DÍA 3. CUELLO DE CISNE
Sylvia corrió hasta adentrarse en el bosque. Ya se acercaba la oscuridad. Normalmente, odiaba esa negrura repentina que traía noviembre, pero hoy le parecía que no llegaba lo bastante rápido. Era la oscuridad lo que buscaba allí donde se espesaba el bosque, la oscuridad podría borrar las huellas en la nieve y ocultarlas. Conocía el terreno como la palma de su mano, podía orientarse para no volver a la granja, a caer en los brazos de… aquello. El problema era que la nieve había cambiado el paisaje durante la noche, había cubierto los senderos y las piedras conocidas, y había desdibujado los contornos. Y al atardecer… todo estaba distorsionado y desvirtuado por el crepúsculo. Y por su propio pánico.
Se paró y aguzó el oído. Los silbidos que emitía al respirar agrietaban el silencio, sonaba como cuando tiraba del papel con el que envolvía los bocadillos de las niñas para el colegio. Consiguió calmar la respiración. Todo lo que oía era la sangre que le latía en los oídos y el suave gorgotear de un arroyo. ¡El arroyo! Solían seguir el arroyo cuando iban a recoger bayas, a montar trampas o a buscar gallinas que, en realidad, sabían que había cogido un zorro. El arroyo conducía hasta el camino de grava por el que, tarde o temprano, pasaría un coche.
Ya no oía otros pasos. Ni ramas al partirse, ni crujidos en la nieve. ¿Habría podido escapar? Se encogió temerosa, atenta al lugar del que procedía el gorgoteo.
El arroyo parecía correr por encima de una sábana blanca a través de una hondonada en el bosque.
Sylvia se adentró un paso en el arroyo. El agua, que le llegaba a media pantorrilla, le caló enseguida los botines. Estaba tan fría que le paralizó la musculatura de media pierna. Y empezó a correr otra vez. En la misma dirección en la que fluía el agua. Chapoteaba ruidosamente mientras levantaba las piernas y daba pasos largos con los que iba ganando terreno. Ni una huella, pensó triunfante. Y le bajó el pulso a pesar de la carrera.
Sería por las horas que había pasado aquel año con la cinta de correr en el gimnasio. Había adelgazado seis kilos y se atrevería a afirmar que estaba en mejores condiciones físicas que la mayoría de las mujeres de treinta y cinco años. Por lo menos, eso decía Yngve, a quien había conocido el año anterior en las llamadas «jornadas de inspiración». Dios mío, si pudiera retroceder en el tiempo. Retroceder ocho años. ¡Todo lo haría de otra forma! No se habría casado con Rolf. Y habría abortado. Claro, era imposible pensarlo siquiera después de que las gemelas hubieran venido al mundo. Antes de que naciesen, antes de haber visto a las pequeñas Emma y Olga, habría podido ser, y ella no se habría visto en aquella cárcel que tan meticulosamente se había construido.
Apartó las ramas que colgaban por encima del arroyo y vio algo con el rabillo del ojo, un animal que saltó y se esfumó en la oscuridad gris del bosque.
Pensó que debería tener cuidado al balancear los brazos para no cortarse el pie con el hacha. Habían sido solo unos minutos, pero le parecía que había pasado una eternidad desde la matanza en el granero. Le había cortado la cabeza a dos gallinas y se disponía a coger a la tercera cuando oyó el chirrido de la puerta del granero a su espalda. Se sobresaltó, naturalmente, puesto que estaba sola y no había oído pasos ni ruido de ningún coche fuera. Lo primero que vio fue la extraña herramienta, una cinta metálica muy fina sujeta a un asa. Se parecía a las trampas que usaban para atrapar zorros. Y cuando la persona que sujetaba aquella herramienta empezó a hablar, cayó en la cuenta de que ella era la presa, la que iba a morir.
Le había explicado por qué.
Y había podido oír esa lógica enfermiza y, a la vez, cristalina mientras la sangre le fluía por las venas a trompicones, como si estuviese a punto de coagularse. Y le explicó cómo. Con detalle. Y el lazo empezó a calentarse, primero se puso rojo y luego blanco. Y entonces, presa del pánico, adelantó el brazo con fuerza y notó que la hoja recién afilada del hacha rasgaba la tela justo por debajo del brazo levantado de la otra persona, y vio que la chaqueta y el jersey se abrían como si estuviese subiendo una cremallera y el acero dibujaba rayas rojas en la piel desnuda. Y mientras la otra persona se tambaleaba hacia atrás y caía en los tablones del suelo, resbaladizo por la sangre de gallina, salió corriendo hacia la puerta trasera del granero, la que daba al bosque. Hacia la oscuridad.
La parálisis le llegaba a las rodillas y tenía la ropa empapada hasta el ombligo. Pero sabía que pronto llegaría al camino de grava. Y desde allí tardaría un cuarto de hora en alcanzar corriendo la granja más cercana. El arroyo se curvó de pronto. Con el pie izquierdo le dio una patada a algo que sobresalía un poco del agua. Sonó un ruido, tuvo la sensación de que alguien la cogía del pie y, un segundo después, Sylvia Ottersen cayó al suelo. Aterrizó de bruces, tragó agua que sabía a tierra y hojas podridas, logró meter los brazos por debajo del cuerpo y ponerse de rodillas. Cuando comprendió que seguía sola y una vez que remitió el pánico inicial, se dio cuenta de que aún tenía el pie izquierdo atrapado. Palpó con la mano por debajo del agua y supuso que serían unas raíces de árbol enredadas alrededor de la pantorrilla, pero tocó algo liso y duro con los dedos. Metal. Un aro de metal. Sylvia escrutó con la mirada para ver qué era. Y allí, sobre la nieve que cubría la orilla, lo vio. Tenía ojos, plumas y una cresta de color rojo pálido. Notó que el pánico volvía a apoderarse de ella. Era la cabeza cortada de una gallina. No una de las que ella acababa de sacrificar, sino una de las que utilizaba Rolf. Como cebo. Después de aportar pruebas de que un zorro había atrapado dieciséis gallinas el año anterior, el ayuntamiento les dio permiso para poner una cantidad limitada de trampas, las llamadas de «cuello de cisne», en un radio determinado alrededor de la granja y alejadas de los senderos que se suponía que frecuentaba la gente. La mejor forma de esconder las trampas era colocándolas bajo el agua, con el cebo asomando por encima. Cuando el zorro retiraba el cebo, la trampa se cerraba y le partía el cuello al animal, que moría instantáneamente. Por lo menos en teoría. Tanteó la trampa con la mano. Cuando las compraron en la tienda Jaktdepotet de Drammen, les dijeron que los muelles estaban tensados con tanta fuerza que los aros podían fracturarle el peroné a una persona adulta, pero ella no sentía ningún dolor en el pie congelado. Los dedos dieron con el fino cable de acero sujeto al cuello de cisne. No lograría forzar la trampa sin el tensor que tenía en la granja, con las herramientas; y además, solían atar el cuello de cisne a un árbol con un cable de acero para evitar que ningún zorro moribundo ni ningún otro animal se llevase el costoso equipo. Siguió con la mano el cable de acero a través del agua hasta la orilla. Allí estaba la placa metálica con su nombre, como exigía la normativa de etiquetado.
Se puso tensa. ¿Había oído partirse una rama a lo lejos? Sintió que el corazón empezaba a latirle otra vez mientras miraba fijamente el suave atardecer.
Con dedos entumecidos fue tanteando el cable a través de la nieve mientras se arrastraba gateando hasta la orilla del arroyo. El cable estaba sujeto a un abedul joven pero sólido. Buscó y encontró el nudo debajo de la nieve. El metal se había congelado formando una maraña tiesa e imposible de deshacer. Tenía que conseguirlo y continuar.
Se partió otra rama. Más cerca esta vez.
Se sentó con la espalda apoyada en un tronco, mirando al lado opuesto al lugar del que venía el sonido. Intentó convencerse de que no debía caer presa del pánico, de que el nudo se desharía si seguía tirando de él un rato, de que tenía el peroné intacto, de que los ruidos que oía cada vez más próximos eran de un corzo. Trató de sacar un cabo del nudo y no hizo caso del dolor cuando se le partió una uña por la mitad. Pero lo logró. Se agachó y le crujieron los dientes al morder el acero. ¡Mierda! Oyó unos pasos ligeros y tranquilos en la nieve y contuvo la respiración. Los pasos se detuvieron en algún lugar, al otro lado del árbol. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero le pareció que podía oír cómo olfateaba, cómo aspiraba el olor. Permaneció totalmente inmóvil. Y aquello empezó a andar otra vez. El sonido se volvía más tenue. Se estaba alejando.
Tomó aire sin dejar de temblar. Ahora debería poder soltarse. Tenía la ropa empapada y seguramente moriría de frío cuando llegase la noche si nadie la encontraba. En ese momento se acordó. ¡El hacha! Se había olvidado del hacha. El cable era fino. Si lo ponía encima de una piedra y le daba un par de golpes bien dados, estaría libre. El hacha se le habría caído en el arroyo, seguro. Se metió en él de puntillas, hundió las manos en el agua oscura y tanteó el fondo pedregoso.
Nada.
Cayó de rodillas, angustiada, mientras examinaba la nieve que cubría ambas orillas. Vio sobresalir del agua negra la hoja del hacha a unos dos metros. Y lo supo; antes de notar el tirón del cable, antes de echarse en el arroyo todo lo larga que era, mientras el agua del deshielo borboteaba y le corría por encima tan fría que pensó que iba a parársele el corazón, y de estirarse como un mendigo desesperado hacia el hacha: le faltaba medio metro. Se le quedaron los dedos agarrando el aire a cincuenta centímetros del mango. El llanto quería abrirse paso, pero logró contenerlo; ya lloraría después.
—¿Es esto lo que quieres?
No había oído ni visto nada. Pero delante de ella, en el arroyo, había una figura sentada en cuclillas. Allí estaba. Sylvia retrocedió gateando, pero la figura la siguió con el hacha extendida hacia ella.
—Cógela.
Sylvia se puso de rodillas y cogió el hacha.
—¿Qué quieres hacer con ella?
Sylvia notó que la embargaba la furia, la misma que siempre sucede al miedo, y el resultado fue de lo más violento. Se lanzó hacia delante blandiendo el hacha a poca altura, con el brazo extendido. Hasta que el cable tiró de ella, el hacha solo hendió la oscuridad, y un segundo después, yacía otra vez en el agua.
La voz rio entre dientes.
Sylvia se puso de lado.
—Vete —masculló, escupiendo grava.
—Quiero que comas nieve —dijo la figura, que se levantó y se sujetó un momento el lado de la chaqueta donde tenía los cortes.
—¿Qué? —preguntó Sylvia.
—Quiero que comas nieve hasta que te mees encima. —La figura se detuvo fuera del radio del cable por donde Sylvia podía moverse. Ladeó la cabeza y la observó—. Hasta que se te enfríe tanto el estómago que ya no pueda derretir más nieve. Hasta que tengas hielo por dentro. Hasta que seas tú de verdad. Algo que no siente nada.
El cerebro de Sylvia comprendía las palabras, pero no conseguía entender el significado.
—¡Nunca! —gritó.
La figura emitió un sonido que se confundió con el borboteo del arroyo.
—Ya puedes gritar, querida Sylvia. Porque nadie volverá a oírte. Jamás.
Sylvia vio que sostenía algo en la mano. Algo que se encendía. El lazo dibujaba el contorno de una gota candente en la oscuridad. Cuando entró en contacto con la superficie del agua, chisporroteó y empezó a soltar humo.
—Querrás comer nieve. Créeme.
Con una certeza paralizante, Sylvia se dio cuenta de que le había llegado su hora. Solo quedaba una alternativa. La oscuridad se había impuesto rápidamente durante los últimos minutos, pero intentó enfocar la vista en la figura que se erguía entre los árboles mientras sopesaba el hacha en la mano. Sentía los pinchazos del retorno del flujo sanguíneo, como si también la sangre comprendiera que ésta era la última oportunidad. Ella y las gemelas lo habían practicado. En la pared del granero. Y cada vez que lanzaba el hacha y una de ellas la sacaba de la diana, pintada en forma de zorro, gritaban triunfales: «¡Has matado a la bestia, mamá! ¡Has matado a la bestia!». Sylvia adelantó un pie ligeramente. Dio un solo paso al frente, lo necesario para conseguir la combinación perfecta de fuerza y precisión.
—Estás como una cabra —susurró.
—De eso no hay duda.
El hacha giró en la oscuridad, tan compacta como un tejido, con un sonido tenue y cantarín. Sylvia estaba en perfecto equilibrio, con el brazo derecho apuntando directo al frente, y siguió el arma mortal con la mirada. La vio volar por entre los árboles. Oyó cómo cortaba una rama delgada. Vio cómo desaparecía en la oscuridad y percibió un sonido sordo cuando el hacha se hundió bajo la nieve, en algún lugar.
Con la espalda pegada al tronco del árbol, se desplomó despacio en el suelo. Notó que el llanto volvía a inundarle los ojos y esta vez no intentó frenarlo. Porque ahora lo sabía. Sabía que no habría un después.
—¿Empezamos? —dijo la voz suavemente.