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DÍA 9. NÚMERO OCHO

Eran las ocho de la tarde, pero quienes bajaban por Grønnlandsleiret podían ver la luz encendida en todas las ventanas del sexto piso de la Comisaría General.

Delante de Harry, en la sala de reuniones K1, estaban Holm y Skarre, Espen Lepsvik, el jefe de la Policía Judicial y Gunnar Hagen. Habían pasado seis horas y media desde que encontraron a Gert Rafto en la isla de Finnøy, y cuatro desde que Harry llamó desde Bergen para convocar una reunión antes de irse hacia el aeropuerto.

Harry informó del hallazgo del cadáver, e incluso el jefe de la Policía Judicial dio un respingo en la silla cuando le enseñó las fotos del lugar de los hechos, que la comisaría de Bergen había enviado por correo electrónico.

—El informe de la autopsia no está listo todavía —dijo Harry—. Pero la causa de la muerte es bastante obvia. Le pusieron un arma en la boca y la bala le atravesó el paladar y le salió por la nuca. Sucedió allí mismo. Los chicos de Bergen encontraron la bala en la pared del trastero.

—¿Sangre y masa cerebral? —preguntó Skarre.

—No —dijo Harry.

—Después de tantos años —dijo Lepsvik—, las ratas, los insectos…

—Podrían haber encontrado rastros —dijo Harry—. Pero he hablado con el médico forense y estamos de acuerdo. Creemos que Rafto contribuyó a que no resultase tan sucio.

—¿Cómo? —dijo Skarre.

—Vaya… —dijo Lepsvik.

Al parecer, Skarre empezaba a caer en la cuenta, y se le distorsionó la cara de asco.

—Joder…

—Perdón —dijo Hagen—. ¿Alguien me puede explicar de qué estáis hablando?

—Es algo que vemos de vez en cuando en casos de suicidio —dijo Harry—. El desgraciado succiona el aire que hay en el cañón antes de pegarse un tiro. Gracias al vacío, hay menos… —buscaba la palabra—. Porquería. Seguramente, lo obligaron a succionar el aire.

Lepsvik movió la cabeza.

—Y un policía como Rafto tenía que saber por qué.

Hagen se puso blanco.

—¿Pero cómo…? ¿Cómo demonios se consigue que un hombre succione…?

—Puede que le dieran a elegir —dijo Harry—. Hay formas peores de morir que de un tiro en la boca. —Se hizo un silencio total. Harry dejó que se aposentara antes de continuar—: Hasta ahora no hemos encontrado los cadáveres de las víctimas. A Rafto también lo escondieron, pero lo habrían encontrado bastante rápido si los familiares no hubiesen evitado ir a la cabaña. Lo que me hace pensar que él no formaba parte del proyecto del asesino.

—Que, en tu opinión, es un asesino en serie, ¿no? —No había ni rastro de provocación en el tono de voz del jefe de la Policía Judicial, solo un deseo de confirmación.

Harry asintió con la cabeza.

—Si no formaba parte de lo que llamas «su proyecto», ¿cuál puede haber sido el motivo entonces?

—No lo sabemos, pero cuando la víctima de asesinato es un investigador de homicidios, es lógico pensar que el asesino lo consideraba un peligro.

Espen Lepsvik carraspeó.

—A veces la forma en que tratan a los cadáveres nos aporta alguna pista sobre el móvil. En este caso, cambiaron la nariz por una zanahoria, por ejemplo. Es decir, una nariz larga.

—¿Para tomaros el pelo? —preguntó Hagen.

—Con lo de la nariz larga, a lo mejor quería decir que era un husmeador —dijo Holm cuidadosamente.

—¡Eso es! —exclamó Hagen—. Una advertencia para que otros curiosos se mantengan alejados.

El jefe de la Policía Judicial inclinó la cabeza y miró a Harry de soslayo.

—¿Y qué pasa con la boca cosida?

—Una advertencia para que mantengan la boca cerrada —dijo Skarre categóricamente.

—¡Exactamente! —exclamó Hagen—. Si Rafto era una manzana podrida, puede ser que él y el homicida fuesen cómplices y Rafto lo amenazara con desenmascararlo.

Todos miraron a Harry que no había comentado ninguna de las propuestas.

—¿Tú qué dices? —gruñó el jefe de la Policía Judicial.

—Naturalmente, podéis tener razón —dijo Harry—. Pero creo que el único mensaje que quiere enviar es que allí estaba el Muñeco de Nieve. Y que le gusta hacer muñecos de nieve. Punto.

Los demás cruzaron una mirada rápida, pero nadie protestó.

—Tenemos otro problema —dijo Harry—. La comisaría de Bergen ha emitido un comunicado de prensa informando de que se ha encontrado un cadáver en la isla de Finnøy, eso es todo. Y les he pedido que, de momento, no revelen otros detalles, así tendremos un par de días para buscar rastros sin que el Muñeco de Nieve sepa que hemos encontrado el cadáver. Por desgracia, no es demasiado realista pensar que vayamos a disponer de esos dos días, ninguna comisaría es tan hermética.

—La prensa sabrá el nombre de Rafto mañana a primera hora —dijo Espen Lepsvik—. Conozco a los del Bergens Tidende, y a los del Bergensavisen.

—Error —oyeron decir a su espalda—. En TV2 lo tendrán para la última edición de las noticias de esta noche. No solo el nombre, sino los detalles del escenario del crimen y la conexión con el Muñeco de Nieve.

Se volvieron. Katrine Bratt estaba en el umbral de la puerta. Seguía pálida pero, a pesar de todo, no tanto como cuando Harry la vio alejarse con el barco desde Finnøy, mientras él se quedaba esperando a la policía.

—¿Así que conoces a la gente de TV2? —dijo Espen Lepsvik sonriendo a medias.

—No —dijo Katrine, y se sentó—. Conozco la comisaría de Bergen.

—¿Dónde has estado, Bratt? —preguntó Hagen—. Llevamos varias horas echándote de menos.

Katrine miró a Harry, que asintió imperceptiblemente y carraspeó.

—Katrine ha estado ocupada con un par de cosas que yo le había encargado.

—Sería algo importante. Cuéntanos, Bratt.

—No tenemos por qué hablar de eso ahora —dijo Harry.

—Es que tengo curiosidad —lo apremió Hagen.

«Puto hijo de la Academia Militar —pensó Harry—. Un tío al que le van los relojes y los informes. ¿No la puedes dejar en paz, no entiendes que la chica todavía está conmocionada? Tú mismo te has puesto pálido al ver esas fotos. Se ha ido corriendo a su casa, ha querido escapar de todo. ¿Y qué? Ahora ya ha vuelto. Más valdría que le dieras una palmada en el hombro, en vez de humillarla delante de sus colegas». Harry lo dijo alto y claro para sus adentros mientras intentaba captar la mirada de Hagen, para hacérselo comprender.

—¿Entonces, Bratt?

—He comprobado unas cuantas cosas —dijo Katrine levantando la barbilla.

—Muy bien. ¿Como qué?

—Como que Idar Vetlesen estudiaba medicina cuando asesinaron a Laila Aase y a Onny Hetland y Rafto desapareció.

—¿Y qué importancia tiene eso? —preguntó el jefe de la Policía Judicial.

—Alguna tiene —dijo Katrine—, porque estudió en la Universidad de Bergen.

En la sala de reuniones K1 se hizo el silencio.

—¿Un estudiante de medicina? —El jefe de la Policía Judicial miraba a Harry.

—¿Por qué no? —dijo Harry—. Un estudiante que después se especializó en cirugía plástica, y que dice que le gusta modelar a las personas.

—Comprobé dónde pasó el año obligatorio de médico de urgencias, y dónde ha trabajado —dijo Katrine—. No coincide con los lugares donde han desaparecido las mujeres que creemos que ha secuestrado el Muñeco de Nieve. Pero un médico joven siempre puede justificar los viajes. Conferencias, sustituciones.

—Es un coñazo que el abogado Krohn no nos deje hablar con ese tío.

—Olvídalo —dijo Harry—. Vamos a detener a Vetlesen.

—¿Por qué? —dijo Hagen—. ¿Por haber estudiado en Bergen?

—Por prostitución de menores.

—¿Basándonos en qué? —preguntó el jefe de la Policía Judicial.

—Un testigo. El propietario del Leon. Y tenemos fotos que sitúan a Vetlesen en el lugar.

—Siento tener que decirlo —dijo Espen Lepsvik—. Pero conozco al tío ese del Leon, y no testificaría jamás. El caso no prosperará, vais a tener que soltar a Vetlesen en un plazo de veinticuatro horas, os lo garantizo.

—Lo sé —dijo Harry mirando el reloj, tratando de calcular cuánto tardaría en conducir hasta Bygdøy—. Y resulta increíble lo que la gente es capaz de contar en ese tiempo.

Harry pulsó el timbre de la puerta otra vez y se dijo que era como cuando él era pequeño y llegaban las vacaciones de verano y todo el mundo se iba y él era el único chico que quedaba en Oppsal. Cuando llamaba al timbre de Øystein o de alguno de los otros con la esperanza de que, como por un milagro, alguno estuviera en casa y no con la abuela en Halden, en la cabaña de Son o de acampada en Dinamarca. Apretaba el timbre una y otra vez hasta que se convencía de que solo quedaba una oportunidad. Tresko. Tresko, con quien Øystein y él nunca querían jugar, pero que siempre andaba por allí de todos modos, como una sombra, a la espera de que cambiaran de opinión y lo dejaran participar. Lo más probable es que hubiera elegido a Harry y a Øystein porque ellos tampoco eran de los que más destacaban en popularidad, así que habría calculado que ése era el club donde más posibilidades tenía de que lo admitieran. Y en verano se le presentaba aquella posibilidad, porque él era el único que quedaba y Harry sabía que Tresko siempre estaba en casa, que su familia nunca podía permitirse viajar a ningún sitio, y que él no tenía otros amigos con quien jugar.

Harry oyó el arrastrar de unas pantuflas dentro de la casa y la puerta se abrió un poco. A la mujer se le iluminó la cara. Exactamente igual que a la madre de Tresko cuando veía a Harry. Nunca lo invitaba a pasar, sino que llamaba a Tresko, lo buscaba, le echaba la bronca, lo hacía ponerse aquel anorak tan feo y lo mandaba salir a la escalera, donde se quedaba mirando taciturno a Harry. Y Harry sabía que Tresko sabía. Y notaba su odio mudo mientras bajaban al quiosco. Pero no le importaba. Así se pasaba el rato.

—Lo siento, Idar no está —dijo la señora Vetlesen—. ¿Pero no quiere pasar y esperarlo? Dijo que solo iba a dar una vuelta.

Harry negó con la cabeza y se preguntó si la mujer vería las luces azules que barrían la oscuridad de la noche de Bygdøy, allá abajo, en la calle que se extendía a su espalda. Estaba seguro de que había sido el idiota de Skarre el que las había encendido.

—¿Cuándo se ha ido?

—Poco antes de las cinco.

—Pero de eso ya hace muchas horas —dijo Harry—. ¿Dijo adónde iba?

Ella negó con la cabeza.

—No me cuenta nada. ¿Qué te parece? Ni siquiera quiere mantener informada a su propia madre.

Harry le dio las gracias y dijo que volvería más tarde. Bajó por el camino de gravilla y las escaleras hacia la verja. No habían encontrado a Vetlesen en la clínica ni en el Leon, y la pista de curling estaba cerrada y a oscuras. Encajó la verja al salir y se acercó al coche policial. El agente uniformado bajó la ventanilla.

—Apaga las luces de emergencia —dijo Harry dirigiéndose a Skarre, que estaba en el asiento trasero—. Dice que no está en casa, y creo que dice la verdad. Tenéis que esperar aquí a ver si vuelve. Llama a la Judicial de guardia y diles que pueden activar la orden de búsqueda. Pero nada de usar la radio, ¿de acuerdo?

Ya en el coche, de vuelta a la ciudad, Harry llamó a la central de operaciones de Telenor, donde le dijeron que Torkildsen ya se había ido a su casa, y que cualquier solicitud de localización del teléfono móvil de Idar Vetlesen debía llegarles por las vías formales al día siguiente por la mañana. Colgó y subió el volumen de Vermilion de Slipknot, pero se dio cuenta de que no lo aguantaba y pulsó el botón para sacar el disco y cambiarlo por uno de Gil Evans que había encontrado en el fondo de la guantera. La radio estatal noruega seguía parloteando mientras él manoseaba la cubierta del cedé.

—La policía busca a un médico de poco más de treinta años, con domicilio en Bygdøy. Se lo relaciona con los homicidios del Muñeco de nieve.

—¡Joder! —gritó Harry estrellando contra el parabrisas a Gil Evans, que estalló en forma de lluvia de fragmentos de plástico. El resto del disco cayó rodando al suelo. Harry piso el acelerador presa de la frustración y adelantó a un camión cisterna que iba por el carril izquierdo. Veinte minutos. Habían tardado veinte minutos. ¿Por qué a los de la Comisaría General no les daban de una vez un micrófono y un horario de emisión en directo?

La cantina de la Comisaría General estaba cerrada y vacía, pero fue allí donde Harry la encontró. A ella, con unos bocadillos en una mesa para dos. Harry se sentó en la otra silla.

—Gracias por no contar que perdí el control en la isla de Finnøy —dijo ella en voz baja.

Harry asintió con la cabeza.

—¿Dónde te metiste?

—Dejé el hotel y llegué a tiempo de coger el avión de las tres a Oslo. Tenía que irme de allí. —Ella miró la taza de té—. Yo… lo siento.

—No pasa nada —dijo Harry mirándole la nuca esbelta e inclinada, con el pelo recogido, y su mano delicada encima de la mesa. Ahora la veía diferente—. Cuando los duros se desmoronan, se desmoronan de verdad.

—¿Por qué?

—Puede que por falta de experiencia en eso de perder el control.

Katrine asintió, aún con la mirada fija en el fondo de la taza de té, que tenía el logo del Equipo Deportivo de la Policía.

—Tú eres un obseso del control, Harry. ¿Nunca lo pierdes?

Ella levantó la mirada, y Harry pensó que la luz intensa del iris le daba un reflejo azul al blanco de los ojos. Alargó el brazo para coger el paquete de tabaco.

—Yo soy de los que tienen mucha experiencia en perder el control. Casi no me he entrenado en otra cosa que en desmadrarme. Soy cinturón negro en pérdida de control.

Ella sonrió débilmente por toda respuesta.

—Han medido la actividad mental de los boxeadores experimentados —dijo él—. ¿Sabías que pierden el conocimiento varias veces a lo largo de un combate? Un segundo aquí, y otro segundo allá. Pero, de algún modo, consiguen resistir. Como si el cuerpo supiese que es algo transitorio, se hace con el control y los mantiene en pie el tiempo necesario para que vuelva la conciencia. —Harry sacó un cigarro del paquete—. Yo también perdí el control allí, en la cabaña. La diferencia es que después de tantos años, mi cuerpo sabe que vuelve.

—Pero ¿qué haces? —dijo Katrine apartándose un mechón de pelo de la cara—. ¿Qué haces para no venirte abajo enseguida?

—Haz como los boxeadores, sigue el impulso del golpe. No te resistas. Si algo de lo que pasa en el trabajo te afecta, tienes que permitir que te afecte. De todas formas, a la larga no consigues evitarlo. Hazlo paso a paso, déjalo salir, como se deja salir el agua de una presa, no dejes que se acumule hasta que se agriete el muro.

Se puso el cigarrillo sin encender entre los labios.

—Sí, ya, todo esto te lo explicó el psicólogo policial cuando eras estudiante. Ahora viene el punto clave. Incluso aunque lo exteriorices todo lo que puedas, trata de tomar conciencia de lo que provoca en ti. De notar si te destruye.

—De acuerdo —dijo Katrine—. ¿Y qué haces si notas que te destruye?

—Entonces te buscas otro trabajo.

Ella se lo quedó mirando un buen rato.

—¿Y tú qué hiciste, Harry? ¿Qué hiciste cuando notaste que te estaba destruyendo?

Harry mordió el filtro ligeramente, notó la fibra suave y seca del filtro rozándole los dientes. Y pensó que Katrine podría haber sido su hermana o su hija, que estaban hechos del mismo material. Un material duro, rígido y pesado, con grandes grietas.

—Se me olvidó buscar otro trabajo.

Ella sonrió.

—¿Sabes qué? —dijo bajito.

—¿No?

Ella alargó el brazo, le quitó el cigarrillo de la boca y se inclinó sobre la mesa.

—En mi opinión…

La puerta de la cantina se abrió de golpe. Era Holm.

—Ya está en las noticias de TV2 —dijo—. Nombre y fotos tanto de Rafto como de Vetlesen.

Y en ese momento empezó el caos. A pesar de que eran las once de la noche, la recepción de la Comisaría General no tardó ni media hora en llenarse de periodistas y de fotógrafos. Todos esperaban que el jefe de la investigación, Espen Lepsvik, o el jefe de Delitos Violentos, el jefe de la Policía Judicial, el comisario jefe de la comisaría o en realidad, cualquiera, bajara a decir algo. Protestaban murmurando entre sí que la policía debía ser consciente de su responsabilidad de mantener al público informado de un asunto tan serio, tan estremecedor y que tantos ejemplares vendería.

Harry se encontraba junto a la barandilla del patio interior, mirando a los que aguardaban abajo andando en círculos como tiburones inquietos, consultándose los unos a los otros, engañándose mutuamente, ayudándose, soltando faroles e intentando sacar información. ¿Alguien había oído algo? ¿Darían esa misma noche una conferencia de prensa? ¿Aunque fuera una breve e improvisada? ¿Estaba Vetlesen ya camino de Tailandia? Se acercaba la hora de cierre, el deadline, algo tenía que ocurrir.

Harry había leído en alguna parte que la palabra deadline procedía de los campos de batalla de la guerra civil norteamericana, donde, por falta de un lugar concreto en el que encerrar a los prisioneros, los apiñaban dibujando una línea en el suelo. Esa línea recibió el nombre de deadline, y a todo el que pasaba al otro lado, le pegaban un tiro inmediatamente. Y precisamente eso eran aquellos guerreros de las noticias que se habían congregado en la recepción, prisioneros de guerra mantenidos a raya por un deadline.

Harry estaba a punto de entrar en la sala de reuniones para unirse a los demás cuando le sonó el móvil. Era Mathias.

—¿Has oído el mensaje que te dejé en el contestador hace un rato?

—No he tenido tiempo, aquí hay mucho jaleo —dijo Harry—. ¿Podemos hablar más tarde?

—Por supuesto —dijo Mathias—. Pero se trata de Idar. Vi en las noticias que lo busca la policía.

Harry se cambió el auricular a la otra mano.

—Dime.

—Idar me llamó esta mañana temprano. Me preguntó por la carnadrioxida. A veces me llama para preguntarme por algún medicamento, la farmacología no es su fuerte. Así que no le di mayor importancia. Y te llamo porque la carnadrioxida es un medicamento extremadamente peligroso. Pensé que querríais saberlo.

—Claro, claro —dijo Harry buscando en los bolsillos hasta que encontró un lápiz medio mordido y un billete de tranvía—. ¿Carna…?

—Carnadrioxida. Contiene veneno de un caracol marino y se utiliza como paliativo para pacientes con cáncer y sida. Es mil veces más potente que la morfina y, con que te pases solo un poco en la dosis, puedes provocar una parálisis muscular inmediata.

Harry anotaba.

—De acuerdo. ¿Qué más dijo?

—Nada más. Parecía estresado. Solo me dio las gracias y colgó.

—¿Sabes desde dónde llamaba?

—No, pero había algo extraño en la acústica, seguro que no llamó desde la consulta. Sonaba como si estuviese en una iglesia o una cueva, ¿comprendes?

—Comprendo. Gracias, Mathias, te llamaremos si queremos saber algo más.

—Encantado de poder…

Harry no oyó el final, porque pulsó el botón de apagado y se cortó la conexión.

En la sala de reuniones K1 se encontraba el pequeño grupo de investigación al completo con las tazas, una jarra de café recién hecho borboteando en la cafetera y las chaquetas colgadas de las sillas. Skarre acababa de volver de Bygdøy. Contó la conversación que había mantenido con la madre de Idar Vetlesen, que había insistido en que no sabía nada y que debía tratarse de un terrible malentendido.

Katrine había llamado a la secretaria, Borghild Moen, que le había dicho lo mismo.

—Las interrogaremos mañana si hace falta —dijo Harry—. Ahora me temo que tenemos un problema más urgente.

Los otros tres lo miraban perplejos mientras él los ponía al corriente de su conversación con Mathias. Y leyó el dorso del billete de tranvía. «Carnadrioxida».

—¿Crees que es así como las mata? —preguntó Holm—. ¿Con un medicamento paralizante?

—Eso es —interrumpió Skarre—. Por eso tiene que esconder los cadáveres. No quiere que se descubra el fármaco en la autopsia y que el rastro nos lleve hasta él.

—Lo único que sabemos —dijo Harry— es que Idar Vetlesen está fuera de control. Y si él es el Muñeco de Nieve, está rompiendo el patrón.

—La cuestión —intervino Katrine— es quién será el siguiente. Porque alguien va a morir pronto a causa de esa sustancia.

Harry se frotó la nuca.

—¿Te han dado la lista de las llamadas telefónicas de Vetlesen, Katrine?

—Sí. Me dieron los nombres que correspondían a cada número y los repasé con Borghild. La mayoría eran pacientes. Y había dos llamadas, una al abogado Krohn y otra al colega que acabas de mencionar, Lund-Helgesen. Pero además, había un número correspondiente a la editorial Popper.

—No tenemos mucho con lo que trabajar —dijo Harry—. Podemos seguir aquí tomando café, rascándonos estas cabezas huecas. O irnos a casa y volver mañana con las mismas cabezas huecas, solo que descansadas.

Los otros se lo quedaron mirando fijamente.

—No estoy de broma —dijo—. A ver si os vais a casa de una puñetera vez.

Harry se ofreció a llevar a Katrine a la parte de la ciudad conocida como Grüneløkka que, tiempo atrás, fue un barrio obrero, según le indicó ella, y paró delante de uno de los viejos edificios de cuatro plantas de la calle Seilduksgata.

—¿Cuál es tu apartamento? —dijo Harry inclinándose.

—La tercera planta a la izquierda.

Él miró hacia arriba. Todas las ventanas estaban a oscuras. No vio ninguna cortina.

—Parece que tu marido no está en casa. O puede que se haya ido a dormir.

—Puede —dijo ella sin moverse—. ¿Harry…?

Él la miró inquisitivamente.

—Cuando dije que la cuestión era quién sería el siguiente, ¿comprendiste a quién me refería?

—Puede —dijo él.

—Lo que encontramos en la isla de Finnøy no era el homicidio de una persona cualquiera que sabía demasiado. Estaba planeado mucho antes.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que es probable que, si resultó que Rafto había encontrado una pista, él tuviera planeado que así fuera.

—Katrine…

—Espera. Rafto era el mejor investigador de homicidios de Bergen. Tú eres el mejor de Oslo. Puede que hubiera previsto que tú investigarías estos homicidios, Harry. Por eso recibiste la carta. Solo digo que a lo mejor debes tener algo de cuidado.

—¿Estás intentando asustarme?

Ella se encogió de hombros.

—Si tienes miedo, ¿sabes lo que significa?

—No.

Katrine abrió la puerta del coche.

—Que deberías buscar otro trabajo.

Harry entró en su apartamento, dejó las botas y se paró en el umbral de la sala de estar. La habitación parecía totalmente desmontada, como el montaje de un juego de construcción, pero en el sentido inverso. La luz de la luna iluminaba algo blanco pintado en la pared de hormigón, roja y desnuda. Entró. Era un ocho, dibujado con tiza. Estiró la mano y lo tocó. Tenía que ser el tío de los hongos, ¿pero qué significaba? A lo mejor era una clave que indicaba qué remedio debía utilizar justo allí.

Harry se pasó el resto de la noche dando vueltas en la cama, presa de terribles pesadillas. Soñó que le metían algo en la boca y que tenía que respirar por la abertura para no ahogarse. Que sabía a aceite, a metal y pólvora, y que al final no había más aire allí dentro, solo el vacío. Así que escupió la cosa y descubrió que no había estado respirando por el cañón de una pistola, sino por un número ocho. Un número ocho con un círculo grande debajo y uno más pequeño arriba. El círculo grande, debajo; y el más pequeño, arriba. Poco a poco al ocho se le añadió un tercer círculo más pequeño todavía. Una cabeza. La de Sylvia Ottersen. Ella intentaba gritar, intentaba contar lo que había ocurrido, pero no podía. Le habían cosido la boca.

Cuando se despertó, Harry tenía los ojos pegados, un dolor de cabeza inmenso y, sobre los labios, una capa que sabía a cal y a bilis.