DÍA 7. LA CONVERSACIÓN
—Uno de los estupas lo ha reconocido —dijo Skarre—. Cuando le enseñé la foto de Vetlesen, el agente dijo que lo había visto varias veces en el cruce de las calles Skippergata y Tollbugata.
—¿Qué hay en ese cruce? —preguntó Gunnar Hagen, que había insistido en participar en la reunión de los lunes en el despacho de Harry.
Skarre miró a Hagen un poco inseguro, como si quisiera comprobar si el comisario jefe del grupo estaba bromeando.
—Camellos, putas…, sus clientes… —dijo—. Es su nuevo emplazamiento desde que los echamos de Plata.
—¿Solo allí? —dijo Hagen estirando el cuello—. Me han contado que ahora están más dispersos.
—Bueno, ése es el centro de operaciones —dijo Skarre—. Pero claro, también los encuentras bajando hacia el edificio de la Bolsa y más arriba, donde está el Norges Bank. Por el museo Astrup Fearnly, el edifico Gamle Logen y la cafetería de Bymisjonen… —Harry bostezó sonoramente y Skarre guardó silencio.
—Sorry —dijo Harry con tono inocente—. Ha sido un fin de semana muy duro. Continúa.
—El agente no recordaba haberlo visto comprando droga. Cree que Vetlesen es cliente habitual del Hotel Leon.
En ese momento entró por la puerta Katrine Bratt. Estaba despeinada, pálida y con los ojos medio cerrados, pero soltó un alegre «buenos días» con acento de Bergen mientras buscaba una silla. Bjørn Holm se levantó de un salto, le indicó con la mano que se sentara en la suya y fue a buscar otra.
—¿El Hotel Leon, el de la calle Skippergata? —dijo Hagen—. ¿Ahí venden droga?
—Podría ser —dijo Skarre—. Yo he visto entrar allí a más de una puta, todas negras, así que será lo que llaman «una casa de masajes».
—No creo —dijo Katrine Bratt, que estaba de espaldas a ellos colgando el abrigo en el perchero—. Las casas de masaje constituyen el mercado de interior, ahora las llevan los vietnamitas. Se instalan en las afueras, en áreas residenciales discretas, se abastecen de mujeres asiáticas y evitan el territorio del mercado de exterior de los africanos.
—Creo que he visto un cartel anunciando habitaciones baratas en la fachada de ese lugar —dijo Harry.
—Cuatrocientas coronas la noche.
—Exactamente —dijo Katrine—. Tienen habitaciones pequeñas que, sobre el papel, se alquilan por días pero que en realidad están disponibles por horas. Dinero negro, los clientes no exigen factura. Y mujeres negras. Y proxenetas negros. Pero el dueño del hotel, que es el que más gana, es blanco.
—Pues sí que está puesta —le dijo Skarre a Hagen—. Un poco extraño que el grupo de Delitos Sexuales de Bergen sepa tanto de las casas de putas de Oslo.
—Se parecen bastante en todas partes —dijo Katrine—. ¿Te apuestas algo a que lo que acabo de decir es verdad?
—El dueño es paquistaní —dijo Skarre—. Doscientas coronas.
—Hecho.
—Bueno —dijo Harry juntando las manos—. ¿Qué hacemos aquí sentados?
El propietario del Hotel Leon se llamaba Børre Hansen, era de Sølor y tenía una piel tan blanca y grisácea como el aguanieve que los clientes traían al entrar y dejaban en el parqué desgastado delante del mostrador, que tenía un letrero donde se leía RECPECIÓN en letras negras. Ya que ni la clientela ni Børre estaban especialmente preocupados por la ortografía, el letrero llevaba cuatro años sin corregirse, desde que Børre empezó a regentarlo. Hasta entonces se había dedicado a viajar por toda Suecia vendiendo coches, había probado con el comercio fronterizo de películas porno antiguas en Svinesund y había adquirido un acento que sonaba a una mezcla entre músico de verbenas y predicador. Fue en Svinesund donde conoció a Natacha, una bailarina erótica rusa, de cuyo representante, también ruso, escaparon por los pelos. Natacha se había cambiado el nombre y ahora vivía con Børre en Oslo. Él se hizo cargo del Leon cuando los tres serbios que lo regentaban tuvieron que marcharse del país por diversas razones, y continuó donde ellos lo dejaron, ya que no vio ningún motivo para cambiar el concepto; alquiler de habitaciones por un tiempo breve, casi siempre muy breve. Los ingresos llegaban sobre todo al contado, y los clientes no eran muy exigentes en lo que a la calidad de los servicios o al mantenimiento se refería. Un negocio redondo. Un negocio que no tenía ningún interés en perder. Por eso le disgustaba todo lo relacionado con las dos personas que tenía delante y, más que nada, con sus tarjetas de identificación.
El hombre alto que tenía el pelo de punta puso una foto encima del mostrador.
—¿Has visto a este tío?
Børre Hansen negó con la cabeza, contento pese a todo de que no fuera a él a quien buscaban.
—¿Seguro? —dijo el hombre, que puso los codos en el mostrador y se inclinó hacia delante.
Børre miró la foto otra vez y pensó que debería haber observado con más detenimiento la tarjeta de identificación. Aquel tío se parecía más a los drogatas que pululaban por las calles de la zona que a un agente de policía. Y la chica que estaba detrás de él tampoco parecía policía. Si se hubiese agenciado a un chulo que no le robara, podría haber multiplicado sus ingresos por cinco, como mínimo.
—Sabemos que regentas una casa de putas —dijo el agente de policía.
—Llevo un hotel, tengo licencia y todos los papeles en orden. ¿Queréis comprobarlo? —Børre señaló la pequeña oficina que había justo detrás de la recepción.
El agente de policía negó con la cabeza.
—Les alquilas habitaciones a las putas y a sus clientes. Eso está prohibido por la ley.
—Mira —dijo Børre tragando saliva. La conversación se había desviado en la dirección que él temía—. Yo no me meto en lo que hagan mis clientes mientras paguen.
—Pero yo sí me meto —dijo el policía en voz baja—. Mira la foto con más atención.
Børre miró. La foto debía de tener varios años, porque parecía muy joven. Joven y despreocupado, sin señales de desesperación.
—La última vez que lo consulté, la prostitución no era ilegal en Noruega —dijo Børre Hansen.
—No —dijo la agente—. Pero regentar un burdel sí lo es.
Børre Hansen hizo lo que pudo para poner cara de indignación.
—Como sabes, la policía tiene la obligación de comprobar regularmente que se cumplen las disposiciones hoteleras —dijo el policía.
—Por ejemplo, si hay salidas de incendios para todas las habitaciones.
—Un mantenimiento adecuado de las fichas de registro de los clientes extranjeros —añadió la agente.
—Un fax para recibir las solicitudes de la policía relativas a los clientes.
—La contabilidad de los impuestos.
Estaban llegando a lo importante. Fue el policía quien dio la estocada final.
—Estamos considerando la posibilidad de decirles a los del grupo de Delitos Económicos que vengan a repasar todas las facturas de las personas que nuestros agentes han visto ir y venir durante las últimas semanas.
Børre Hansen sintió náuseas. Natacha. La hipoteca. Y un pánico incipiente al pensar en las noches de invierno negras y frías que tendría que pasar en escaleras extrañas con la Biblia debajo del brazo.
—Claro que podemos no hacerlo —dijo el policía—. En realidad, es una cuestión de prioridades. De los recursos tan limitados con que cuenta la policía. ¿Verdad, Bratt?
La agente asintió.
—Alquila una habitación dos veces por semana —dijo Børre Hansen—. Siempre la misma habitación. Se queda hasta tarde.
—¿Hasta tarde?
—Recibe varias visitas.
—¿Blancas o negras? —preguntó la mujer.
—Negras. Solo negras.
—¿Cuántas?
—No lo sé. Varía. Ocho. Doce.
—¿Al mismo tiempo? —preguntó la agente.
—No, cambian. Algunas vienen de dos en dos. Por la calle también van casi siempre en pareja.
—Vaya —dijo el policía.
Børre Hansen asintió con la cabeza.
—¿Con qué nombre se registra?
—No me acuerdo.
—Pero lo encontraremos en el libro de clientes, ¿no? Y en la contabilidad…
Debajo de la flamante chaqueta, Børre Hansen tenía la espalda de la camisa blanca empapada de sudor.
—Lo llaman «Doctor White». Las señoras que preguntan por él, quiero decir.
—¿Doctor?
—Yo qué sé. Él… —Børre Hansen titubeó. No quería decir más de lo necesario. Pero por otro lado, quería mostrar su voluntad de colaborar. Y aquél era ya un cliente perdido—. Trae un maletín grande de médico. Y siempre pide… toallas extra.
—Vaya —dijo la mujer—. Eso suena un tanto rarillo. ¿Has visto sangre cuando limpias la habitación?
Børre no contestó.
—Si es que limpias la habitación —apostilló el agente de policía—. Responde.
Børre suspiró.
—No mucha, pero más de… —se calló.
—¿De lo normal? —preguntó la mujer sarcásticamente.
—No creo que les haga daño… —se apresuró a decir Børre Hansen, y enseguida se arrepintió.
—¿Por qué no? —dijo el policía.
Børre se encogió de hombros.
—Supongo que en ese caso no habrían vuelto.
—¿Y solo son mujeres?
Børre asintió. Pero, al parecer, el policía se percató de algo. Una tensión en la musculatura del cuello, un pequeño tirón en la membrana mucosa y enrojecida del ojo…
—¿Hombres?
Børre negó con la cabeza.
—¿Muchachos? —preguntó la policía que, obviamente, se imaginaba lo mismo que su compañero.
Børre Hansen volvió a negar con la cabeza, pero con ese pequeño retraso casi imperceptible que se produce cuando el cerebro tiene que elegir entre dos alternativas.
—Niños —dijo el agente de policía bajando la frente, como si fuese a darle una cornada—. ¿Ha recibido a niños?
—¡No! —exclamó Børre y notó que el sudor le chorreaba por todos los poros—. ¡Nunca! Hay límites. Solo han sido dos veces… ¡Y no los dejé entrar, los eché directamente a la calle!
—¿Africanos? —preguntó el hombre.
—Sí.
—¿Chicos o chicas?
—Las dos cosas.
—¿Venían solos? —preguntó Katrine.
—No, con mujeres. Las madres, supongo. Pero ya os digo que no los dejé entrar en su habitación.
—Has dicho que viene dos veces por semana. ¿Tiene horario fijo?
—Lunes y jueves. De ocho a once. Y siempre es puntual.
—O sea, que le toca venir esta noche, ¿no? —dijo el hombre, y miró a su colega—. Bueno, pues gracias.
Børre dejó salir el aire de los pulmones y se dio cuenta de que le dolían las piernas, porque se había pasado todo el rato de puntillas.
—Un placer —dijo sonriendo.
Los policías se encaminaron a la puerta. Børre sabía que debía callarse, pero también que aquella noche no podría dormir si no se lo confirmaban.
—Pero… —les dijo—. Pero, tenemos un trato, ¿verdad?
El policía se volvió y enarcó una ceja, lleno de asombro.
—¿Sobre qué?
Børre tragó saliva.
—Sobre lo de esas… inspecciones.
El policía se frotó la barbilla.
—¿Estás insinuando que tienes algo que ocultar?
Børre parpadeó perplejo. Y oyó resonar su propia risa nerviosa mientras decía:
—¡No, por supuesto que no! ¡Ja, ja! Aquí está todo en orden.
—Bueno, entonces no tienes nada que temer cuando vengan. Las inspecciones no son mi negociado.
Se marcharon. Y Børre abrió la boca, quería protestar, decir algo, pero no sabía qué.
El teléfono sonó dándole la bienvenida a Harry cuando llegó al despacho.
Era Rakel, que le quería devolver una película que le había prestado.
—¿Las reglas del juego? —repitió Harry asombrado—. ¿La tienes tú?
—Dijiste que estaba en esa lista tuya de las películas más infravaloradas de todos los tiempos.
—Sí, pero a ti nunca te gustan esas películas.
—Eso no es verdad.
—Starship Troopers no te gustó.
—Eso es porque era una película mala y machista.
—Es una sátira —dijo Harry.
—¿Sobre qué?
—El fascismo innato de la sociedad norteamericana. Una mezcla de los Hardy y las juventudes hitlerianas.
—Venga, Harry. ¿Una guerra contra insectos gigantes en un planeta lejano?
—Xenofobia.
—Pero me gusta esa película tuya de los años setenta, ésa de las escuchas…
—La conversación —suspiró Harry—. La mejor de Coppola.
—Eso es. Estoy de acuerdo en que esa está infravalorada.
—No está infravalorada. —Volvió a suspirar Harry—. Solo olvidada. Ganó un Oscar a la mejor película.
—Voy a cenar con unas amigas esta noche. Puedo llevártela al volver a casa. ¿Estarás levantado alrededor de las doce?
—Puede ser. ¿Por qué no te pasas antes de la cena mejor?
—Iré más justa de tiempo, pero puedo intentarlo.
Su respuesta fue muy rápida. Pero no tan rápida como para que Harry no se diera cuenta.
—Ya —dijo—. De todas formas, no puedo dormir. Tengo un hongo en casa que me roba el aire.
—¿Sabes qué? Te la dejo en el buzón y así no te tienes que levantar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Colgaron. Harry vio que la mano le temblaba ligeramente. Llegó a la conclusión de que se debía a la falta de nicotina. Y se dirigió al ascensor.
Katrine salió de su despacho como si hubiera sabido que era él quien venía dando zapatazos.
—He estado hablando con Espen Lepsvik. Nos prestan a uno de los suyos para el trabajo de esta noche.
—Estupendo.
—¿Buenas noticias?
—¿Por?
—Estás sonriendo.
—¿Ah, sí? Será que lo espero con ansiedad.
—¿El qué?
Se tocó el bolsillo.
—Fumar.
Eli Kvale estaba sentada a la mesa de la cocina tomando una taza de té, mirando al jardín y oyendo el sonido tranquilizador del lavavajillas. El teléfono negro estaba en la encimera. El auricular llegó a calentarse de lo fuerte que lo había apretado, pero no era más que alguien que se había equivocado de número. A Trygve le gustó el gratinado de pescado, dijo que era su plato favorito. Pero eso lo decía de casi todos. Era un buen chico.
La hierba se extendía fuera ocre e inerte, no había rastro de la nieve de aquella noche. ¿Y quién sabe?, tal vez lo hubiera soñado todo.
Estaba hojeando una revista. Se había tomado libres los primeros días de la llegada de Trygve, para poder estar con él un rato. Hablar con franqueza, ellos dos solos. Ahora, en cambio, él estaba con Andreas en el salón, haciendo aquello para lo que ella se había tomado unos días libres. Le parecía bien, ellos tenían más de qué hablar. Se parecían tanto. Y, a decir verdad, la idea de hablar con franqueza siempre le había gustado más que hacerlo en realidad. Porque esa conversación siempre terminaría necesariamente en un punto. Delante de una pared enorme e infranqueable.
Naturalmente, aceptó ponerle al niño el nombre del padre de Andreas. Así tendría algo de él, por lo menos el nombre. Estuvo a punto de contarlo todo justo antes de dar a luz. Hablar del aparcamiento vacío, de la oscuridad, de las pisadas negras en la nieve. Del cuchillo pegado a la piel de la garganta y aquella respiración sin rostro en la mejilla. Camino a casa, con el semen chorreándole en las bragas, le pidió a Dios que siguiera fluyendo hasta que no quedara una gota. Pero Dios no atendió sus plegarias.
Después de aquello se preguntó en más de una ocasión cómo habrían sido las cosas si Andreas no hubiera sido pastor ni hubiera tenido una postura tan intransigente con respecto al aborto; y si ella no hubiera sido tan cobarde. Si Trygve no hubiera nacido. Pero para entonces, la pared ya estaba construida, un muro inamovible de cosas no dichas.
Que Trygve y Andreas se pareciesen tanto era una bendición dentro de la maldición. Incluso le encendió la tenue llama de la esperanza, así que fue a una consulta médica donde nadie la conocía y les llevó dos cabellos que había cogido de sus respectivas almohadas. Porque había leído que con eso bastaba para hallar el código de algo que se llamaba ADN, una especie de huella dactilar genética. Del consultorio enviaron los cabellos al laboratorio forense del Rikshospitalet, que utilizaba ese nuevo método en casos de paternidad. Y al cabo de dos meses, ya tenía la respuesta. Que no había sido un sueño: el aparcamiento, las pisadas negras, la respiración acelerada, el dolor.
Volvió a mirar el teléfono. Por supuesto, se habían equivocado de número. La respiración que oyó en el auricular era de una persona que se había quedado algo perpleja al oír una voz desconocida y no sabía si colgar o decir algo. Así era.
Harry salió al pasillo y cogió el teléfono del portero automático.
—¿Quién es? —gritó para ahogar la música de Franz Ferdinand, que resonaba en el estéreo del salón.
No hubo respuesta, solo el zumbido de un coche en la calle Sofie.
—¿Quién es?
—¡Hola! Soy Rakel. ¿Estabas acostado?
Se le notaba en la voz que había bebido. No mucho, pero lo suficiente para que le sonara una octava más alta y la risa, aquella risa tan maravillosa y profunda, salpicara sus palabras.
—No —dijo él—. ¿Lo has pasado bien?
—Bastante.
—Solo son las once.
—Las chicas se querían ir pronto a casa. Por el trabajo y esas cosas.
—Ya.
Harry se la imaginaba. La mirada burlona, el brillo del alcohol en los ojos.
—Tengo la película —dijo ella—. Si quieres que la deje en el buzón, ábreme la puerta.
—Claro.
Levantó el dedo para apretar el botón que abría la puerta. Esperó. Sabía que ése era el margen de tiempo. Los dos segundos que tenían a su disposición. De momento contaban con todas las posibilidades de retirada. Le gustaban las posibilidades de retirada. Y sabía perfectamente que no quería que ocurriera. Era demasiado incontrolable, demasiado doloroso para pasar por ello otra vez. Entonces, ¿por qué sentía los latidos en el pecho como si tuviera dos corazones? ¿Por qué no apretaba el botón que podía enviarla fuera de la casa y de su cabeza? «Ahora», pensó y puso el dedo índice en el plástico duro del botón.
—Bueno —dijo ella—, también puedo subirte el DVD.
Harry ya sabía antes de hablar que la voz le sonaría rara.
—No hace falta —dijo—. Mi buzón es el que no tiene nombre. Buenas noches.
—Buenas noches.
Apretó el botón. Fue al salón, subió el volumen de Franz Ferdinand, intentó ahuyentar los pensamientos, olvidar ese nerviosismo estúpido, y solo absorber el sonido, el rasgueo de las guitarras. Enfadadas, débiles. Tocaban con mediocridad. Cantaban en inglés. Pero en la sucesión de acordes febriles se mezclaba otro sonido.
Harry bajó el volumen de la música. Aguzó el oído. Iba a volver a subir el volumen cuando oyó un ruido. Como de papel de lija en la madera. O de un arrastrar de zapatos por el suelo. Fue al pasillo y vio una figura detrás del cristal rugoso de la puerta.
Abrió.
—He llamado —dijo Rakel disculpándose con la mirada.
—¿Ah, sí?
Agitaba en la mano la funda de la película.
—No cabía en el buzón.
Estuvo a punto de decir algo, quería decir algo. Pero ya había alargado el brazo, ya la había cogido, la abrazó, la oía jadear mientras la apretaba con fuerza. Vio cómo abría la boca, y la lengua, roja y burlona, iba al encuentro de la suya. Y realmente no había nada que decir.
Ella se pegó a él, la notó suave y caliente.
—Dios mío… —susurró.
Él la besó en la frente.
El sudor era una capa fina que los separaba y los unía a la vez.
Fue exactamente como él sabía que iba a ser. Como la primera vez, solo que sin nervios, sin las dudas, sin las preguntas no formuladas. Como la última vez, sin anestesia, sin su llanto de después. Uno puede dejar a una persona con la que le va bien en la cama. Pero Katrine tenía razón, siempre se vuelve. Sin embargo, Harry comprendió que había algo más. Que para Rakel aquello era una última visita necesaria a viejos lugares, un adiós a lo que ambos una vez llamaron «el gran amor de su vida». Antes de que ella diera el paso para entrar en una nueva etapa. ¿A un amor no tan grande? Quizá, pero a un amor soportable.
Rakel murmuraba un leve ronroneo mientras le acariciaba la barriga. Pero aun así, él le notó la tensión en el cuerpo. Podía ponérselo difícil o fácil. Se decidió por lo último.
—¿Remordimientos? —preguntó, notando cómo ella se sobresaltaba.
—No quiero hablar de eso —respondió Rakel. Él tampoco quería hablar de eso. Quería tumbarse, totalmente inmóvil, oír su respiración y notar la mano de Rakel en la barriga. Pero Harry sabía lo que ella tenía que hacer, y no quería más aplazamientos—. Te está esperando, Rakel.
—No —dijo ella—. Está con el técnico de autopsias preparando un cadáver para las clases de mañana a primera hora en el Instituto Forense. Y le tengo dicho que no venga a verme después de haber tocado un cadáver. Dormirá en su casa.
—¿Y yo qué? —dijo Harry sonriendo en la oscuridad, y pensó que lo había planeado, que sabía que iba a ocurrir—. ¿Cómo sabes que yo no he tocado un cadáver?
—¿Has tocado un cadáver?
—No —dijo Harry, recordando el paquete de tabaco que tenía en el cajón de la mesilla de noche—. Nosotros no tenemos cadáveres.
Guardaron silencio. Ella le hacía círculos cada vez más grandes en la barriga.
—Tengo la sensación de que alguien se me ha metido dentro —dijo él de repente.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé exactamente, solo tengo la sensación de que alguien me está observando todo el tiempo, de que me está viendo ahora. De que ha concebido un plan para mí. ¿Comprendes?
—No. —Ella se pegó un poco más.
—Es este caso en el que estoy trabajando. Es como si yo estuviera involucrado.
—Cállate. —Rakel le mordió la oreja—. Siempre estás involucrado, Harry, ése es tu problema. Relájate.
Le rodeó el miembro, aún fláccido; él cerró los ojos, la oyó susurrar y enseguida notó la erección.
A las tres de la madrugada Rakel se levantó de la cama. Contempló su espalda a la luz de las farolas de la calle, que entraba por la ventana. La espalda sinuosa y la sombra de la columna vertebral. Y pensó en algo que Katrine había mencionado, que Sylvia Ottersen tenía la bandera de Etiopía tatuada en la espalda; que tendría que acordarse de que eso se incluyera en la orden de búsqueda. Y que Rakel tenía razón, nunca dejaba de pensar en los casos, siempre estaba involucrado.
La acompañó hasta la puerta. Ella lo besó rápidamente en la boca y se alejó escaleras abajo. No había nada que decir. Estaba a punto de cerrar cuando vio huellas húmedas de unas botas justo delante de la puerta. Las siguió según iban desapareciendo en la oscuridad de la escalera. Serían de Rakel, de cuando había subido antes. Y pensó en la foca Berhaus, en la hembra que se apareaba con un macho en el periodo de celo, y que nunca volvía a aparearse con el mismo macho otra vez. Porque no era biológicamente racional. Y pensó que las focas Berhaus debían de ser animales muy sabios.