DÍA 4. MÁSCARA DE LA MUERTE
Katrine Bratt estaba inclinada sobre el ordenador cuando Harry asomó la cabeza.
—¿Has encontrado alguna similitud?
—No muchas —dijo Katrine—. Todas las mujeres tenían los ojos azules, aparte de eso, son completamente distintas en lo que al aspecto se refiere. Todas tenían marido e hijos.
—Tengo un sitio por el que podemos empezar —dijo Harry—. Birte Becker ha llevado a Jonas al médico en un lugar cerca de Las vacas del rey. Tiene que ser la residencia real de Bygdøy. Y tú dijiste que las gemelas fueron al Museo Kon-Tiki después de una visita al médico. También en Bygdøy. Filip Becker no sabía nada del médico, pero puede que Rolf Ottersen sepa algo.
—Lo llamaré.
—Y luego vienes a verme.
Ya en el despacho, Harry cogió las esposas, se puso uno de los grilletes y empezó a golpear la pata de la mesa con el otro mientras oía el contestador automático. Rakel decía que Oleg llevaría a un amigo a patinar a las pistas de Valle Hovin. Era un mensaje innecesario y él sabía que era, además, un recordatorio disimulado, por si Harry se hubiese olvidado del asunto. Hasta la fecha, Harry nunca había olvidado una cita con Oleg, pero aceptaba esos pequeños mensajes que otros tal vez hubiesen considerado declaraciones de desconfianza. Incluso le gustaban. Porque decían qué clase de madre era ella. Y porque camuflaba el recordatorio para no ofenderlo.
Katrine entró sin llamar.
—Es rarillo —dijo señalando la pata de la mesa con la cabeza—. Pero me gusta.
—Speedcuffitig, esposar con rapidez, con una mano —sonrió Harry—. Una tontería que aprendí en Estados Unidos.
—Deberías probar las nuevas esposas speedcuff de Hiatts. No tienes que pensar si golpeas desde la derecha o desde la izquierda, las esposas se ajustarán a la muñeca de todas formas si aciertas. Y además, deberías entrenarte con dos pares de esposas, uno en cada muñeca, así tienes dos intentos para acertar.
—Ya. —Harry abrió las esposas—. ¿Qué se te ofrece?
—Rolf Ottersen no sabía nada ni de citas ni de médicos en Bygdøy. Al contrario, su médico de cabecera está en Bærum. Puedo preguntarles a las gemelas si alguna de ellas recuerda al médico, o podemos llamar a las consultas de Bygdøy y comprobarlo nosotros mismos. Solo hay cuatro. Toma.
Dejó un papelito amarillo en su escritorio.
—No les está permitido divulgar los nombres de los pacientes —dijo él.
—Hablaré con las gemelas cuando salgan del colegio.
—Espera —dijo Harry, cogió el auricular y marcó el primer número.
Una voz nasal contestó con el nombre de la consulta.
—¿Borghild? —preguntó Harry.
No había ninguna Borghild.
En el segundo número un contestador con una voz igual de nasal lo informó de que la consulta solo tenía dos horas de atención telefónica, y que ya era tarde.
En el cuarto, una voz cantarina y risueña contestó por fin lo que esperaba:
—Sí. Soy yo.
—Hola Borghild, soy el comisario Harry Hole, adscrito al distrito policial de Oslo.
—¿Fecha de nacimiento?
—Por primavera, pero yo llamaba por un caso de homicidio. Supongo que has leído el periódico de hoy. Lo que quiero saber es si has visto a Sylvia Ottersen durante esta última semana.
Hubo un silencio al otro lado del auricular.
—Un momento —respondió la mujer.
Harry oyó cómo se levantaba y esperó. Volvió.
—Lo siento, señor Hole. El secreto profesional prohíbe facilitar información relativa a los pacientes. Y creo que eso ya lo sabe la policía.
—Lo sabemos. Pero si no me equivoco, las pacientes son sus hijas, no Sylvia.
—Da lo mismo. Está pidiendo información que indirectamente puede revelar quién es paciente nuestro.
—Te recuerdo que se trata de un caso de homicidio.
—Y yo le recuerdo que puede volver con una orden judicial. Probablemente seamos más restrictivos que la media en cuanto a la información sobre los pacientes, pero se debe a la naturaleza del asunto.
—¿Naturaleza?
—Nuestras especialidades.
—¿Que son?
—Cirugía plástica e intervenciones especiales. Consulte nuestra página web: kirklinikk.no.
—Gracias, pero creo que de momento tengo suficiente información.
—Si usted lo cree…
La mujer colgó.
—¿Qué? —preguntó Katrine.
—Jonas y las gemelas han ido a ver al mismo médico —dijo Harry echándose hacia atrás en la silla—. Y eso significa que vamos por buen camino.
Harry notó el subidón, el temblor que experimentaba siempre que sentía el olor de la bestia. Y después del subidón, venía La Gran Obsesión. Que era todo a la vez: enamoramiento y droga, ceguera y clarividencia, razón y locura. Sus colegas hablaban de vez en cuando de la excitación, pero esto era otra cosa, algo más. Nunca había hablado con nadie de la Obsesión ni había hecho ningún intento de analizarla. No se había atrevido. Lo único que sabía era que le ayudaba, lo impulsaba. Era el combustible que necesitaba para el trabajo que le habían encomendado. No le interesaba saber nada más. De verdad que no.
—¿Y ahora qué? —dijo Katrine.
Harry abrió los ojos y saltó de la silla.
—Ahora nos vamos de compras.
La tienda Taste of Africa estaba cerca de la calle comercial más concurrida de Majorstua, en la calle Bogstadveien. Por desgracia, al estar situada a unos catorce metros de la entrada de una bocacalle tenía, a pesar de todo, una situación periférica.
Cuando Harry y Katrine entraron sonó una campanita. A la luz tenue, o mejor, casi inexistente, vieron mantas de colores vivos toscamente tejidas, trozos de tela que parecían pareos, almohadones grandes con estampados del África occidental, mesitas de salón que parecían taladas directamente de la selva tropical, figuras de madera altas y esbeltas que representaban masáis, y una selección de los animales más conocidos de la sabana. Todo parecía meticulosamente planeado y ejecutado; no había ninguna etiqueta con el precio visible, los colores estaban bien combinados y los objetos colocados por parejas, como en el Arca de Noé. En pocas palabras, parecía más una exposición que una tienda. Una exposición ligeramente polvorienta. El silencio casi anormal que se adueñó del lugar cuando se cerró la puerta y enmudeció la campanilla acentuó aquella impresión.
—¿Hola? —gritó una voz desde el interior de la tienda.
Harry siguió el sonido. En la oscuridad del fondo del local, detrás de una jirafa enorme de madera e iluminada por un solo foco, vio la espalda de una mujer subida a una silla. Estaba colgando en la pared una máscara negra y llorosa.
—¿Sí, qué era? —dijo sin volverse.
Como si pensara que podía ser cualquier cosa menos clientes.
—Somos de la policía.
—Ah, sí. —La mujer se dio media vuelta, el foco le iluminó la cara y Harry sintió que se le paraba el corazón, y automáticamente dio un paso atrás. Era Sylvia Ottersen.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, y se le formó una arruga entre los cristales de las gafas.
—¿Quién… eres tú?
—Ane Pedersen —dijo, y en ese momento comprendió el motivo de la expresión perpleja de Harry—. Soy la hermana de Sylvia. Somos gemelas.
Harry empezó a toser.
—Éste es el comisario Harry Hole —oyó decir a Katrine a su espalda—. Y yo soy Katrine Bratt. Esperábamos encontrar aquí a Rolf.
—Está en la funeraria. —Ane Pedersen se calló, y todos supieron lo que pensaban los demás: «¿Cómo se entierra una cabeza?».
—Y tú has venido a echar una mano, ¿verdad? —sugirió Katrine.
Ane Pedersen sonrió tímidamente.
—Sí.
Bajó de la silla con cuidado, todavía con la máscara de madera en la mano.
—¿Es una máscara de celebración o una máscara de espíritus? —preguntó Katrine.
—De celebración —contestó—. Hutu. Congo Oriental.
Harry miró el reloj.
—¿A qué hora vuelve?
—No lo sé.
—¿No tienes idea?
—Ya te digo, no sé…
—Es una máscara muy bonita —la interrumpió Katrine—. La has comprado en el Congo tú misma, ¿verdad?
Ane la miró sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—He visto que la sujetas procurando no tapar los ojos ni la boca. Respetas a los espíritus.
—¿Te interesan las máscaras?
—Un poco —dijo Katrine y señaló una máscara negra con unos brazos minúsculos a los lados y unas piernas que colgaban. El rostro era mitad humano, mitad animal—. Eso tiene que ser una máscara Kpelie.
—Sí. De Costa de Marfil. Senufo.
—¿Una máscara de juez? —Katrine pasó la mano por las cerdas de animal, grasientas y tiesas, que sobresalían de la corteza de coco, en la parte superior de la máscara.
—Vaya, sabes mucho —sonrió Ane.
—¿Qué es una máscara de juez? —preguntó Harry.
—Exactamente lo que parece —dijo Ane—. En África, esta clase de máscaras no son solo símbolos vacíos. A una persona que lleva una máscara de éstas en la sociedad Lo, se le concede automáticamente todo el poder ejecutivo y judicial. Nadie cuestiona la autoridad del portador, la máscara otorga poder por sí misma.
—He visto que, junto a la puerta, hay colgadas dos máscaras de la muerte —dijo Katrine—. Realmente impresionantes.
Ane sonrió como respuesta.
—Tengo más. Son de Lesoto.
—¿Puedo verlas?
—Por supuesto. Espera un momento.
Se fue y Harry miró a Katrine.
—Es que creo que puede valer la pena hablar un poco con ella —dijo Katrine, en respuesta a la pregunta que veía en la cara de Harry—. A ver si hay algunos secretos de familia, ¿comprendes?
—Comprendo. Y eso lo haces mejor sola.
—¿No tenías que hacer ningún recado?
—Estaré en la oficina. Si aparece Rolf Ottersen, acuérdate de conseguir una declaración que anule el secreto médico profesional.
Antes de salir, Harry echó un vistazo a los rostros humanos reducidos y como de cuero que había junto a la puerta y cuya expresión era la de un grito. Supuso que serían imitaciones.
Eli Kvale llevaba un carrito por los pasillos del supermercado ICA cercano al Ullevaal Stadion. Era un establecimiento grande. Un poco más caro que otros, pero con una selección de artículos mucho mejor. Y esa noche, su hijo mayor, Trygve, volvía de Estados Unidos. Estudiaba el tercer año de Economía en Montana, pero ese otoño no tenía ningún examen y se iba a quedar estudiando en casa hasta enero. Andreas iría directamente desde la oficina parroquial a recogerlo en el aeropuerto de Gardermoen. Y ella sabía que cuando llegaran a casa ya estarían enfrascados hablando de la pesca con mosca y de excursiones de piragüismo.
Se inclinó sobre el mostrador de los congelados y notó el frío que subía al mismo tiempo que una sombra pasaba de largo a su lado. Y sin mirar, supo que era la misma persona. La misma sombra que se deslizó junto a ella cuando estaba en el mostrador de productos frescos y en el aparcamiento, cuando cerró el coche con llave. No significaba nada. Solo era algo antiguo que emergía a la superficie. Se había hecho a la idea de que el miedo nunca desaparecería del todo, a pesar de que ya hacía de aquello varias décadas. Una vez en la caja, escogió la cola más larga, que según su experiencia era la que casi siempre iba más rápida. Al menos, eso creía ella. Andreas opinaba que estaba equivocada. Alguien se puso detrás en la cola. Así que había más gente que se equivocaba, pensó. No se volvió a mirar, solo pensó que aquella persona debía de llevar muchos productos congelados, porque podía notar el frío en la espalda.
Pero cuando por fin se dio la vuelta, no vio a nadie detrás. Pensó en buscar con la mirada en las otras colas. «No empieces —se dijo—. No empieces otra vez».
Cuando salió a la calle, se obligó a sí misma a caminar despacio hacia el coche sin mirar a su alrededor, solo abrir con la llave, meter la compra, sentarse y arrancar. Y cuando el Toyota subía las largas cuestas hacia la casa adosada en el barrio de Nordberg donde vivía, solo pensaba en Trygve y en la comida, que estaría lista cuando él entrara por la puerta.
Harry oía a Espen Lepsvik por el teléfono mientras miraba las fotos de sus colegas muertos. Lepsvik ya tenía organizado el grupo y le pidió a Harry acceso a toda la información relevante.
—Nuestro jefe del departamento de informática te dará una contraseña —dijo Harry—. Entonces entras en la carpeta «Muñeco de Nieve» en el área común del grupo de Delitos Violentos.
—¿Muñeco de Nieve?
—De alguna manera hay que llamarlo.
—Vale. Gracias Hole. ¿Cada cuánto quieres que te entregue un informe?
—Solo cuando tengas algo. Y, Lepsvik…
—¿Sí?
—Procura pisar solo alrededor y por fuera del arriate.
—Y, exactamente, ¿qué es el arriate?
—Concéntrate en comprobar la información del público, los testigos y la relativa a personas con antecedentes a las que se pueda considerar posibles asesinos en serie. Ahí es donde está la parte más importante del trabajo.
Harry sabía lo que pensaba el experimentado investigador de la Judicial Central: trabajo coñazo.
Lepsvik carraspeó.
—¿Así que estamos de acuerdo en que hay una conexión entre las desapariciones?
—No tenemos por qué estar de acuerdo. Haz lo que creas que debes hacer.
—Bueno.
Harry colgó y miró la pantalla del ordenador. Había entrado en la página que Borghild le había recomendado y vio fotos de chicas guapas y hombres guapos, como modelos, con la cara y el cuerpo punteados de rayas que insinuaban que aquel aspecto perfecto podría ser objeto de algunos ajustes, si lo deseaban. Idar Vetlesen en persona le sonreía desde una foto, y se lo podía confundir fácilmente con sus propios modelos.
Debajo de la foto de Idar Vetlesen había una lista de diplomas y cursillos de largos nombres en francés e inglés que, por lo que Harry sabía, podían completarse en dos meses, pero que otorgaban el derecho a añadir nuevas abreviaturas latinas al título de doctor. Buscó el nombre de Idar Vetlesen en Google, aparecieron listas de resultados de algo que comprendió que eran campeonatos de curling, además de una página antigua relacionada con uno de sus anteriores puestos de trabajo, la Clínica Marienlyst. Y cuando vio el nombre que había junto al de Idar Vetlesen, pensó que probablemente era verdad: que Noruega es un país tan pequeño que todo el mundo conoce a alguien que conoce a un conocido.
Katrine Bratt entró y se desplomó en la silla delante de Harry con un profundo suspiro. Cruzó las piernas.
—¿Crees que es verdad que las personas guapas se preocupan más por la belleza que las feas? —preguntó Harry—. ¿Y que por eso las guapas se retocan?
—No lo sé —dijo Katrine—. Pero supongo que tiene cierta lógica. Las personas con un coeficiente intelectual alto se interesan tanto por el coeficiente intelectual que fundan sus propias asociaciones, ¿no? Supongo que uno centra su interés en lo que tiene. Apuesto a que tú estás bastante orgulloso de tu talento para investigar.
—¿Te refieres al gen del cazador de ratas? ¿A esa capacidad innata de conseguir que encierren a personas con enfermedades mentales, problemas con las drogas, un intelecto muy por debajo de la media y una infancia mucho más horrible que la media?
—¿Así que solo somos cazadores de ratas?
—Eso es. Y por eso nos ponemos tan contentos las poquísimas veces que tenemos un caso como este encima de la mesa. La posibilidad de atrapar un ejemplar de caza mayor, de disparar a un león, un elefante, un puto dinosaurio.
Katrine no se rio, al contrario, asintió muy seria.
—¿Qué se contaba la gemela de Sylvia?
—He corrido el riesgo de convertirme en amiga suya. —Katrine suspiró y juntó las manos sobre la rodilla, que protegían unas medias.
—Cuéntame.
—Bueno —empezó, y Harry reparó en cómo sonaba su «bueno» característico en boca de ella—. Ane me contó que, cuando empezaron a salir, tanto Sylvia como Rolf opinaban que el afortunado era Rolf. Mientras que todos los demás de su entorno opinaban lo contrario. Rolf acababa de terminar la carrera de ingeniero en la Escuela Superior Técnica de Bergen y se había mudado a Oslo, a trabajar en Kværner. Sylvia era, por lo visto, el tipo de persona que se despierta cada mañana con una idea nueva de lo que quiere hacer. Tenía media docena de cursos universitarios de dos semestres y nunca conservó el mismo puesto de trabajo más de medio año. Era intransigente, vehemente y malcriada, socialista confesa, y le atraían las teorías que declaraban la aniquilación del ego. Manipulaba a las pocas amigas que tenía, y los hombres con los que se enrollaba la dejaban rápidamente porque no la soportaban. La hermana opina que Rolf se enamoró tan profundamente porque Sylvia era su opuesto, ya que él había seguido los pasos de su padre, se hizo ingeniero y venía de una familia que creía en la mano invisible y benigna del capitalismo y la felicidad burguesa. Sylvia opinaba que nosotros, miembros de la civilización occidental, somos materialistas y estamos corrompidos como seres humanos, que hemos olvidado nuestra verdadera identidad y fuente de bienestar. Y que no sé qué rey etíope era la encarnación del Mesías.
—Haile Selassie —dijo Harry—. La creencia rastafari.
—Cuánto sabes.
—Por los discos de Bob Marley. Bueno, quizá eso explique la conexión con África.
—Es posible. —Katrine cambió de postura en la silla, cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y Harry desvió la mirada a otro lado—. Como quiera que fuese, Rolf y Sylvia se tomaron un año sabático y viajaron por el África occidental. Fue un viaje iniciático para los dos. Rolf se dio cuenta de que su vocación era ayudar a África a levantarse de nuevo. Sylvia, que llevaba un tatuaje enorme de una bandera de Etiopía en la espalda, descubrió que todas las personas se preocupan en primer lugar por sí mismas, también en África. Así que abrieron Taste of Africa. Rolf, para ayudar a un continente pobre. Sylvia, porque la combinación de la importación barata y la subvención estatal era un dinero fácil. Igual que cuando la pillaron en la aduana de Fornebu con una mochila llena de marihuana al llegar de Lagos.
—Vaya.
—Le impusieron una condena condicional breve porque consiguió que pareciera probable que no sabía lo que contenía la mochila, que le estaba haciendo un favor a una familia nigeriana que le había pedido que se la llevara a un compatriota que vivía en Noruega.
—Ya. ¿Qué más?
—A Ane le cae bien Rolf. Es buena persona, considerado y quiere muchísimo a las niñas. Pero, por lo visto, está totalmente ciego cuando se trata de Sylvia. Ella se enamoró de otro hombre en dos ocasiones y dejó a Rolf y a las niñas. Pero esos hombres la dejaron a ella, y Rolf le permitió de buena gana que volviera las dos veces.
—¿Cómo crees que fue capaz de retenerlo?
Katrine Bratt esbozó una sonrisa casi triste y miró al infinito mientras se pasaba la mano por el dobladillo de la falda.
—Lo de siempre, supongo. Nadie es capaz de dejar a una persona con la que le va bien en la cama. Pueden intentarlo, pero siempre vuelven. En ese terreno somos muy simples, ¿no?
Harry asintió despacio.
—¿Y qué pasa con los hombres que la dejaron y no volvieron?
—Los hombres son diferentes. Con el tiempo, a algunos les entra miedo de no poder cumplir.
Harry la miró. Y decidió no seguir con el tema.
—¿Viste a Rolf Ottersen?
—Sí, llegó diez minutos después de que te fueras —dijo Katrine—. Y tenía mejor aspecto que la última vez. Nunca había oído hablar de la clínica de Bygdøy, pero firmó la declaración para dispensar al médico del secreto profesional. —Dejó una hoja doblada en el escritorio de Harry.
Un viento gélido soplaba por las primeras gradas de Valle Hovin, desde donde Harry observaba a los patinadores que se deslizaban por la pista. Oleg había adquirido una técnica más suave y eficaz el último año. Cada vez que su amigo aumentaba la velocidad e intentaba rebasarlo, Oleg doblaba más las rodillas, aplicaba un poco más de fuerza en el impulso y se alejaba tranquilamente otra vez.
Harry llamó a Espen Lepsvik y los dos se pusieron al día. Harry se enteró de que, la noche en que Birte desapareció, vieron un sedán oscuro entrando muy tarde en la calle Hoffsveien. Y que el vehículo volvió por el mismo camino un poco más tarde.
—Un sedán oscuro —Harry se estremeció—. Bien entrada la noche.
—Ya sé que no es gran cosa —suspiró Lepsvik.
Harry se estaba metiendo el teléfono en el bolsillo de la chaqueta cuando se dio cuenta de que algo le hacía sombra a uno de los reflectores.
—Siento llegar tarde.
Levantó la vista y vio la cara sonriente y jovial de Mathias Lund-Helgesen. El emisario de Rakel se sentó.
—¿Te gustan los deportes de invierno, Harry?
Harry pensó que Mathias tenía esa mirada directa que te veía de verdad y una expresión facial tan intensa que daba la sensación de estar escuchando incluso cuando era él el que hablaba.
—No especialmente. Un poco el patinaje. ¿Y a ti?
Mathias negó con la cabeza.
—Pero he decidido que el día que haya dado fin a la obra de mi vida y esté tan enfermo que no quiera vivir más, cogeré el ascensor hasta lo más alto de la torre, hasta aquel salto de allí.
Señaló con el pulgar por encima del hombro. Harry no tuvo que volverse. El Salto de Holmenkollen, el monumento más apreciado de Oslo y el trampolín más peligroso, que podía verse desde cualquier lugar de la ciudad.
—Y voy a saltar. No con los esquíes, sino desde la torre.
—Dramático —dijo Harry.
Mathias sonrió.
—Cuarenta metros de caída libre. Todo habrá terminado en unos segundos.
—Nada que vaya a ocurrir próximamente, espero.
—Con el nivel de anti-SCL-70 que tengo en la sangre, nunca se sabe— rio Mathias con un punto de amargura.
—¿Anti-SCL-70?
—Bueno, los anticuerpos son beneficiosos, pero uno siempre debe desconfiar cuando aparecen. Por alguna razón están ahí.
—Ya. Creía que el suicidio era un pensamiento herético para un médico.
—Nadie sabe mejor que un médico lo que puede traer consigo una enfermedad. Yo me baso en el estoico Zenón, que opinaba que el suicidio es un acto respetable cuando la enfermedad hace la muerte más atractiva que la vida. Cuando tenía noventa y ocho años se le dislocó el dedo gordo del pie. Eso lo perturbó tanto que se fue a su casa y se ahorcó.
—Ya, ¿y por qué no ahorcarse en vez de tomarse la molestia de subir al Salto de Holmenkollen?
—Bueno, supuestamente, la muerte tiene que ser un homenaje a la vida. Además, tengo que admitir que me gusta la idea de la publicidad que eso conllevaría. Me temo que mi estudio necesita un poco de atención. —El sonido de los patines al deslizarse rápidamente cortó la risa jovial de Mathias—. Siento haberle comprado unos patines de carrera nuevos a Oleg. Rakel me contó después que tú habías pensado regalarle unos para su cumpleaños.
—No pasa nada.
—Él habría preferido que se los regalaras tú, ¿sabes?
Harry no contestó.
—Te envidio Harry. Tú puedes leer el periódico, llamar por el móvil, hablar con otras personas, para él es suficiente el simple hecho de que estés aquí. En cambio yo, que lo vitoreo, le doy consejos y que hago todo lo que debe hacer un padre bueno y responsable según el manual, solo consigo irritarlo. ¿Sabías que afila esos patines todos los días porque sabe que es lo que hacías tú? Y hasta que Rakel le ordenó que los guardara dentro, él insistía en que tenían que estar fuera, en el porche, porque tú le dijiste una vez que el acero de los patines siempre hay que mantenerlo frío. Eres su modelo, Harry.
Aquella idea le provocó escalofríos. Pero en lo más hondo de su ser, o bueno, no tan hondo, se alegró de oírlo. Porque era un mezquino y un celoso que le había echado una pequeña maldición al intento de Mathias de ganarse a Oleg.
Mathias se toqueteaba un botón del abrigo.
—Es extraño lo de los niños en estos tiempos de divorcios, lo conscientes que son de quiénes son sus padres. Y cómo un padre nuevo nunca puede reemplazar al verdadero.
—El verdadero padre de Oleg vive en Rusia —dijo Harry.
—Sí, sobre el papel —replicó Mathias con una sonrisa amarga—. Pero en la realidad no es así, Harry.
Oleg pasó por delante y los saludó con la mano. Mathias le devolvió el saludo.
—Has trabajado con un médico que se llama Idar Vetlesen —dijo Harry.
Mathias lo miró sorprendido.
—Idar, sí. En la Clínica Marienlyst. Vaya, ¿lo conoces?
—No, lo busqué en Google y salió una página antigua con nombres de médicos que trabajaban en la clínica. Y el tuyo estaba entre ellos.
—Hace ya algunos años, pero nos lo pasábamos bien en la Clínica Marienlyst. Empezó a funcionar en un momento en que todo el mundo creía que lo único que podían hacer las empresas sanitarias era ganar mucho dinero. Y cerraron cuando se dieron cuenta de que no era así.
—¿Quebrasteis?
—«Cese de actividad», creo que fueron las palabras que se utilizaron. ¿Eres paciente de Idar?
—No, su nombre salió en relación con un caso. ¿Puedes decirme qué clase de persona es?
—¿Idar Vetlesen? —Mathias rio—. Sí, puedo decir bastante. Estudiamos juntos y fuimos de la misma pandilla durante muchos años.
—¿Significa eso que ya no mantenéis el contacto?
Mathias se encogió de hombros.
—Supongo que éramos bastante diferentes, Idar y yo. La mayoría del grupo consideraba que ser médico era como… bueno, como una vocación. Menos Idar. Él decía sin tapujos que estudiaba medicina porque era la profesión mejor considerada. Por lo menos admiro su sinceridad.
—¿Así que a Idar Vetlesen le importa que lo respeten?
—También era una cuestión de dinero, por supuesto. Nadie se sorprendió cuando Idar empezó a dedicarse a la cirugía plástica. Ni que terminase con una clínica para clientes elegidos entre los ricos y famosos. Siempre le atrajo esa clase de personas. Quería ser como ellos, moverse en su ambiente. El problema es que Idar siempre se esfuerza un poco de más. Me imagino a esos famosos, cuando estén cara a cara con él le sonreirán, pero por detrás lo tacharán de gilipollas entrometido y pretencioso.
—¿Dirías que es la clase de persona que está dispuesta a lo que sea para conseguir sus metas?
Mathias reflexionó un poco.
—Idar siempre ha buscado un medio de alcanzar la fama. Su problema no es la falta de determinación, sino que nunca ha encontrado su gran proyecto. La última vez que hablé con él parecía frustrado, casi deprimido.
—¿Te parece probable que pueda encontrar un proyecto que le dé fama? ¿Algo fuera de la medicina, por ejemplo?
—No se me había ocurrido, pero podría ser. No se puede decir que sea un médico nato, precisamente.
—¿En qué sentido?
—Del mismo modo que admira a los triunfadores, también desprecia a los débiles y a los enfermos. No es el único médico que piensa así, pero es el único que lo dice. —Mathias se rio—. Los demás del círculo de amistades comenzamos jactándonos de ser unos idealistas, pero en algún punto del trayecto empezamos a interesarnos más por el puesto de jefe de servicio, por pagar el nuevo garaje y por la remuneración de las horas extra. Idar, por lo menos, no ha traicionado ningún ideal, era así desde el principio.
Idar Vetlesen soltó una risotada.
—¿De verdad que Mathias ha dicho eso? ¿Que no he traicionado ningún ideal?
Tenía una cara hermosa, casi femenina, con unas cejas tan finas que se podía sospechar que las llevara depiladas y unos dientes tan blancos y uniformes que parecían postizos. La piel tenía un aspecto suave, como si se la hubiera retocado, y el cabello espeso le ondeaba con vitalidad. En pocas palabras, aparentaba bastante menos de los treinta y siete que tenía.
—No sé a qué se refería con eso —mintió Harry.
Estaban sentados cada uno en un sillón, en la biblioteca de un gran chalé blanco de estilo antiguo y respetable de Bygdøy. La casa de sus padres, le explicó Idar Vetlesen mientras guiaba a Harry a través de dos grandes salones oscuros hasta una habitación con las paredes cubiertas de libros. Mikkjel Fønhus, Kjell Aukrust. El delegado, de Einar Gerhardsen. Literatura general y popular y biografías de políticos. Una estantería entera de ediciones amarillentas de la versión noruega de Reader’s Digest, la colección Det Beste. Harry no veía un solo título publicado después del año 1970.
—Ah, yo sí sé a qué se refería —rio Idar.
Harry ya se imaginaba lo que había querido decir Mathias cuando contó que ellos dos se lo pasaban muy bien en la Clínica Marienlyst. Probablemente competían a ver quién se reía más.
—Mathias, ese cabrón desgraciado. Quiero decir, afortunado. No, joder, quiero decir ambas cosas. —La risa de Idar Vetlesen retumbaba en la habitación—. Dicen que no creen en Dios, pero los pasmarotes de mis colegas son unos cultivadores de la moral que acumulan horrorizados un repertorio de buenas acciones porque, en el fondo de sus corazones, sienten pavor ante la idea de arder en el infierno.
—¿Y tú no? —preguntó Harry.
Idar enarcó una ceja perfecta y miró a Harry con interés. Llevaba unos zapatos suaves para andar por casa, de color azul claro y con los cordones sueltos, vaqueros y un polo blanco con un jinete en el lado izquierdo del pecho. Harry no se acordaba de cómo se llamaba la marca pero, por alguna razón, la relacionaba con gente aburrida.
—En mi familia somos prácticos por naturaleza, comisario. Mi padre era taxista. Creemos en lo que vemos.
—Ya. Una casa impresionante para un taxista.
—Era propietario de tres licencias. Pero aquí en Bygdøy, un conductor de taxis siempre será un sirviente, un plebeyo.
Harry miró al médico, intentando decidir si había tomado anfetaminas u otra sustancia. Vetlesen estaba retrepado en el sillón con una pose de relajación casi exagerada, como si quisiera ocultar sus nervios o su inquietud. Harry tuvo la misma impresión cuando lo llamó para explicarle que la policía quería hacerle algunas preguntas e Idar Vetlesen lo invitó a su casa con gran efusividad.
—Pero tú no querías ser taxista —dijo Harry—. Tú querías poner guapa a la gente, ¿no?
Vetlesen sonrió.
—Se puede decir que ofrezco mis servicios en el mercado de la vanidad. O que arreglo el aspecto externo de la persona para paliar su dolor interno. Lo que prefieras. A mí me importa una mierda. —Vetlesen se rio como si hubiese contado con que Harry fuera a escandalizarse. Al ver que no fue así, adoptó una expresión más seria—. Me considero un escultor. No tengo ninguna vocación. Me gusta cambiar la apariencia, dar forma a los rostros. Siempre me ha gustado. Soy bueno haciéndolo y la gente me paga por ello. Eso es todo.
—Ya.
—Pero eso no quiere decir que no tenga principios. Y el secreto profesional es uno de ellos.
Harry no contestó.
—He hablado con Borghild —dijo—. Sé lo que buscas, comisario. Y comprendo que esto es un asunto muy serio. Pero no te puedo ayudar. Me lo impide el secreto profesional.
—Ya no. —Harry sacó una hoja de papel doblada del bolsillo interior y la dejó encima de la mesa—. Te exime esta declaración firmada por el padre de las gemelas.
Idar negó con la cabeza.
—Eso no cambia las cosas.
Harry frunció el entrecejo, sorprendido.
—¿Ah, no?
—No puedo decir quién ha estado en mi consulta, ni lo que dijo, pero puedo afirmar, en general, que los que vienen con sus niños a la consulta de un médico están protegidos por el secreto profesional incluso respecto a su cónyuge, si así lo desean.
—¿Por qué iba a querer Sylvia Ottersen ocultarle a su marido que estuvo aquí con las gemelas?
—Nuestras normas pueden parecer rígidas, pero piensa que muchos de nuestros clientes son personas famosas que están expuestas a habladurías y comentarios no deseados. Vete al restaurante Kunstnernes Hus un viernes por la noche y echa un vistazo. No te puedes hacer una idea de a cuántos de ellos he retocado un poquito por aquí y por allá en la clínica. Y se desmayarían solo de pensar que se supiera que han estado allí. Nuestro buen nombre se basa en la discreción. Si llegara a trascender que no somos cuidadosos con la información relativa a los pacientes, las consecuencias serían catastróficas para la clínica. Estoy seguro de que lo entiendes.
—Tenemos dos víctimas de homicidio y una sola coincidencia —dijo Harry—. Que ambas han estado en tu clínica.
—Ni quiero ni puedo confirmarlo. Pero vamos a suponer, en plan hipotético, que ése es el caso. —Vetlesen agitó una mano en el aire—. ¿Y qué? Noruega es un país con pocos habitantes y menos médicos. ¿Sabes cuántos apretones de mano nos separan a unos de otros? La casualidad de que el mismo médico haya visto a esas dos personas no es más asombrosa que si se hubiesen encontrado en el mismo tranvía en un momento dado. ¿Alguna vez te has encontrado con amigos en el tranvía?
Harry no podía recordar una sola vez. Sobre todo, porque no cogía el tranvía muy a menudo.
—He recorrido muchos kilómetros para que ahora me digas que no me vas a contar nada —dijo Harry.
—Lo siento. Te propuse que vinieras porque pensé que la alternativa sería presentarme en la comisaría. En estos momentos, la prensa hace guardia allí las veinticuatro horas, para ver quién va y viene. Y no, gracias, conozco a esa gente…
—¿Sabrás que puedo obtener una orden que te releve del secreto profesional?
—Pero a mí eso me da lo mismo —dijo Vetlesen—. Porque en ese caso no se puede culpar a la clínica. Pero hasta entonces… —Se cerró la boca con una cremallera.
Harry se removió en la silla. Sabía que Idar sabía que él lo sabía. Que conseguir que el juzgado lo relevase del secreto profesional, incluso en un caso de homicidio, requería indicios claros de que la información del médico sería decisiva. ¿Y qué tenían ellos? Como dijo el propio Vetlesen, un encuentro fortuito en el tranvía. Harry sentía la necesidad de hacer algo. Tomar una copa. O levantar pesas. Muchas y durante mucho rato. Tomó aire.
—De todas formas, tengo que preguntarte dónde estuviste el tres y el cinco de noviembre por la noche.
—Contaba con eso. —Vetlesen sonrió—. Así que lo he pensado. Estuve con… anda, mira, aquí está.
Una mujer mayor con el pelo de un rubio grisáceo que le colgaba como una cortina alrededor de la cabeza entró en la habitación con paso breve y una bandeja de plata con dos tazas de café que vibraban peligrosamente. A juzgar por la expresión de la cara, se diría que llevara una cruz sobre los hombros y una corona de espinas en la cabeza. Echó una mirada a su hijo, que se levantó repentinamente y le cogió la bandeja.
—Gracias, mamá.
—Átate los cordones de los zapatos. —Se volvió a medias hacia Harry—. ¿Alguien me va a informar de quién se pasea por mi casa?
—Es el comisario Hole, mamá. Quiere saber dónde estuve anoche y hace tres días.
Harry se levantó y le dio la mano.
—Por supuesto, me acuerdo muy bien —dijo con una expresión de frustración, al tiempo que le ofrecía a Harry una mano huesuda y llena de pecas—. Ayer vimos ese programa de debate donde participaba tu amigo, el del curling. Y no me gustó lo que dijo de la Casa Real. ¿Cómo se llama?
—Arve Støp —suspiró Idar.
La anciana se inclinó hacia Harry.
—Dijo que debíamos abolir la monarquía. ¿Cómo puede decir nadie algo tan terrible? ¿Dónde estaríamos hoy de no haber sido por la actuación de la Familia Real durante la guerra?
—Justo donde estamos —dijo Idar—. Rara vez habrá importado mucho en una guerra el jefe del Estado. También dijo que el gran apoyo del que goza la monarquía es la prueba definitiva de que la mayoría de la gente cree en los gnomos y los elfos.
—¿No es horrible?
—Pero es verdad, mamá —dijo Idar sonriendo y poniéndole la mano en el hombro y, en ese preciso momento, pareció percatarse del reloj, un Breitling que resultaba grande y tosco en aquella muñeca tan delgada—. ¡Vaya! Me tengo que ir, Hole. Habrá que darse prisa con ese café.
Harry negó con un gesto y le sonrió a la señora Vetlesen.
—Seguro que está muy bueno, pero lo dejamos para otra ocasión.
Ella murmuró algo inaudible, cogió la bandeja con un suspiro y se fue.
Ya en el pasillo, Harry se volvió hacia Idar.
—¿Qué querías decir con «afortunado»?
—¿Perdón?
—Dijiste que Mathias Lund-Helgesen no solo era un cabrón desgraciado, sino también afortunado, ¿por qué?
—¡Ah, eso! Solo mira la tía con la que está. Normalmente, Mathias es bastante corto para esas cosas, pero parece que ella ha estado con un par de tíos complicados. Supongo que necesitaba un pasmarote como él. Bueno, no le digas a Mathias que te he dicho eso. O mejor, díselo si quieres.
—Por cierto, ¿sabes lo que es el anti-SCL-70?
—Es un anticuerpo de la sangre. Puede deberse a una esclerodermia. ¿Conoces a alguien que lo padezca?
—Ni siquiera sé lo que es la esclerodermia. —Harry sabía que debía dejarlo pasar. Quería dejarlo pasar. Pero no fue capaz—. ¿Así que Mathias dice que ella ha estado con hombres problemáticos?
—Es mi interpretación. «San Mathias» no utiliza palabras como «problemático» cuando habla de las personas. Según él, las personas solo tienen potencial de mejora. —La risa de Idar Vetlesen rebotó y resonó como un eco en el interior de los salones oscuros.
En la escalinata de la entrada, después de haberle dado las gracias y de haberse puesto las botas, se volvió y, cuando se cerraba la puerta, vio a Idar agachado, atándose los cordones de los zapatos. Durante el camino de vuelta, Harry llamó a Skarre y le pidió que imprimiese la foto de Vetlesen de la página web de la clínica y que fuera al grupo de Estupefacientes para averiguar si alguien lo había visto comprar anfetaminas.
—¿En la calle? —preguntó Skarre—. ¿No tienen todos los médicos esas cosas en su botiquín?
—Sí, pero los procedimientos informativos sobre las existencias de drogas son ahora tan estrictos que un médico preferiría comprarle las anfetas a un camello de la calle Skippergata.
Después de colgar, Harry llamó a Katrine a la oficina.
—Nada, de momento —dijo ella—. Me voy ya. ¿Tú vuelves a casa?
—Sí. —Harry vaciló un instante—. ¿Qué opinas de la posibilidad de obtener una orden que releve a Vetlesen del secreto profesional?
—¿Con lo que tenemos? Bueno, podría ponerme una falda muy corta, darme una vuelta por el juzgado y buscar a un juez de la edad adecuada. Pero sinceramente, creo que lo podemos olvidar.
—De acuerdo.
Harry puso rumbo a Bislett. Pensó en el apartamento, vacío y medio derribado. Miró el reloj. Cambió de opinión y torció hacia la calle Pilestredet, en dirección a la Comisaría General.
Eran las dos de la madrugada cuando Harry volvió a hablar por teléfono con Katrine, que respondió adormilada.
—¿Qué pasa ahora? —dijo ella.
—Estoy en la oficina y le he echado un vistazo a lo que has encontrado. Dijiste que todas las mujeres desaparecidas tenían marido e hijos. Creo que puede haber algo ahí.
—¿El qué?
—No tengo ni idea, solo tenía que oírme a mí mismo decírselo en voz alta a alguien, para poder decidir si suena idiota.
—¿Y cómo suena?
—Idiota. Buenas noches.
Eli Kvale estaba tumbada, con los ojos como platos. A su lado, Andreas respiraba despreocupada y profundamente. Un rayo de luna que se filtraba por las cortinas incidía en la pared, en el crucifijo que ella había comprado en Roma durante el viaje de novios. ¿Qué la habría despertado? ¿Sería Trygve? ¿Estaría levantado? La cena y la noche habían transcurrido como ella esperaba. Estuvo observando las caras alegres y radiantes al resplandor de las velas, mientras todos hablaban a la vez, ¡tenían tanto que contarse! Y Trygve más que ninguno. Y mientras hablaba de Montana, de los estudios y de los amigos que tenía allí, ella se quedó en silencio, mirando a aquel muchacho, aquel joven que estaba a punto de ser adulto, de ser lo que quería ser, de elegir cómo vivir su vida. Eso era lo que más alegría le daba, que él pudiese elegir. Abierta y libremente. No como ella. No a escondidas. En secreto.
Oyó cómo crujía la casa, cómo se hablaban las paredes.
Pero había otro sonido, un sonido extraño. Un sonido del exterior.
Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y retiró un poco la cortina. Había nevado. Las ramas de los manzanos parecían cubiertas de vello y la luz de la luna se reflejaba en la fina capa blanca del suelo, y revelaba todos los detalles del jardín. Su mirada se deslizó desde la verja hasta el garaje, sin saber muy bien lo que buscaba. Se detuvo. Tomó aire, sorprendida y horrorizada. «No empieces otra vez», se dijo. Tenía que ser Trygve. Sería el consabido desfase horario, no podría dormir y habría salido. Las pisadas iban desde la verja hasta debajo de su ventana. Como una línea de puntos negros sobre la fina capa de nieve. Una pausa calculada antes del título de la película.
No había pisadas de retorno.