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DÍA 16. TV

Cuando el grupo de investigación se reunió la mañana siguiente, tenían controladas seis de las siete llamadas de la lista de Katrine Bratt donde figuraban las personas con las que Idar Vetlesen había hablado antes de ser asesinado. Solo quedaba un nombre.

—¿Arve Støp? —exclamaron Bjørn Holm y Magnus Skarre al unísono.

Katrine Bratt no dijo nada.

—Bueno —dijo Harry—. Hablé por teléfono con su abogado, el señor Krohn. Dejó bien claro que Støp no quería contestar a la pregunta de si tenía coartada. Ni a otras preguntas. Podemos detener a Støp, pero está en su derecho de no querer declarar. Lo único que conseguiríamos es que todo el mundo se enterase de que el Muñeco de Nieve aún anda suelto. La cuestión es si Støp dice la verdad o si es una puesta en escena.

—Pero un superfamoso como asesino… —dijo Skarre haciendo una mueca—. ¿Dónde se ha visto?

—O.J. Simpson —dijo Holm—. Robert «Baretta» Blake. Phil Spector. El padre de Marvin Gaye.

—¿Quién coño es Phil Spector?

—Prefiero que me contéis lo que pensáis —dijo Harry—. Tal cual, espontáneamente. ¿Tiene Støp algo que ocultar? ¿Holm?

Bjørn Holm se frotó las patillas en forma de chuleta.

—Es sospechoso que se niegue a contestar a algo tan concreto como dónde estaba cuando Vetlesen murió.

—¿Bratt?

—Creo que a Støp le divierte que lo consideren sospechoso. Y no afecta a la imagen de la revista, al contrario, refuerza la imagen de outsider. El gran mártir de la contracorriente.

—De acuerdo —dijo Holm—. Cambio de bando. No habría corrido ese riesgo si fuese culpable. Quería esa primicia.

—¿Skarre? —preguntó Harry.

—Está tirándose un farol. Solo son chorradas. ¿O es que alguno de vosotros comprende la relación que existe entre la prensa y los principios?

Ninguno de los tres contestó.

—De acuerdo —dijo Harry—. Suponed que la mayoría tiene razón y que Støp dice la verdad. Entonces deberíamos intentar eliminarlo del caso lo antes posible y seguir adelante. ¿Estaría con alguien a la hora del asesinato?

—Lo dudo —dijo Katrine—. He hablado por teléfono con una chica que conozco y que trabaja en Liberal. Dice que, fuera de las horas de oficina, Støp no es muy sociable y que normalmente está solo en su piso de Aker Brygge. Aparte de las visitas femeninas.

Harry miró a Katrine. Le recordaba al estudiante superdiligente que siempre va un semestre por delante del profesor.

—¿Así que mujeres, en plural? —preguntó Skarre.

—Según las palabras de mi amiga, Støp es un cazador de coños notorio. Precisamente después de que ella rechazara sus insinuaciones, le dio a entender que no cumplía con sus expectativas como periodista y que debía considerar la posibilidad de cambiar de ramo.

—Qué cabrón más falso —resopló Skarre.

—Una conclusión que compartís tanto tú como ella —dijo Katrine—. Pero la verdad es que no es muy buena periodista.

Holm y Harry rieron.

—Pregúntale a tu amiga si sabe el nombre de algunas de sus amantes —dijo Harry, y se levantó—. Y después llama a otras personas de la redacción y pregúntales lo mismo. Quiero que note nuestro aliento en el cogote. En marcha.

—¿Y tú qué? —dijo Katrine, que se había quedado sentada.

—¿Yo?

—No nos has contado si crees que lo de Støp es un farol.

—Bueno —dijo Harry sonriendo—. Por lo menos no solo cuenta verdades.

Los otros tres lo miraron.

—Dijo que no recordaba de qué había hablado con Vetlesen en su última conversación telefónica.

—¿Y?

—Si te dicen que un tío con el que estuviste hablando el día anterior es un asesino en serie que se acaba de suicidar, ¿no te pondrías enseguida a cavilar sobre la última conversación que mantuviste con él, a darle vueltas a todo lo que él dijo, a preguntarte si no deberías haberte dado cuenta?

Katrine asintió lentamente con la cabeza.

—Mi otra pregunta —dijo Harry— es por qué el Muñeco de Nieve se pone en contacto conmigo para que lo busque. Y, cuando me acerco, tal y como se supone que tenía previsto que haría, por qué pone tanto empeño en que parezca que fue Vetlesen.

—Quizá fuera ésa la intención desde el principio —dijo Katrine—. Quizá tenga algún motivo para señalar precisamente a Vetlesen, algún asunto sin resolver entre ellos dos. Te llevó por ese camino desde el principio.

—O quizá fuera ese su modo de vencerte —propuso Holm—. Inducirte al error. Y luego disfrutar de la victoria en silencio.

—Venga ya —resopló Skarre—. Hacéis que parezca un asunto personal entre el Muñeco de Nieve y Harry Hole.

Los otros tres miraron a Harry, que guardaba silencio.

Skarre frunció el ceño.

—¿Lo es?

Harry cogió la chaqueta del perchero.

—Katrine, quiero que le hagas otra visita a Borghild. Dile que tenemos autorización para ver los historiales de los pacientes. Yo me como la bronca, si la hubiera. Y mira a ver qué puedes encontrar referente a Arve Støp. ¿Algo más, antes de que me vaya?

—Esa tía de Tveita —dijo Holm—. Camilla Lossius. Sigue desaparecida.

—Échale un vistazo, Holm.

—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó Skarre.

Harry sonrió.

—Aprender a jugar al póquer.

Cuando Harry se vio delante del apartamento de Tresko, en el séptimo piso del único bloque de la plaza Frogner, experimentó la misma sensación que cuando era niño y llegaban las vacaciones en Oppsal. Que era su última opción, el último recurso desesperado después de haber llamado al timbre de todos los demás. Tresko, o Asbjørn Treschow, que fue el nombre que le dieron en la pila bautismal, abrió y miró taciturno a Harry. Porque lo sabía, ahora igual que entonces. El último recurso.

La puerta de entrada llevaba directamente a una vivienda de treinta metros cuadrados que, con un poco de buena voluntad, podía decirse que constaba de una sala de estar con cocina americana, y sin buena voluntad, de una habitación con un hornillo. El hedor era impresionante. Era el olor a bacterias que vegetaban en los pies sudorosos y el aire viciado, de ahí la expresión, por popular no menos precisa, «te huelen los pies a queso». Tresko había heredado ese olor de pies de su padre. Igual que había heredado el apodo, el Zueco, que le pusieron a su padre porque siempre llevaba ese extraño calzado, convencido de que la madera absorbía el olor.

Lo único positivo que se podía decir del olor de pies de Tresko hijo era que mitigaba el olor de los cacharros sin fregar apilados en el fregadero, de los ceniceros colmados o de las camisetas sudadas puestas a secar en los respaldos. Harry pensó que probablemente sería verdad que fue ese sudor lo que volvió locos a los contrincantes de Tresko cuando llegó a las semifinales del campeonato mundial de póquer de Las Vegas.

—Cuánto tiempo —dijo Tresko.

—Sí. Me alegro de que pudieras recibirme.

Tresko se rio como si Harry hubiese contado un chiste. Y Harry, que no tenía ningún deseo de pasar más tiempo del necesario en el apartamento, fue directamente al grano.

—Bueno, pues dime, ¿por qué consiste el póquer en la capacidad de detectar cuándo miente el contrincante?

Al parecer, Tresko no tenía nada en contra de saltarse los preliminares.

—La gente cree que el póquer es cuestión de estadísticas, de pronósticos y probabilidades. Pero si juegas a un nivel bastante alto, todos los jugadores se saben las probabilidades de memoria, ésa no es la batalla. Lo que determina a los mejores es su capacidad de leer a los demás. Antes de irme a Las Vegas, sabía que iba a jugar contra los mejores. Y pude verlos jugar en el canal Gambler’s Channel, que recibía a través de la antena parabólica. Los grabé en vídeo y estudié a cada uno de los tíos cada vez que se tiraba un farol. Lo pasaba a cámara lenta, iba tomando nota hasta del mínimo detalle de lo que les pasaba en la cara, lo que decían y hacían, lo que se repetía. Y después de estudiarlos lo suficiente, comprobé que siempre tenían algo, algo que se repetía. Uno se rascaba rápidamente la aleta derecha de la nariz, otro pasaba la mano por el reverso de las cartas. Así que me presenté allí seguro de mi victoria. Por desgracia, resultó que había aún más detalles que me delataban a mí.

La risa bronca de Tresko sonó como una especie de sollozo e hizo que se le agitara el cuerpo grande y amorfo.

—¿Así que si me traen a un tío para que lo interrogue, tú puedes ver si miente?

Tresko negó con la cabeza.

—No es tan sencillo. En primer lugar, necesito tenerlo en vídeo. En segundo lugar tengo que haber visto las cartas para saber cuándo va de farol. Luego puedo rebobinar y analizar lo que hace diferente. Es como cuando se calibra un detector de mentiras, ¿verdad? Antes de la prueba se le pide al tío que diga algo que obviamente es verdad, por ejemplo, cómo se llama. Y luego algo que obviamente es mentira. Y luego se examinan los resultados para tener un mapa con el que orientarse.

—Una verdad obvia —murmuró Harry—. Y una mentira obvia. En un trozo de cinta de vídeo.

—Pero como te dije por teléfono, no garantizo nada.

Harry encontró a Beate en «House of Pain», el cuarto donde pasaba casi todo su tiempo cuando trabajaba en el grupo de Atracos. «House of Pain» era un despacho sin ventanas lleno de aparatos de grabación y reproducción para ver y editar vídeos de atracos, ampliar fotos e identificar personas en imágenes granuladas y voces que sonaban empañadas en los contestadores. Pero ahora era jefe de la Policía Científica de Bryn y además estaba de permiso por maternidad.

Se oía el zumbido de los aparatos y el calor seco de la habitación le había sonrojado las mejillas casi transparentes y pálidas.

—Hola —dijo Harry, dejando que la puerta de hierro se cerrase a su espalda.

La mujer, menuda y ágil, se levantó y se dieron un abrazo, ambos ligeramente avergonzados.

—Estás muy delgado —dijo ella.

Harry se encogió de hombros.

—¿Cómo va… todo?

—Greger duerme cuando debe, come cuando debe y no llora casi nunca —dijo con una sonrisa—. Y ése es mi mundo por ahora.

Él pensó que debería decir algo sobre Halvorsen. Algo que demostrase que no lo había olvidado. Pero no le venían a la cabeza las palabras adecuadas. Y como si ella lo hubiera comprendido, le preguntó qué tal le iban las cosas a él.

—Bien —dijo desplomándose en la silla—. Bastante bien. Muy mal. Depende de cuándo lo preguntes.

—¿Y hoy? —Ella se volvió hacia el monitor de televisión, pulsó un botón y las personas que había en la pantalla empezaron a correr hacia atrás, hacia la entrada de un centro comercial sobre cuya puerta se leía «STOROSENTERET» en letras grandes.

—Estoy paranoico —dijo Harry—. Tengo la sensación de que trato de atrapar a alguien que me está manipulando, que todo está al revés y que consigue que haga exactamente lo que él quiere. ¿Conoces esa sensación?

—Sí —dijo Beate—. Se llama «Greger». —Ella dejó de rebobinar—. ¿Quieres ver lo que he encontrado?

Harry acercó la silla. No era ningún mito que Beate Lønn tenía un talento muy especial, que tenía el giro fusiforme, la parte del cerebro que almacena e identifica rostros humanos, tan desarrollado y sensible que era un archivo ambulante de delincuentes.

—He repasado las fotos que tenéis de los que están involucrados en el asunto —dijo ella—. Esposos, hijos, testigos y demás. Nuestros viejos conocidos ya sé qué pinta tienen.

Movió la foto hacia delante pasándola fotograma a fotograma.

—Ahí —dijo, y paró.

La imagen se quedó fija y temblorosa y mostraba una selección de personas en granulado blanco y negro, desenfocadas.

—¿Dónde? —dijo Harry, sintiéndose tan tonto como siempre que estudiaba caras con Beate Lønn.

—Ahí. Es la misma persona que en esta otra foto.

Sacó una de las fotos de la carpeta.

—¿Puede ser ésta la persona que va detrás de ti, Harry?

Harry miró la foto, sorprendido. Luego asintió lentamente y cogió el teléfono. Katrine Bratt tardó dos segundos en contestar.

—Ponte la chaqueta y reúnete conmigo en el garaje —dijo Harry—. Vamos a dar una vuelta en coche.

Harry condujo el coche por las calles Uranienborgveien y Majorstuveien para evitar los semáforos de la calle Bogstadveien.

—¿De verdad que estaba segura de que era él? —dijo Katrine—. La calidad de la foto de la cámara de vigilancia…

—Créeme —dijo Harry—. Si Beate Lønn dice que es él, lo es. Llama a información telefónica y pregunta por el número de su casa.

—Lo he guardado en el móvil —dijo Katrine y lo sacó.

—¿Guardado? —Harry la miró—. ¿Haces eso con todas las personas que aparecen en los casos con los que trabajas?

—Sí. Los guardo en un grupo aparte. Y luego borro el grupo cuando el caso está resuelto. Deberías probarlo, realmente es una sensación maravillosa cuando pulsas «borrar». Muy… tangible.

Harry detuvo el coche delante de la casa amarilla de Hoff.

Todas las ventanas estaban a oscuras.

—Filip Becker —dijo Katrine—. Quién iba a decirlo…

—Recuerda que solo vamos a charlar con él. Puede haber tenido una razón perfectamente normal para llamar a Vetlesen.

—¿Desde un teléfono público en el centro comercial de Storosenteret?

Harry miró a Katrine. Veía el pulso latiéndole en la delicada piel del cuello. Apartó la vista y miró hacia la ventana del salón de la casa.

—Vamos —dijo. En el momento en que agarraba la manilla para abrir la puerta del coche, le sonó el móvil—. ¿Sí?

La voz al otro lado sonaba alterada, pero informó de todas formas con frases cortas y precisas. Harry interrumpió el flujo de palabras con dos «Humm», un sorprendido «¿Qué?» y un «¿Cuándo?».

Finalmente, se hizo el silencio al otro lado.

—Llama a la central de operaciones —dijo Harry—. Diles que manden dos de los coches patrulla que estén más cerca de la calle Hoffsveien. Nada de sirenas, y que pare uno a cada lado de la manzana. ¿Qué? Porque hay un niño ahí dentro y no tenemos ganas de que Becker se ponga más nervioso de lo necesario. ¿Vale?

Al parecer les valía.

—Era Holm. —Harry se inclinó hacia Katrine, abrió la guantera, rebuscó un poco y sacó las esposas—. Su gente ha encontrado unas cuantas huellas dactilares en el coche del garaje de Lossius. Las han cotejado con las otras huellas que hemos obtenido en este caso.

Harry sacó el llavero del contacto, se inclinó y extrajo una caja de metal de debajo del asiento. Metió una llave en la cerradura, la abrió y sacó un Smith & Wesson negro de cañón corto.

—Una de las huellas halladas en la aleta delantera del coche coincide.

Katrine dibujó una «o» con la boca y lo miró con expresión interrogante, señalando la casa con la cabeza.

—Sí —dijo Harry—. El profesor Filip Becker.

Katrine Bratt lo miraba con los ojos como platos, pero siguió con la misma tranquilidad en la voz.

—Tengo la sensación de que podré pulsar la tecla de «borrar» muy pronto.

—A lo mejor —dijo Harry, revisando el tambor del revólver para asegurarse de que había cartuchos en todas las recámaras—. No existen dos hombres que secuestren mujeres de esa manera.

Ella ladeó la cabeza a un lado y a otro, como si estuviese calentando antes de un combate de boxeo.

—Una suposición razonable.

—Deberíamos haberlo comprendido la primera vez que estuvimos aquí.

Harry la miró y se preguntó por qué no compartía su expectación, por qué no había ni rastro de la sensación de placer embriagador que infunde el momento de la detención. ¿Sería porque sabía que pronto la sustituiría la sensación de vacío que produce haber llegado demasiado tarde, de ser un bombero que recoge las ruinas? Sí, también, pero no era eso. Era otra cosa, ahora lo notaba. Dudaba. Las huellas dactilares y las fotos del centro comercial Storosenteret serían más que suficientes en un juicio, pero había sido demasiado fácil. Ese asesino no era así, no cometía esos errores banales. No era la misma persona que puso la cabeza de Sylvia Ottersen encima de un muñeco de nieve, la que había congelado a un policía en su propio congelador, la que había enviado a Harry una carta que decía: «Lo que tienes que preguntarte es: ¿Quién ha hecho el muñeco de nieve?».

—¿Qué hacemos? —preguntó Katrine—. Lo detenemos nosotros…

Harry no pudo oír por el tono de voz si era una pregunta.

—De momento, vamos a esperar —dijo Harry—. Hasta que lleguen los refuerzos. Entonces llamaremos al timbre.

—¿Y si no está en casa?

—Está en casa.

—Ah. ¿Cómo…?

—Mira la ventana del salón. Mantén la mirada fija un rato.

Ella obedeció. Y cuando vieron que la luz blanca cambiaba detrás de la gran ventana panorámica, se dio cuenta de que Katrine lo había comprendido. Que era la luz de una televisión encendida.

Esperaron en silencio. Reinaba la calma. Se oyó el graznido de un grajo. Y luego, nada. Entonces sonó el móvil de Harry.

Los refuerzos estaban en sus puestos.

Harry les explicó la situación rápidamente. Que no quería ver ningún uniforme a menos que él los llamara o que oyeran disparos o gritos.

—Ponlo en silencio —dijo Katrine cuando él cortó la comunicación.

Harry sonrió, siguió su consejo y le lanzó una mirada furtiva. Pensó en la cara que puso cuando se abrió la puerta del congelador. Pero ahora no revelaba ningún miedo ni nerviosismo, únicamente concentración. Metió el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y lo oyó tintinear contra el revólver.

Salieron del coche, cruzaron la calle y abrieron la verja. La grava húmeda de la entrada mordisqueaba con avidez las suelas de sus zapatos. Harry se quedó mirando la ventana panorámica, buscaba sombras en movimiento en el papel blanco de las paredes.

Estaban en la escalera. Katrine miró a Harry, que asintió con la cabeza. Ella llamó al timbre. Se oyó un ding dong grave en el interior.

Esperaron. Ningún paso. Ninguna sombra en el cristal rugoso de la ventana alargada que había junto a la puerta de entrada.

Harry se adelantó y aplicó la oreja al cristal, una forma sencilla y sorprendentemente eficaz de oír lo que ocurría en el interior de una casa. Pero no oía nada, ni siquiera la tele. Retrocedió unos pasos, estiró la mano hacia arriba, hacia el saledizo que cubría la escalinata, consiguió agarrar el canalón con ambas manos y se impulsó hasta que estuvo lo bastante alto como para ver todo el salón por la ventana. De espaldas a él, en el suelo, justo delante de la tele, había una persona sentada, llevaba un abrigo gris y tenía las piernas cruzadas. Unos auriculares enormes le rodeaban el cráneo abollado como una aureola negra. De los auriculares salía un cable que iba hasta la tele.

—No oye nada, tiene los auriculares puestos —dijo Harry y bajó justo a tiempo de ver a Katrine cogiendo el picaporte. Las juntas de goma que rodeaban el marco soltaron la puerta con un chasquido.

—Parece que podemos pasar —dijo Katrine en voz baja, y entró.

Sorprendido y maldiciendo para sus adentros, Harry la siguió. Katrine ya estaba en la puerta del salón. La abrió. Se quedó allí hasta que Harry llegó a su lado. Dio un paso, rozó un pedestal sobre el que un jarrón se tambaleó peligrosamente antes de decidir que se quedaría donde estaba.

Había por lo menos seis metros hasta la persona que seguía sentada de espaldas a ellos.

En la pantalla del televisor, un niño pequeño intentaba mantener el equilibrio mientras se agarraba del dedo índice de una mujer risueña. El piloto azul del reproductor de DVD que se veía debajo del televisor estaba encendido. A Harry le sobrevino un déjà vu, una sensación de tragedia a punto de repetirse. Justo así: el silencio, una grabación de aficionado con imágenes de felicidad familiar, el contraste entre entonces y ahora, la tragedia que ya se ha producido y que solo necesita un desenlace.

Katrine señaló, pero él ya lo había visto.

La pistola estaba en el suelo, detrás de la persona que había sentada, entre un rompecabezas a medio hacer y una Gameboy, y podía confundirse perfectamente con un juguete. Una Glock 21, se apostó Harry, y notó las náuseas cuando el cuerpo cambió de marcha de repente y le inyectó más adrenalina en la sangre.

Podían elegir entre dos opciones. Quedarse allí, al lado de la puerta, gritar el nombre de Becker y correr con las consecuencias de enfrentarse a un hombre armado. O desarmarlo antes de que los descubriese. Harry puso una mano en el hombro de Katrine y la empujó hacia atrás mientras se imaginaba cuánto tardaría Becker en darse la vuelta, coger la pistola, apuntar y disparar. Cuatro pasos largos serían suficientes, y no había detrás de Harry ninguna luz que proyectase su sombra ni la pantalla del televisor irradiaba la luz suficiente como para que se viera su reflejo.

Harry respiró hondo y se puso en movimiento. Fue bajando el pie despacio, para posarlo en el parqué con la mayor suavidad posible. La espalda no se movió. Estaba a mitad de la segunda zancada cuando oyó el ruido a su espalda. Y supo instintivamente que era el jarrón. Vio cómo la persona se volvía deprisa, y vio la expresión atormentada de Filip Becker. Harry se quedó petrificado y los dos se miraron fijamente, y la pantalla del televisor se puso negra. Becker abrió la boca como si quisiera decir algo. Un sinfín de riachuelos rojos le cruzaba el blanco de los ojos, y tenía las mejillas inflamadas como si hubiera estado llorando.

—¡La pistola!

Fue Katrine quien gritó, y Harry levantó la vista automáticamente y vio su reflejo en la pantalla oscura del televisor. Estaba junto a la puerta, con las piernas separadas, los brazos extendidos hacia delante y las manos sujetando el revólver.

El tiempo parecía demorarse, convertirse en una sustancia viscosa y amorfa donde solo los sentidos seguían funcionando al ritmo del tiempo real.

Un policía tan experto como Harry debería haberse tirado al suelo instintivamente y haber sacado el arma. Pero había algo más, algo que era más lento que los instintos, aunque trabajaba con más ahínco. Harry cambiaría de opinión más tarde, pero al principio creía que hizo lo que hizo debido a otro déjà vu, la visión de un hombre caído a tierra, muerto por el tiro de un policía, porque sabía que había llegado al final del camino, que no tendría fuerzas para luchar contra más fantasmas.

Harry dio un paso a la derecha y se puso en la línea de fuego de Katrine.

Oyó un clic, un sonido resbaladizo y lubricado a su espalda. El sonido del percutor de un revólver que se vuelve a bajar, del dedo que afloja la presión aplicada al gatillo.

Becker tenía la mano apoyada en el suelo, al lado de la pistola. Se le habían puesto blancos los dedos y los nudillos de tanto apretar. Lo que significaba que estaba apoyando en ellos todo el peso del cuerpo. Con la otra mano, la derecha, sujetaba el mando a distancia. Si quisiera coger la pistola con la mano derecha, perdería el equilibrio.

—No te muevas —dijo Harry en voz alta.

Lo único que Becker movió fueron los ojos: parpadeó varias veces, como si quisiera apartar a Harry y Katrine de su vista. Harry se le fue acercando con movimientos tranquilos pero eficaces. Se agachó y cogió la pistola, que era sorprendentemente ligera. Tan ligera que pensó que era imposible que contuviese cartuchos en el tambor. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, junto a su propio revólver, y se quedó en cuclillas. En la pantalla del televisor pudo ver que Katrine seguía apuntándoles; que, intranquila, cambiaba el peso de un pie a otro. Él le tendió una mano a Becker, que retrocedió como un animal esquivo, logró llevarse una mano a los auriculares y se los quitó.

—¿Dónde está Jonas? —preguntó Harry.

Becker miró a Harry como si no entendiese ni la situación ni el idioma.

—¿Jonas? —repitió Harry. Y gritó— ¡Jonas! ¿Jonas, estás aquí?

—Chist… —dijo Becker—. Está durmiendo. —Tenía la voz como de un sonámbulo, como si se hubiera tomado un tranquilizante. Becker señaló los auriculares—. No se puede despertar.

Harry tragó saliva.

—¿Dónde está?

—¿Dónde? —Becker ladeó la cabeza y miró a Harry como si no lo hubiese reconocido hasta ese momento—. En la cama, naturalmente. Los niños deben dormir en sus camas. —Su entonación subía y bajaba como si estuviera recitando un poema.

Harry metió la mano en el otro bolsillo de la chaqueta y cogió las esposas.

—Dame las manos —dijo.

Becker volvió a pestañear.

—Es por tu propia seguridad —dijo Harry.

Era una frase ensayada, que practicaban en la Escuela Superior de Policía y que, en primera instancia, estaba destinada a tranquilizar a los arrestados. Pero cuando se oyó pronunciarla, comprendió de repente por qué había entrado en la línea de fuego. Y no era a causa de sus fantasmas.

Becker levantó las manos hacia Harry como en una plegaria, y el acero se cerró alrededor de sus muñecas delgadas e hirsutas.

—Siéntate —dijo Harry—. Ella cuidará de ti.

Harry se levantó y se dirigió a la puerta, donde estaba Katrine. Ella había bajado el revólver y le sonreía con un brillo extraño en los ojos. Como si ardiesen ascuas muy en el fondo.

—¿Estás bien? —preguntó Harry en voz baja—. ¿Katrine?

—Por supuesto —dijo riéndose.

Harry dudó un instante. Luego siguió escaleras arriba. Se acordaba de dónde estaba la habitación de Jonas, pero abrió las otras puertas primero. Como si quisiera retrasarlo. La luz del dormitorio de Becker estaba apagada, pero pudo distinguir la cama doble de matrimonio. Ya no había sábanas en uno de los lados. Como si hubiera asumido que ella no volvería nunca.

Harry estaba ante la puerta de la habitación de Jonas. Vació la cabeza de pensamientos e imágenes antes de abrirla. Unos tonos discordes sonaron frágiles en la oscuridad y, a pesar de no ver nada, sabía que la presión del aire de la puerta había puesto en movimiento unos finos tubos de metal, porque Oleg también tenía un carillón de ésos en el techo de su habitación. Entró y vislumbró a alguien o algo bajo el edredón. Aguzó el oído por si oía la respiración. Pero lo único que sonaba era el carillón, que seguía vibrando, negándose a morir. Puso la mano sobre el edredón. Y por un instante, lo petrificó el temor. A pesar de que nada de lo que había en aquella habitación representaba un peligro físico para él, pero Harry sabía de qué tenía miedo. Porque otra persona, su anterior jefe Bjarne Møller, se lo había explicado en una ocasión. Tenía miedo de su condición humana.

Apartó cuidadosamente el edredón, dejando al descubierto el cuerpo que yacía en la cama. Era Jonas. En la oscuridad parecía que estuviera dormido de verdad. De no ser por los ojos, que tenía abiertos y clavados en el techo. Harry se fijó en la tirita que llevaba en el antebrazo. Se inclinó sobre la boca entreabierta del chico al mismo tiempo que le ponía la mano en la frente. Y se sobrecogió al notar la piel caliente y un flujo de aire que le rozaba la oreja. Y una voz amodorrada murmuró:

—¿Mamá…?

Harry no estaba en absoluto preparado para su propia reacción. Quizá porque estaba pensando en Oleg. O porque estaba pensando en sí mismo cuando era pequeño y una vez se despertó creyendo que ella todavía estaba viva, y fue corriendo al dormitorio de sus padres en Oppsal y vio que en un lado de la cama ya no había sábanas.

Como quiera que fuese, Harry no consiguió reprimir las lágrimas que de repente le afloraban a los ojos, que se los colmaron hasta que el rostro de Jonas se desdibujó emborronado, y las lágrimas le rodaban por las mejillas, descendiendo como regueros calientes antes de encontrar las arrugas que las canalizaron hasta las comisuras de los labios, y Harry pudo notar su sabor salado, el sabor a sí mismo.