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DÍA 15. VISTAS

A las dos de la tarde, Camilla Lossius volvía a casa en coche después de su hora de gimnasia. Como siempre, había cruzado la ciudad hasta la parte oeste para acudir al centro deportivo Colosseum Park. No porque allí hubiese unos aparatos de gimnasia distintos a los del centro, que se encontraba justo debajo de su casa en Tveita, sino porque la gente del Colosseum era más parecida a ella. Procedían de la zona oeste de la ciudad. Mudarse a Tveita era una parte del acuerdo matrimonial con Erik. Y ella había tenido que considerar el conjunto. Giró para meterse en la calle en la que vivían. Vio las luces en las ventanas de los vecinos a los que saludaba, pero con los que nunca había hablado. Era la gente de Erik. Empezó a frenar. El suyo no era el único garaje de dos plazas de aquella calle de Tveita, pero sí el único con puerta eléctrica. A Erik le importaban esas cosas, pero a ella le daban igual. Pulsó el mando, la puerta subió, ella pisó el acelerador y entró. Como era de esperar, el coche de Erik no estaba, estaría trabajando. Se inclinó hacia el asiento del copiloto, cogió la bolsa de deporte y la bolsa con la compra del ICA, y por costumbre, se miró de reojo en el retrovisor antes de salir. Tenía buen aspecto, le decían las amigas. Todavía no había cumplido los treinta, y tenía chalé, coche y una casa de veraneo cerca de Niza, decían. Y le preguntaban cómo era vivir en la parte este de la ciudad. Y qué tal les fue a sus padres después de la quiebra. Era curioso cómo sus mentes conectaban automáticamente aquellas dos preguntas.

Camilla miró el retrovisor. Tenían razón. Estaba de buen ver. Y le pareció ver otra cosa, un movimiento en el borde del espejo. Salió del coche y, estaba buscando en el llavero la llave de la puerta por la que se pasaba del garaje a la casa, cuando se acordó de que el móvil seguía en el soporte del manos libres del coche. Camilla se volvió y dejó escapar un grito.

El hombre estaba detrás de ella. Retrocedió asustada y se tapó la boca con una mano. Estuvo a punto de sonreír y pedirle perdón, no porque hubiese nada que perdonar, sino porque no parecía peligroso. Pero en ese momento vio la pistola que tenía en la mano. Le apuntaba a ella. Lo primero que pensó fue que parecía una pistola de juguete.

—Mi nombre es Filip Becker —dijo—. He llamado a la puerta. No había nadie en casa.

—¿Qué quieres? —preguntó Camilla tratando de controlar el temblor de la voz, puesto que el instinto le decía que no debía revelar que estaba aterrada—. ¿De qué va esto?

Con una breve sonrisa dijo:

—Adulterio.

Harry miraba en silencio a Hagen, que había interrumpido la reunión del grupo en el despacho de Harry para repetir la orden del jefe de la Policía Judicial de que «la teoría» sobre el homicidio de Vetlesen no debía filtrarse de ninguna manera, ni siquiera a cónyuges o parejas. La mirada de Hagen se cruzó por fin con la de Harry.

—Bueno, eso era todo —dijo rápidamente, y se marchó.

—Continúa —le dijo Harry a Bjørn Holm, que había estado informando sobre los rastros hallados en la pista de curling. O mejor dicho, sobre la falta de rastros.

—Acabábamos de empezar allí cuando se declaró que se trataba de un suicidio. Entonces no recogimos ningún rastro, y ahora el lugar del crimen está extremadamente contaminado ya que lo han vuelto a utilizar. Fui a echar un vistazo esta mañana, y me temo que no hay mucho que recoger allí.

—Ya —dijo Harry—. ¿Katrine?

Katrine consultó sus notas.

—Sí, tu teoría es que Vetlesen y el homicida se vieron en el club de curling, y que debieron haberlo acordado de antemano. Lo más probable es que mantuvieran contacto telefónico. Me pediste que comprobase las listas de llamadas.

—Sí —dijo Harry, ahogando un bostezo.

Ella pasó la página.

—He recibido las listas de Telenor, tanto del teléfono móvil como del fijo de la consulta de Vetlesen. Se las llevé a Borghild a su casa.

—¿A su casa? —preguntó Skarre.

—Naturalmente, ya no tiene trabajo al que acudir. Contó que a Idar Vetlesen no lo visitaron más que pacientes durante los dos últimos días. Aquí está la lista.

Sacó una hoja de papel de una carpeta y la dejó en la mesa.

—Como supuse, Borghild sabía todo lo relacionado con los contactos de Vetlesen, tanto los profesionales como los privados. Me ayudó a identificar prácticamente a todas las personas de la lista de llamadas. Aquí tenemos dos listas, una de los contactos profesionales y otra de los privados. Ambas incluyen los números de teléfono, la hora y la fecha de la llamada, si era entrante o saliente y el tiempo que duró.

Las cabezas de los tres colegas se inclinaron hacia el centro cuando se pusieron a examinar las listas. La mano de Katrine rozó la de Harry. Él no vio ninguna señal de turbación en ella. Tal vez la propuesta que le hizo en el Fenris no fue más que un sueño. Solo que Harry no soñaba cuando bebía. Eso era lo que buscaba en la bebida. Aun así, se despertó la mañana siguiente con una idea que tuvo que haber concebido en algún momento entre el vaciado sistemático de la botella de whisky y el cruel despertar. La idea de la cochinilla y de la jeringa de Vetlesen. Y fue esa idea la que lo salvó de entrar corriendo en la tienda del Vinmonopolet de la calle Therese, para meterlo otra vez de lleno en el trabajo. Una droga por otra.

—¿De quién es ese número? —preguntó Harry.

—¿Cuál? —preguntó Katrine inclinándose hacia delante.

Harry señaló un número de la lista de contactos privados.

—¿Por qué te interesa ése en particular? —preguntó Katrine, mirándolo con curiosidad.

—Porque es el contacto privado quien ha llamado a Vetlesen, y no al revés.

Katrine cotejó el número con su lista de nombres.

Sorry, pero justo esa llamada figura en ambas listas, era paciente también.

—Vale, pero tenemos que empezar en algún sitio. ¿Quién es? ¿Mujer u hombre?

Katrine sonrió burlona.

—Desde luego, es un hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Que es un macho. Arve Støp.

—¿Arve Støp? —exclamó Holm—. ¿El Arve Støp que me estoy imaginando?

—Ponlo en la lista de personas a las que hay que visitar —dijo Harry.

Cuando terminaron, habían confeccionado una lista de siete llamadas. Tenían los nombres correspondientes a los siete números, menos uno: un teléfono público del centro comercial de Storosenteret, una llamada realizada la mañana del mismo día en que asesinaron a Idar Vetlesen.

—Tenemos la hora exacta —dijo Harry—. ¿Hay alguna cámara de vigilancia cerca de ese teléfono público?

—No lo creo —dijo Skarre—. Pero sé que hay cámaras en todas las entradas. Puedo hablar con las empresas de seguridad a ver si tienen alguna grabación.

—Examina todas las caras, media hora antes y media hora después —dijo Harry.

—Es un trabajo enorme —dijo Skarre.

—Adivina a quién vas a pedírselo —dijo Harry.

—A Beate Lønn —dijo Holm.

—Correcto. Dale recuerdos.

Holm asintió con la cabeza y Harry notó un pinchazo de remordimientos.

El teléfono de Skarre sonó con la canción de The Las, There She Goes.

—Es el grupo de Personas Desaparecidas —dijo Skarre, y contestó a la llamada.

Los demás lo observaron mientras él escuchaba. Harry pensó que hacía mucho que evitaba llamar a Beate. No había ido a verla desde aquella única vez en verano, después del parto. Sabía que ella no lo culpaba porque hubiesen asesinado a Halvorsen mientras estaba de servicio. Pero aquello fue demasiado: ver al bebé de Halvorsen, al mismo bebé que el propio Halvorsen no llegó a conocer, y saber en conciencia que Beate se equivocaba. Él pudo haber salvado a Halvorsen, debió haberlo hecho.

Skarre colgó.

—Una mujer de Tveita, su marido acaba de denunciar su desaparición. Camilla Lossius, veintinueve años, casada, sin hijos. Solo hace un par de horas, pero hay unos cuantos detalles que los intranquilizan. Hay una bolsa de la compra en la encimera de la cocina, no ha metido nada en la nevera. Se ha dejado el móvil en el coche y, según el marido, no va sin él a ninguna parte. Y uno de los vecinos le ha dicho al marido que vio a un hombre merodear por el jardín y el garaje, como si estuviese esperando a alguien. El marido no es capaz de confirmar si falta algo, ni siquiera productos de aseo o maletas. Parece que es de ese tipo de gente que también tiene casa en Niza, así que si desaparece algo no se percatan, ¿comprendes?

—Ya —dijo Harry—. ¿Qué creen ellos?

—Que aparecerá. Solo querían informar.

—De acuerdo —dijo Harry—. Pues seguimos.

Nadie hizo ningún comentario sobre aquella denuncia durante el resto de la reunión. Pero Harry lo notaba en el ambiente, como un trueno lejano que quizá estuviese en camino, quizá no. Después de repartirse los nombres de la lista con los que cada uno debía ponerse en contacto, todos se fueron del despacho.

Harry volvió a acercarse a la ventana y contempló el parque. La oscuridad llegaba cada vez más temprano, casi podía notarlo día a día. Pensó en la madre de Idar Vetlesen cuando le contó que su hijo trataba por las noches y de forma gratuita a prostitutas africanas. Y ella perdió la compostura por primera vez, no por pena, sino por rabia, y gritó que era mentira, que su hijo no tenía nada que ver con putas negras. Quizá hubiera sido mejor mentir. Harry pensó en lo que le había dicho el día anterior al jefe de la Policía Judicial, que el baño de sangre se había acabado por el momento. En la oscuridad que reinaba fuera solo era capaz de vislumbrar lo que quedaba justo debajo de su ventana. El personal de las guarderías solía acudir a aquel parque para que jugaran los niños. Sobre todo cuando había nevado, como la noche anterior. Eso fue precisamente lo que pensó cuando lo vio al llegar al trabajo aquella mañana. Era un muñeco de nieve grande y gris blancuzco.

Encima de los locales de la redacción de la revista Liberal, en Aker Brygge, en el último piso y con vistas al fiordo de Oslo, a la fortaleza de Akershus y al istmo de Nesodden, se encontraban doscientos treinta de los metros cuadrados de propiedad privada más caros de Oslo. Pertenecían al propietario y redactor de Liberal, Arve Støp. O solo Arve, como se leía en la puerta a la que Harry llamó. La entrada tenía un estilo funcional y minimalista, pero había sendos jarrones pintados a mano a cada lado de la puerta de roble y Harry se preguntó en cuánto podrían calcularse los beneficios netos de llevarse uno de ellos.

Llamó al timbre una vez y finalmente oyó voces en el interior. Una clara y cantarina, y otra profunda y tranquila. La puerta se abrió y dio paso a una risa de mujer. Llevaba una gorra blanca de piel, de material sintético, supuso Harry, desde donde caía una cascada de pelo largo y rubio.

—¡Me hace mucha ilusión! —dijo, se volvió y entonces vio a Harry.

—Hola —dijo con voz neutral, hasta que lo reconoció y lo cambió por un entusiasta—: ¡Hombre, hola!

—Hola —dijo Harry.

—¿Qué tal estás? —preguntó ella, y Harry se dio cuenta de que acababa de acordarse de su última conversación. La que terminó en la pared del Hotel Leon.

—¿Así que tú y Oda os conocéis? —Arve Støp estaba en la entrada con los brazos cruzados. Iba descalzo y llevaba una camiseta con una marca casi invisible de Louis Vuitton y pantalones de lino verde que en otro hombre habrían resultado femeninos. Porque Arve Støp era casi tan alto y corpulento como Harry, y tenía una cara por la que un candidato a la presidencia de Estados Unidos habría matado: una barbilla firme, una mirada azul de muchacho rodeada de finas arrugas y una tupida cabellera gris.

—De vista —dijo Harry—. Participé una vez en vuestro programa.

—Me tengo que ir —dijo Oda, les lanzó unos besos y se marchó corriendo. Sus pasos resonaban en los peldaños de la escalera como si fuese cuestión de vida o muerte que llegase a tiempo.

—Sí, esta reunión era también por ese puto programa de entrevistas —dijo Støp, invitó a Harry a pasar con un gesto y le dio la mano—. Me temo que mi exhibicionismo está alcanzando los límites de lo patético. Esta vez ni siquiera pregunté de qué tema se trataba antes de decir que sí. Oda había venido a recabar información. Bueno, tú ya has participado así que sabes cómo trabajan.

—Conmigo lo hicieron solo por teléfono —dijo Harry, aún con el calor de la mano de Arve Støp en la piel.

—Parecías muy serio por teléfono, Hole. ¿Qué puede hacer por ti un pobre periodista?

—Se trata de tu médico y compañero de curling, ldar Vetlesen.

—¡Ah ya, Vetlesen! Naturalmente. ¿Entramos?

Harry se quitó las botas y siguió a Støp por el pasillo hasta un salón que quedaba dos peldaños más bajo que el resto del apartamento. Una ojeada fue suficiente para darse cuenta de dónde había obtenido Idar la inspiración para su sala de espera. La luz de la luna cabrilleaba en el fiordo al otro lado de las ventanas.

—Así que estáis haciendo una especie de investigación posterior a priori —dijo Støp, sentándose en el mueble más pequeño, una silla de líneas sencillas.

—¿Perdón? —dijo Harry, y se sentó en el sofá.

—Empezáis por la solución, y trabajáis hacia atrás para averiguar lo que pasó.

—¿Eso es lo que significa a priori?

—No tengo ni puñetera idea, pero me gusta cómo suena el latín.

—Ya. ¿Y qué te parece nuestra solución? ¿Te lo crees?

—¿Yo? —Støp se rio—. Yo no creo en nada. Pero es mi trabajo. En cuanto algo empieza a parecerse a las verdades establecidas, mi trabajo es argumentar en contra. Eso es el liberalismo.

—¿Y en este caso?

—Bueno. Por ejemplo, no veo qué móvil racional podría tener Vetlesen. Ni tampoco me parece que estuviese loco de una manera que no sea la comúnmente aceptada.

—¿Así que no crees que Vetlesen sea el asesino?

—Argumentar en contra de que la tierra sea redonda no es lo mismo que creer que es plana. Supongo que tenéis pruebas. ¿Una copa? ¿Café?

—Café, gracias.

—Era un farol —sonrió Støp—. Solo tengo agua y vino. Y también sidra de la granja de Abbediengen. Y eso sí que lo tienes que probar, tanto si quieres como si no.

Støp se alejó hacia la cocina y Harry se levantó y miró a su alrededor.

—Vaya piso que tienes, Støp.

—En realidad eran tres apartamentos —gritó Støp desde la cocina—. Uno de los apartamentos pertenecía a un armador de éxito que se ahorcó por puro tedio más o menos donde tú estás sentado ahora. El otro apartamento, donde estoy yo, pertenecía a un corredor de bolsa al que metieron en la trena por tráfico de información privilegiada. En la cárcel abrazó la fe, me vendió el apartamento y le dio todo el dinero a un predicador de la Misión Interior noruega. Pero eso también es una especie de tráfico de información privilegiada, no sé si me explico. Y he oído que el hombre es mucho más feliz ahora, así que, ¿por qué no?

Støp entró en el salón con dos vasos que contenían un líquido amarillo pálido. Le dio uno a Harry.

—El tercer apartamento era de un fontanero de Østensjo que, cuando se proyectó Aker Brygge, decidió que era aquí donde quería vivir. Una especie de ascenso de clase social, supongo. Después de haber ahorrado, o trabajado en negro cobrando precios desorbitados durante diez años, lo compró. Pero fue tan caro que no se pudo permitir pagar una empresa de mudanzas e hizo la mudanza él mismo con dos amigos. Tenía una caja fuerte que pesaba cuatrocientos kilos, supongo que la necesitaba para todo ese dinero negro. Habían llegado al último rellano y solo les quedaban dieciocho peldaños cuando la puta caja fuerte se le resbaló. El fontanero quedó debajo, se fracturó la columna y se quedó paralítico. Ahora vive en una residencia ubicada en el barrio del que procedía, con vistas al lago de Østensjovannet. —Støp se acercó a la ventana, tomó un sorbo del vaso y contempló el fiordo—. No es el fiordo, es un lago, pero al fin y al cabo, una buena vista.

—Ya… Nos preguntamos cuál es tu vínculo con Idar Vetlesen.

Støp hizo un giro histriónico, con movimientos ágiles, como un veinteañero.

—¿Vínculo? Una palabra bastante fuerte. Era mi médico. Y de vez en cuando jugábamos juntos al curling. Es decir, los demás jugábamos al curling. Lo que hacía Idar era más bien mover la piedra y limpiar el hielo. —Ilustró lo que decía con un movimiento de la mano—. Sí, sí, sé que está muerto, pero así era.

Harry dejó el vaso con la sidra intacta en la mesa.

—¿De qué hablabais?

—Sobre todo, de mi cuerpo.

—¿Ah, sí?

—Joder, era mi médico.

—¿Y quería hacerle a tu cuerpo algunos cambios?

Arve Støp se rio de buena gana.

—Vaya, eso, precisamente, es algo que nunca he sentido la necesidad de hacer. Sé que Idar realizaba esas operaciones plásticas tan ridículas, liposucción y esas cosas, pero yo recomiendo prevención en vez de reparación a posteriori. Yo me entreno, comisario. ¿No te ha gustado la sidra?

—Contiene alcohol —dijo Harry.

—¿De verdad? —dijo Støp mirando su propio vaso—. No lo creo.

—¿Y de qué partes del cuerpo habláis?

—Del codo. Tengo codo de tenista, y me molesta cuando juego al curling. Ese idiota me prescribió que tomara analgésicos antes de los entrenamientos. Porque también mitigan las inflamaciones, con lo que muchas veces sobrecargaba la musculatura. Bueno, no tengo que dar ningún aviso a navegantes, dado que estamos hablando de un médico fallecido, pero no hay que tomar pastillas para combatir el dolor. El dolor es una cosa buena, coño, no habríamos sobrevivido sin él. Debemos dar gracias porque exista.

—¿De verdad?

Støp dio unos golpecitos con el dedo índice en el cristal de la ventana, tan grueso que impedía que entrara el sonido de la ciudad.

—Si quieres saber mi opinión, las vistas a una masa de agua dulce no son lo mismo. ¿Tú qué dices, Hole?

—No tengo vistas.

—¿De verdad? Deberías. Tener vistas permite tener visión.

—A propósito de ver. Hemos visto la lista de las llamadas telefónicas de los últimos días de Vetlesen. Nos la ha facilitado Telenor. ¿De qué hablaste con él por teléfono el día antes de que lo mataran?

Støp fijó un ojo inquisitivo en Harry. Echó la cabeza hacia atrás y apuró el vaso de sidra. Luego respiró hondo, con satisfacción.

—Casi había olvidado que estuvimos hablando ese día, pero supongo que fue por el codo.

Fue Tresko quien le explicó una vez que el jugador de póquer que se basa en la intuición para desenmascarar un farol es un perdedor seguro. Es cierto que la mentira se evidencia en la superficie de todo el mundo, pero no hay ninguna posibilidad de desenmascarar a un buen embustero sin una identificación fría y metódica de todos los signos, según Tresko. Harry se inclinaba a pensar que Tresko estaba en lo cierto. Y lo que lo convenció de que Støp mentía no fue la expresión de su cara, ni la voz ni los gestos.

—¿Dónde estuviste entre las cuatro y las ocho del día en que Vetlesen murió? —preguntó Harry.

—¡Vaya! —Støp enarcó una ceja—. Vaya. ¿Hay algo en este asunto que mis lectores y yo debiéramos saber?

—¿Dónde estuviste?

—Eso me hace pensar que no habéis cogido al Muñeco de Nieve después de todo. ¿Es correcto?

—Estaría bien que dejaras que yo hiciera las preguntas, Støp.

—De acuerdo, estuve con…

Arve guardó silencio. Y, de pronto, se le iluminó la cara con una sonrisa jovial.

—Espera un poco. Estás insinuando que puedo tener algo que ver con la muerte de Vetlesen. Y responder sería admitir las premisas de la pregunta.

—Puedo anotar que te niegas a responder, Støp.

Støp levantó el vaso como para brindar.

—Un contraataque muy conocido, Hole. Que nosotros, los de la prensa, utilizamos todos los días. De ahí el nombre de nuestra profesión. Prensa. Gente. Pero recuerda que no me niego a contestar, Hole, solo me abstengo de hacerlo ahora mismo. Lo que quiere decir que me lo estoy pensando.

Støp volvió a acercarse a la ventana, y allí se quedó asintiendo como para sus adentros.

—No me niego, solo que no he decidido si quiero responder ni qué voy a responder. Y mientras tanto, tendrás que esperar.

—No tengo prisa.

Støp se dio la vuelta.

—No tengo intención de malgastar tu tiempo, Hole, pero ya he dicho con anterioridad que el único capital y medio de producción de Liberal es mi integridad personal. Espero que comprendas que yo, como periodista, tengo el deber de aprovechar esta situación.

—¿Aprovechar?

—Coño, entiendo que tengo acceso privilegiado a una noticia que es como una pequeña bomba atómica. Supongo que ningún periódico estará aún al corriente de que hay algo turbio en la muerte de Vetlesen. Si yo te diese ahora una respuesta que me eliminara como sospechoso, ya habría jugado mi carta. Y entonces sería demasiado tarde para pedir información relevante. ¿Tengo razón, Hole?

Harry se imaginaba adonde lo llevaría aquello. E intuía que Støp era un tío mucho más listo de lo que había pensado.

—No necesitas información —dijo Harry—. La información que necesitas es que te pueden acusar de obstaculizar intencionadamente una investigación policial.

Touché —dijo Støp riendo, manifiestamente animado—. Pero, como periodista y liberal, debo tener en cuenta ciertas consideraciones fundamentales. La cuestión en este caso es si yo, como perro guardián abiertamente hostil al sistema, debo ponerme a disposición de los guardianes del orden gubernamental sin condiciones —escupió esas palabras sin ocultar su ironía.

—¿Cuáles serían las condiciones para obtener una respuesta?

—Exclusividad en cuanto a la documentación que pueda necesitar, naturalmente.

—Te puedo dar exclusividad —dijo Harry—. Junto con el condicionante de no facilitar dicha información a nadie más.

—Bueno, bueno, entonces estamos en las mismas. Qué pena. —Støp se metió las manos en los bolsillos del pantalón de lino—. Pero ya tengo suficiente para especular sobre si la policía ha cogido al verdadero culpable.

—Te recomiendo que no.

—Gracias, ya lo has hecho —Støp suspiró—. Pero piensa con quién te enfrentas, Hole. El viernes vamos a celebrar la fiesta del siglo en el Hotel Plaza. Seiscientos invitados celebrarán que Liberal cumple veinticinco años. No está mal para una revista que siempre se ha movido por los límites de nuestra libertad de expresión, que ha navegado todos los días en aguas jurídicas sucias. Veinticinco años, Hole, y todavía no hemos perdido ni un caso en los tribunales. Voy a consultar esto con nuestro abogado, Johan Krohn. Supongo que sabes quién es, ¿no, Hole?

Harry asintió sombríamente. Con un movimiento discreto de la mano, Støp señaló la puerta de salida, indicando que daba por terminada la visita.

—Prometo ayudar todo lo que pueda —dijo Støp ya delante de la puerta—. Si vosotros nos ayudáis.

—Sabes muy bien que es imposible para nosotros avenirnos a semejante acuerdo.

—No tienes ni idea de los acuerdos que hemos alcanzado, Hole —dijo Støp sonriendo y abrió la puerta—. De verdad que no tienes ni idea. Cuento con volver a verte pronto.

—No contaba con volver a verte tan pronto —dijo Harry sujetando la puerta abierta.

Rakel subió los últimos peldaños de la escalera hasta el piso de Harry.

—Sí que contabas con ello —dijo ella, dejándose abrazar. Lo empujó hasta la entrada, cerró la puerta con el tacón, cogió la cabeza entre sus manos y lo besó con avidez.

—Te odio —dijo ella mientras le aflojaba la hebilla del pantalón—. Sabes que esto era lo peor que podía ocurrirme en estos momentos.

—Entonces, vete —dijo Harry desabrochándole el abrigo y luego la blusa. Los pantalones tenían la cremallera en un lado. Se la bajó y deslizó la mano por dentro, espalda abajo, por la tela lisa y fresca de las bragas. Reinaba el silencio en la entrada, solo se oía su respiración y el clac solitario del tacón contra el suelo cuando ella retiró el pie para que él pudiera entrar.

Después, en la cama, mientras compartían un cigarro, Rakel lo acusó de ser un camello.

—¿Es así como lo hacen, no? —dijo ella—. Las primeras dosis son gratis. Hasta que estén enganchados.

—Y tengan que pagar —dijo Harry, y formó con el humo un anillo grande y otro más pequeño que rodaron hacia el techo.

—Y caro —dijo Rakel.

—Estás aquí solo por el sexo, ¿verdad? —dijo Harry—. Solo quiero saberlo.

Rakel le pasó la mano por el pecho.

—Estás tan delgado, Harry…

Él no contestó. Esperó.

—La cosa no va muy bien con Mathias —dijo ella—. Es decir, él funciona bien. Él funciona estupendamente. Soy yo la que no funciona.

—¿Qué es lo que falla?

—Si lo supiera… Miro a Mathias y pienso «ahí tienes al tío ideal». Y me digo que me pone cachonda, y me esfuerzo para que me ponga cachonda, prácticamente lo asalto porque tengo ganas de tener ganas, ¿comprendes? Podría estar tan bien, ser tan perfecto… Pero luego no puedo…

—Ya. El caso es que tengo ciertas dificultades para imaginármelo, pero te escucho.

Ella le tiró fuertemente de la oreja.

—El hecho de que siempre nos deseáramos no era forzosamente un sello de calidad de nuestra relación, Harry.

Harry vio cómo el anillo de humo más pequeño alcanzaba al grande, hasta que formaron un ocho. Sí que lo era, pensó.

—He empezado a buscar pretextos —dijo ella—. Por ejemplo, esa peculiaridad física tan divertida que Mathias ha heredado de su padre.

—¿Qué es?

—No es nada excepcional, pero a él le da un poco de vergüenza.

—Venga, cuéntamelo.

—No, no, no es nada, y al principio, su vergüenza me parecía entrañable. Ahora empieza a irritarme. Como si intentara convertir esa menudencia en un punto débil de Mathias, una excusa para…, para… —Se calló.

—Para estar aquí —concluyó Harry.

Ella lo abrazó con fuerza. Y se levantó.

—No pienso volver —dijo ella, e hizo una mueca.

Era cerca de medianoche cuando Rakel se fue de casa de Harry. Una lluvia fina y silenciosa hacía brillar el asfalto bajo las farolas. Fue subiendo por la calle Stensberggata, donde había aparcado el coche. Se sentó dentro e iba a arrancar cuando vio una nota escrita a mano sujeta bajo el limpiaparabrisas. Abrió la puerta un poco, cogió el papel e intentó leer el texto, que la lluvia casi había borrado.

«Vamos a morir, puta».

Rakel se sobrecogió. Miró a su alrededor. Pero estaba sola, rodeada de otros coches aparcados. ¿Habrían dejado una nota en alguno? No vio ninguna. Sería una casualidad, ¿cómo iban a saber que ése era su coche? Bajó la ventanilla un poco, sujetó la nota entre dos dedos y la dejó caer por la rendija de la ventanilla, arrancó y empezó a conducir.

De repente, antes de alcanzar la cima de la pendiente de la calle Ullevålsveien, tuvo la sensación de que alguien la miraba fijamente desde el asiento trasero. Se volvió y vio la cara de un chico. No era la cara de Oleg, sino otra cara desconocida. Frenó de golpe y la goma rechinó contra el asfalto. Luego, el sonido de un claxon iracundo. Tres veces. Miró jadeante al retrovisor. Vio la cara del chico asustado en el asiento trasero. Temblando, volvió a poner el coche en marcha.

Eli Kvale se quedó como clavada al suelo del recibidor. Seguía con el auricular en la mano. No habían sido figuraciones suyas, no, de ninguna manera.

No volvió en sí hasta que Andreas la llamó por segunda vez.

—¿Quién era? —le preguntó.

—Nadie —dijo ella—. Se habían equivocado.

Cuando se acostaron, ella quiso acurrucarse junto a él. Pero no podía. Le costaba hacerlo. Se sentía impura.

«Vamos a morir —había dicho la voz del teléfono—. Vamos a morir, puta».