DÍA 3. EL AGUJERO
—Ha molado, ¿eh?
La voz entusiasmada de Oleg se oía por encima del chisporroteo de la mantequilla en el bar de kebabs abarrotado de gente que salía del concierto en el Oslo Spektrum. Harry le hizo un gesto de asentimiento a Oleg, que llevaba una chaqueta con capucha y seguía sudando y saltando mientras nombraba a los integrantes del grupo Slipknot, nombres que Harry desconocía, ya que los cedés de Slipknot contenían poca información en cuanto a datos personales, y las revistas musicales serias como MOJO y Uncut no escribían sobre esa clase de grupos. Harry pidió unas hamburguesas y miró el reloj. Rakel había dicho que los esperaría a la salida, a las diez. Harry volvió a mirar a Oleg. Hablaba sin parar. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cuándo había cumplido doce años y había decidido que le gustaba la música que trataba sobre distintos estadios de la muerte, la alienación, la frialdad y la perdición en general? Harry tal vez debiera preocuparse, pero no. Era un punto de partida, una curiosidad que satisfacer, un estilo de vestimenta en el que comprobar si encajaba. Ya vendrían otras cosas. Y cosas peores.
—A ti también te ha gustado, ¿verdad, Harry?
Harry asintió con la cabeza. No tenía valor para decirle que el concierto le había resultado un poco decepcionante. Tampoco era capaz de explicar exactamente a qué se debía, tal vez no fuera su noche. En cuanto se adentraron entre la multitud del Spektrum, experimentó la paranoia que normalmente seguía a la borrachera, pero que durante el último año también se había presentado cuando estaba sobrio. Y en vez de conectar con el ambiente, tuvo la sensación de que lo observaban y se quedó de pie, mirando a su alrededor. Examinando la pared de rostros que los rodeaba.
—Slipknot son la caña —dijo Oleg—. Las máscaras eran superchulas. Especialmente la de la nariz larga y puntiaguda. Se parecía a uno… uno de esos…
Harry atendía medio ausente, con la esperanza de que Rakel llegase pronto. El aire del bar de kebabs le resultó de repente denso y asfixiante, como una capa fina de grasa que se le posara en la piel y en la boca. Intentó dar forma al siguiente pensamiento. Pero estaba en camino, ya había dado la vuelta a la esquina. Pensar en una copa.
—Es una máscara india de la muerte —dijo una voz de mujer a su espalda—. Y los Slayer han estado mejor que Slipknot.
Harry se volvió sorprendido.
—Slipknot son pura pose, ¿verdad? —continuó la mujer—. Ideas recicladas y gestos vacíos.
Llevaba un abrigo negro largo y brillante, abotonado hasta el cuello. Lo único que se le veía debajo eran unas botas negras. Tenía la cara pálida y los ojos maquillados.
—Jamás habría imaginado que te gustara esa clase de música —dijo Harry.
Katrine Bratt sonrió.
—Supongo que yo debería decir lo contrario.
No le dio ninguna explicación y le pidió con gestos al hombre del mostrador una botella de agua con gas Farris.
—Slayer son una mierda —dijo Oleg en tono casi inaudible.
Katrine se volvió hacia él.
—Tú tienes que ser Oleg.
—Sí —dijo Oleg con tono arisco, mientras se tiraba de los pantalones de camuflaje, como si la atención de la mujer le gustara y le disgustara al mismo tiempo—. ¿Cómo lo sabes?
Katrine sonrió.
—Ajá, así que hablas con ese acento… En realidad, tú que vives en Holmenkollåsen deberías hablar con el acento de Oslo, ¿no? ¿Es Harry el que te ha enseñado a hablar como los de la parte este de la ciudad?
A Oleg se le fue toda la sangre a las mejillas.
Katrine rio por lo bajo y le dio a Oleg un toquecito en el hombro.
—Lo siento, solo era curiosidad.
El color de la cara del chico pasó a ser de un rojo tan intenso que le brillaba el blanco de los ojos.
—Yo también tengo curiosidad —dijo Harry dándole un kebab a Oleg—. Supongo que has encontrado el patrón que te pedí, Bratt. Ya que tienes tiempo para ir de conciertos.
Harry notó que había comprendido la advertencia: «No jodas al chico».
—Algo he encontrado —dijo Katrine, mientras le quitaba el tapón de plástico a la botella de Farris—. Pero estás ocupado, así que lo hablamos mañana.
—No estoy tan ocupado —dijo Harry, olvidándose de la capa de grasa y de la sensación de asfixia.
—Es confidencial y esto está lleno de gente —dijo Katrine—. Pero puedo susurrarte unas palabras clave.
Se inclinó hacia él, y, mezclado con el olor de la mantequilla, Harry notó el de un perfume casi masculino y su respiración caliente en la oreja.
—Un Volkswagen Passat plateado acaba de llegar a la acera. Apuesto a que es la madre de Oleg…
Harry se levantó y miró por el ventanal hacia el coche. Rakel había bajado la ventanilla y los estaba mirando.
—No manches nada —dijo Rakel cuando Oleg se metió de un salto en el asiento trasero con el kebab en la mano.
Harry se acercó a la ventanilla abierta. Ella llevaba un sencillo jersey celeste. Conocía bien ese jersey. Sabía cómo olía, el tacto que tenía, en la palma de la mano y en la mejilla.
—¿Ha estado bien el concierto? —preguntó ella.
—Pregúntale a Oleg.
—Pero ¿qué tipo de grupo era? —Miró a Oleg por el retrovisor—. La gente que hay por la calle lleva una ropa un poco rara, ¿no?
—Canciones lentas de amor y esas cosas —dijo Oleg guiñándole un ojo a Harry cuando Rakel apartó la vista del retrovisor.
—Gracias, Harry —dijo ella.
—No hay de qué. Conduce con cuidado.
—¿Quién era esa mujer que estaba ahí dentro?
—Una colega del trabajo. Es nueva.
—¿Ah, sí? Parecía que ya os conocíais bien.
—¿Por qué lo dices?
—Estabais… —Se calló de repente. Y luego hizo un gesto lento de negación con la cabeza y se rio. Con una risa profunda pero clara, que nacía del fondo de la garganta. La misma risa que una vez tanto lo enamoró—. Lo siento, Harry. Buenas noches.
Subió la ventanilla y el coche plateado se alejó de la acera. Harry se fue por la calle Brugata, un pasaje entre bares por cuyas puertas abiertas salía música. Pensó en tomar un café en el Teddys Softbar pero sabía que sería una mala idea. Así que decidió pasarse por allí.
—¿Café? —repitió incrédulo el tío de detrás de la barra.
En la gramola del Teddys sonaba Johnny Cash, y Harry se pasó un dedo por el bigote.
—¿Tienes alguna propuesta mejor? —Harry oyó resonar en la suya otra voz, conocida y desconocida a la vez.
—Claro —dijo el tío, y se alisó hacia atrás el pelo grasiento—. El café no está recién hecho precisamente, así que ¿qué me dices de una cerveza recién sacada del barril?
Johnny Cash cantaba sobre Dios, el bautismo y las nuevas promesas.
—Bueno —dijo Harry.
El hombre de detrás de la barra sonrió ampliamente.
En ese momento, Harry notó que el móvil le vibraba en el bolsillo. Lo cogió rápido y con avidez, como si hubiera estado esperando aquella llamada.
Era Skarre.
—Acabamos de recibir una denuncia de una desaparición que concuerda. Mujer casada con hijos. No estaba en casa cuando el marido y los hijos llegaron hace unas horas. Viven en el bosque, en Solihøgda, ninguno de los vecinos la ha visto y no se ha ido con el coche, porque lo tiene el marido. Y no hay rastro de pisadas en la carretera.
—¿Rastro de pisadas?
—Allí arriba todavía hay nieve.
El vaso de cerveza apareció delante de Harry con un golpe.
—¿Harry? ¿Estás ahí?
—Sí. Estoy pensando.
—¿En qué?
—¿Hay un muñeco de nieve en el lugar?
—¿Cómo?
—Un muñeco de nieve.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Entonces iremos allí a ver si lo averiguamos. Métete en el coche y recógeme enfrente de la tienda Gunerius, en la calle Storgata.
—¿No podemos dejarlo para mañana, Harry? Me había prometido follar un poco esta noche, y esta mujer solo está desaparecida así que, de momento, no hay prisa.
Harry observó el hilo de espuma que bajaba retorciéndose como una serpiente por el exterior del vaso de cerveza.
—En realidad —dijo Harry—, hay una prisa acojonante.
El camarero miró sorprendido el vaso de cerveza intacto, el billete de cincuenta que había sobre el mostrador y los anchos hombros que se alejaban por la puerta en el momento en que Johnny Cash enmudecía.
—Sylvia no se iría nunca así, sin más —dijo Rolf Ottersen.
Rolf Ottersen era delgado. O, más exactamente, era un esqueleto. Llevaba una camisa de franela abotonada hasta arriba y de ella salía un cuello largo y flaco, con una cabeza que a Harry le recordó a un ave zancuda. De las mangas de la camisa salían unas manos estrechas de dedos largos y finos que el hombre doblaba, torcía, retorcía y se frotaba sin cesar. Tenía las uñas de la mano derecha limadas, largas y puntiagudas como garras. Los ojos parecían grandes detrás de los gruesos cristales, engarzados en una montura de acero sencilla y redonda, del estilo que había sido popular entre los radicales de los años setenta. Un póster en la pared de color mostaza mostraba a unos indios con una anaconda. Harry reconoció la imagen de la portada de un álbum de Joni Mitchell, de la prehistoria hippy. Al lado colgaba una reproducción de uno de los conocidos autorretratos de Frida Kahlo. «Una mujer que sufre», pensó Harry. Un cuadro elegido por una mujer. El suelo era de pino sin tratar y la habitación estaba iluminada por una mezcla de lámparas de parafina antiguas y lámparas de barro que muy bien podrían ser artesanales. En la esquina, apoyada en la pared, había una guitarra de cuerdas de nailon que, según supuso Harry, sería la explicación de las uñas limadas de Rolf Ottersen.
—¿Qué quieres decir con que ella nunca se iría? —preguntó Harry.
Delante de él, encima de la mesa de comedor, Rolf Ottersen había dejado una foto de su mujer con sus dos hijas gemelas, Olga y Emma, de diez años. Sylvia Ottersen tenía los ojos grandes y somnolientos, como los de alguien que ha usado gafas toda la vida y acaba de empezar a llevar lentillas o que se ha operado con láser para corregir la vista. Las gemelas tenían los ojos de la madre.
—Lo habría dicho —dijo Rolf Ottersen—. Habría dejado una nota. Tiene que haber pasado algo.
A pesar de la desesperación, hablaba con voz baja y suave. Rolf Ottersen sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo llevó a la cara. La nariz parecía anómalamente grande en aquella cara delgada y pálida. Se sonó con un único toque de trompeta.
Skarre asomó la cabeza por la puerta.
—Acaba de llegar la unidad canina. Traen un perro rastreador de cadáveres.
—Que empiecen —dijo Harry—. ¿Has hablado con todos los vecinos?
—Sí. Nada todavía.
Skarre cerró la puerta y Harry notó que los ojos de Ottersen se habían vuelto más grandes detrás de los cristales.
—¿Un perro rastreador de cadáveres? —susurró Ottersen.
—Solo es una forma de hablar —dijo Harry y tomó nota de que debía darle a Skarre un par de ideas sobre cómo expresarse.
—¿Así que también los utilizáis para buscar personas vivas? —La voz del marido tenía un tono suplicante.
—Claro que sí. —Mintió Harry, en lugar de contarle que los perros detectores de cadáveres señalan los lugares donde ha habido personas muertas. Que no se pueden utilizar para buscar drogas, objetos perdidos ni personas vivas. Que se utilizan para lo muerto. Punto.
—Así que la has visto por última vez hoy a las cuatro —dijo Harry mirando sus anotaciones—. Antes de ir con las niñas a la ciudad. ¿Qué habéis hecho allí?
—Encargarme de la tienda mientras ellas tenían clase de violín.
—¿La tienda?
—Tenemos una pequeña tienda en Majorstua, de objetos africanos hechos a mano. Arte, muebles, manteles, ropa, de todo un poco. Los importamos directamente de las personas que los hacen y les pagamos un precio decente. Por lo general, es Sylvia quien se encarga, pero los jueves cerramos más tarde, ella vuelve a casa con el coche y yo me voy con las niñas. Yo me quedo en la tienda y ellas reciben clases de violín en la academia Barratt Due, de cinco a siete. Después, las recogí y volvimos a casa. Llegamos pasadas la siete y media.
—Humm, ¿quién más trabaja en la tienda?
—Nadie.
—¿Eso quiere decir que cerráis la tienda un rato los jueves? ¿Más o menos una hora?
Rolf Ottersen sonrió sin entusiasmo.
—Es una tienda muy pequeña. No tenemos muchos clientes. Para serte sincero, casi ninguno, si no es por Navidad.
—¿Cómo…?
—NORAD, la agencia noruega para la cooperación y el desarrollo, apoya la tienda y a nuestros proveedores, es un programa gubernamental de comercio con países del Tercer Mundo. —Carraspeó suavemente—. El efecto de enviar señales positivas es más importante que el dinero y unas ganancias miopes, ¿no?
Harry hizo un gesto de asentimiento, a pesar de que no pensaba en la ayuda y el comercio justo en África, sino en la hora y el trayecto entre Oslo y los alrededores. Desde la cocina, donde las gemelas estaban cenando, le llegaba el sonido de una radio. No había visto ninguna televisión en la casa.
—Gracias. —Harry se levantó y salió fuera.
Había tres coches aparcados en la puerta. Uno era el Volvo Amazon de Bjørn Holm, pintado de negro y con una franja de cuadros blancos y negros, como las de las carreras, que cruzaba el techo y el maletero. Harry miró hacia el cielo limpio y estrellado que se extendía sobre la pequeña granja del claro del bosque. Aspiró el aire. Olía a abetos y a calefacción de leña. Desde el lindero del bosque se oía el jadeo de un perro y al agente de policía que lo azuzaba en la búsqueda.
Para llegar hasta el granero, Harry avanzó dibujando un arco, como habían acordado para no estropear las posibles huellas que pudieran serles útiles. Por la puerta abierta salían voces. Se puso en cuclillas y miró detenidamente las huellas en la nieve, a la luz de la lámpara que había encima de la puerta. Luego se levantó, se apoyó en el marco y sacó el paquete de tabaco.
—Parece el escenario de un homicidio —dijo—. Sangre, cadáveres y muebles volcados.
Bjørn Holm y Magnus Skarre no dijeron nada, se dieron la vuelta y siguieron la mirada de Harry. El espacio grande y abierto estaba iluminado por una única bombilla que pendía de un cable desde una de las vigas. En un lado había un torno delante de un tablero, del que colgaban herramientas: martillos, sierras, alicates, taladros. Ningún chisme eléctrico. En el otro lado había una zona cercada con una malla de alambre con algunas gallinas sentadas en unos tablones, mientras que otras se pavoneaban caminando por la paja. En medio, sobre unas tablas de madera gris sin tratar y manchadas de sangre, había tres gallinas sin cabeza. Al lado del tajo volcado, tres cabezas. Harry se puso en los labios un cigarrillo sin encender, entró procurando no pisar la sangre y se puso en cuclillas al lado del tajo para observar las cabezas de gallina. La luz de la linterna iluminaba débilmente los ojos negros. Primero, levantó una pluma blanca cortada que parecía tener los bordes quemados, luego observó la superficie lisa del corte del pescuezo de las gallinas. La sangre se había coagulado y se veía negra. Sabía que era un proceso rápido, no mucho más de media hora.
—¿Ves algo interesante? —preguntó Bjørn Holm.
—Mi cerebro sufre deformación profesional, Holm. Ahora mismo está analizando cadáveres de gallinas.
Skarre se rio en voz alta e hizo un gesto en el aire como indicando unos titulares.
—«Grave asesinato triple de gallinas. Vudú en el campo. Harry Hole al frente del caso».
—Es más interesante lo que no veo —dijo Harry.
Bjørn Holm enarcó las cejas, miró a su alrededor y asintió despacio.
Skarre los miró con desconfianza.
—¿Y qué es lo que no ves?
—El arma homicida —dijo Harry.
—Un hacha —dijo Holm—. La única forma sensata de matar gallinas.
Skarre resopló.
—Si es la tía quien las matado, habrá dejado el hacha en su sitio. Estos campesinos son gente muy ordenada.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Harry consciente del cacareo que parecía venir de todos lados—. Por eso es interesante que el tajo esté volcado y los cadáveres de las gallinas esparcidos. Y que el hacha no esté en su sitio.
—¿Su sitio? —Skarre miró a Holm con cara de desesperación.
—Si te apetece, echa un vistazo por aquí, Skarre —dijo Harry sin moverse.
Skarre seguía mirando a Holm, que señaló con un gesto la tabla de detrás del torno.
—Coño —dijo Skarre.
En el hueco vacío entre un martillo y una sierra oxidada estaba dibujado el contorno de un hacha pequeña.
Fuera se oían ladridos de perro, gimoteos y, después, el grito colérico del policía, que ya no sonaba alentador.
Harry se frotó el mentón.
—Hemos buscado por todo el granero, así que de momento parece que Sylvia Ottersen dejó el lugar en plena matanza y que se llevó el hacha. Holm, ¿puedes tomarles la temperatura a esas gallinas y determinar la hora aproximada de la muerte?
—Sí.
—¿Y eso? —dijo Skarre.
—Quiero saber cuándo se fue de aquí —dijo Harry—. ¿Has sacado algo de las huellas de fuera, Holm?
El técnico negó con la cabeza.
—Hay demasiadas pisadas y necesito más luz. Encontré varias huellas de las botas de Rolf Ottersen. Además de otras que iban hasta el granero, pero ninguna que saliera desde allí. A lo mejor la llevaron en brazos desde el granero.
—Humm, en ese caso habría huellas más profundas de la persona que la llevó. Es una pena que nadie haya pisado en la sangre. —Harry miró las paredes oscuras que estaban fuera del alcance de la bombilla. Desde el patio se oía el aullido lastimero de un perro y los juramentos furiosos del policía.
—Sal a ver qué pasa, Skarre —dijo Harry.
Skarre obedeció. Harry volvió a encender la linterna y se acercó a la pared. Pasó la mano por las tablas sin pintar.
—¿Qué estás…? —empezó Holm, pero se detuvo cuando la bota de Harry dio un golpe seco en la pared.
Apareció el cielo estrellado.
—Una puerta trasera —dijo Harry mirando el bosque negro y la silueta de abetos en la cúpula de luz de color amarillo sucio que era la ciudad allá a lo lejos.
Luego dirigió el foco de la linterna hacia la nieve. El haz de luz encontró las huellas enseguida.
—Dos personas —dijo Harry.
—Es el perro —dijo Skarre, que había regresado—, que no quiere.
—¿Que no quiere? —Harry siguió las pisadas con la linterna. La nieve reflejaba la luz, pero las huellas desaparecían allí donde los árboles guardaban la oscuridad de la noche.
—El guía del animal no entiende nada. Dice que parece que tiene mucho miedo. El caso es que se niega a entrar en el bosque.
—A lo mejor ha rastreado a los zorros —dijo Holm—. En este bosque hay muchos.
—¿Zorros? —resopló Skarre—. Un perro tan grande no puede temerle a un zorro.
—A lo mejor nunca ha visto ninguno —dijo Harry—, pero sabe detectar el rastro de un animal salvaje. Es racional tener miedo de lo que uno no conoce. El que no lo tiene no sobrevive mucho tiempo.
Harry notó que el corazón empezaba a latirle más rápido. Y sabía por qué. El bosque. La oscuridad. Ese tipo de miedo que no es racional. El que había que vencer.
—Hasta nuevo aviso hay que considerar este lugar como la escena de un crimen —dijo Harry—. Empieza a trabajar. Yo voy a ver adonde llevan estas huellas.
—De acuerdo.
Harry tragó saliva antes de salir por la puerta trasera. Ya habían pasado veinticinco años. Y aun así, su cuerpo se resistía.
Fue en casa de su abuelo en Åndalsnes, durante las vacaciones de otoño. La granja se hallaba en una ladera, con las formidables montañas de Romsdal elevándose al fondo. Harry tenía diez años y se había adentrado un poco en el bosque para ver si encontraba la vaca que buscaba el abuelo. Quería encontrarla antes que el abuelo, antes que nadie. Así que se apresuró. Corrió como un poseso por montecillos cubiertos de blandos arbustos de arándanos y abedules enanos que se retorcían con formas divertidas. Los senderos aparecían y se esfumaban mientras él corría derecho hacia el cencerro que creía haber oído entre los árboles. Y lo volvió a oír, ahora un poco más a la derecha. Saltó un arroyo, se agachó al pasar bajo un árbol y chapoteó con las botas al cruzar corriendo una ciénaga cuando vio que se acercaba un chaparrón. Distinguía el velo de agua bajo la nube que rociaba la ladera escarpada de la montaña.
Y era tan agradable que no se dio cuenta de que lo estaba envolviendo la oscuridad, que surgía del agua de la ciénaga, que se acercaba de puntillas por entre los árboles, se vertía como pintura negra por las sombras de las laderas, para acumularse en el fondo del valle. Pero alzó la vista hacia una gran ave que lo sobrevolaba describiendo enormes círculos allá arriba, a una altura espectacular, pues la montaña se veía detrás. Y entonces se le quedó atrapada una de las botas y se cayó. Boca abajo y sin tiempo de amortiguar la caída con las manos. Y todo se volvió negro, y la nariz y la boca se le llenaron del sabor a ciénaga, a muerte, a descomposición y a oscuridad. Pudo «saborear» la oscuridad los pocos segundos que estuvo en el suelo. Cuando se incorporó, se dio cuenta de que la luz había desaparecido. Se había marchado cruzando la montaña, que ahora veía suspendida sobre él con un poderío silencioso y pesado, susurrándole que no sabía dónde se encontraba, que hacía mucho que no lo sabía. Se levantó y echó a correr sin reparar en la bota. Seguro que no tardaría en ver algo que le resultara familiar. Pero el paisaje estaba embrujado; las piedras eran cabezas de seres que emergían de la tierra; los arbustos de arándanos, dedos que le arañaban las pantorrillas; y los abedules enanos, brujas que le señalaban el camino retorciéndose de risa: hacia aquí o hacia allí, el camino a casa o el camino a la perdición, el camino a la casa de la abuela o el camino al Agujero. Porque los mayores hablaban del Agujero. El lugar donde la ciénaga no tenía fondo, donde animales, personas y carros enteros desaparecían para nunca más volver.
Era casi de noche cuando Harry entró tambaleándose en la cocina, y la abuela lo abrazó y le dijo que su padre, el abuelo y los mayores de las granjas vecinas estaban buscándolo. ¿Dónde había estado?
En el bosque.
Pero ¿no había oído sus gritos? Gritaban «¡Harry, Harry!», ella los estuvo oyendo todo el tiempo.
Él no se acordaba, pero después le contaron muchas veces que se quedó allí temblando de frío, sentado en el cajón de la leña, delante de la estufa, con la mirada perdida y apática, y que contestó:
—Creía que no eran ellos quienes gritaban.
—¿Y quién creías que era?
—Los otros. La oscuridad tiene sabor, ¿lo sabías, abuela?
Harry se adentró unos metros en el bosque hasta que se hizo un profundo silencio, casi anormal. Mantenía el haz de luz enfocando el suelo justo a sus pies, porque cada vez que la luz barría el bosque, las sombras corrían como seres asustados entre la oscuridad de los árboles. Verse aislado de la oscuridad dentro de una burbuja de luz no daba seguridad alguna. Todo lo contrario. Saber que él era lo más visible que se movía por el bosque lo convertía en un ser desnudo, desprotegido. Las ramas le arañaban la cara, como los dedos de un ciego que trata de reconocer a un extraño.
Las huellas conducían hasta un arroyo que ahogaba con su borboteo el sonido de la respiración algo agitada de Harry. Allí se perdía uno de los pares de huellas, mientras que el otro seguía el arroyo hacia un terreno más bajo.
Siguió adelante. El arroyo discurría sin orden ni concierto, pero no temía perder el rumbo, no tendría más que seguir las huellas en sentido inverso, desandando el camino.
Resonó el ulular de un búho cercano. El verde fosforescente de los números del reloj de pulsera le indicó que llevaba más de un cuarto de hora caminando. Había llegado el momento de dar la vuelta y enviar a un equipo con la indumentaria y el calzado adecuados, y un perro que no tuviera miedo de los zorros.
A Harry se le paró el corazón.
Sucedió allí mismo, delante de sus narices. Sin un sonido y tan rápido que no vio nada. Pero se lo reveló la presión del aire. Harry oyó el rumor de plumas al forcejear en la nieve y el chillido lastimero de un pequeño roedor que acababa de convertirse en presa.
Soltó lentamente el aire de los pulmones. Barrió una última vez con la linterna el bosque que se extendía ante él y se dio la vuelta para regresar. Dio un paso, pero se detuvo. Quería dar otro, y otro, volver. Pero hizo lo que tenía que hacer. Se volvió con la linterna. Y allí estaba, otra vez. Un brillo, un reflejo luminoso que no debía estar allí, en medio del bosque. Se acercó.
Miró hacia atrás intentando grabar el lugar en la memoria. Estaba aproximadamente a quince metros del arroyo. Se puso en cuclillas. El acero era lo único que sobresalía, pero no tuvo que quitar la nieve para ver qué era. Un hacha. Un hacha pequeña. Los restos de sangre que hubiera tenido después de matar gallinas habían desaparecido. No había huellas de pisadas cerca del hacha. Harry la iluminó y, en la nieve, a unos metros de distancia, vio una rama cortada. Alguien debía de haber lanzado el hacha con mucha fuerza.
En ese momento, volvió a notarlo. La misma sensación que había tenido en el Spektrum aquella tarde. La sensación de que lo observaban. El instinto lo impulsó a apagar la linterna y la oscuridad cayó sobre él como una manta. Contuvo la respiración y aguzó el oído. «No —pensó—. Debo evitar que me ocurra. La maldad no es una cosa, no se instala. Al contrario, es la ausencia de algo, la ausencia de bondad. Lo único que uno puede temer es a sí mismo».
Pero la sensación se negaba a desaparecer. Alguien lo estaba observando. Algo. Los otros. Y en un claro del bosque, al lado del río iluminado por la luz de la luna, vio lo que podía ser el contorno de una persona.
Harry encendió la linterna y la enfocó en esa dirección.
Era ella. Erguida e inmóvil entre los árboles, mirándolo sin pestañear, con los mismos ojos grandes y soñolientos de la foto. Lo primero que se le ocurrió fue que estaba vestida de novia, de blanco, como delante de un altar erigido en medio del bosque. Resplandecía en la oscuridad. Harry tomó aire temblando y sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta. Bjørn Holm contestó al segundo tono de llamada.
—Acordona toda la zona —dijo Harry. Notaba la garganta seca, resquebrajada—. Voy a pedir refuerzos.
—¿Qué ha pasado?
—Aquí hay un muñeco de nieve.
—¿Y qué?
Harry se lo explicó.
—No he entendido lo último —gritó Holm—. Aquí no hay muy buena cobertura…
—Tiene la cabeza de Sylvia Ottersen —repitió Harry.
Hubo un silencio al otro lado.
Harry le pidió a Holm que siguiese su rastro y colgó.
Luego se sentó en cuclillas con la espalda apoyada en un árbol, se abotonó el abrigo hasta arriba y apagó la linterna para no gastar pilas mientras esperaba. Y pensó que casi se le había olvidado el sabor de la oscuridad.