DÍA 3. CIFRA NEGRA
La luz débil de la mañana se filtraba por las persianas del despacho del comisario jefe y se extendía como una capa gris cubriendo el rostro de los dos hombres. El jefe de grupo Hagen escuchaba a Harry con una arruga pensativa entre las cejas negras, espesas y asilvestradas, que se habían unido formando una sola, larga y continua. Sobre un pequeño pedestal que había encima del escritorio enorme, se veía un hueso blanco de un dedo meñique que, según la inscripción, había pertenecido al jefe de batallón Yoshito Yasuda. Durante sus años en la Academia Militar, Hagen daba conferencias sobre ese dedo meñique que Yasuda, en su desesperación, se había cortado delante de sus hombres durante la retirada de Birmania en 1944. Hacía solo un año que Hagen había vuelto a su antiguo puesto en la policía como jefe de Delitos Violentos y, dado que había llovido mucho desde entonces, escuchaba con cierta paciencia mientras su experto comisario le hablaba de «desaparecidos».
—Solo en Oslo se denuncia la desaparición de más de seiscientas personas al año. Pasadas unas horas, únicamente unas cuantas siguen sin aparecer. Casi nadie permanece desaparecido más de un par de días.
Hagen se pasó un dedo por los pelos que unían las dos cejas sobre la nariz. Tenía que preparar la reunión presupuestaria en el despacho del comisario jefe. El tema, los recortes que les habían impuesto.
—La mayoría de los desaparecidos proceden de instituciones psiquiátricas o son ancianos con demencia senil —continuó Harry—. Pero a las personas relativamente lúcidas que se han pirado a Copenhague para suicidarse las encontramos. Están en una lista de pasajeros, sacan dinero de un cajero o aparecen ahogados en una playa.
—¿Adónde quieres ir a parar? —dijo Gunnar Hagen mirando el reloj.
—Mira —dijo Harry, y soltó una carpeta amarilla que aterrizó con un chasquido en la mesa del comisario jefe.
Hagen se inclinó hacia delante y empezó a pasar las hojas grapadas.
—Vaya, Harry. No eres un modelo a la hora de redactar informes.
—Esto es cosa de Skarre —dijo Harry secamente—. Pero la conclusión es mía, y te la daré oralmente aquí y ahora.
—Sé breve, por favor.
Harry se miró las manos, que tenía en el regazo. Había estirado las largas piernas delante de la silla. Tomó aire. Sabía que cuando lo hubiera dicho en voz alta, ya no habría vuelta atrás.
—Hay demasiados desaparecidos —dijo Harry.
Hagen enarcó la mitad derecha de la ceja.
—Explícate.
—Lo tienes en la página seis. El informe sobre mujeres desaparecidas de entre veinticinco y cincuenta años a las que nunca se ha encontrado. He hablado con el grupo de Personas Desaparecidas y están de acuerdo. Simplemente, son demasiadas.
—¿Demasiadas en comparación con qué?
—En comparación con las que había antes. En comparación con Dinamarca y Suecia. Y en comparación con otros grupos demográficos. Hay demasiados casos de mujeres desaparecidas que están casadas o viviendo en pareja.
—Las mujeres son más independientes que antes —dijo Hagen—. Habrá algunas que se larguen, corten con la familia, se vayan con un hombre al extranjero. Eso influye en las estadísticas. ¿Y qué?
—Se han vuelto más independientes en Dinamarca y Suecia también. Allí las encuentran.
Hagen suspiró.
—Si, como dices, las cifras no encajan con la norma, ¿por qué nadie se ha dado cuenta hasta ahora?
—Porque los números de Skarre abarcan todo el país y, normalmente, la policía solo tiene en cuenta a los desaparecidos en su distrito. Es cierto que la Judicial Central de KRIPOS tiene un registro nacional de desaparecidos con dieciocho mil nombres, pero es un archivo de los últimos cincuenta años, e incluye también a las personas desaparecidas en naufragios y accidentes de envergadura, como el hundimiento de la plataforma petrolífera Alexander Kielland. El caso es que nadie ha buscado un patrón para todo el país. Hasta ahora.
—Ya, pero nuestra responsabilidad no es todo el país, Harry. Es el distrito policial de Oslo. —Hagen dio con ambas palmas en la mesa para señalar que la audiencia se había acabado.
—El problema —dijo Harry frotándose el mentón—, es que eso ha llegado a Oslo.
—¿Y qué es «eso»?
—Ayer por la tarde encontré el móvil de Birte Becker dentro de un muñeco de nieve. No sé exactamente lo que es «eso», jefe. Pero creo que es importante averiguarlo. Y rápido.
—Las estadísticas son interesantes —dijo Hagen mientras cogía el hueso del meñique del jefe de batallón Yasuda y le clavaba la uña del pulgar con gesto ausente—. Y comprendo también que esta última desaparición sea para preocuparse. Pero no es suficiente. Así que dime, ¿qué fue lo que te movió a encargarle el informe a Skarre?
Harry miró a Hagen. Sacó un sobre arrugado del bolsillo y se lo entregó.
—Me encontré esto en el buzón justo después de salir en ese programa de televisión a principios de septiembre. Hasta ahora pensaba que se trataba simplemente de un loco.
Hagen sacó la carta y después de haber leído seis frases miró a Harry sacudiendo la cabeza:
—¿Muñeco de nieve? ¿Y qué es The Murri?
—Pues precisamente —dijo Harry—. Que me temo que es «eso».
El jefe lo miró sin comprender.
—Espero estar equivocándome —dijo Harry—. Pero creo que estamos a punto de enfrentarnos a unos tiempos muy oscuros.
El jefe suspiró.
—¿Qué es lo que quieres, Harry?
—Quiero un grupo de investigación.
Hagen miró a Harry. Como casi todos los de la Comisaría, pensaba que Harry Hole era obstinado, arrogante, peleón, inestable y alcohólico. Aun así, se alegraba de que estuviesen en el mismo equipo y de no ser él quien lo tuviera pisándole los talones.
—¿Cuántos? —preguntó finalmente—. ¿Y durante cuánto tiempo?
—Diez personas. Dos meses.
—¿Dos semanas? —dijo Magnus Skarre—. ¿Y cuatro personas? ¿Se supone que eso es una investigación de homicidio?
Miró con reprobación a su alrededor, a los otros tres que se habían reunido en el despacho de Harry: Katrine Bratt, Harry Hole y Bjørn Holm, de la Científica.
—Es lo que me ha dado Hagen —dijo Harry retrepándose en la silla—. Y no es un caso de homicidio. De momento.
—¿Y qué es? —preguntó Katrine Bratt—. ¿De momento?
—Un caso de desaparición —dijo Harry—. Aunque presenta cierta similitud con otros casos de los últimos años.
—¿Mujeres casadas que desaparecen de repente un día de otoño? —preguntó Bjørn Holm, con un resto del acento de la región de Toten, que se había traído en la mudanza cuando se fue de Skreia, junto con la colección de vinilos de Elvis, de música hardcore hillbilly, de los Sex Pistols y de Jason & The Scorchers, además de tres trajes hechos a mano en Nashville, una biblia americana, un sofá cama demasiado pequeño y unos muebles de comedor que habían sobrevivido a tres generaciones de Holms. Todo ello amontonado en un remolque y trasladado a la capital con el último modelo de Amazon que salió de la fábrica de Volvo en 1970. Bjørn Holm había comprado el Amazon por doce mil, pero ni siquiera entonces sabía nadie los kilómetros que tenía, ya que el contador solo llegaba a cien mil. Sin embargo, el coche expresaba todo lo que era y todo aquello en lo que creía Bjørn Holm, y además olía mejor que cualquier cosa que uno se pudiera imaginar, a una mezcla de escay, hojalata, aceite de motor, repisa para sombreros descolorida por el sol, fábrica de Volvo y respaldo de asiento impregnado de un sudor muy personal que, según Bjørn Holm explicaba, no era sudor corporal corriente, sino la combinación de un noble barniz del alma con el karma, las costumbres alimenticias y el estilo de vida de los propietarios anteriores. Los dados que colgaban del retrovisor eran dados originales Fuzzy Dice, que expresaban con precisión la mezcla perfecta de amor verdadero y distanciamiento irónico de una cultura y una estética americana trasnochadas, que le venían como anillo al dedo al hijo de un campesino noruego que había escuchado a Jim Reeves por un oído y a los Ramones por el otro, pero que los adoraba a todos. Ahora estaba sentado en el despacho de Harry con un gorro rasta con el que más parecía un agente infiltrado para vigilar narcotrafícantes que un técnico criminalista. Por el gorro asomaban unas patillas enormes de color rojo intenso con forma de chuleta, que enmarcaban la cara redonda y agradable de Bjørn Holm, y unos ojos saltones que le daban un aspecto de pez en estado de asombro permanente. Él era la única persona que Harry había insistido en incluir en su pequeño grupo de investigación.
—Hay una cosa más —dijo Harry, extendiendo la mano para encender el proyector que había entre los montones de papeles de su escritorio.
Magnus Skarre soltó un taco y se hizo sombra con las manos cuando el texto desenfocado se le plasmó de repente en la cara. Se cambió de sitio y la voz de Harry sonó desde detrás del proyector.
—Hace exactamente dos meses, encontré esta carta en el buzón. Sin remitente, con matasellos de Oslo. Impresa con una impresora de tinta estándar.
Antes de que Harry tuviese tiempo de decirlo, Katrine Bratt pulsó el interruptor de la luz que había junto a la puerta, de manera que la habitación se quedó a oscuras y el cuadrado de luz pudo distinguirse claramente en la pared blanca. Leyeron en silencio.
Pronto llegarán las primeras nieves. Y entonces volverá a aparecer: el muñeco de nieve. Y cuando la nieve haya desaparecido, otra vez se habrá llevado consigo a alguien. Lo que tienes que preguntarte es: ¿Quién ha hecho el muñeco de nieve? ¿Quién hace muñecos de nieve? ¿Quién dio a luz a The Murri? Porque el muñeco de nieve no lo sabe.
—Qué poético —murmuró Bjørn Holm.
—¿Qué es The Murri? —preguntó Skarre.
No hubo más respuesta que el monótono zumbido que emitía el ventilador del proyector.
—Lo interesante es averiguar quién es el muñeco de nieve —dijo Katrine Bratt.
—Obviamente, uno que necesita que le ajusten la cabeza —dijo Bjørn Holm.
La risa solitaria de Skarre cesó de pronto.
—The Murri era el apodo de una persona que ahora está muerta —dijo Harry desde la oscuridad—. Un murri es un aborigen de Queensland, Australia. Cuando este murri vivía, mató a varias mujeres en diferentes zonas de Australia. Nadie conoce el número exacto. Su verdadero nombre era Robin Toowoomba.
El ventilador seguía siseando.
—El asesino en serie —dijo Bjørn Holm—. El que tú mataste.
Harry asintió.
—¿Quieres decir que crees que ahora nos enfrentamos a otro asesino en serie?
—Con semejante misiva, no es una hipótesis que podamos descartar.
—¡Bueno, bueno, para el carro! —dijo Skarre con las manos en alto—. ¿Cuántas veces has gritado «que viene el lobo» desde que te hiciste famoso con ese asunto de Australia, Harry?
—Tres —dijo Harry—. Por lo menos.
—Y todavía no hemos visto ni un asesino en serie en Noruega. —Skarre echó una mirada a Bratt, como para asegurarse de que se estaba enterando—. ¿No será por el cursillo ese sobre asesinos en serie que hiciste con el FBI? ¿No será ésa la razón de que los veas por todas partes?
—Quién sabe —dijo Harry.
—Permíteme que te recuerde que, aparte de aquel enfermero que les puso inyecciones letales a unos viejos que, de todos modos, estaban a punto de morir, en Noruega no hemos tenido un solo asesino en serie. Nunca. Esos tipos existen en Estados Unidos e incluso allí, se dan más que nada en las películas.
—Falso —dijo Katrine Bratt.
Los demás se volvieron hacia ella y la vieron ahogar un bostezo.
—Suecia, Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Italia, Holanda, Dinamarca, Rusia y Finlandia. Y estamos hablando solo de casos resueltos. Nadie habla de la cifra negra de las estadísticas de delincuencia.
Harry no podía ver el color rojo de la cara de Skarre en la oscuridad, solo el perfil del mentón, que había adelantado agresivamente en dirección a Katrine Bratt.
—Ni siquiera tenemos cadáver, y te puedo enseñar un cajón lleno de cartas como ésa. Hay gente mucho más loca que este… este… tío de nieve.
—La diferencia —dijo Harry, que se levantó y se dirigió a la ventana—, es que este loco ha hecho un buen trabajo. El nombre The Murri no se mencionó entonces en ningún periódico. Pero era el apodo que Robin Toowoomba usaba cuando era boxeador de una compañía de feriantes.
La última luz diurna se filtraba por una rendija a través de la capa de nubes. Miró el reloj. Oleg había insistido en llegar pronto para ver también a Slayer.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Bjørn Holm.
—¿Qué? —dijo Skarre.
—¿Por dónde empezamos? —repitió Holm, articulando exageradamente.
Harry volvió al escritorio.
—Holm repasará el piso y el jardín de Becker como si fuera el escenario de un crimen. Mira bien el móvil y esa bufanda. Skarre, tú haz una lista de personas condenadas por homicidio, violadores, sospechosos de…
—… asuntos parecidos y otra basura que esté en libertad —terminó Skarre.
—Bratt, tú siéntate con los informes de personas desaparecidas y empieza a buscar algún patrón.
Harry esperaba la pregunta inevitable: ¿Qué clase de patrón? Pero no. Katrine Bratt solo hizo un gesto de asentimiento.
—De acuerdo —dijo Harry—. Manos a la obra.
—¿Y tú? —preguntó Bratt.
—Yo me voy a un concierto —dijo Harry.
Cuando los demás salieron del despacho, miró el bloc de notas. Las únicas palabras que había escrito. Cifra negra.
Sylvia corría lo más rápido que podía. Se dirigió hacia donde se adensaba el bosque, hacia donde nacía la oscuridad. Corría para salvar la vida.
No se había atado las botas y ahora las tenía llenas de nieve. Iba blandiendo un hacha pequeña mientras atravesaba las capas de ramas bajas y desnudas. La hoja del hacha estaba roja y resbaladiza por la sangre.
Sabía que la nieve caída el día anterior ya se había derretido en la ciudad pero que, aunque el pueblo de Sollihøgda estaba a menos de media hora en coche, la nieve aguantaría allí arriba hasta la primavera. Y en esos momentos deseó que no se hubiesen mudado nunca a aquel lugar dejado de la mano de Dios, a ese terruño yermo cercano a la ciudad. Deseó poder correr por el asfalto negro, donde no dejaría huellas, en una ciudad cuyo ruido ahogaría los sonidos de la huida y donde ella podría esconderse entre la muchedumbre, densa y oscura. Allí, en cambio, se encontraba totalmente sola.
No.
No del todo.