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DÍA 4. TIZA

Eran las tres y media de la mañana. Harry estaba muerto de sueño cuando por fin entró en su apartamento. Se desvistió y se fue directamente a la ducha. Intentó no pensar mientras dejaba que el chorro de agua ardiendo le paralizase la piel, que actuara como un masaje para los músculos entumecidos, que le calentase el cuerpo aterido. Habían estado hablando con Rolf Ottersen, pero tendrían que dejar los interrogatorios para el día siguiente. En Sollighøgda ya habían terminado de recabar información entre los vecinos hacía un buen rato, no había tantos a los que preguntar, pero los técnicos y los perros seguían trabajando y continuarían toda la noche. Tenían un tiempo limitado antes de que las huellas se contaminaran, las cubriera la nieve o desaparecieran. Cerró el grifo de la ducha. El aire se había vuelto gris mezclado con el vapor y, cuando limpió el espejo, no tardó en formarse enseguida otra capa de vaho, que le distorsionaba la cara y desdibujaba el contorno del cuerpo desnudo.

Se estaba cepillando los dientes cuando sonó el móvil.

—Aquí Harry.

—Stormann. El de los hongos.

—Llamas tarde —dijo Harry, sorprendido.

—Contaba con que estarías trabajando.

—¿Y eso?

—Lo he visto en las noticias de la noche. La mujer de Sollighøgda. Se te veía al fondo. Ya tengo los resultados.

—¿Y?

—Tienes hongos. Un cabrón muy hambriento, además. El Versicolor.

—¿Y eso qué significa?

—Que puede tener cualquier color. Siempre y cuando se vea. Aparte de eso, significa que tengo que echar abajo más pared.

—Ya. —Harry tenía la ligera sensación de que debería interesarse más o, por lo menos, preguntar más. Pero no tenía ganas. Esa noche no—. Pues adelante.

Harry colgó y cerró los ojos a la espera de los fantasmas, inevitables mientras no tomara la única medicina que sabía que funcionaba contra aquellas apariciones. A lo mejor aquella noche se presentaba un nuevo conocido. Esperaba que ella saliese del bosque, andando hacia él con un cuerpo grande y blanco sin piernas, como un bolo, con cabeza, cuencas negras que picoteaban las urracas buscando los últimos restos del ojo, y con los dientes al descubierto después de que el zorro le hubiera devorado los labios. Imposible saberlo, el subconsciente es impredecible. Tanto que, cuando Harry se durmió, soñó que estaba en una bañera con la cabeza bajo el agua y oía el rumor grave de las burbujas mezclado con risas de mujeres. En el esmalte crecían algas que se estiraban hacia él como dedos verdes de una mano blanca que buscara la suya.

La luz de la mañana proyectaba rectángulos resplandecientes sobre los periódicos que había en la mesa del comisario jefe Gunnar Hagen. También iluminaba la sonrisa de Sylvia Ottersen en las primeras páginas, y los titulares. «Asesinada y degollada», «Degollada en el bosque», y el más corto y probablemente el mejor: «Degollada».

Harry llevaba desde que se despertó con dolor de cabeza. Ahora se la sujetaba entre las manos pensando que, visto lo visto, bien podría haber bebido por la noche, la cosa no habría podido ser peor. Tenía ganas de cerrar los ojos, pero Hagen lo estaba mirando. Harry se dio cuenta de que Hagen seguía abriendo la boca, torciéndola y cerrándola, es decir, que formulaba palabras que Harry recibía en una frecuencia que no lograba sintonizar bien.

—La conclusión —dijo Hagen, y Harry comprendió que ahora debía aguzar el oído— es que este asunto tiene desde ahora la máxima prioridad. Eso significa que ampliamos tu grupo de investigación inmediatamente, y…

—Disiento —dijo Harry, notando cómo con solo articular esa palabra sentía que iba a reventarle el cráneo—, podemos solicitar la ayuda que vayamos necesitando sobre la marcha, según vaya surgiendo pero, de momento, no quiero a nadie más en las reuniones. Solamente nosotros cuatro.

Gunnar Hagen parecía muy sorprendido. En los casos de homicidio, los grupos de investigación solían constar de una docena de personas como mínimo.

—El pensamiento libre funciona mejor en grupos reducidos —añadió Harry.

—¡Pensamiento! —exclamó Hagen—. ¿Y qué pasa con el trabajo policial de toda la vida? ¿El seguimiento de las pistas técnicas, los interrogatorios, la verificación de soplos? ¿Y la coordinación de la información? Un grupo unido…

Harry levantó una mano para detener aquel torrente de palabras.

—Exacto. No quiero ahogarme en todo eso.

—¿Ahogarte? —Hagen lo miró incrédulo—. Entonces será mejor que le dé el caso a alguien que sepa nadar.

Harry se frotó ligeramente las sienes. Sabía que Hagen sabía que, salvo el comisario Hole, en aquellos momentos no había en el grupo de Delitos Violentos nadie que pudiera encargarse de un caso de homicidio de aquellas características. Harry sabía, además, que pasar el caso a la Policía Judicial Central supondría para el nuevo jefe del grupo una pérdida de prestigio de tal magnitud que preferiría sacrificar su hirsuto brazo derecho antes de hacerlo.

Harry suspiró.

—Los grupos de investigación normales luchan por mantenerse a flote en el flujo de datos. Y eso cuando tienen un caso normal. Con una decapitación en primera página… —Harry hizo un gesto de negación con la cabeza—… La gente se vuelve loca. Recibimos más de cien llamadas solo después del reportaje de anoche en las noticias. Ya sabes, borrachos farfullando y los locos de siempre, más algunos nuevos. Gente que te puede contar que el homicidio aparece descrito en el Libro de las Revelaciones y esas cosas. Hasta ahora nos han llamado doscientas personas. Y ya verás cuando se sepa que puede haber más cadáveres. Lo que quiere decir que habrá que poner a veinte personas a trabajar para que gestionen la información. Para comprobarla y redactar informes. Lo que quiere decir que el responsable de la investigación tendrá que emplear dos horas diarias en leer toda la información que nos llegue, dos para organizaría y dos para reunir al grupo, tenerlo al corriente y contestar preguntas, y media hora para cribar la información que se quiere llevar a la rueda de prensa. Que durará tres cuartos de hora. Lo peor es…

Harry se apretó con el dedo índice las articulaciones doloridas de la mandíbula e hizo una mueca.

—… Que en un caso de homicidio normal ésa es probablemente una forma adecuada de utilizar los recursos. Porque siempre habrá gente ahí fuera que sepa algo, que haya visto u oído algo. Piezas que podamos unir laboriosamente o que por arte de magia puedan resolver todo el caso.

—Exactamente —dijo Hagen—, por eso…

—El problema es —siguió Harry— que éste no es un caso así. Tampoco es ese tipo de asesino. Esta persona no se ha confiado a un amigo, ni se la ha visto cerca de la escena del crimen. Nadie en la calle sabe nada, así que la información que nos está llegando no nos ayudará, solo nos retrasará. Y algunas de las pistas técnicas patentes las han colocado para confundirnos. En pocas palabras, se trata de otra clase de juego.

Hagen se había retrepado en la silla, juntó las yemas de los dedos y observaba a Harry, pensativo. Parpadeó una vez, como un lagarto amodorrado al sol, antes de preguntar:

—Así que lo ves como un juego, ¿no?

Harry se preguntaba adonde querría llegar Hagen mientras asentía lentamente con la cabeza.

—¿Qué tipo de juego? ¿Ajedrez?

—Bueno —dijo Harry—. Ajedrez a ciegas, quizá.

Hagen asintió con la cabeza.

—Así que te imaginas a un asesino en serie clásico, un asesino frío con una inteligencia superior al que le gustan los juegos y los retos.

Harry ya empezaba a imaginarse adonde quería ir a parar.

—¿Un hombre sacado directamente de los perfiles de asesinos en serie que diseñasteis en el curso del FBI? ¿Uno como aquél que encontraste en Australia? Un asesino… —El jefe de grupo chasqueó la lengua como si estuviera degustando las palabras—… que resulte un contrario digno de alguien con tu historial, ni más ni menos.

Harry suspiró.

—Yo no lo veo así, jefe.

—¿Ah, no? Recuerda que he dado clases en la Academia Militar, Harry. ¿Con qué crees que sueñan los aspirantes a generales cuando les hablo de los militares que han cambiado personalmente la Historia? ¿Con esperar sentados tranquilamente a que llegue la paz, con contarles a sus nietos que estuvieron allí, sin más? ¿Que nadie supo nunca lo que habrían podido dar de sí en tiempos de guerra? Puede que no lo digan, Harry, pero por dentro sueñan. Con una única oportunidad. Es una necesidad acuciante de las personas, sentirse necesitadas, Harry. Es la razón por la que los generales del Pentágono nos pintan al mismísimo diablo en cuanto explota un petardo en algún lugar del mundo. Creo que quieres que este caso sea especial, Harry. Tanto que ves al mismísimo diablo.

—El muñeco de nieve, jefe, ¿te acuerdas de la carta que te enseñé?

Hagen suspiró.

—Recuerdo la carta de un loco, Harry.

Harry sabía que debía dejarlo. Proponerle el pacto que tenía pensado. Concederle a Hagen esa pequeña victoria. Pero se encogió de hombros.

—Quiero el grupo como está, jefe.

El rostro de Hagen se volvió duro y hermético.

—No puedo permitirlo, Harry.

—¿No puedes?

Hagen le sostuvo la mirada, pero entonces lo vio. Un atisbo, un desliz. Solo una milésima de segundo, pero fue suficiente.

—Hay cosas que debemos tener en cuenta —dijo Hagen.

Harry intentaba mantener la expresión de inocencia mientras le daba una vuelta más a la tuerca.

—¿Qué tipo de cosas, jefe?

Hagen se miró las manos.

—¿Tú qué crees? Jefes. Prensa. Políticos. Cuando, después de tres meses, sigamos sin tener al asesino, ¿quién tendrá que responder a las preguntas sobre las prioridades del grupo? ¿Quién va a explicar que pusimos a cuatro personas a trabajar en este asunto porque los grupos pequeños son más aptos para…? —Hagen escupía las palabras como si fuesen gambas en mal estado—, ¿…El pensamiento libre y para jugar al ajedrez? ¿Has pensado en eso, Harry?

—No —dijo Harry cruzándose de brazos—. He pensado en cómo vamos a coger a ese tío, no en cómo voy a explicar que no lo hayamos cogido.

Harry sabía que era un argumento barato, pero las palabras dieron en el blanco. Hagen parpadeó. Abrió la boca y la volvió a cerrar, y de repente, Harry se sintió avergonzado. ¿Por qué tenía siempre que provocar esos concursos infantiles de «a ver quién mea más lejos» que no significaban nada, solo por la satisfacción de meterse con alguien, la persona que fuera? Rakel le dijo una vez que a él le habría gustado nacer con un dedo índice extra que mantener tieso todo el tiempo.

—Hay un tío en la Judicial Central que se llama Espen Lepsvik —dijo Harry—. Es muy bueno dirigiendo grandes investigaciones. Puedo hablar con él, pedirle que organice un grupo que me tenga informado. Los grupos trabajarán de forma paralela e independiente. Tú y el comisario jefe de la Judicial os haréis cargo de las ruedas de prensa. ¿Qué te parece, jefe?

Harry no tuvo que esperar la respuesta. Vio la gratitud en los ojos de Hagen. Y supo que había conseguido mear más lejos.

Lo primero que hizo cuando volvió a su despacho fue llamar a Bjørn Holm.

—Hagen ha dicho que sí, se hará como yo quiero. Reunión en mi despacho dentro de media hora. Tú llamas a Skarre y a Bratt, ¿vale?

Colgó. Pensó en lo que había dicho Hagen sobre los halcones que querían su guerra. Y abrió el cajón para buscar en vano un analgésico.

—Aparte de las huellas de zapatos no hemos encontrado rastros del autor en el supuesto escenario del crimen —dijo Magnus Skarre—. Más difícil de comprender resulta el hecho de que tampoco hayamos detectado rastros del cadáver. Al fin y al cabo, le cortó la cabeza a la mujer, lo que debería dejar bastantes rastros. Pero no hallamos nada. ¡Los perros ni siquiera reaccionaron! Es un misterio.

—La mató y le cortó la cabeza en el arroyo —dijo Katrine.

—Las huellas de la mujer se perdían en el arroyo, más arriba, ¿no? Decidió correr por el agua para no dejar huellas, pero él la alcanzó.

—¿Qué utilizó? —preguntó Harry.

—Un hacha o una sierra, ¿qué otra cosa podría ser?

—¿Y qué pasa con las marcas de quemaduras alrededor de la zona del corte?

Katrine miró a Skarre y ambos se encogieron de hombros.

—De acuerdo, ya lo comprobará Holm —dijo Harry—. ¿Y después?

—Después puede que la llevara en brazos por el arroyo hasta la carretera —dijo Skarre. Había dormido dos horas y llevaba el jersey al revés, pero nadie tuvo valor para decírselo—. Tal vez por eso no encontramos ni una mierda. Y deberíamos haber encontrado algo. Una mancha de sangre en un tronco de árbol, una fibra muscular o un trozo de tela desgarrada. Pero encontramos las huellas de sus zapatos en el tramo en que el arroyo pasa por debajo de la carretera. Y al lado, en la nieve, se veía la impresión de lo que podría ser un cuerpo que hubiera estado allí tendido. Pero solo los dioses lo saben, porque los perros tampoco lo detectaron. ¡Ni siquiera ese puto perro rastreador de cadáveres! Es un…

—Misterio —atajó Harry frotándose la barbilla—. ¿No es muy poco práctico cortarle la cabeza estando de pie en el arroyo? Solo es un riachuelo, no hay suficiente espacio para maniobrar. ¿Por qué?

—Es evidente —dijo Skarre—. Los rastros se van con el agua.

—No tan evidente —replicó Harry—. Dejó la cabeza, no le preocupaban los rastros que dejara la víctima. La razón de que no haya rastros de ella camino a la carretera…

—¡Una bolsa para cadáveres! —dijo Katrine—. Justo estaba pensando en cómo habría conseguido llevarla tan lejos por ese terreno. En Irak utilizaban esas bolsas con correas para llevarlas como una mochila.

—Ya —dijo Harry—. Eso explicaría que el perro no detectara nada junto a la carretera.

—Y que pudiera arriesgarse a dejarla allí —dijo Katrine.

—¿A dejarla allí? —dijo Skarre.

—Sí, la impresión del cuerpo en la nieve. La dejó allí mientras iba a buscar el coche. Que probablemente tendría aparcado en algún lugar próximo a la granja de Ottersen. Tardaría media hora más o menos, ¿no?

Skarre murmuró a regañadientes:

—Algo así.

—Esas bolsas son negras, a alguien que pasara en coche le parecería una bolsa de basura corriente.

—No pasó ningún coche —dijo Skarre con acritud, y ahogó un bostezo—, hemos hablado de ese puto bosque con todo el mundo.

Harry asintió.

—¿Y qué hay de lo que nos contó Rolf Ottersen, lo de que él estuvo en la tienda entre las cinco y las siete?

—Esa coartada no vale una mierda mientras no haya pasado por allí algún cliente —dijo Skarre.

—Podría haberle dado tiempo de ir y volver mientras las gemelas estaban en clase de violín —dijo Katrine.

—Pero no da el tipo —dijo Skarre, retrepándose en la silla y aprobando su propia conclusión con un gesto.

A Harry le entraron ganas de hacer algún comentario general sobre la idea que tenían los agentes de policía de su capacidad de determinar quién es un homicida, pero se encontraban en la fase en la que todo el mundo podía decir lo que pensaba sin demasiadas reservas. La experiencia demostraba que las mejores ideas salían de pensar esto y aquello, de las reflexiones poco ponderadas y de las conclusiones directamente erróneas.

Se abrió la puerta.

Howdy! —canturreó Bjørn Holm—. Lo siento muchísimo, pero estaba siguiéndole la pista al arma homicida.

Se quitó el chaquetón impermeable y lo colgó en el perchero de Harry, que se inclinó peligrosamente. Debajo llevaba una camisa de color lila con bordados amarillos y en la espalda una leyenda que proclamaba que, a pesar del certificado de defunción del invierno de 1953, Hank Williams estaba vivo. Se desplomó en la única silla libre y miró las caras de los demás, que lo observaban expectantes.

—¿Qué pasa? —dijo sonriendo, y Harry esperó el chiste favorito de Holm. Que llegó por fin—. ¿Se ha muerto alguien?

—El arma homicida —dijo Harry—. Venga.

Holm soltó una risa burlona:

—Naturalmente, me preguntaba de dónde habían salido las cauterizaciones del cuello de Sylvia Ottersen. La forense no tenía ni idea. Según ella, le habían cauterizado las arteriolas igual que se hace en los casos de amputación para detener la hemorragia. Antes de serrar la pierna. Y cuando dijo eso de serrar, me vino una cosa a la cabeza. Yo me crie en una granja…

Bjørn Holm se inclinó hacia delante con un brillo de entusiasmo en los ojos, y a Harry le recordó a un padre a punto de abrir la maqueta de tren que le ha comprado a su hijo recién nacido por Navidad.

—Cuando una vaca iba a parir y el ternero ya estaba muerto, podía ocurrir que el cadáver fuera tan grande que la vaca no lograra expulsarlo por sí misma. Y si, además, estaba mal colocado, no podíamos sacarlo sin arriesgarnos a lastimar a la vaca. Entonces tenía que venir el veterinario con la sierra.

Skarre hizo una mueca.

—Es un artilugio con una hoja delgadísima y flexible. Se coloca en el interior de la vaca y alrededor del ternero, como un lazo. Y luego se mueve la hoja de la sierra adelante y atrás, y se atraviesa el cadáver…

Holm lo fue describiendo con las manos.

—Hasta que se corta en dos trozos y puedes sacar medio cuerpo. Y, normalmente, se resuelve el problema. Normalmente. Porque puede ocurrir que al mover la hoja de la sierra también cortes a la madre, y entonces se desangra. Así que hace unos años, los granjeros franceses inventaron una cosa muy práctica para solucionarlo. Un cauterizador de hilo incandescente en forma de lazo. Consta de un solo asidero de plástico con un hilo metálico delgadísimo y muy resistente sujeto a ambos lados del asa, formando un lazo que puedes colocar alrededor de lo que quieras cortar. Lo enciendes, y se calienta. En quince segundos el hilo de metal está incandescente, aprietas un botón que hay en el asa y el lazo empieza a tensarse y atraviesa el cadáver. No hay ningún movimiento de lado a lado y, por lo tanto, menos posibilidades de herir a la madre. Y si ocurriese, a pesar de todo, tiene otras dos ventajas…

—¿Estás intentando vendernos esa herramienta o qué? —preguntó Skarre riéndose, mientras buscaba con la mirada la reacción de Harry.

—Debido a la temperatura, el hilo metálico está totalmente esterilizado —continuó Holm—. No transmite bacterias ni sangre tóxica del cadáver. Y el calor cauteriza las arteriolas y reduce la hemorragia.

—De acuerdo —dijo Harry—. ¿Sabes con seguridad que utilizó ese tipo de herramienta?

—No —dijo Holm—. Lo podría haber comprobado si hubiese conseguido uno, pero el veterinario con quien hablé dijo que el cauterizador de lazo no está homologado por el Departamento de Agricultura noruego.

Miró a Harry con una expresión de disculpa auténtica y profunda.

—Bueno —dijo Harry—. Si no es el arma homicida, por lo menos explicaría cómo pudo cortarle la cabeza estando de pie en ese arroyo. ¿Qué decís vosotros?

—Francia… —dijo Katrine Bratt—, primero la guillotina y ahora esto.

Skarre hizo una mueca y meneó la cabeza.

—Suena demasiado rebuscado. ¿Dónde iba a encontrar uno de esos chismes? Si no está homologado, quiero decir.

—Podemos empezar por ahí —dijo Harry—. ¿Lo compruebas tú, Skarre?

—He dicho que no me creo lo del chisme ése.

—Siento haberme expresado de esa forma —dijo Harry—. Quería decir: eso lo compruebas tú, Skarre. ¿Algo más, Holm?

—No. Debería haber habido mucha sangre en la escena del crimen, pero la única que encontramos en el granero era de las gallinas muertas. A propósito de las gallinas, la temperatura corporal y la temperatura ambiental indicaban que las sacrificaron sobre las seis y media. No es seguro del todo porque una de las gallinas estaba más caliente que las otras dos.

—A lo mejor tenía fiebre —rio Skarre.

—¿Y el muñeco de nieve? —preguntó Harry.

—En un montón de cristales de nieve que cambian de forma de una hora para otra no se encuentran huellas dactilares, pero deberían encontrarse restos de piel de las manos, ya que los cristales de nieve son incisivos. Posiblemente, fibras de guantes o manoplas, si es que los utilizó. Pero no encontramos nada de eso.

—Guantes de goma —dijo Katrine.

—No había nada de nada —dijo Holm.

—Bueno. Por lo menos tenemos una cabeza. ¿Habéis mirado si en los dientes…?

Holm puso cara de reproche y distrajo a Harry.

—¿…Tenía adheridos restos de algo que pudiera haber mordido? ¿De pelo, quizá? ¿Marcas de dedos en el cuello? ¿Otros rastros en los que no hayan pensado los técnicos?

Harry hizo un gesto de disculpa y miró el reloj.

—Skarre, aunque Rolf Ottersen no dé el tipo, en tu opinión, averigua dónde se encontraba y lo que estaba haciendo cuando desapareció Birte Becker. Yo voy a hablar con Filip Becker. Katrine, tú te coges todos los casos de desaparición, incluidos estos dos, y buscas similitudes.

—De acuerdo —dijo ella.

—Compruébalo todo —dijo Harry—: la hora en que se cometió el homicidio, la fase lunar, qué ponían en la tele, el color de pelo de las víctimas, si habían sacado el mismo libro de la biblioteca, si habían participado en el mismo seminario, las sumas de sus números de teléfono. Tenemos que saber cómo las elige.

—Espera un poco —dijo Skarre—. ¿Ya hemos decidido que existe un vínculo? ¿No deberíamos estar abiertos a todas las posibilidades?

—Puedes estar tan abierto como te salga de los cojones —dijo Harry, se levantó y comprobó que tenía las llaves del coche en el bolsillo—… Mientras hagas lo que te dice tu jefe. El último, que apague la luz.

Harry estaba esperando el ascensor cuando oyó que se acercaba alguien. Los pasos se detuvieron justo detrás de él.

—Esta mañana hablé con una de las gemelas en el colegio durante el recreo.

—¿Y qué? —Harry se dio la vuelta y contempló a Katrine Bratt.

—Le pregunté qué habían hecho antes de ayer.

—¿Antes de ayer?

—El día que Birte desapareció.

—Sí, eso es.

—Ella, su hermana y su madre estuvieron en la ciudad todo el día. Se acordaba porque estuvieron en el Museo Kon-Tiki después de ir al médico. Y pasaron la noche con su tía mientras su madre visitaba a una amiga. El padre se quedó cuidando la casa. Solo.

Estaba tan cerca que Harry podía oler su perfume. Era un olor que nunca había percibido en una mujer. Fuertemente condimentado y completamente desprovisto de dulzura.

—Ya. ¿Con cuál de las gemelas hablaste?

Katrine Bratt le sostuvo la mirada.

—No tengo ni idea. ¿Importa?

Un ding dong avisó a Harry de que el ascensor había llegado.

Jonas estaba dibujando un muñeco de nieve. La idea era que sonriera y cantara, que fuera un muñeco de nieve contento. Pero no le salía. Desde el folio, el monigote le devolvía una mirada inexpresiva. En la clase reinaba un silencio casi total, solo se oía el sonido de la tiza de su padre, que raspaba la pizarra y, de vez en cuando, le daba golpecitos, y el rumor de los bolígrafos de los alumnos sobre el papel. No le gustaban los bolígrafos. Si utilizabas bolígrafo, no podías borrar, no podías cambiar nada y entonces el dibujo se quedaba así para siempre. Hoy se había despertado pensando que mamá había vuelto, que todo estaba bien, y salió corriendo hacia el dormitorio. Pero allí solo estaba su padre. Se estaba vistiendo y le dijo a Jonas que se vistiera también, que iba a ir con él a la universidad. Cogió un bolígrafo. El aula estaba en pendiente y se inclinaba hacia donde se encontraba su padre, y parecía un teatro. Su padre no dijo una sola palabra a los estudiantes, ni siquiera cuando él y Jonas entraron. Solo los saludó con un gesto y le señaló a Jonas dónde tenía que sentarse, se dirigió a la pizarra y empezó a escribir. Era como si los estudiantes estuvieran acostumbrados a eso, porque empezaron a escribir enseguida. Las pizarras se llenaron de números y letras pequeñas y de extraños garabatos cuyo significado Jonas desconocía. Su padre le había explicado una vez que era un lenguaje propio que se llamaba física, que él utilizaba para crear relatos. Cuando Jonas le preguntó si eran fábulas, el padre se rio y dijo que la física solo se podía utilizar para relatar lo que era verdad, era un lenguaje con el que no se podía fabular por mucho que uno lo intentara.

Algunos de los garabatos eran divertidos. Y bastante bonitos.

La tiza le caía a su padre en los hombros. Una fina capa blanca se posaba como nieve sobre el tejido de la chaqueta. Jonas observaba la espalda de su padre e intentaba dibujarla. Pero tampoco esta vez le salió un muñeco de nieve contento. Y de repente se produjo un silencio total en la sala. Cesó por completo el susurrar de los bolígrafos. Porque el trozo de tiza se había detenido. Estaba inmóvil en la parte superior de la pizarra, tan alto que su padre tuvo que estirar el brazo por encima de la cabeza para llegar hasta allí. Y ahora parecía que el trozo de tiza se hubiera atascado y que el padre estuviera colgado de la pizarra, como el Coyote cuando se queda colgado de una rama pequeña en un precipicio y la distancia hasta abajo es grande, grandísima. Y al padre empezaron a temblarle los hombros, y Jonas pensó que estaba intentando desatascar la tiza, hacer que volviera a correr por la pizarra, pero que se resistía. Un rumor recorrió el aula, como si todos abriesen la boca a la vez tomando aire. Finalmente, el padre logró soltar la tiza, fue hacia la puerta sin darse la vuelta y salió. «Va a buscar una tiza nueva», pensó Jonas. El zumbido de las voces de los estudiantes subía poco a poco. Pudo entender dos palabras. «Esposa» y «desaparecida». Miró la pizarra casi llena de signos. El padre había intentado escribir que ella estaba muerta, pero la tiza solo podía escribir lo que era verdad, y se había quedado pegada. Jonas pasó la goma de borrar por el muñeco de nieve. A su alrededor, todos empezaban ya a recoger sus cosas y los asientos plegables resonaban con un golpe cuando se levantaban antes de marcharse.

Una sombra cubrió el malogrado muñeco de nieve en la hoja de papel y Jonas levantó la vista.

Era el policía, el de la cara fea y los ojos de buena persona.

—¿Te vienes conmigo a ver si encontramos a tu padre? —le preguntó.

Harry golpeó discretamente la puerta del despacho en cuya placa se leía «Prof. Filip Becker».

Como nadie respondía, abrió.

El hombre de detrás del escritorio levantó la cabeza, que tenía apoyada en las manos.

—¿He dicho «adelante»?

Se calló cuando vio a Harry. Y bajó la mirada hacia el chico que estaba a su lado.

—¡Jonas! —dijo Filip Becker con una mezcla de desconcierto y amonestación. Tenía los ojos enrojecidos—. ¿No te he dicho que no te movieras de allí?

—Lo he traído yo —dijo Harry.

—Ah —Becker miró el reloj y se levantó.

—Tus alumnos se han ido —dijo Harry.

—¿Ah, sí? —Becker volvió a desplomarse en la silla otra vez—. Yo… yo solo pretendía darles un descanso.

—Yo también he pasado por eso —dijo Harry.

—¿Ah, sí? ¿Por qué…?

—Todos necesitamos un descanso alguna vez. ¿Podemos hablar?

—No quiero que vaya al colegio —explicó Becker después de haber mandado a Jonas a la sala de profesores y decirle que esperase allí—. Todas esas preguntas, tantas especulaciones… Sencillamente, no quiero. Seguro que lo entiendes.

—Bueno. —Harry sacó un paquete de tabaco, miró inquisitivamente a Becker y volvió a guardarlo cuando el profesor negó firmemente con la cabeza—. Desde luego, es más fácil de entender que lo que había en la pizarra.

—Era física cuántica.

—Suena tenebroso.

—El mundo de los átomos es tenebroso.

—¿En qué sentido?

—Infringen nuestras leyes físicas más básicas. Como ésa de que una cosa no puede estar en dos sitios a la vez. Niels Bohr dijo una vez que si la física cuántica no te asusta, es que no la has entendido.

—¿Y tú la entiendes?

—No, ¿estás loco? Es un completo caos. Pero prefiero ese caos a este caos.

—¿A cuál?

Becker suspiró.

—Esta generación de adultos se ha convertido en los sirvientes y secretarias de sus hijos. Birte también, desgraciadamente. Hay tantas citas y cumpleaños y comidas favoritas y entrenamientos de fútbol que me vuelvo loco. Hoy han llamado de una consulta médica de Bygdøy porque Jonas no había ido a la cita. Y esta tarde tiene entrenamiento de fútbol, y yo no tengo ni idea de dónde es. Y su generación no ha oído hablar nunca de que se puede coger un autobús.

—¿Qué le pasa a Jonas? —Harry sacó el bloc de notas en el que nunca anotaba nada pero que, según su experiencia, despertaba la memoria y la conciencia de la gente.

—Nada. Un reconocimiento médico normal, supongo. —Becker agitó la mano irritado—. Sospecho que tu visita se debe a otra cosa, ¿no?

—Sí —dijo Harry—. Quiero saber dónde estuviste ayer por la tarde y por la noche.

—¿Cómo?

—Es una pregunta rutinaria, Becker.

—¿Tiene esto algo que ver con… con…? —Becker señaló con la cabeza en dirección al periódico Dagbladet, que estaba encima de uno de los montones de papeles.

—No lo sabemos —dijo Harry—. Pero contesta, por favor.

—Pero bueno, ¿estáis locos, o qué?

Harry miró el reloj sin decir nada.

Becker suspiró profundamente.

—De acuerdo, claro que quiero cooperar. Anoche estuve aquí, trabajando en un artículo sobre la longitud de onda del hidrógeno que espero que me publiquen.

—¿Hay algún colega que pueda confirmar que estuviste aquí?

—La razón de que las aportaciones de los académicos noruegos al mundo de la investigación sean tan marginales es que padecen un engreimiento que solo su pereza puede ensombrecer. Estuve completamente solo, como de costumbre.

—¿Y Jonas?

—Se preparó algo de comer y estuvo viendo la tele hasta que yo llegué.

—¿Y a qué hora fue eso?

—Creo que fue poco después de las nueve.

—Ya. —Harry fingió anotarlo—. ¿Has repasado las cosas de Birte?

—Sí.

—¿Has encontrado algo?

Filip Becker se pasó un dedo por la comisura de los labios y negó con la cabeza. Harry le sostuvo la mirada. Utilizó el silencio como palanca, pero Becker no pensaba decir más.

—Gracias por tu ayuda —dijo Harry, metió el bloc de notas en el bolsillo de la chaqueta y se levantó—. Le diré a Jonas que puede venir.

—Dame un poco de tiempo, por favor.

Harry encontró a Jonas dibujando en la sala de profesores, con la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios. Se puso al lado del chico y contempló la hoja de papel en la que de momento solo había dos círculos irregulares.

—Un muñeco de nieve.

—Sí —dijo Jonas mirándolo—. ¿Cómo lo sabes?

—¿Por qué iba a llevarte mamá al médico, Jonas?

—No lo sé. —Jonas dibujó la cabeza del muñeco de nieve.

—¿Cómo se llama el médico?

—No lo sé.

—¿Dónde tiene la consulta?

—No podía decírselo a nadie. Ni siquiera a papá. —Jonas se inclinó sobre la hoja de papel y empezó a dibujar pelo en la cabeza del muñeco. Pelo largo.

—Yo soy policía, Jonas. Y estoy tratando de encontrar a tu madre.

El lápiz raspaba la superficie del papel cada vez con más fuerza, y el pelo se volvía cada vez más negro.

—No sé cómo se llama ese sitio.

—¿Te acuerdas de algo que estuviera cerca?

—Las vacas del rey.

—¿Las vacas del rey?

Jonas asintió.

—La de recepción se llama Borghild. Me dio una piruleta porque le dejé que me sacara sangre con una jeringuilla de ésas.

—¿Estás dibujando a alguien en particular? —preguntó Harry.

—No —dijo Jonas, y se concentró en las pestañas.

Filip Becker estaba junto a la ventana y vio cómo Harry Hole cruzaba el aparcamiento. Lo miraba pensativo y se daba golpecitos en la palma de la mano con la pequeña libreta negra. Se preguntaba si el comisario lo habría creído cuando quiso dar la impresión de no saber que había estado presente durante su clase. O cuando le dijo que había estado trabajando en un artículo la noche anterior. O que no había encontrado nada entre las cosas de Birte. La libreta negra estaba en el cajón de su escritorio, ni siquiera se había esforzado por esconderla. Y lo que decía allí…

Casi tuvo que reírse. Qué mujer más ingenua, mira que creer que podría engañarlo.