DÍA 10. CURLING
Hacía una mañana desapacible en Bygdøy cuando Asta Johannessen abrió la puerta del club de curling a las ocho, como de costumbre. La mujer, una viuda de casi setenta años, limpiaba allí dos días por semana, lo cual era más que suficiente, ya que solo un puñado de hombres utilizaba aquellas instalaciones privadas y, además, no había duchas. Encendió la luz. De los listones de madera de las paredes colgaban trofeos, diplomas, estandartes con leyendas en latín y fotos antiguas en blanco y negro de hombres con bigote, tweed y un porte digno. A Asta le parecían cómicos, como esos cazadores de zorros ingleses de las series televisivas sobre la clase alta. Al entrar notó por el frío que se habían olvidado de subir el termostato para el hielo, según solían hacer para ahorrar electricidad. Asta Johannessen encendió la luz y mientras los tubos fluorescentes parpadeaban como debatiéndose entre la posibilidad de encenderse o no, se puso las gafas y comprobó que, efectivamente, el termostato de la refrigeración estaba demasiado bajo, así que lo subió.
La luz brillaba en la superficie de hielo gris. A través de las gafas de cerca distinguió algo al final de la pista, y se las quitó. Poco a poco, logró enfocar bien. ¿Era una persona? Iba a cruzar el hielo, pero se lo pensó un instante. Asta Johannessen no era una mujer asustadiza, pero sí temía caerse un día en el hielo y fracturarse el fémur, y tener que quedarse allí tendida hasta que la encontraran los cazadores de zorros. Cogió uno de los cepillos que había apoyados a lo largo de las paredes para usarlo como bastón y, con pasos breves y tratando de guardar el equilibrio, fue adentrándose en la pista.
El hombre yacía sin vida al final de la manga de la pista, con la cabeza en el centro de los círculos. La luz blanquiazul de los tubos fluorescentes le daba en la cara, que tenía rígida y congelada en una mueca. Le sonaba aquella cara. ¿Sería algún famoso? La mirada quebrada parecía buscar algo lejos, más allá de este mundo. En la mano derecha sujetaba convulsamente una jeringuilla vacía con restos de un líquido rojo.
Asta Johannessen constató sin alterarse que no podía hacer nada por él y se concentró en el camino de vuelta sobre el hielo para dirigirse al teléfono más cercano.
Avisó a la policía y, cuando llegaron, Asta se fue a su casa y se tomó su café de media mañana.
Y no cayó en la cuenta de quién era el hombre al que había encontrado en la pista hasta que volvió a coger el Aftenposten para leerlo.
Harry estaba en cuclillas, contemplando las botas de Ivar Vetlesen.
—¿Qué dice nuestro forense en cuanto a la hora de la muerte? —preguntó a Bjørn Holm, que estaba a su lado con una chaqueta vaquera forrada de borreguito blanco. Las botas de piel de serpiente apenas hacían ruido al pisar el hielo con fuerza. No había pasado ni una hora desde la llamada de Asta Johannessen, pero la pista de curling ya estaba llena de periodistas que husmeaban al otro lado de la cinta roja de la policía.
—Dice que es complicado —dijo Holm—. Solo puede hacer una estimación de cuánto baja la temperatura de un cadáver que ha estado tumbado sobre el hielo de una sala cuya temperatura ambiente es mucho más elevada.
—Ya, ¿y ha hecho alguna estimación?
—En algún momento entre las cinco y las siete de la tarde de ayer.
—Ya. Antes de que se difundiera la noticia de que lo estábamos buscando. ¿Has visto la cerradura?
Holm asintió con la cabeza.
—Una cerradura de resorte corriente. Estaba cerrada cuando llegó la señora de la limpieza. Veo que te has fijado en las botas. He cotejado la huella. Estoy bastante seguro de que es idéntica a la huella que tenemos de Sollihøgda.
Harry examinó el perfil de la suela.
—Así que, en tu opinión, éste es nuestro hombre, ¿no?
—Me parece que sí.
Harry asintió pensativo con la cabeza.
—¿Sabes si Vetlesen era zurdo?
—Me parece que no. Como ves, tiene la jeringuilla en la mano derecha.
Harry hizo un gesto de asentimiento.
—Tienes razón. Confírmalo, de todas formas.
Harry nunca conseguía sentir verdadera alegría cuando los casos en los que trabajaba se resolvían, concluían, terminaban un buen día, de repente. Mientras el asunto estaba investigándose, ésa era su meta; pero cuando la alcanzaba, solo tenía la sensación de no haber llegado. O de que no era allí adonde había pensado que llegaría. O que la meta se había desplazado, que él había cambiado de posición o quién coño sabía qué. El asunto era que se sentía vacío, que el éxito no tenía el sabor prometido, que el hecho de atrapar al culpable siempre venía acompañado de la pregunta: ¿y ahora qué?
Ya eran las siete de la tarde, los testigos habían prestado declaración, los técnicos habían recogido todos los rastros posibles, se había celebrado una conferencia de prensa y en los pasillos de Delitos Violentos se respiraba el preludio de un ambiente de fiesta. Hagen había encargado tarta y cerveza, y había citado a la gente de Lepsvik y a la de Harry para que pudieran felicitarse a sí mismos en la sala de reuniones K1.
Harry estaba en una silla, contemplando el enorme trozo de pastel que le habían dejado en las rodillas. Escuchó el discurso de Hagen, risas y aplausos. Alguien le dio un golpecito en la espalda al pasar, pero la mayoría lo dejó en paz. A su alrededor resonaban las conversaciones.
—Ese cabrón era un mal perdedor. Se rajó cuando supo que lo teníamos.
—Nos ha defraudado.
—¿Nos? ¿Quieres decir que vosotros, el grupo de Lepsvik…?
—Si lo hubiéramos cogido vivo, el juez lo habría declarado enfermo mental y…
—… podemos estar satisfechos, joder, no teníamos ninguna prueba contundente, solo indicios.
La voz de Espen Lepsvik retumbó desde el otro lado de la sala.
—¡Cerrad el pico! Hemos recibido una propuesta y se ha aprobado una reunión en el bar Fenris a las ocho para beber hasta emborracharnos de verdad. Debe considerarse una orden. ¿Entendido?
Alborozo general.
Harry dejó el plato de pastel y se estaba levantando cuando notó una mano en el hombro. Era Holm.
—Lo he comprobado. Lo que yo decía, Vetlesen era diestro.
Se oyó el silbido causado por el anhídrido carbónico de una botella de cerveza al abrirse, y Skarre, que estaba ligeramente ebrio, le pasó a Holm el brazo por el hombro.
—Dicen que los diestros tienen una esperanza de vida mayor que los zurdos. Con Vetlesen no se ha cumplido. ¡Ja, ja!
Skarre desapareció para compartir aquella perla con los demás y Holm miró a Harry con extrañeza.
—¿Te largas?
—Voy a dar una vuelta. A lo mejor nos vemos en el Fenris.
Harry casi había salido por la puerta cuando Hagen le agarró el brazo.
—Estaría bien que no se fuera nadie todavía —dijo en voz baja—. El comisario jefe ha dicho que pensaba venir a pronunciar unas palabras.
Harry miró a Hagen y comprendió que debía tener algo en la mirada, porque Hagen le soltó el brazo como si se hubiera quemado.
—Solo iba un momento a los servicios —dijo Harry.
Hagen sonrió forzadamente y asintió.
Harry entró en su despacho, cogió la chaqueta y bajó las escaleras despacio. Salió de la Comisaría General rumbo a Grønlandsleiret. Los copos de nieve se arremolinaban en el aire, las luces brillaban salpicando la colina de Ekebergåsen, el sonido de una sirena subía y bajaba como el lejano canto de la ballena. Dos paquistaníes conversaban apaciblemente delante de sus tiendas mientras la nieve se posaba sobre las naranjas y un borracho daba tumbos en la plaza de Grønland entonando una vieja saloma marinera. Harry presentía a las criaturas de la noche olfateando el aire y preguntándose si sería seguro salir de su escondite. Dios mío, cómo amaba aquella ciudad.
—Pero ¿estás aquí?
Eli Kvale miraba sorprendida a su hijo Trygve, que leía una revista sentado a la mesa de la cocina. La radio sonaba de fondo.
Iba a preguntarle por qué no se había ido con su padre a la sala de estar, pero pensó que también era normal que estuviese allí y quisiese hablar con ella. Aunque en realidad no lo era. Se preparó una taza de té, se sentó y lo miró en silencio. Era tan guapo. Creía que cuando creciera le parecería horrendo, pero se había equivocado.
Una voz decía en la radio que el obstáculo para conseguir que las mujeres accedieran a los consejos de administración ya no eran los hombres, sino que las empresas tenían problemas para cubrir la participación femenina fijada por la ley, dado que la mayoría de las mujeres parecían presentar una resistencia crónica a los puestos de trabajo en los que pudieran ser objeto de crítica, en los que se pusieran a prueba sus aptitudes sin poder esconderse detrás de nadie.
«Es como los niños que consiguen el helado verde de pistacho a base de llantos, pero que lo escupen cuando por fin lo tienen en la mano —dijo la voz—. Es bastante molesto. Ya es hora de que las mujeres asuman responsabilidades y muestren un poco de valor».
«Sí —pensó Eli—. Ya es hora».
—Hoy se me ha acercado alguien en el supermercado ICA —dijo Trygve.
—¿Ah, sí? —dijo Eli, notando que se le hacía un nudo en la garganta.
—Me preguntó si tú y papá érais mis padres.
—Vaya —dijo Eli con demasiada ligereza, y se sintió mareada—. ¿Y qué contestaste?
—¿Que qué contesté? —Trygve levantó la mirada de la revista—. Pues que sí, naturalmente.
—¿Y quién era el hombre que te preguntó?
—¿Qué te pasa, mamá?
—¿A qué te refieres?
—Estás totalmente pálida.
—Nada, querido. ¿Quién era?
Trygve volvió a la revista.
—No he dicho que fuese un hombre, ¿no?
Eli se levantó, bajó el volumen de la radio, donde una voz de mujer daba las gracias al ministro de Industria y a Arve Støp por su participación en el debate. Miró hacia la oscuridad en la que unos copos de nieve revoloteaban de un lado a otro sin rumbo aparente y sin voluntad propia, ajenos a la fuerza gravitatoria. Solo querían aterrizar en algún lugar, el azar decidiría. Y luego se derretirían hasta desaparecer. Eso era un consuelo, en cierto modo.
Ella carraspeó.
—¿Cómo? —dijo Trygve.
—Nada —respondió ella—. Parece que he cogido un catarro.
Harry vagaba sin rumbo aparente y sin voluntad propia por las calles de la ciudad. Y no comprendió adonde se dirigía hasta que no se vio delante del Hotel Leon. Las putas y los camellos ya habían tomado sus posiciones en los callejones adyacentes. Era la hora punta. Los clientes preferían comprar sexo y droga antes de media noche.
Entró en el hotel y por la expresión atemorizada de Børre Hansen, vio que lo había reconocido.
—¡Teníamos un trato! —chilló el dueño del hotel con acento de presentador de un programa de éxitos de música sueca, y se secó la frente.
Harry se preguntaba por qué los hombres que vivían de la miseria ajena siempre parecían tener esa película de sudor brillante, como un barniz de falsa vergüenza por su falta de conciencia.
—Dame la llave de la habitación del doctor —dijo Harry—. No vendrá esta noche.
Tres de las paredes de la habitación tenían papel pintado de los años setenta con dibujos psicodélicos en marrón y naranja, pero la pared que daba al baño estaba pintada de negro y presentaba fisuras grises y zonas donde se había caído el yeso. La cama, que era doble, tenía el colchón arqueado. Y cubría el suelo una moqueta de pelo rígido. Hidrófuga y repelente de semen, supuso Harry. Quitó una toalla bastante gastada de la silla que había a los pies de la cama y se sentó. Oyó el ruido expectante de la ciudad y advirtió que los perros habían vuelto. Luchaban por morder, ladraban y tiraban de las cadenas y gritaban «solo una copa, solo una y te dejaremos en paz, nos tumbaremos y seremos obedientes». Harry no tenía ganas de reír, pero se rio de todos modos. Hay que conjurar a los demonios, y que ahogar al dolor. Encendió un cigarrillo. El humo subió hacia la lámpara de papel de arroz.
¿Con qué tipo de demonios habría luchado Idar Vetlesen? ¿Se los llevaba a aquella habitación o tendría allí su refugio? Algunas respuestas sí habían obtenido, pero no todas. Nunca todas. Como la respuesta a la pregunta de si locura y maldad son dos cosas distintas o si, simplemente, habremos decidido llamar locura a los casos en que no entendemos la finalidad de la destrucción. Somos capaces de entender que alguien suelte una bomba atómica sobre una ciudad llena de civiles inocentes, pero no que otros se dediquen a acuchillar prostitutas portadoras de enfermedades y de decadencia moral en los barrios bajos de Londres. Por eso lo primero recibe el nombre de realismo y lo segundo, el de locura.
Dios mío, cómo necesitaba una copa. Solo una, para limar las aristas del dolor, de aquel día y de su noche.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Sí…! —gritó Harry y se sobresaltó con el sonido iracundo de su propia voz.
La puerta se abrió y apareció una cara negra. Harry la miró de arriba abajo. Debajo de un rostro bello e impactante se veía una chaqueta corta, tan corta que los michelines sobresalían por encima de la cinturilla ajustada del pantalón.
—¿Doctor? —preguntó con tal énfasis en la última sílaba que la palabra resonó con un acento francés.
Él negó con la cabeza. La mujer lo miró. Y desapareció tras cerrar la puerta.
Pasaron unos segundos, Harry se levantó y la abrió. La mujer había llegado al final del pasillo.
—Please! —gritó Harry—. Please, come back.
Ella se detuvo y lo miró vacilante.
—Two hundred kroner —dijo. Con énfasis en la última sílaba.
Harry asintió con la cabeza.
Ella estaba sentada en la cama escuchando con asombro sus preguntas. Sobre «Doctor», aquella persona horrible. Sobre las orgías que se corría con varias mujeres. Sobre los niños que quería que le llevaran a la habitación. Y a cada nueva pregunta ella negaba con la cabeza sin comprender nada. Al final le preguntó si él era police.
Harry asintió.
Ella frunció el entrecejo.
—Why do you ask these questions? Where is Doctor?
—Doctor killed people —dijo Harry.
Ella lo observó desconfiada.
—Not true —dijo finalmente.
—Why not?
—Because Doctor is a nice man. He helps us.
Harry preguntó de qué forma les ayudaba. Y entonces fue él quien se quedó sentado escuchando con sorpresa mientras la mujer negra le contaba que cada martes y jueves «Doctor» se sentaba en esa habitación con su maletín, hablaba con ellas, las mandaba ir al servicio para que le dieran muestras de orina, les tomaba muestras de sangre, les hacía pruebas para detectar posibles enfermedades venéreas. Les daba pastillas y tratamientos si tenían alguna de las más comunes y la dirección del hospital si tenían la otra, la «Peste». Si tenían alguna otra enfermedad, a veces les daba pastillas para esa también. Nunca les cobraba nada, y lo único que tenían que hacer era prometer que no le contarían a nadie lo que estaba haciendo, aparte de a sus compañeras de la calle. Algunas de las chicas quisieron llevarle a sus hijos cuando estaban enfermos, pero el propietario del hotel se lo impidió.
Harry fumaba sin dejar de escuchar. ¿Era aquélla la penitencia de Vetlesen? ¿La contrapartida del mal, el equilibrio necesario? ¿O solo lo que acentuaba la maldad, lo que la ponía de relieve? Decían que al doctor Mengele le gustaban mucho los niños.
La lengua se le iba hinchando cada vez más en la boca, si no se tomaba un trago pronto, se ahogaría.
La mujer había dejado de hablar. Manoseaba el billete de doscientas.
—Will Doctor come back? —preguntó.
Harry abrió la boca para contestarle, pero le estorbaba la lengua. Entonces le sonó el móvil y lo cogió.
—Hole.
—¿Harry? Soy Oda Paulsen. ¿Te acuerdas de mí?
No se acordaba de ella, además, sonaba demasiado joven.
—De la cadena NRK —dijo ella—. Te invité al programa Bosse.
La tía aquélla, la periodista. La tramposa.
—Nos preguntamos si te apetecería participar otra vez el viernes que viene. Nos gustaría que nos contaras algo más sobre vuestro triunfo con el Muñeco de Nieve. Bueno, ha muerto, pero, aparte de eso, claro. Sobre lo que realmente le pasa por dentro a una persona como él. Si es que se lo puede llamar persona…
—No —dijo Harry.
—¿Cómo dices?
—No quiero ir.
—Te estoy hablando de Bosse —dijo Oda Paulsen con verdadera confusión en la voz—. En el canal de NRK TV.
—No.
—Pero, oye, Harry, ¿no sería interesante habl…?
Harry estrelló el móvil contra la pared negra. Y se desprendió un fragmento de yeso.
Apoyó la cabeza en las manos. Tenía que tomar algo. Lo que fuera. Cuando levantó la cabeza estaba solo en la habitación.
A lo mejor podría haberlo evitado si en el Fenris no hubieran servido alcohol. Si Jim Beam no hubiera estado allí, en la repisa, detrás del camarero, gritándole con voz enronquecida, hablándole de anestesia y amnesia:
«¡Harry! Ven aquí, hablemos de los viejos tiempos. De los fantasmas horrendos que tú y yo espantábamos por las noches, cuando no podíamos dormir».
Aunque por otro lado, puede que no.
Harry apenas prestó atención a sus colegas, ni ellos a él. Cuando entró en el griterío del bar, decorado con muebles de felpa roja, como el interior del transbordador que va a Dinamarca, ellos ya estaban en pleno apogeo, cogidos del brazo, gritando y echándose el aliento que apestaba a alcohol, cantando con Stevie Wonder, que aseguraba que solo llamaba para decir que te quería. Tenían la misma pinta y sonaban igual que un equipo de fútbol que hubiera ganado la final de la Copa. Y en el momento en que Wonder terminaba afirmando que su declaración de amor arrancaba del fondo de su corazón, le pusieron a Harry en la barra el tercer trago.
La primera copa lo paralizó del todo, no podía respirar y pensó que así debía de sentirse uno al meterse la carnadrioxida. La segunda casi le puso el estómago del revés. Pero el cuerpo ya se había recuperado de la primera impresión y comprendió que le habían dado lo que tanto tiempo llevaba pidiendo. Y ahora respondía refunfuñando de placer. El calor le ondeaba por dentro. Aquello era música para el alma.
—¿Bebes?
Era Katrine, que apareció a su lado de repente.
—Ésta es la última —dijo Harry y sintió que ya no tenía la lengua tan grande, sino delgada y dúctil. El alcohol no hacía sino mejorar su capacidad para articular las palabras. Y hasta cierto punto, casi nadie podía afirmar por su aspecto que estuviera borracho. Por esa razón había conservado el trabajo.
—No es la última —dijo Katrine—. Es la primera.
—Ése es uno de los dogmas de Alcohólicos Anónimos. —Harry la miró. Los ojos de un azul intenso, las aletas finas de la nariz, los labios carnosos. Dios mío, qué guapa estaba—. ¿Eres alcohólica, Katrine Bratt?
—Mi padre sí lo era.
—Ya. ¿Por eso no querías visitarlos en Bergen?
—¿Es que uno deja de visitar a la gente porque padezca una enfermedad?
—No lo sé. A lo mejor te dio una infancia desgraciada o algo así.
—No llegó a tiempo de hacerme desgraciada. Nací así.
—¿Desgraciada?
—Quizá. ¿Y tú qué?
Harry se encogió de hombros.
—Por supuesto.
Katrine bebía a sorbitos de su copa, una cosa clara. Clara como el vodka, no gris como la ginebra, calculó Harry.
—¿Y a qué se debe tu infelicidad, Harry?
Le salieron las palabras antes de que le diese tiempo a pensar.
—A que quiero a alguien que me quiere a mí.
Katrine rio.
—Pobrecito. ¿Naciste como un ser armonioso, con un espíritu alegre que luego se malogró? ¿O ya tenías el camino trazado?
Harry observó el líquido marrón y dorado del vaso.
—A veces me lo pregunto. Pero no muy a menudo. Intento pensar en otras cosas.
—¿Como qué?
—Otras cosas.
—¿Piensas alguna vez en mí?
Alguien empujó a Katrine sin querer y se quedó muy cerca. Notó cómo su perfume se mezclaba con el de Jim Beam.
—Nunca —dijo, cogió el vaso y dio un trago. Miró al frente, a la luna de espejo que había detrás de las botellas, en la que Katrine Bratt y Harry Hole se reflejaban demasiado cerca el uno del otro. Ella se inclinó hacia delante.
—Harry, estás mintiendo.
Él se volvió hacia ella. Parecía arderle la mirada, muy despacio, amarillenta y brumosa como los faros de niebla de un coche que viene de frente. Se le habían dilatado las aletas de la nariz y respiraba aceleradamente. Parecía que tenía lima en el vodka.
—Cuéntame con exactitud y detalle lo que tienes ganas de hacer ahora mismo, Harry. —Le sonó la voz como si tuviera la boca llena de gravilla—. Todo. Y esta vez, no mientas.
Se acordó del rumor que Espen Lepsvik había referido sobre las preferencias de Katrine Bratt y su marido. Bullshit, no se acordaba, lo había tenido todo el tiempo muy presente en la corteza cerebral. Tomó aire.
—Vale, Katrine. Soy un hombre sencillo con necesidades sencillas.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás, como hacen algunas especies animales para mostrar sumisión. Él levantó el vaso.
—Tengo ganas de beber.
Un colega que iba dando tumbos le dio un buen empujón a Katrine, que se tambaleó hacia Harry. Él evitó que se cayera sujetándola por el costado izquierdo con la mano que tenía libre. Una expresión extraña le cruzó el semblante.
—Perdona —dijo él—. ¿Te duele algo?
Ella se llevó la mano al costado.
—Es por la esgrima. No es nada. Perdona.
Le dio la espalda y se abrió paso entre los colegas. Vio cómo varios de los chicos la seguían con la mirada. Desapareció en el servicio de señoras. Harry escaneó el local, Lepsvik apartó la mirada cuando se cruzó con la de Harry. No podía quedarse allí. Había otros sitios donde él y Jim podían hablar. Pagó y se preparó para marcharse. Aún quedaba algo de whisky en el vaso. Pero Lepsvik y dos colegas lo estaban mirando desde el otro lado de la barra. Se trataba simplemente de un mínimo autocontrol. Harry quería levantar las piernas, pero las tenía pegadas al suelo. Cogió el vaso, se lo llevó a los labios y apuró hasta la última gota.
El aire frío de la noche en la piel ardiente resultaba agradable. Era capaz de besar a aquella ciudad.
Cuando llegó a casa, Harry intentó masturbarse delante del fregadero, pero terminó vomitando y levantó la vista hacia el almanaque que había colgado de un clavo debajo del armario. Se lo había regalado Rakel hacía dos años, por Navidad. Tenía fotos de los tres. Una foto por cada uno de los doce meses que habían pasado juntos. Noviembre. Rakel y Oleg lo miraban sonrientes sobre un fondo de amarillas hojas otoñales y un cielo azul pálido. Tan azul como el vestido que llevaba Rakel, el estampado de florecillas blancas. El vestido que llevaba la primera vez. Y decidió que esa noche visitaría en sueños aquel cielo. Abrió el armario, barrió con la mano las botellas vacías de refresco de cola, que cayeron con gran estrépito y allí, al fondo, allí estaba. La botella intacta de Jim Beam. Harry nunca se atrevió a no tener ni una gota de alcohol en la casa, ni siquiera durante sus periodos de mayor abstinencia. Porque sabía que se le podía ocurrir ir a buscar alcohol si al final se rajaba. Como para retrasar lo inevitable, Harry pasó la mano por la etiqueta. Luego abrió la botella. ¿Cuánto sería suficiente? La jeringuilla que Vetlesen había utilizado contenía una capa roja de veneno, indicio de que la había llenado. Rojo como la cochinilla. Mi querida cochinilla.
Tomó aire y empinó la botella. Se la llevó a la boca, sintió que se le tensaba el cuerpo, como armándose de valor antes de la impresión. Y bebió. Desesperada y ávidamente, como para apurarla de un trago. Entre trago y trago le resonaba en la garganta un sonido como un sollozo.