DÍA 8. PAPEL
Eran las nueve y media y el sol brillaba sobre un coche solitario en la rotonda de Sjølyst. Siguió por la carretera de Bygdøy, que los condujo hasta la idílica península campestre situada a solo cinco minutos de la plaza de Rådhusplassen. Todo estaba tranquilo, apenas había tráfico, ni se veían vacas ni caballos en los campos de la Granja del Rey, y las estrechas aceras por donde la gente transitaba en verano para ir a la playa estaban vacías.
Harry conducía el coche por las curvas mientras escuchaba a Katrine.
—Nieve —dijo Katrine.
—¿Nieve?
—Hice lo que me dijiste. Seleccioné las desapariciones de mujeres casadas y con hijos. Y luego empecé a mirar las fechas. La mayoría se produjeron en noviembre y diciembre. Las aislé y observé la dispersión geográfica. Casi todas tuvieron lugar en Oslo, algunas en otras partes del país. De repente, me acordé de la carta que habías recibido. La que decía que el muñeco de nieve volvería a aparecer con la primera nevada. Y el día que estuvimos en la calle Hoffsveien fue el primer día que nevó en Oslo.
—¿Sí?
—Pedí al Instituto de Meteorología que verificase las fechas y los lugares. ¿Y sabes qué?
Harry ya sabía qué. Y que lo debía haber sabido hacía mucho.
—La primera nieve —dijo—. Las coge el día que cae la primera nieve.
—Exactamente.
Harry le dio un puñetazo al volante.
—Mierda, lo teníamos en letras grandes. ¿De cuántas desapariciones estamos hablando?
—Once. Una cada año.
—Y dos este año. No ha seguido el patrón.
—Hubo un asesinato doble el primer día que nevó en Bergen en 1992. Creo que debemos empezar por ahí.
—¿Por qué?
—Porque una de las víctimas era una mujer casada con hijos. La otra era su amiga. Y además tenemos dos cadáveres, una escena del crimen e informes de la investigación. Y, por si fuera poco, un sospechoso que desapareció y del que nunca más se supo.
—¿Quién?
—Un agente de policía. Gert Rafto.
Harry la miró fugazmente.
—Ah, sí, aquel asunto. ¿No era el que robaba cosas del escenario del crimen?
—Por lo menos eso decían los rumores. Hay testigos que vieron a Rafto entrar en el apartamento de una de las mujeres, Onny Hetland, unas horas antes de que la encontraran muerta. Además, fue imposible localizarlo cuando empezaron a buscarlo.
Harry contemplaba la carretera, los árboles desnudos a lo largo de la avenida Huk que conducía al mar y a los museos de lo que los noruegos consideraban los mayores logros de la nación: un viaje por el Pacífico en una embarcación de juncos y un intento fallido de alcanzar el Polo Norte.
—¿Y qué crees? ¿Que puede ser que no esté tan desaparecido después de todo? —dijo—. ¿Que reaparece todos los años cuando cae la primera nieve?
Katrine se encogió de hombros.
—Me parece que vale la pena emplear algunos recursos para averiguar lo que pasó.
—Ya. Empezaremos pidiendo ayuda a Bergen.
—Yo no haría eso —dijo ella escuetamente.
—¿Ah, no?
—El tema de Rafto le resulta todavía extremadamente bochornoso a la policía de Bergen. Las actuaciones relacionadas con aquel asunto fueron principalmente para tapar, no para investigar. Estaban muertos de miedo pensando en lo que pudieran encontrarse. Y mientras ese tipo hubiera desaparecido por voluntad propia… —Ella dibujó una gran equis en el aire.
—Comprendo. ¿Qué sugieres?
—Que tú y yo nos vayamos a Bergen y averigüemos un poco por nuestra cuenta. De todos modos, ahora forma parte de un caso de homicidio en Oslo.
Harry aparcó delante de la dirección que llevaba anotada, un edificio de ladrillo visto de cuatro plantas junto al mar, rodeado de un muelle. Apagó el motor, pero se quedó sentado mirando la cala de Frognerkilen, hacia el muelle de Filipstad.
—¿Cómo fue a parar a tu lista el caso de Rafto? —preguntó—. En primer lugar, ocurrió mucho antes de los acontecimientos que te pedí que comprobaras. En segundo lugar, no es un caso de desaparición, sino de homicidio.
Se volvió hacia Katrine. Ella lo miraba a los ojos sin pestañear.
—El caso de Rafto es bastante conocido en Bergen —dijo ella—. Y había una foto.
—¿Una foto?
—Sí. La mostraban a todos los policías de prácticas en la comisaría de Bergen. Era una foto del lugar de los hechos, en la cima de Ulrikken, y la usaban como una especie de bautismo de fuego. Creo que la mayoría se asustaba tanto con los detalles del primer plano que nunca reparaban en el trasfondo. O a lo mejor nunca habían subido a Ulrikken. De todas formas, había algo allí que no encajaba, una elevación del terreno algo más atrás. Cuando lo amplias se ve bastante bien lo que es.
—¿Y qué es?
—Un muñeco de nieve.
Harry asintió lentamente con la cabeza.
—A propósito de fotos —dijo Katrine, y sacó del bolso un sobre de tamaño A4, que le arrojó a Harry en el regazo.
La clínica estaba en el tercer piso y tenía una sala de espera amueblada y decorada con mucho primor y con mucho dinero, con un sofá italiano, una mesa de centro a ras del suelo, igual que un Ferrari, esculturas de cristal de Nico Widerberg y una litografía auténtica de Roy Lichtenstein que representaba una pistola humeante.
En lugar de la consabida recepción con pared de cristal de las consultas médicas había una mujer sentada detrás de un escritorio antiguo y bellísimo, colocado en medio de la habitación. Llevaba una bata blanca abierta encima del traje de chaqueta azul y les dio la bienvenida con una sonrisa. Una sonrisa que no se alteró mucho cuando Harry se presentó y le dijo lo que querían, y que suponía que ella era Borghild.
—¿Podéis esperar un poco? —dijo señalando el sofá con la misma elegancia ensayada con que las azafatas señalan las salidas de emergencia. Harry declinó la oferta tanto de un café solo como de té y de agua, y se sentaron.
Tomó nota de que las revistas que estaban a su disposición eran recientes, abrió un ejemplar de Liberal y le dio tiempo a leer el editorial, en el que Arve Støp opinaba que la voluntad de los políticos de participar en programas de entretenimiento para «hablar de sí mismos» y hacer el payaso era la victoria final de las clases populares, con el pueblo en el trono y el político como bufón.
Se abrió por fin la puerta en cuya placa se leía «Dr. Idar Vetlesen» y por ella salió una mujer que cruzó rápidamente la habitación, le dijo a Borghild un breve «hasta luego» y se alejó sin mirar ni a derecha ni a izquierda.
Katrine la siguió con la mirada.
—¿No era la de las noticias de TV2?
En ese mismo momento, Borghild anunció que Vetlesen estaba listo para recibirlos, se acercó a la puerta y la sujetó para que pasaran.
El despacho de Idar Vetlesen era tamaño director general, con vistas al fiordo de Oslo. La pared de detrás del escritorio estaba cubierta de diplomas enmarcados.
—Un momento —dijo Vetlesen, tecleando en un ordenador sin apartar la vista de la pantalla. Puso un punto final con aire de triunfo y giró la silla a la vez que se quitaba las gafas.
—¿Un lifting, Hole? ¿Un alargamiento de pene? ¿Una liposucción?
—Gracias —dijo Harry—. Te presento a la agente Bratt. Venimos para pedirte una vez más que nos ayudes facilitándonos información sobre Ottersen y Becker.
Idar Vetlesen suspiró y empezó a limpiarse las gafas con un pañuelo.
—¿Cómo te lo voy a explicar para que lo entiendas, Hole? Incluso para una persona como yo, que tengo un deseo sincero y ardiente de ayudar a la policía y que me paso los principios por el forro con mucha frecuencia, existen algunas cosas que son sagradas. —Levantó el dedo índice—. En todos los años que llevo ejerciendo la medicina, nunca, nunca… —El dedo índice empezó a marcar el ritmo al son de sus palabras—… Nunca he quebrantado el secreto profesional que como médico se me impone. Y no pienso empezar ahora.
Siguió un largo silencio durante el cual Vetlesen se limitó a mirarlos, claramente satisfecho con el efecto causado.
Harry carraspeó.
—Bueno, puede que, de todos modos, podamos colmar tu ferviente deseo de ayudarnos, Vetlesen. Estamos investigando un caso de posible prostitución infantil en un hotel de Oslo, el Leon. Anoche, dos de nuestros hombres, que vigilaban desde un coche aparcado delante de ese hotel, estuvieron sacando fotos de todos los que entraban y salían.
Harry abrió el sobre marrón que le había dado Katrine, se inclinó y se lo puso al médico delante.
—Este eres tú, ¿verdad?
Vetlesen puso cara de que se le hubiera atascado algo en el esófago, los ojos se le salían de las órbitas y se le habían hinchado las venas del cuello.
—Yo… —balbuceó—. Yo… no he hecho nada malo ni ilegal.
—No, por supuesto que no —dijo Harry—. Solo estamos sopesando la posibilidad de llamarte como testigo. Un testigo que puede contar lo que ocurre allí dentro. De todos es sabido que el Leon es un nido para las prostitutas y sus clientes, la novedad es que también van niños. Y al contrario de lo que ocurre con otros tipos de prostitución, la prostitución infantil, como sabrás, es ilegal. Solo queríamos informarte antes de pasar todo el asunto a la prensa.
Vetlesen se quedó mirando la foto fijamente. Se frotó la cara con desesperación.
—Por cierto, hemos visto salir a esa tía de las noticias de TV2 —dijo Harry—. ¿Cómo se llama?
Vetlesen no contestó. Era como si, allí mismo, le hubiesen succionado del cuerpo toda la juventud intacta que irradiaba, como si le envejeciera la cara a medida que transcurrían los segundos.
—Llámanos si encuentras algún hueco para lo del secreto profesional —dijo Harry.
Harry y Katrine no habían llegado ni a medio camino de la puerta cuando Vetlesen los detuvo.
—Vinieron para hacerse un reconocimiento —dijo—. Eso es todo.
—¿De qué? —preguntó Harry.
—De una enfermedad.
—¿La misma enfermedad? ¿Cuál?
—No es relevante.
—Bueno —dijo Harry yendo hacia la puerta—. Míralo de esta manera, cuando te llamen para testificar, tampoco será relevante, ya que no hemos encontrado nada ilegal.
—¡Espera!
Harry se volvió. Vetlesen tenía los codos apoyados en la mesa y se cubría la cara con las dos manos.
—El síndrome de Fahr.
—¿El síndrome de Far[1]?
—Fahr. Con hache. Una enfermedad hereditaria rara que se parece un poco al Alzheimer. Vas perdiendo facultades, sobre todo en las áreas cognitivas, y se pierde motricidad. En la mayoría de los casos, la enfermedad se manifiesta después de cumplir los treinta, pero también se ha detectado en niños.
—Ya. ¿Y Birte y Sylvia sabían que sus hijos padecían esa enfermedad?
—Cuando llegaron a mi consulta solo era una sospecha. El Fahr es difícil de diagnosticar, y Birte Becker y Sylvia Ottersen habían visitado a muchos médicos, pero ninguno les dio un diagnóstico. Quiero recordar que ambas habían buscado en Internet, teclearon los síntomas y encontraron una descripción del síndrome de Fahr que coincidía con una exactitud alarmante.
—¿Y se pusieron en contacto contigo? ¿Un especialista en cirugía plástica?
—Da la casualidad de que estoy especializado en el síndrome de Fahr.
—¿La casualidad?
—Solo hay unos dieciocho mil médicos en Noruega. ¿Sabes cuántas enfermedades conocidas existen en el mundo? —Vetlesen hizo un gesto con la cabeza hacia la pared donde colgaban los diplomas.
—Casualmente, la enfermedad de Fahr formaba parte de un curso sobre el sistema nervioso que seguí en Suiza. Lo poco que aprendí bastó para convertirme en especialista en Noruega.
—¿Qué nos puedes contar sobre Birte Becker y Sylvia Ottersen?
Vetlesen se encogió de hombros.
—Venían aquí con sus hijos una vez al año. Yo los exploraba, y no detectaba ninguna agudización de los síntomas y, aparte de eso, no sé nada de sus vidas. Y tampoco… —se echó el flequillo hacia atrás—… de sus muertes.
—¿Tú crees que dice la verdad? —preguntó Harry mientras conducía a lo largo de los campos vacíos.
—No del todo —dijo Katrine.
—Yo tampoco —dijo Harry—. Creo que debemos concentrarnos en esto y dejar Bergen de momento.
—No —dijo Katrine.
—¿No?
—Hay una conexión por ahí, en algún sitio.
—Cuéntame.
—No lo sé. Entiendo que puede parecer una locura, pero es posible que exista una conexión entre Rafto y Vetlesen. Puede que sea así como Rafto ha conseguido esconderse durante todos estos años.
—¿A qué te refieres?
—A que, simplemente, se hizo con una máscara. Una máscara auténtica. Una operación facial.
—¿En la clínica de Vetlesen?
—Eso explicaría la coincidencia de que ambas víctimas hayan llevado a sus hijos al mismo médico. Puede que fuera allí, en la clínica, donde Rafto vio a Birte y a Sylvia, y allí las eligió como víctimas.
—Has llegado a esa conclusión demasiado rápido —dijo Harry.
—¿Demasiado rápido?
—Este tipo de investigación de homicidios es como hacer un rompecabezas. En la fase inicial juntamos las piezas, las vamos probando aquí y allá, y le echamos paciencia. Lo que estás haciendo tú es apresurarte a forzar las piezas para que encajen.
—Solo trato de decírselo a alguien en voz alta, para oír si suena demasiado idiota.
—Y suena totalmente idiota.
—Éste no es el camino de la Comisaría General —dijo ella.
Harry le notó una vibración extraña en la voz y la miró, pero la expresión de su cara no delataba nada de particular.
—Quiero comprobar algunas de las cosas que ha dicho Vetlesen con alguien que conozco —dijo él—. Y que lo conoce a él.
Mathias llevaba una bata blanca y unos guantes amarillos de fregar los platos cuando recibió a Harry y a Katrine en el garaje del Preclínico, que era la forma habitual de llamar al edificio marrón de aquella parte del hospital de Gaustad que daba a la autopista Ring 3.
Los guio para que aparcaran en su propia plaza, que no utilizaba.
—Intento venir en bicicleta lo más a menudo posible —explicó Mathias, mientras abría con una tarjeta la puerta que llevaba del garaje al pasillo del sótano del Anatómico Forense—. Es práctico disponer de un acceso como este para andar metiendo y sacando cadáveres. Me gustaría invitaros a un café, pero acabo de terminar con un grupo de estudiantes y el próximo llegará pronto.
—Siento darte la lata, supongo que hoy estás cansado.
Mathias lo miró inquisitivamente.
—Rakel y yo hablamos por teléfono, me dijo que ayer estuviste trabajando hasta muy tarde —añadió Harry mientras maldecía para sus adentros, con la esperanza de que no se le notase nada en la cara.
—Ya, Rakel. —Mathias hizo un gesto de negación con la cabeza—. Ella también estuvo ocupada hasta tarde. Salió con unas amigas y hoy ha tenido que tomarse el día libre en el trabajo. Pero la he llamado hace un rato y resulta que había empezado a hacer limpieza general en la casa. Mujeres. ¿Qué te parece?
Harry sonrió algo forzadamente y se preguntó si existía alguna respuesta estándar a esa pregunta.
Un hombre con el uniforme verde del hospital empujaba una camilla hacia la puerta del garaje.
—¿Un nuevo envío para la Universidad de Tromsø? —preguntó Mathias.
—Despídete de Kjeldsen —dijo el del uniforme verde. Tenía una apretada hilera de aros diminutos en una oreja, más o menos como las mujeres masái llevan los anillos del cuello, con la diferencia de que éstos le creaban en la cara una asimetría molesta.
—¿Kjeldsen? —exclamó Mathias y se detuvo—. ¿En serio?
—Trece años en el servicio. Ahora le tocará a Tromsø rajarlo.
Mathias levantó la manta. Harry vio la cara del cadáver: la piel tirante cubría el cráneo, alisando las arrugas de un viejo de rostro asexuado, blanco como una máscara de yeso. Harry sabía que lo habían preparado, es decir, que le habían inyectado en las venas una mezcla de formalina, glicerol y alcohol, para que no se pudriese por dentro. Tenía en la oreja una chapa de metal con tres cifras grabadas. Mathias siguió con la mirada al técnico de autopsias que llevaba a Kjeldsen hacia la puerta del garaje. Y luego volvió otra vez en sí.
—Lo siento. Pero Kjeldsen llevaba tanto tiempo con nosotros… Era catedrático del Anatómico Forense cuando la unidad se encontraba en el centro. Un forense brillante. Con una musculatura definida. Vamos a echarlo de menos.
—No te robaremos mucho tiempo —dijo Harry—. Nos preguntamos si puedes contarnos algo de las relaciones de Idar con sus pacientes femeninas. Y con los hijos de éstas.
Mathias levantó la cabeza y miró a Harry sorprendido, luego a Katrine y después otra vez a Harry.
—¿Estás preguntando lo que creo que estás preguntando?
Harry asintió.
Mathias abrió otra puerta cerrada con llave y entraron en una habitación con ocho mesas de acero y una pizarra a un lado. Las mesas tenían una lámpara y un fregadero. En todas había algo alargado envuelto en una toalla blanca. A juzgar por la forma y el tamaño, Harry apostó a que el tema del día se encontraba en algún lugar entre la cadera y la planta del pie. Había un suave olor a cloruro de calcio, pero no tan intenso como el que Harry sabía que era habitual en la sala de autopsias del Anatómico Forense. Mathias se sentó en una silla y Harry se sentó en el borde de la mesa. Katrine se dirigió a una de las mesas y se quedó mirando tres corazones, aunque era imposible distinguir si eran de verdad o modelos.
Mathias se quedó pensando un buen rato antes de contestar.
—Nunca he notado ni he oído a nadie insinuar que pudiera haber algo así entre Idar y ninguna de sus pacientes.
El énfasis que puso al pronunciar la palabra «pacientes» sorprendió a Harry.
—¿Y qué pasa con las que no son pacientes?
—No conozco a Idar lo bastante bien para poder pronunciarme al respecto. Pero sí lo suficiente para preferir no hacerlo.
Sonrió algo inseguro.
—Si no os importa…
—Por supuesto. Me preguntaba otra cosa. ¿Conoces la enfermedad de Fahr?
—Solo superficialmente. Una enfermedad horrible y por desgracia, hereditaria.
—¿Sabes de algún especialista noruego?
Mathias reflexionó un instante.
—Nadie que se me ocurra en este momento.
Harry se rascó la nuca.
—Bueno, pues gracias, Mathias.
—De nada, no ha sido gran cosa. Si quieres saber más sobre la enfermedad de Fahr, llámame esta noche, que tendré unos libros a mano.
Harry se levantó. Fue hasta donde estaba Katrine, que había abierto la tapa de una de las grandes cajas de metal, y miró por encima de su hombro. Empezó a picarle la lengua y todo su organismo reaccionó. No al espectáculo de los miembros sumergidos en el alcohol transparente, que parecían piezas de carne de un matadero, sino al olor del alcohol. Cuarenta grados.
—Empiezan más o menos enteros —dijo Mathias—. Luego los vamos cortando a medida que vamos necesitando partes concretas.
Harry miró la cara de Katrine. Se la veía impasible. En ese momento se abrió la puerta que tenían a su espalda. Entraron los primeros estudiantes, que empezaron a ponerse unas batas azules y guantes blancos de látex.
Mathias los acompañó hasta el garaje. En la puerta de salida, cogió a Harry ligeramente del brazo, reteniéndolo.
—Solo hay una cosa que te quería comentar, Harry. O no. No estoy del todo seguro.
—Desembucha —dijo Harry, pensando que ahora se lo diría, que se habría dado cuenta por cómo se comportaba Rakel.
—Tengo un pequeño dilema. Se trata de Idar.
—¿Ah, sí? —dijo Harry con más decepción que alivio, para su sorpresa.
—Probablemente no signifique nada, pero he pensado que no me toca a mí decidirlo. Y que no se puede anteponer la lealtad en un caso tan horrible como éste. En fin, la cuestión es que el año pasado, cuando todavía trabajaba en urgencias, un colega que también conoce a Idar y yo nos fuimos a desayunar al Postkafeen después de una guardia. Es un sitio que abre pronto y sirve cerveza, así que muchos madrugadores sedientos se reúnen allí. Entre otros desgraciados.
—Conozco el sitio —dijo Harry.
—Pues allí, para nuestra sorpresa, nos encontramos con Idar. Sentado a una mesa con un chiquillo mugriento que estaba tomándose una sopa. Al vernos, Idar se levantó de golpe sobresaltado y nos dio algo así como una explicación de su presencia en ese lugar. Yo no pensé más en aquello. Es decir, no había vuelto a pensar en aquello. Hasta que me has preguntado antes… Y recuerdo lo que pensé entonces. Que a lo mejor… bueno, tú ya me entiendes.
—Entiendo —dijo Harry. Y añadió al ver la expresión compungida del otro—: Has hecho lo correcto.
—Gracias. —Mathias hizo un esfuerzo por sonreír—. Pero me siento como un Judas.
Harry trató de pensar en algo sensato que decirle, pero lo único que se le ocurrió fue tenderle la mano y murmurar un «gracias». Y se estremeció al estrechar el guante frío de Mathias.
Judas. El beso de Judas. Bajaban por la calle Slemdalsveien con el coche mientras Harry recordaba la lengua hambrienta de Rakel en su boca, los lánguidos suspiros y el resonar de los jadeos, el dolor en la cadera al empujar una y otra vez contra la de Rakel, sus gritos de frustración cuando él se detenía de repente porque quería prolongarlo más. Porque lo que ella quería no era que durase más. Ella quería ahuyentar a los demonios, purificar el cuerpo antes de volver a casa a purificar el alma. Y ponerse a limpiar. Cuanto antes mejor.
—Marca el número de la clínica —dijo Harry.
Oyó el tenue clic de los dedos raudos de Katrine sobre las teclas. Ella le dio el móvil.
Borghild contestó con una mezcla estudiada de suavidad y eficacia.
—Soy Harry Hole. Dime, ¿a quién debo dirigirme si padezco la enfermedad de Fahr?
Pausa.
—Depende… —contestó Borghild vacilando.
—¿De qué?
—Pues de la enfermedad que tenga tu padre, claro.
—Vale. ¿Está Vetlesen?
—Se ha ido ya.
—¿Tan pronto?
—Juega al curling. Inténtalo otro día.
Parecía impaciente. Harry supuso que ella también estaba a punto de irse.
—¿El club de curling de Bygdøy?
—El privado. El que está más abajo de Gimle.
—Gracias. Que tengas un buen fin de semana.
Harry le devolvió el teléfono a Katrine.
—Ya lo tenemos —dijo.
—¿A quién?
—Al especialista que tiene una enfermera que no ha oído hablar de la enfermedad de la que es especialista.
Después de preguntar, encontraron Villa Grande, una propiedad señorial que, durante la Segunda Guerra Mundial, perteneció a un noruego cuyo nombre, a diferencia de lo que ocurría con el del navegante que construyó con cañas su embarcación y con el del explorador del Polo Norte, era ampliamente conocido también fuera de Noruega: Quisling, el traidor a la patria.
Al final de la pendiente, en la parte sur de la propiedad, había una casa de madera alargada que parecía un antiguo barracón militar. Notaron el frío nada más entrar por la puerta que daba al pasillo, en un extremo del edificio. Y al otro lado de la puerta siguiente la temperatura era más baja aún.
En la pista de hielo había cuatro hombres. Sus gritos retumbaban entre las paredes de madera y ninguno se percató de la llegada de Harry y Katrine. La destinataria de los gritos era una piedra pulida que se deslizaba por la pista. Veinte kilos de granito tipo ailsite de la isla escocesa de Ailsa Craig se detuvieron ante el guardián de otras tres piedras situadas delante de los dos círculos dibujados al final de la pista. Los hombres se deslizaban balanceándose sobre un pie mientras se impulsaban con el otro, discutían, se apoyaban en los cepillos y se colocaban en posición, preparándose para una nueva piedra.
—Un deporte de esnobs… —susurró Katrine—. Míralos.
Harry no contestó. Le gustaba el curling. La visión meditativa del lento navegar de la piedra girando en un universo sin fricción aparente, como una de las naves espaciales de la odisea de Kubrick, aunque el acompañamiento no era de Johann Strauss, sino el murmullo silencioso de la piedra y del rozamiento ronroneante de los cepillos.
Los hombres ya los habían visto. Y Harry reconoció dos de las caras. De haberlas visto en entornos diversos. Uno era Arve Støp.
Idar Vetlesen se les acercó deslizándose por el hielo.
—¿Has venido a jugar, Hole?
Se lo gritó a una gran distancia, como si en realidad se dirigiera a los otros hombres y no a Harry. Y a la pregunta siguió una risa que pretendía ser jovial. Pero lo delataron los músculos que se le marcaban en la mandíbula. Se detuvo delante de ellos, con una nube de vaho blanco en la boca.
—Me temo que se ha terminado el juego —dijo Harry.
—No lo creo —dijo Idar sonriendo.
Harry empezó a notar que el frío del hielo atravesaba las suelas de las botas y le subía por las pantorrillas.
—Nos gustaría que nos acompañaras a la Comisaría General —dijo Harry—. Ahora.
A Vetlesen se le borró la sonrisa.
—¿Por qué?
—Porque nos has mentido. Entre otras cosas, no eres especialista en la enfermedad de Fahr.
—¿Quién ha dicho eso? —dijo Idar echando una mirada a los otros jugadores para constatar que estaban demasiado lejos como para poder oírlos.
—Lo ha dicho tu secretaria, que ni siquiera ha oído hablar de esa enfermedad.
—Oye —dijo Idar con un nuevo timbre en la voz, el timbre de la desesperación—. No podéis venir a buscarme de esta manera. Así delante de…
—¿De tus clientes? —preguntó Harry mirando por encima del hombro de Idar. Arve Støp quitaba el hielo de debajo de una piedra con el cepillo, sin dejar de observar a Katrine.
—No sé lo que queréis —oyó decir a Idar—. Estoy dispuesto a cooperar, pero no lo haré si lo que pretendéis es humillarme y fastidiarme deliberadamente… Éstos son mis mejores amigos.
—Vamos a seguir, Vetlesen… —dijo una voz profunda de barítono. Era Arve Støp.
Harry miró al pobre cirujano. Se preguntó qué significaría para él lo de «mejores» amigos. Y pensó que, con que existiera la mínima posibilidad de que, al satisfacer el deseo de Vetlesen, recibieran algo a cambio, merecería la pena.
—Vale —dijo Harry—. Nos vamos. Pero tienes que estar en la Comisaría General de Grønland dentro de una hora exactamente. Si no, vendremos a buscarte con sirenas y trompetas. Y en Bygdøy se oyen perfectamente, ¿verdad?
Vetlesen asintió con la cabeza y por un segundo pareció que, siguiendo su costumbre, se iba a echar a reír.
Oleg cerró de un portazo, se quitó las botas y subió a zancadas las escaleras hasta el segundo piso. Había un olor fresco a cítricos y a jabón en toda la casa. Entró corriendo en su dormitorio y los tubos de metal que colgaban del techo resonaron mientras él se quitaba los vaqueros y se ponía el chándal. Salió corriendo otra vez, pero cuando cogió la barandilla para bajar de un salto, oyó gritar su nombre desde detrás de la puerta del dormitorio de su madre.
Entró y se encontró a Rakel de rodillas, metiendo una escoba debajo de la cama.
—¿No limpiaste el fin de semana?
—Sí, pero no a fondo —dijo la madre, se levantó y le acarició la frente—. ¿Adónde vas?
—A Gressbanen. A patinar. Karsten me está esperando abajo, en la calle. Volveré a la hora de cenar. —Cogió impulso en el umbral y se deslizó con los calcetines por el parqué hacia la escalera, con el centro de gravedad bajo, como le había enseñado Erik V., uno de los veteranos de las pistas de patinaje de Valle Hovin.
—Espera un poco, jovencito. A propósito de patines…
Oleg se paró. «Vaya —pensó—. Ha encontrado los patines».
Rakel se apoyó en el marco de la puerta, ladeó la cabeza y se lo quedó mirando.
—¿Qué pasa con los deberes?
—No tengo muchos —dijo él aliviado, y sonrió—. Los haré después de cenar.
Se dio cuenta de que su madre dudaba y añadió rápidamente:
—Qué guapa estás con ese vestido, mamá.
Ella se miró el viejo vestido azul cielo con flores blancas. Luego a Oleg, con una expresión de advertencia pero también con un amago de sonrisa en los labios.
—Cuidado, Oleg, estás hablando como tu padre.
—¿Ah, sí? Creía que él solo hablaba ruso.
No había querido darle ningún sentido especial al comentario, pero algo le sucedió a su madre, como si se hubiera sobresaltado.
Oleg dio unas pataditas de impaciencia.
—¿Puedo irme ya?
—¿«Vale, puedes irte»? —la voz de Katrine Bratt retumbó entre las paredes del gimnasio del sótano de la Comisaría General—. No me puedo creer que le hayas dicho eso. No me creo que hayas dejado que Idar Vetlesen se vaya.
Harry levantó la cabeza para verle la cara a Katrine, que se inclinaba sobre el banco de ejercicios en el que estaba tendido. El globo de la lámpara del techo formaba una aureola resplandeciente y amarilla alrededor de la cabeza de su colega. Harry respiraba con dificultad bajo el peso de la barra de hierro que le cruzaba el pecho. Había llegado dispuesto a batir su propio récord de pesas en el banco con noventa y cinco kilos y no había hecho más que levantar la barra del soporte cuando Katrine entró como una exhalación y le fastidió el invento.
—No me ha quedado más remedio —dijo Harry, y consiguió empujar la barra un poco más arriba para apoyársela en el esternón—. Ha venido con su abogado, Johan Krohn.
—¿Y qué?
—Bueno. Krohn empezó preguntando qué tipo de métodos estábamos utilizando para presionar a su cliente; dijo que la compra y venta de sexo es legal en Noruega, y que nuestros métodos de trabajo para hacer que un médico respetado quebrante el secreto profesional también merecerían una primera página en los periódicos.
—¡Pero por Dios! —gritó Katrine con una voz que vibraba de ira—. ¡Se trata de un caso de asesinato!
Harry nunca la había visto perder el control de esa manera y contestó con el tono más suave de que fue capaz:
—Mira, no podemos vincular el asesinato con la enfermedad de los hijos de las víctimas, ni siquiera suponer que exista una relación. Y Krohn lo sabe. Y por lo tanto, no lo puedo retener.
—¡No! Solo puedes… quedarte ahí tumbado… ¡sin hacer nada!
A Harry empezaba a dolerle el esternón y pensó que, en eso, Katrine estaba en lo cierto, desde luego.
Katrine se tapó la cara con las manos.
—Yo… yo… lo siento. Es solo que… Ha sido un día muy raro.
—Vale —suspiró Harry—. ¿Puedes ayudarme a levantar la barra? Estoy a punto de…
—¡El otro lado! —exclamó ella y se apartó las manos de la cara—. Tenemos que empezar en el otro lado… ¡En Bergen!
—No —susurró Harry con el último aire que le quedaba en los pulmones—. Bergen no se puede considerar el otro lado. ¿Puedes…?
La miró. Vio sus ojos oscuros, que se le llenaban de lágrimas.
—Es la regla —susurró ella. Y sonrió. Ocurrió tan rápido que parecía que, de repente, fuera otra persona la que lo contemplaba desde arriba, una persona con un brillo extraño en la mirada y la voz templada—. Y tú puedes morirte, sin más.
Asombrado, oyó cómo se alejaban sus pasos y cómo a él le crujía el esqueleto. Vio unos puntitos rojos que empezaban a bailarle delante de los ojos. Soltó un taco, apretó las manos alrededor de la barra de hierro y empujó con un rugido. La barra no se movía.
Katrine tenía razón, la verdad era que podía morir así. Tenía esa opción. Cómico, pero cierto.
Se volvió, inclinó la barra hacia un lado hasta que oyó que las pesas se deslizaban y caían al suelo con un ruido ensordecedor. La barra cayó al suelo por el otro lado. Se sentó y contempló las pesas que rodaban tambaleándose por la habitación, sin meta ni objetivo.
Harry se duchó, se cambió y subió hasta el sexto piso por las escaleras. Se desplomó en la silla y notó en la musculatura ese dolor tan grato que le avisaba de que al día siguiente tendría agujetas.
Oyó los mensajes del contestador, uno de ellos de Bjørn Holm, que le pedía que lo llamase lo antes posible.
Cuando cogieron el teléfono en casa de Holm, se oyeron unos sollozos desgarradores acompañados de los rasgueos de una pedal steel.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Dwight Yoakam —dijo Holm, y bajó el volumen—. Un cabrón muy atractivo, ¿verdad?
—Quiero decir, ¿qué querías?
—Hemos recibido los resultados de la carta del Muñeco de Nieve.
—¿Y?
—Por lo que al texto se refiere, nada de particular. Impresora láser estándar.
Harry esperó. Sabía que Holm tenía algo.
—Lo interesante es la cuartilla que ha utilizado. Nadie del laboratorio ha visto antes esa clase de papel, por eso hemos tardado un poco más. Está hecha de mitsumata, un tipo de rafia japonesa que se parece al papiro. Se supone que puedes reconocer el mitsumata por el olor. Se fabrica a mano a partir de una planta y justamente ese tipo de cuartilla es particularmente exquisito. Se llama Kono.
—¿Kono?
—Hay que ir a tiendas especializadas para comprarlo, esos sitios donde venden plumas de diez mil coronas, tinta especial y cuadernos de piel. Ya sabes…
—Pues no.
—Bueno, yo tampoco —reconoció Holm—. Pero solo hay una tienda en Oslo que venda papel de carta Kono. Worse, en la calle Gamle Drammensveien. He hablado con ellos y me dijeron que ese tipo de artículos se vende muy poco hoy en día, así que no creen que lo vayan a volver a pedir. El dueño insistió mucho en que la gente ya no tiene el mismo sentido de la calidad que antes.
—¿Eso quiere decir que…?
—Pues sí, por desgracia, quiere decir que no se acuerda de a quién le vendió papel Kono por última vez.
—Ya. ¿Y ésa es la única tienda que lo vende?
—Sí —dijo Holm—. Había una en Bergen, pero dejaron de venderlo hace unos años.
Holm esperaba una respuesta, o más bien una pregunta, mientras Dwight Yoakam, muy bajito, cantaba a la tirolesa en honor de su amada, que estaba en la tumba. Pero Harry no reaccionó.
—¿Harry?
—Sí. Estoy pensando.
—¡Muy bien! —dijo Holm.
Ese humor calmoso de la gente del interior hacía que Harry siguiera riéndose entre dientes incluso sin saber por qué. Pero esta vez no. Harry carraspeó.
—Estaba pensando que es extraño de cojones enviarle una hoja de ésas a un investigador de homicidios si te preocupa que el rastro lo conduzca hasta ti. No hay que ver muchas series policíacas en la tele para saber que lo comprobaríamos.
—A lo mejor no sabía que era tan poco usual… —dijo Holm—. A lo mejor no la compró él…
—Por supuesto que es una posibilidad, pero algo me dice que el Muñeco de Nieve no metería la pata de esa manera.
—Pues la verdad es que lo ha hecho.
—Quiero decir que creo que no es una metedura de pata —dijo Harry.
—Quieres decir…
—Sí, quiero decir que su intención era que nos diéramos cuenta.
—¿Por qué?
—Lo clásico. El típico asesino en serie narcisista que escenifica una obra consigo mismo como protagonista, representando el papel del invencible, el poderoso, el que terminará ganando.
—¿Ganando a quién?
—Bueno —dijo Harry, y lo expresó en voz alta por primera vez—. Aun a riesgo de parecer narcisista yo también: a mí.
—¿A ti? ¿Por qué?
—No tengo ni idea. A lo mejor porque sabe que soy el único policía de Noruega que ha atrapado a un asesino en serie, porque me considera un desafío. Es lo que sugiere la carta, alude a Toowoomba. No lo sé, Holm. Ahora que lo pienso, ¿tienes el nombre de esa tienda de Bergen?
—¡Aquí Ingle!
El apellido resonó con el acento y la gravedad propia de Bergen. Es decir, con una «n» breve, una «g» suave y una «e» larga que se quebraba a medio camino. Peter Ingling, el hombre que, por iniciativa propia, pronunciaba su apellido igual que esa parte tan íntima del cuerpo humano tenía la respiración entrecortada y era chillón y complaciente. Les contó que había vendido todo tipo de pequeños objetos antiguos, pero que se había especializado en pipas, mecheros, plumas, carpetas de piel y accesorios de escritura. Usados o nuevos. La mayoría de sus clientes eran fijos y con una edad media que aumentaba al unísono con la suya.
A la pregunta de Harry sobre el papel de carta Kono, contestó con tono de disculpa que ya no lo vendía. En realidad, hacía varios años que no tenía en el almacén.
—A lo mejor es pedir demasiado —dijo Harry—. Pero ya que la mayoría de tus clientes son fijos, ¿podrías recordar a alguno de los que compraban ese papel de carta?
—Alguno, a lo mejor. Møller. Y Kikkusæn, el de Mølláren. No llevo ningún registro, pero la parienta tiene muy buena memoria.
—A lo mejor podéis anotar el nombre completo, la dirección y la edad aproximada de los que recordéis, y enviar un correo electrónico…
Un chasquido interrumpió a Harry.
—No tenemos ningún correo de ésos. Ni pensamos tenerlo. Mejor me das un número de fax.
Harry le dio el de la Comisaría General. Vaciló un instante. Era una corazonada. Pero siempre había una razón para tener una corazonada.
—¿Por casualidad no tendríais hace unos años a un cliente…, un tal Gert Rafto? —dijo Harry.
—¿Rafto el de Hierro? —Peter Ingling se rio.
—¿Has oído hablar de él?
—Toda la ciudad sabía quién era. No, no era cliente nuestro.
El comisario Bjarne Møller solía decir que para determinar lo único posible hay que eliminar todo lo imposible. Y por eso un investigador no debe desesperarse, sino alegrarse cada vez que puede borrar una pista que no conduce a la solución. Además, solo había sido una corazonada.
—Bueno, gracias de todos modos —dijo Harry—. Que tengáis un buen día.
—No era cliente —dijo Ingling—. Era yo el que le compraba.
—¿Ah, sí?
—Sí. Venía con alguna cosa que otra. Mecheros de plata usados, plumas de oro, cosas así. A veces le compraba algo. Antes de que me enterara de dónde procedían, claro…
—¿Y de dónde procedían?
—¿No estás enterado? Robaba en los escenarios de los crímenes en los que trabajaba.
—¿Y nunca compró nada?
—A Rafto no le hacían falta las cosas que nosotros vendíamos.
—¿Y el papel? Eso le hace falta a todo el mundo.
—Bueno. Un momento, voy a consultárselo a mi mujer.
Tapó el auricular con la mano, pero Harry oía el griterío de fondo, y luego una conversación en voz más baja. Ingling retiró la mano y manifestó triunfal con acento de Bergen:
—Dice que cree que le dimos el resto de las hojas a Rafto cuando dejamos de venderlas. A cambio de un recado de escribir holandés de plata, algo estropeado, según dice. Mi parienta tiene una memoria increíble.
Harry colgó y comprendió que tenía que ir a Bergen. Volver a Bergen.
A las nueve de la noche seguía habiendo luz en el segundo piso del número 6 de la calle Brynsalléen de Oslo. Desde fuera, aquel edificio de seis plantas se parecía a cualquier complejo de negocios con su fachada moderna de ladrillo rojo y acero gris. Y hasta cierto punto, por dentro también, ya que la mayoría de sus más de cuatrocientos empleados eran ingenieros, especialistas en informática, sociólogos, técnicos de laboratorio, fotógrafos y cosas por el estilo. Aun así, aquélla era «la unidad nacional de la lucha contra el crimen organizado y otros delitos graves», comúnmente conocida por su antiguo nombre de Policía Judicial Central, o, mejor dicho, por la abreviatura KRIPOS.
Eran las nueve de la noche y Espen Lepsvik acababa de despedirse de sus hombres después de repasar la investigación. Solo quedaba un agente en la sala de reuniones de luz intensa y poco acogedora.
—No es mucho —dijo Harry Hole.
—Bonito circunloquio para decir «nada» —comentó Espen Lepsvik frotándose los párpados con el pulgar y el índice—. ¿Vamos a tomar una cerveza mientras me cuentas lo que habéis conseguido averiguar?
Harry lo fue informando mientras Espen Lepsvik conducía hacia el centro, al restaurante Justisen, que estaba de camino a donde vivían. Cuando Harry terminó, estaban sentados en la mesa del fondo de un local muy bien aprovechado al que iban toda clase de personas, desde estudiantes sedientos de cerveza hasta abogados y oficiales de policía más sedientos aún.
—Estoy pensando en llevarme a Bergen a Katrine Bratt en vez de a Skarre —dijo Harry, bebiendo a sorbitos de la botella de agua con gas—. Comprobé su curriculum justo antes de ir a veros. Es bastante novata pero, según los papeles, en Bergen trabajó en dos casos de asesinato y creo recordar que tú te desplazaste hasta allí para hacerte cargo de ellos.
—Bratt, sí, me acuerdo de ella —dijo Espen Lepsvik, sonrió y levantó el dedo índice hacia la barra indicando que quería otra cerveza.
—¿Estabas contento con ella?
—Es cojonuda. Cojonudamente… competente. —Lepsvik le guiñó el ojo a Harry, que advirtió en el otro la mirada turbia de un hombre cansado con tres cervezas en el cuerpo—. Y si no hubiésemos estado casados ambos, creo que habría intentado ligármela, coño.
Apuró el vaso de cerveza.
—Me preguntaba más bien si te parece que es equilibrada… —dijo Harry.
—¿Equilibrada?
—Sí. Hay algo en ella… no sé cómo explicarlo. Algo extremo.
—Comprendo a qué te refieres. —Espen Lepsvik asintió lentamente con la cabeza mientras, con la mirada, intentaba encontrar un punto de apoyo en la cara de Harry—. Tiene una hoja de servicios impecable. Pero entre tú y yo, oí lo que uno de los chicos de allí contaba de ella y del marido.
Lepsvik buscaba algún indicio de aliento en la expresión de Harry; no encontró ninguno, pero continuó de todos modos:
—Algo de… ya sabes… charol y cuero. Cosas de sado. Parece que iban a ese tipo de clubes. Un poco pervertido.
—Eso no es asunto mío —dijo Harry.
—¡No, no, mío tampoco! —exclamó Lepsvik y agitó los brazos en señal de rechazo—. Solo es un rumor. ¿Y sabes qué? —Lepsvik se rio, se inclinó sobre la mesa y Harry pudo comprobar que el aliento le olía a cerveza—. Yo la habría dejado que me pusiera un collar.
Harry comprendió que debió de notársele algo en la mirada, porque, de repente, Lepsvik puso cara de arrepentirse de su franqueza y se retiró enseguida a su lado de la mesa. Luego continuó en un tono más correcto:
—Una señora muy profesional. Lista. Entregada, diligente. Recuerdo que insistió con cierta vehemencia en que le ayudase con un par de casos archivados. Pero desequilibrada no, más bien todo lo contrario. Más bien un poco hermética y rara. Pero no es la única. Sí, la verdad, creo que vosotros dos podéis ser un equipo perfecto.
Harry sonrió al oír el sarcasmo y se levantó:
—Gracias por la información, Lepsvik.
—¿Por qué no me das algo de información tú también? ¿Tú y ella tenéis… algo en marcha?
—La información que puedo darte —dijo Harry arrojando un billete de cien encima de la mesa— es que deberías dejar el coche aquí.