DÍA 14. BUENAS NOTICIAS
Gunnar Hagen cruzó el pasillo con paso rápido.
Era lunes y hacía cuatro días que se había resuelto el caso del Muñeco de Nieve. Deberían haber sido cuatro días agradables. Y de hecho, hubo felicitaciones, jefes sonrientes, menciones positivas por parte de la prensa y hasta solicitudes de los medios extranjeros de que les facilitaran todo el historial del asunto y la investigación, desde el principio hasta el final. Y ahí fue cuando empezaron los problemas. La persona que podía darle a Hagen los detalles de la historia del éxito no estaba presente. Porque también habían pasado cuatro días desde la última vez que tuvieron noticias de Harry Hole. Y la razón era evidente. Los colegas lo habían visto beber en el Fenris. Hagen no lo había comentado con nadie, pero los rumores habían llegado a oídos del jefe de la Policía Judicial que, aquella mañana, llamó a Hagen a su despacho.
—Gunnar, esto no puede seguir así.
Gunnar Hagen le contestó que podía haber otras razones, que Harry no siempre se preocupaba de informar que trabajaba fuera del despacho. Todavía quedaba mucho que investigar en el caso del Muñeco de Nieve, a pesar de que hubiesen dado con el autor de los crímenes.
Pero el jefe de la Policía Judicial ya había tomado una decisión.
—Gunnar, hemos llegado al final del trayecto con Hole.
—Es nuestro mejor investigador, Torleif.
—Y nuestro peor representante. ¿Es que quieres ofrecer a nuestros jóvenes investigadores semejante modelo de conducta, Gunnar? El hombre es alcohólico. Todo el mundo en la comisaría sabe que bebió en el Fenris y que, desde entonces, no se ha presentado en el trabajo. Si lo aceptamos, pondremos el listón tan bajo que los efectos nocivos apenas se podrán remediar.
—¿Pero despedirlo? No podemos…
—Ya se han agotado los avisos. El reglamento relativo a los empleados públicos y el abuso del alcohol es sumamente claro.
Esta conversación seguía resonándole en los oídos al comisario jefe cuando llamó a la puerta del jefe de la Policía Judicial y éste le dijo que entrase.
—Lo han visto —dijo Hagen.
—¿A quién?
—A Hole. Li me ha llamado y me ha dicho que lo ha visto entrar en su despacho y cerrar la puerta.
—Vale —dijo el jefe de la Policía Judicial y se levantó—. Entonces vamos a mantener esa conversación cuanto antes.
Recorrieron el pasillo de la sección roja del grupo de Delitos Violentos, en la sexta planta de la Comisaría General. Y como si la gente se oliese lo que estaba a punto de suceder, todos se acercaron a la puerta de sus despachos, asomaron la cabeza y siguieron con la mirada a los dos hombres que caminaban juntos con gesto huraño.
Cuando llegaron a la puerta 616, se detuvieron. Hagen respiró hondo.
—Torleif… —empezó, pero el jefe de la Policía Judicial ya había puesto la mano en el picaporte y abrió la puerta bruscamente.
Se quedaron en el umbral, observando incrédulos.
—Dios mío —susurró el jefe de la Policía Judicial.
Harry Hole estaba sentado detrás del escritorio, llevaba camiseta, y tenía una cinta de goma atada fuertemente alrededor del antebrazo y la cabeza inclinada hacia delante encima del escritorio. De la piel, justo debajo de la cinta de goma, colgaba una jeringuilla. El contenido era claro e incluso desde la puerta se apreciaban en la piel blanca las marcas rojas de los pinchazos.
—Pero hombre, ¿qué coño estás haciendo? —masculló el jefe de la Policía Judicial, empujó a Hagen hacia el interior y cerró de un portazo.
Harry levantó la cabeza y los miró ausente. Hagen advirtió que tenía un cronómetro en la mano. Harry se sacó la jeringuilla de repente, miró el contenido que quedaba, la tiró a un lado y anotó algo en una hoja.
—Verdaderamente, esto… esto lo hace más fácil, Hole —tartamudeó el jefe de la Policía Judicial—. Porque tenemos malas noticias.
—Yo sí que tengo malas noticias, señores —dijo Harry, cogió un trocito de algodón de la bolsa que tenía delante y se lo apretó en el antebrazo—. Es imposible que Idar Vetlesen se suicidase. Y supongo que entendéis lo que eso significa.
Gunnar Hagen sintió una extraña necesidad de reír. Aquella situación le parecía tan absurda que al cerebro simplemente no se le ocurría ninguna reacción más adecuada. Y por la cara que puso el jefe de la Policía Judicial vio que él tampoco sabía lo que debía hacer.
Harry miró el reloj y se levantó.
—Venid a la sala de reuniones dentro de una hora exactamente y os diré por qué —aseguró—. Ahora mismo tengo un par de cosas que solucionar.
El comisario pasó por delante de sus dos superiores, que estaban atónitos, abrió la puerta y desapareció por el pasillo con paso largo y lento.
Una hora y cuatro minutos después Gunnar Hagen, acompañado del jefe de la Policía Judicial y del comisario jefe, entró la sala de reuniones K1, donde reinaba el silencio. La sala estaba abarrotada de gente de los grupos de investigación de Lepsvik y Hole, y todo lo que se oía era la voz de Harry Hole. Se quedaron de pie al fondo de la sala. En la pantalla había fotos de Idar Vetlesen tal y como lo encontraron en la pista de curling.
—Como veis, Vetlesen tiene la jeringuilla en la mano derecha —dijo Harry Hole—. No es anormal, ya que era diestro. Pero me llamaron la atención las botas. Mirad aquí.
La siguiente foto mostraba un primer plano de las botas.
—En realidad, estas botas son la única prueba técnica que tenemos. Pero es suficiente. Porque la huella coincide con la que encontramos en la nieve en Sollihøgda. Pero mirad los cordones. —Hole señaló con un puntero—. Ayer hice una prueba con mis botas. Para que el nudo quedara así, tuve que atarlo al revés de como suelo hacerlo. Como si fuera zurdo. La otra opción fue ponerme delante de la bota como si se la estuviese atando a otra persona.
Un murmullo de inquietud atravesó la sala.
—Yo soy diestro —era la voz de Espen Lepsvik—. Y me ato los cordones de esa manera.
—Bueno, puede que tengas razón, a lo mejor solo es una coincidencia. Pero este tipo de cosas despiertan cierta… —Hole parecía estar saboreando la palabra antes de elegirla— …intranquilidad. Una intranquilidad que nos impele a hacernos otras preguntas. ¿Son estas realmente las botas de Idar Vetlesen? Ayer le hice una visita a su madre y me dejó ver su colección de zapatos. Todos, sin excepción, son caros. Y tal y como pensaba, él era como todo el mundo, a veces se quitaba los zapatos de una patada sin desatarse los cordones. Por eso puedo decir… —Hole señaló la foto con el puntero—, que sé que Idar Vetlesen no se ataba los cordones de esa manera.
Hagen miró de reojo al jefe de la Policía Judicial, que tenía una profunda arruga en la frente.
—La cuestión que se plantea, pues —dijo Hole—, es si alguien pudo haberle puesto las botas a Idar Vetlesen. El mismo par de botas que esa persona utilizó en Sollihøgda. Naturalmente, para que parezca que Vetlesen era el Muñeco de Nieve.
—¿Un cordón de zapatos y unas botas baratas? —gritó un inspector del grupo de Lepsvik.
—Tenemos a un tío enfermo que se dedica a comprar sexo infantil, al que hemos situado en el lugar del crimen y que conoce a ambas víctimas. Todo lo que tienes tú son especulaciones.
Harry inclinó la cabeza rapada.
—Eso es correcto, hasta cierto punto. Pero ahora es cuando llego a los hechos puros y duros. Aparentemente, Idar Vetlesen se suicidó inyectándose carnadrioxida en una vena por medio de una jeringuilla con una aguja muy fina. Según el informe de la autopsia, los valores de carnadrioxida eran tan altos que tuvo que inyectarse veinte mililitros. Eso concuerda también con los sedimentos del interior de la jeringuilla, que mostraban que había estado totalmente llena. La carnadrioxida es, como sabemos, una sustancia paralizante, e incluso en dosis muy pequeñas es letal, ya que paraliza el corazón y el sistema respiratorio de inmediato. Siempre según el forense, y en el caso de una persona adulta, como es el de Idar Vetlesen. Y si se aplica en vena, tarda un máximo de tres segundos. O sea que no concuerda, simplemente.
Hole agitaba una hoja de papel donde Hagen podía ver que había anotado unos números con un lápiz.
—Lo he comprobado en mi propio cuerpo con el mismo tipo de jeringuilla y aguja que usó Vetlesen. Utilicé una solución salina, que es lo mismo que la carnadrioxida, ya que todas esas soluciones contienen al menos un noventa y cinco por ciento de agua. Y he anotado todos los números. Por muy fuerte que empujara el émbolo, con una aguja tan estrecha no consigues inocular veinte mililitros en menos de ocho segundos. Ergo…
El comisario esperó, como para que se apercibiesen de la inevitable conclusión, antes de continuar:
—Vetlesen se habría quedado paralizado antes de haberse inyectado un tercio del contenido. En pocas palabras, es imposible que se lo inyectase todo. Sin ayuda.
Hagen tragó saliva. Aquel día estaba a punto de ser peor aún de lo que se había imaginado.
Terminada la reunión, Hagen vio que el comisario jefe le susurraba algo al oído al jefe de la Policía Judicial, y este último se inclinó hacia Hagen.
—Diles a Hole y a su grupo que se presenten en mi despacho. Ahora. Y ponles una mordaza a Lepsvik y a su gente. De todo esto, ni una palabra fuera de aquí. ¿Entendido?
Y Hagen lo entendió. Cinco minutos más tarde estaban sentados en aquel despacho grande y poco acogedor que tenía el jefe de la Policía Judicial.
Katrine Bratt cerró la puerta y se sentó la última. Harry Hole se deslizó en la silla. Estiradas, las piernas le llegaban justo delante del escritorio del jefe de la Policía Judicial.
—Seré breve —dijo, pasándose una mano por la cara, como si frotándose quisiera borrar lo que veía: un grupo de investigación que acababa de volver a la casilla número uno—. ¿Tienes buenas noticias, Hole? Algo que pueda endulzar la amargura del hecho de que nosotros, durante tu extraña ausencia, le hayamos contado a la prensa que el Muñeco de Nieve está muerto, como resultado de nuestro esfuerzo y tesón.
—Bueno. Podemos suponer que Idar Vetlesen sabía algo que no debía saber y que el asesino descubrió que seguíamos esa pista y por eso eliminó la posibilidad de que lo desenmascarásemos. Y de ser así, sigue siendo verdad que Vetlesen murió a causa de nuestro esfuerzo y tesón.
Al jefe de la Policía Judicial se le pusieron las mejillas de un color rojo intenso.
—No es eso a lo que me refiero cuando hablo de buenas noticias, Hole.
—No, la buena noticia es que nos estamos acercando. Si no, el Muñeco de Nieve no se habría tomado la molestia de amañar la escena para que pareciera que Vetlesen era el hombre al que estábamos buscando. Él quiere que terminemos la investigación y que creamos que hemos resuelto el caso. En pocas palabras, se siente presionado. Y cuando eso ocurre, los asesinos como el Muñeco de Nieve empiezan a cometer errores. Es de esperar que, además, ya no se atreva a seguir con este baño de sangre.
El jefe de la Policía Judicial se pasaba la lengua por los dientes con gesto pensativo.
—Así que eso crees, Hole. ¿O es solo algo que esperas?
—Bueno —dijo Harry Hole rascándose la rodilla por el agujero que tenía en el vaquero—. Has sido tú quien ha pedido buenas noticias, jefe.
Hagen resopló. Miró por la ventana. Estaba nublado. Habían dicho que iba a nevar.
Filip Becker miró a Jonas, que estaba sentado en el suelo de la sala de estar mirando fijamente la pantalla del televisor. Desde que denunciaron la desaparición de Birte, el chiquillo se pasaba las horas allí sentado por las tardes. Como si fuese una ventana a un mundo mejor. Un mundo donde podría encontrarla si buscaba con el ahínco suficiente.
—Jonas.
El chico lo miró obediente, aunque sin interés. Pero se le petrificó la cara de miedo cuando vio el cuchillo.
—¿Me vas a cortar? —preguntó el chico.
Tenía una expresión y un hilo de voz tan cómicos que Filip Becker estuvo a punto de echarse a reír. La luz de la lámpara que colgaba encima de la mesa de la sala de estar le arrancaba destellos al acero. Había comprado la navaja en una ferretería del centro comercial de Storosenteret. Justo después de llamar a Idar Vetlesen.
—Solo un poco, Jonas. Solo un poco.
Y cortó.