebro que soltara la empuñadura. Y volvió a abrir los ojos. Los de Salma estaban llenos de lágrimas.

—Perdona —susurró Harry—. Os voy a ayudar a hacer otro.

—Yo quiero irme a casa —dijo Salma llorosa.

Muhammed cogió a su hermana pequeña de la mano y se la llevó dando un rodeo alrededor de Harry.

Él se quedó allí plantado y notó la empuñadura del revólver en la mano. El chasquido. Creyó que era el sonido del martillo de un revolver al levantarse. Pero se había equivocado, esa parte del disparo es silenciosa. Lo que se oye es el sonido del martillo cuando se suelta, el sonido del disparo que no se ha efectuado, el sonido que significa que estás vivo. Volvió a empuñar el arma. Apuntó al suelo y apretó el gatillo. El martillo se apoyaba en la parte posterior del tambor. Seguía empujando el gatillo. El martillo seguía sin moverse. Solo cuando apretó el gatillo un tercio del recorrido y pensaba que el proyectil saldría disparado en cualquier momento, empezó a levantarse el martillo. Soltó el gatillo. El martillo volvió a caer con un clic metálico. Y reconoció el sonido. Y cayó en la cuenta de que quien aprieta el gatillo hasta que se levanta el martillo tiene la intención de disparar.

Harry miró hacia arriba, a sus ventanas, en la tercera planta. No había luz y de pronto se le ocurrió pensar que no sabía lo que pasaba allí dentro cuando él no estaba.

Erik Lossius estaba en la oficina sin hacer nada mirando por la ventana, asombrado de lo poco que sabía acerca de lo que ocurría tras los ojos castaños de Birte, de que lamentaba más que hubiese habido otros hombres que el hecho de que hubiese desaparecido y posiblemente estuviese muerta. Y asombrado del hecho de que prefiriese perder a Camilla a manos de un asesino que de ese modo. Pero más que nada, Erik Lossius pensó que sin duda había querido a Camilla. Y la seguía queriendo. Llamó a sus padres, pero ellos tampoco habían tenido noticias suyas. Tal vez se hubiese quedado en casa de una de esas amigas de la parte oeste de la ciudad a las que él solo conocía de oídas.

Contempló la oscuridad de la tarde, que se deslizaba morosamente por el valle de Groruddalen, inundándolo y difuminando los detalles. No había nada más que hacer allí, pero no quería irse a su casa, le resultaría demasiado grande y demasiado vacía. Aún no. Había una caja con una selección de botellas en el armario que tenía a su espalda, procedentes de supuestas pérdidas de diversas licoreras durante las mudanzas. Pero nada con lo que mezclarlo. Vertió algo de ginebra en el vaso de café y bebió un sorbito antes de que sonara el teléfono que tenía delante. Reconoció el prefijo nacional de Francia en la pantalla. El número no figuraba en su lista de demandantes, así que lo cogió.

La reconoció por la respiración antes de que llegase a pronunciar una palabra.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—¿Tú qué crees? —su voz sonaba lejana.

—¿Y desde dónde llamas?

—Desde el Casper.

Era el café que estaba a tres kilómetros de su casa de veraneo.

—Camilla, la policía te está buscando.

—¿De verdad?

Daba la impresión de estar dormitando en una hamaca. Aburrida, con interés fingido, con esa displicencia cortés y distanciada de la que se había enamorado aquella vez en el porche de Blommenholm.

—Yo… —empezó él. Pero se detuvo. En realidad, ¿qué iba a decir?

—Pensé que lo correcto sería llamarte antes de que lo hiciese nuestro abogado —dijo ella.

—¿Nuestro abogado?

—El de mi familia —dijo ella—. Uno de los mejores en asuntos como éste, me temo. Va a pedir el reparto de todos los bienes al cincuenta por ciento. Vamos a exigir que se nos entregue la casa y lo vamos a conseguir, aunque no te ocultaré que mi intención es venderla.

Por supuesto, pensó él.

—Volveré a casa dentro de cinco días. Y cuento con que para entonces te hayas mudado.

—Es muy poco margen —dijo él.

—Seguro que te las arreglarás. He oído que nadie hace el trabajo más rápido y más barato que Rydd & Flytt.

El desprecio con el que pronunció aquellas palabras lo hizo encogerse. Igual que se había ido encogiendo desde la conversación con el comisario Hole. Se sentía como una prenda de vestir lavada a temperatura muy alta que se había vuelto demasiado pequeña para ella, inservible. Y, con la misma certeza, sabía que ahora, en ese momento, la amaba más que nunca, y que la había perdido irrevocablemente, que la reconciliación sería imposible. Y cuando ella colgó, se la imaginó contemplando la puesta del sol en la Riviera francesa, con unas gafas que habría comprado por veinte euros, pero que en ella se convertían en unas Gucci o en unas Dolce & Gabbana de tres mil coronas, o en unas… No se acordaba de cómo se llamaban las otras marcas.

Harry condujo hasta la colina de la parte oeste de la ciudad. Dejó el coche en el amplio aparcamiento vacío de las instalaciones deportivas y fue a pie hasta el Salto de Holmenkollen. Una vez allí, se detuvo en el mirador, junto al borde del salto, donde él y unos turistas que se habían equivocado de temporada contemplaban las tribunas vacías a ambos lados del área de aterrizaje de los esquiadores, y al fondo, el lago, que vaciaban durante la temporada de invierno, y la ciudad, que se extendía hacia el fiordo. Aquellas vistas le daban visión de conjunto. No tenían ninguna pista concreta. Había tenido tan cerca al Muñeco de Nieve… Hasta tuvo la sensación de que lo alcanzaría con tan solo alargar el brazo. Pero se había escabullido otra vez fuera de su alcance, como un boxeador astuto y experimentado. El comisario se sentía viejo, abatido y torpe. Uno de los turistas lo observaba. El peso del arma tiraba un poquitín hacia abajo del lado derecho del abrigo. ¿Y los cadáveres? ¿Dónde coño estarían los cadáveres? Incluso los cadáveres enterrados vuelven a aparecer. ¿Habría utilizado ácido?

Harry notó el aliento de la resignación. ¡Pero no, ni de coña! En el cursillo del FBI estudiaron casos que les había llevado más de diez años desentrañar antes de atrapar al asesino. La mayoría de las veces era un pequeño detalle en apariencia fortuito lo que les permitía esclarecer los hechos. Pero lo que en realidad resolvía el caso era no darse por vencidos, aguantar los quince asaltos y, si el contrario aún seguía en pie, exigir a gritos el desempate.

La oscuridad del ocaso ascendía desde la ciudad a sus pies y las farolas ya se encendían a su alrededor.

Tenían que empezar a buscar allí donde había luz. Era una norma de trabajo simple pero crucial. Empezar allí donde hay pistas. En este caso, eso implicaba empezar por la persona menos probable, y aquélla era la peor idea y la más disparatada que se le había ocurrido jamás.

Harry dejó escapar un suspiro, sacó el móvil y buscó en la lista de últimas llamadas, empezando por el final. No eran tantas, así que aún seguía almacenada aquella conversación que mantuvo en el Hotel Leon. Pulsó el botón de llamada.

La periodista de investigación de Bosse, Oda Paulsen, contestó enseguida, con la voz intensa y cantarina de una persona que considera todas las llamadas como una promesa de algo nuevo y emocionante. Y esta vez tenía razón, hasta cierto punto.