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DÍA 9. BERGEN

A las 08.26 en punto las ruedas de un DY604 procedente de Oslo tocaron el asfalto mojado del aeropuerto de Flesland. Y lo hicieron con la fuerza suficiente como para que, de repente, Harry se despertara del todo.

—¿Has dormido bien? —preguntó Katrine.

Harry asintió, se frotó los ojos y clavó la mirada en el lluvioso amanecer.

—Venías hablando en sueños —dijo ella sonriendo.

—Ya. —Harry no quiso preguntar de qué. Y recapituló rápidamente lo que había soñado. No había sido con Rakel. Esa noche tampoco soñó con ella. La había ahuyentado. La habían ahuyentado juntos. Pero había soñado con Bjarne Møller, su jefe y mentor, que subió a la altiplanicie de Bergen, y lo encontraron dos semanas después en el lago de Revurtjernet. Fue una decisión que Møller tomó porque él, igual que Zenón con aquello del dedo gordo que le dolía, pensó que ya no valía la pena vivir. ¿Habría llegado Gert Rafto a la misma conclusión? ¿O estaría realmente allí, en algún lugar?

—He llamado a la que fue mujer de Rafto —dijo Katrine mientras cruzaban el vestíbulo de llegadas—. Ni ella ni la hija quieren hablar más con la policía, no quieren recordar otra vez toda esa tristeza. Pero no pasa nada, los informes de entonces son más que satisfactorios.

Al salir de la terminal se metieron en un taxi.

—¿Te gusta volver a casa? —preguntó Harry alzando la voz, para hacerse oír pese al tamborileo de la lluvia y el barrido rítmico de los limpiaparabrisas.

Katrine se encogió de hombros.

—Siempre odié la lluvia. Y odiaba a los habitantes de Bergen, que insisten en que aquí no llueve tanto como dicen los del este del país.

Pasaron por la plaza Danmarksplass y Harry miró hacia la cima de Ulrikken. Aparecía cubierta de nieve y se veía el funicular en funcionamiento. Luego atravesaron la madeja de salidas y accesos de Store Lungegårdsvann y llegaron al centro, que siempre constituía una agradable sorpresa para los visitantes después de esa entrada tan deprimente.

Se alojaron en el Hotel SAS, en Bryggen. Harry le había preguntado si quería pasar la noche en casa de sus padres, pero Katrine le contestó que sería demasiado estresante para una sola noche, que ellos harían demasiados preparativos y que en realidad ni siquiera les había dicho que iba.

Les dieron las tarjetas correspondientes a sus habitaciones, y subieron en el ascensor sin decir nada. Katrine miró a Harry y sonrió como si lo del silencio en los ascensores fuese un chiste sobrentendido. Harry miró al suelo, esperando que su cuerpo no enviara señales falsas. O auténticas.

Finalmente, las puertas del ascensor se abrieron y las caderas de Katrine se contonearon delante de él por el pasillo.

—Dentro de cinco minutos en la recepción —dijo Harry.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Harry seis minutos después, ya en el vestíbulo del hotel.

Katrine se inclinó hacia delante en el sillón enorme y pasó las hojas de su agenda de cuero. Se había puesto un elegante traje de chaqueta gris, perfectamente acorde con la vestimenta de los comerciantes que constituían la mayor parte de la clientela del hotel.

—Tienes una reunión con Knut Müller-Nilsen, el jefe del grupo de Personas Desaparecidas y de Delitos Violentos.

—¿Tú no vienes conmigo?

—Si lo hiciera, tendría que pararme a saludar y a charlar con todo el mundo, y perderíamos mucho tiempo. En realidad, es preferible que no me menciones en absoluto, se molestarían si saben que no he ido a saludarlos. Iré a la calle Øyfjordsveien para hablar con el último testigo que vio a Rafto.

—Ya. ¿Y dónde fue eso?

—Cerca del astillero. El testigo lo vio aparcar el coche y adentrarse en el parque Nordnesparken. Nadie recogió el vehículo y dragaron la zona, sin resultado.

—¿Qué haremos después? —Harry se pasó el dedo gordo y el índice por la mandíbula pensando que debería haberse afeitado antes de ir a visitar a nadie.

—Tú repasa los informes antiguos con los investigadores que participaron entonces y que todavía siguen en la comisaría. Refréscales la memoria. Trata de ver las cosas desde otro ángulo.

—No —dijo Harry.

Katrine levantó la vista de los papeles.

—Los investigadores de entonces llegaron a unas conclusiones y lo único que harán será defenderlas —explicó Harry—. Yo prefiero leer los informes en Oslo, tranquilamente. Y aprovechar el tiempo aquí para conocer mejor a Gert Rafto. ¿Están sus pertenencias en algún sitio?

Katrine negó con la cabeza.

—Su familia donó todo lo que tenía al Ejército de Salvación. Por lo visto no había gran cosa. Unos muebles y algo de ropa.

—¿Y hay algún lugar donde viviera o pasara parte de su tiempo?

—Desde el divorcio, vivía solo en un apartamento de Sandviken, pero se vendió hace mucho.

—Ya. ¿Y ninguna casa paterna, casa de campo o cabaña que siga perteneciendo a la familia?

Katrine dudó un instante.

—Los informes mencionan una cabaña en los terrenos que tiene la policía en la isla de Finnøy, en Fedje. En casos como éste, esas cabañas se heredan, así que puede que haya algo. Tengo el número de teléfono de la mujer de Rafto, puedo llamarla.

—Creía que no hablaba con nadie de la policía.

Katrine le guiñó un ojo.

A Harry le prestaron en la recepción del hotel un paraguas que se dio la vuelta a las primeras ráfagas de viento, antes de que llegase a la plaza de Fisketorget, y mientras corría encogido hacia la entrada de la comisaría de Bergen, parecía un murciélago apaleado.

Harry estaba esperando al comisario jefe Knut Müller-Nilsen, cuando Katrine lo llamó para informarlo de que la familia de Rafto aún disponía de la cabaña en la isla de Finnøy.

—Pero la mujer lleva desde entonces sin aparecer por allí. Y según cree, la hija tampoco.

—Vamos para allá ahora mismo —dijo Harry—. Terminaré aquí a eso de la una. Nos vemos en el muelle de Zachariasbryggen.

Knut Müller-Nilsen era un oso risueño de ojos alegres y manos como raquetas de tenis. Estaba rodeado de montañas de papeles tan altas que, al sentarse detrás del escritorio, con las raquetas entrelazadas detrás de la cabeza, parecía sitiado por la nieve.

—Rafto… —dijo Müller-Nilsen, después de asegurarle que en Bergen no llovía tanto como pensaban los del este.

—Parece que los agentes de policía tienen tendencia a perderse aquí —dijo Harry, jugueteando con la foto de Gert Rafto que acompañaba a los informes que tenía delante.

—¿A qué te refieres? —Müller-Nilsen miró inquisitivamente a Harry, que había encontrado una silla de madera sin papeles en un rincón del despacho.

—Bjarne Møller —dijo Harry.

—Exacto —dijo Müller-Nilsen, pero el tono inseguro lo delató.

—El que desapareció en Fløyen —dijo Harry.

—¡Ah, sí! —Müller-Nilsen se dio un golpecito en la frente—. Un asunto muy trágico. Estuvo aquí muy poco tiempo, así que apenas tuve… Se supone que se extravió, ¿verdad?

—Eso es lo que hizo —dijo Harry, miró por la ventana y pensó en la trayectoria de Bjarne Møller desde el idealismo hasta la corrupción. En las buenas intenciones. En los errores trágicos. De los que los demás nunca llegarían a saber nada—. ¿Qué puedes contarme de Gert Rafto?

«Mi alma gemela en Bergen», pensó Harry después de oír la descripción de Müller-Nilsen: una relación poco saludable con el alcohol, un temperamento difícil, un lobo solitario, de moral dudosa y conducta muy censurada.

—Pero tenía unas capacidades analíticas e intuitivas extraordinarias —dijo Müller-Nilsen—. Y una voluntad de hierro. Parecía seguir un impulso… no sé cómo explicarlo. Rafto era un extremista. Desde luego, eso es evidente, teniendo en cuenta lo que pasó.

—¿Y qué pasó? —preguntó Harry, y descubrió un cenicero entre los montones de papeles.

—Rafto era violento. Y sabemos que estuvo en el piso de Onny Hetland poco antes de que la mataran, y que Hetland posiblemente sabía algo que podía haber revelado quién era el asesino de Laila Aasen, y además desapareció justo después. No sería del todo improbable que se suicidara ahogándose. Y no vimos ninguna razón para iniciar una investigación a gran escala.

—¿Podría haberse fugado al extranjero?

Müller-Nilsen negó sonriendo.

—¿Por qué no?

—Digamos que en este caso teníamos la ventaja de conocer muy bien al sospechoso. Aunque, en teoría, no le habría sido difícil huir de Bergen, no era ese tipo de persona. Así de sencillo.

—¿Y ninguno de sus familiares o amigos ha recibido noticias suyas?

Müller-Nilsen volvió a negar.

—Sus padres ya no viven, y Rafto no tenía muchos amigos. Tenía una relación algo complicada con la que fue su mujer, así que lo más probable es que no se pusiera en contacto con ella de todas formas.

—¿Y la hija?

—Tenían buena relación. Una chica maja y competente. Se las ha arreglado muy bien, al fin y al cabo, teniendo en cuenta la infancia que le tocó vivir.

Harry se dio cuenta de lo que daba a entender aquel «se las ha arreglado muy bien, al fin y al cabo», una expresión típica de las comisarías pequeñas, donde todos dan por hecho que lo saben casi todo de todo el mundo.

—¿Tenía Rafto una cabaña en la isla de Finnøy? —preguntó Harry.

—Sí, claro, y sería un sitio lógico donde esconderse. Recapacitar y luego… —Müller-Nilsen se pasó una de sus manazas por el cuello—. Registramos la cabaña, peinamos la isla con perros y dragamos las aguas. Nada.

—Pensaba dar una vuelta por allí.

—No hay mucho que ver. Nuestra cabaña está justo encima de la de Rafto el de Hierro y, por desgracia, está muy deteriorada. No me parece bien que la viuda no renuncie a ella, ya que nunca va por allí. —Müller-Nilsen miró el reloj—. Tengo una reunión, pero uno de los comisarios que participó entonces repasará el informe contigo.

—No hace falta —dijo Harry mirando la foto. La cara le resultó de pronto familiar, como si la hubiese visto recientemente. ¿En una persona disfrazada? ¿Alguien a quien solo había visto de pasada? ¿Alguien que actuaba con un papel secundario y por eso no se había fijado en él, uno de los vigilantes de parquímetros que pululaban por la calle Sofie, un dependiente del Vinmonolpolet? Harry se rindió.

—Así que no era Gert, ¿no?

—¿Perdona?

—Lo llamas Rafto el de Hierro. O sea, no lo llamabais Gert a secas, ¿verdad?

Müller-Nilsen lo miró algo inseguro, empezó a reírse, pero el intento se quedó a medias.

—No, creo que nunca se nos habría ocurrido.

—Bueno. Gracias.

Cuando salía por la puerta, Harry oyó gritar a Müller-Nilsen y se volvió. El jefe de grupo se había asomado a la puerta del despacho, al final del pasillo, y sus palabras vibraron con un breve eco al rebotar en las paredes:

—Creo que a Rafto tampoco le habría gustado.

Fuera del edificio policial, Harry se quedó mirando a la gente que avanzaba encorvada arrostrando el viento y la lluvia por las aceras. Aquella sensación no desaparecía. La sensación de que allí había algo o alguien, cerca, dentro, visible si lo contemplara como debía, a la luz adecuada.

Katrine recogió a Harry en el muelle, tal y como habían acordado.

—Me lo ha prestado un compañero —dijo mientras manejaban la pequeña embarcación de seis metros de eslora y salían por la estrecha bocana del puerto. Cuando viró a la altura del cabo de Nordneset, un sonido llamó la atención de Harry, que se volvió y vio el tótem. Las bocas abiertas de aquellas caras de madera le gritaban enronquecidas. Un golpe de viento frío barrió el barco.

—Son los leones marinos del acuario —dijo Katrine.

Harry se ajustó el abrigo.

Finnøy era una isla pequeña. Aparte de brezo, la porción de tierra sacudida por la lluvia no presentaba otra vegetación, pero tenía un muelle donde Katrine atracó el barco con suma habilidad. En la zona de las cabañas había un total de sesenta, del tamaño de una casa de muñecas, que a Harry le recordaron a las casas de los mineros que había visto en Soweto.

Katrine llevó a Harry por el sendero de gravilla que se extendía entre las cabañas antes de enfilar hacia una de ellas. Destacaba porque tenía la pintura de las paredes desconchada. En una de las ventanas se apreciaba una grieta. Katrine se puso de puntillas, sujetó la bombilla que había encima de la puerta y la desenroscó. Algo raspaba en el interior al girar la bombilla, y una nube de insectos muertos salió flotando; además de una llave que ella atrapó en el aire.

—Le he gustado a la mujer —dijo Katrine, y metió la llave en la cerradura de la puerta.

En el interior olía a moho y a madera húmeda. Harry miró fijamente la penumbra, oyó el clic de un interruptor y se encendió la luz.

—Así que tiene suministro de electricidad a pesar de que no la usa —dijo.

—El suministro es de la comunidad —dijo Katrine mirando lentamente a su alrededor—. Lo paga el Estado.

La cabaña tenía veinticinco metros cuadrados y consistía en una sala de estar con cocina americana y un dormitorio. Había botellas vacías de cerveza en la encimera y en la mesa de la sala de estar. Nada en las paredes, ningún adorno en los alféizares ni libros en la estantería.

—También hay un sótano —dijo Katrine señalando una trampilla que se distinguía en el suelo—. Éste es tu terreno. ¿Qué hacemos ahora?

—Buscar —dijo Harry.

—¿El qué?

—Lo que menos se nos ocurra.

—¿Por qué?

—Porque es fácil pasar por alto algo importante si estás buscando otra cosa. Vacía el cerebro de expectativas. Y mira, no busques. Comprenderás lo que estás buscando cuando lo veas.

—De acuerdo… —dijo Katrine despacio.

—Tú busca aquí arriba —dijo Harry, se acercó a la trampilla y tiró del aro de hierro, que estaba encajado. Una angosta escalera de madera descendía a la oscuridad. Tenía la esperanza de que ella no hubiese advertido que dudaba.

Mientras bajaba a la húmeda negrura, que olía a tierra seca y a madera podrida, se le fueron pegando a la cara retazos de tela de arañas muertas y resecas. Todo el sótano estaba bajo tierra. Encontró un interruptor al final de la escalera y lo encendió, pero sin resultado. La única luz que había allí abajo era el piloto rojo de la parte superior de un congelador que estaba en la pared más estrecha. Encendió la linterna y el haz de luz fue a dar en la puerta de un trastero.

Las bisagras chirriaron cuando la abrió. Era un cuartito con herramientas de carpintero. Para un hombre que ambicionaba hacer algo que tuviera sentido, pensó Harry. No solo atrapar asesinos.

Pero no parecía que las hubiera utilizado mucho, así que a lo mejor Rafto se dio cuenta de que se podían emplear para otros fines, que él no iba a construir, sino a poner orden. Se oyó un ruido repentino y Harry se dio la vuelta rápidamente. Respiró tranquilo cuando comprendió que era el termostato del congelador, que el ventilador se había puesto en marcha de golpe. Harry se fue al otro trastero. Una manta cubría todo lo que contenía. La retiró y el olor a humedad le dio en la cara. La luz de la linterna iluminó una sombrilla podrida, una mesa de plástico, una pila de cajones de plástico, sillas de plástico descoloridas y un juego de croquet. Eso era todo lo que había en el sótano. Oyó a Katrine trajinar arriba y fue a cerrar la puerta del trastero. Pero uno de los cajones de plástico se había deslizado hasta el marco de la puerta al quitar la manta. Iba a moverlo con el pie cuando se quedó mirándolo. A la luz de la linterna pudo ver la chapa con el letrero que sobresalía en un lateral. Electrolux. Se fue hasta la pared, donde el ventilador del congelador seguía zumbando. Efectivamente, de la marca Electrolux. Tiró del asidero, pero la puerta no cedía. Descubrió la cerradura justo debajo del asidero y comprendió que el congelador estaba cerrado con llave. Se fue al cuartito de las herramientas y cogió el pie de cabra. Cuando volvió, Katrine estaba bajando la escalera.

—Ahí arriba no hay nada —dijo—. Creo que podemos irnos. ¿Qué haces?

—Quebrantar las normas del registro domiciliario —dijo Harry, que había metido el extremo del pie de cabra justo encima de la cerradura de la puerta del congelador. Echó el peso en el otro extremo. No pasó nada. Volvió a sujetarlo, apoyó un pie en la escalera y empujó con fuerza.

—Qué coño…

La puerta se abrió con un sonido seco y Harry se cayó. Oyó el ruido de la linterna al dar contra el suelo de cemento y notó el frío que le llegaba como el aliento de un glaciar. Harry buscó a tientas la linterna a su espalda cuando oyó a Katrine. Era un sonido que penetraba hasta el tuétano, un grito profundo y estentóreo que pasó a ser un sollozo similar a una risa. Luego se hizo el silencio un par de segundos mientras ella respiraba, antes de continuar: el mismo grito, prolongado, como el plañido metódico y ritual de una mujer dando a luz. Pero entonces Harry ya lo había visto y comprendió por qué. Gritaba porque el congelador todavía funcionaba perfectamente después de doce años y la luz interior se había encendido revelando lo que había oprimido allí dentro, con los brazos por delante, las rodillas dobladas y la cabeza apretada contra el lateral del congelador. El cadáver aparecía cubierto de cristales de hielo, como una capa de hongos blancos que lo hubiera estado devorando, y tenía una postura tan retorcida como los gritos de Katrine. Pero no fue por eso por lo que a Harry se le revolvió el estómago. En el momento en que forzó la puerta, el cadáver, que probablemente estaba apoyado en ella, se cayó hacia delante. Y la frente dio contra el borde de la puerta, de manera que los cristales de nieve cayeron al suelo del sótano. De ahí que Harry pudiera asegurar que quien les estaba sonriendo era Gert Rafto. La boca con la que sonreía no era la que tenía cosida con un hilo grueso de cáñamo que iba haciendo zigzag uniendo los labios. La sonrisa continuaba por la barbilla y giraba ascendiendo por la cara, dibujada con una hilera de clavos seguramente clavados con un martillo. En cualquier caso, lo más llamativo era la nariz. Harry se tragó la bilis por pura fuerza de voluntad. Sin duda, primero le quitaron el hueso nasal y el cartílago. El frío se había comido todo el color de la zanahoria. El muñeco de nieve estaba completo.