DÍA 2. CELLULAR PHONE
El policía Magnus Skarre se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. Enseguida se le apareció una imagen con traje de chaqueta que le daba la espalda. Volvió a abrir los ojos rápidamente, miró el reloj. Las seis. Decidió que se merecía un descanso, puesto que había terminado con los procedimientos habituales de búsqueda de personas desaparecidas. Había llamado a todos los hospitales para saber si Birte Becker había ingresado en alguno. Había llamado a Norgestaxi y a Oslotaxi para comprobar los servicios realizados la noche anterior cerca de la dirección de Hoff. Había hablado con su banco, donde confirmaron que no sacó cantidades importantes de su cuenta antes de desaparecer, ni había constancia de que hubiera sacado dinero la noche anterior ni ese mismo día. La policía del aeropuerto de Oslo había podido consultar las listas de pasajeros de la noche anterior, pero entre los pasajeros del vuelo a Bergen, el único con el apellido Becker era el marido, Filip. Skarre también había hablado con las compañías de los transbordadores que iban a Dinamarca e Inglaterra, aunque era poco probable que viajase al extranjero, ya que el marido les había enseñado su pasaporte, que tenía en casa. El policía, que era un hombre ambicioso, había enviado el consabido fax a todos los hoteles de Oslo y Akershus y, por último, había despachado una orden de búsqueda a todas las unidades operativas, incluidos los coches patrulla de Oslo.
Lo único que quedaba era la consulta relativa al móvil.
Magnus llamó a Harry y lo informó de la situación. Al comisario le costaba respirar y al fondo se oía el gorjeo colérico de los pájaros. Harry le preguntó un par de cosas relacionadas con el móvil antes de colgar. Skarre se levantó y salió al pasillo. La puerta del despacho de Katrine Bratt estaba abierta y la luz encendida, pero no había nadie. Subió la escalera hasta la cantina, que estaba en la planta de arriba.
El servicio de comidas estaba cerrado, pero había café tibio en una cafetera, y galletas y mermelada en un carrito. Solo quedaban cuatro personas en la sala, pero una de ellas era Katrine Bratt, sentada a una mesa que había junto a la pared. Estaba leyendo los documentos de un archivador. Delante tenía un vaso de agua y una bolsa con dos rebanadas de pan. Llevaba gafas. Montura fina, cristales delgados, casi se le perdían en la cara. Skarre se sirvió un café y se acercó a la mesa.
—¿Tenías pensado hacer horas extra? —dijo él, y se sentó a su lado.
Magnus Skarre creyó oír un suspiro antes de que ella levantase la vista del papel.
—¿Que cómo lo sé? —preguntó sonriendo—. Por la bolsa de comida casera. Sabías antes de salir que nuestra cantina cierra a las cinco y que te ibas a quedar hasta más tarde. Lo siento, los investigadores terminamos siendo así.
—¿De verdad? —dijo ella sin inmutarse, y volvió a mirar las páginas del archivador.
—Sí —dijo Skarre, que tomó un sorbo de café y aprovechó la ocasión para observarla. Estaba echada hacia delante de manera que podía verle el escote de la blusa y el encaje de un sujetador blanco—. Por ejemplo, piensa en el caso de desaparición de hoy. No sé nada que no sepan los demás. Aun así, aquí me tienes, preguntándome si esa mujer no estará todavía en Hoff. Si no estará bajo la nieve o debajo de un montón de hojarasca en algún sitio. O puede que en alguno de los pequeños lagos y arroyos que hay por la zona.
Katrine Bratt no contestó.
—¿Y sabes por qué me lo pregunto?
—No —dijo ella inexpresiva, sin levantar la vista del archivador.
Skarre alargó el brazo y dejó un móvil delante de ella, encima de la mesa. Katrine levantó la vista con gesto de frustración.
—Esto que ves aquí es un teléfono móvil —dijo él—. Puede que creas que es un invento bastante reciente. Pero el padre del móvil, Martin Cooper, realizó la primera llamada por móvil a su mujer en abril de 1973. Y como es lógico, entonces él no sabía que el invento iba a convertirse en uno de los mejores recursos de la policía para encontrar a personas desaparecidas. Para ser un investigador eficaz, debes escuchar y aprender estas cosas, Bratt.
Katrine se quitó las gafas y miró a Skarre con una sonrisita que le gustó, pero que no fue del todo capaz de interpretar.
—Soy toda oídos, agente.
—Bien —dijo Skarre—. Porque Birte Becker es propietaria de un móvil. Y los móviles envían señales que captan los repetidores del área en la que se encuentran. No solo cuando llamas, sino simplemente con que lo tengas encendido. Ésa es la razón por la que los norteamericanos empezaron a llamarlo cellular phone. Porque la cobertura la proporcionan pequeños repetidores o estaciones, células. Lo he comprobado con Telenor y el repetidor que cubre la zona de Hoff sigue recibiendo señales del móvil de Birte. Sin embargo, hemos registrado toda la casa y allí no hay ningún móvil. Y es poco probable que lo haya perdido cerca de la casa, sería demasiada casualidad. Así que… —Skarre levantó las manos como un mago al hacer un truco—, después de tomarme el café me pondré en contacto con la central de operaciones y enviaré un equipo de búsqueda.
—Buena suerte —dijo Katrine, le dio el móvil y pasó la página.
—Ése es uno de los casos antiguos de Hole, ¿verdad? —dijo Skarre.
—Sí, eso es.
—Ya, él creía que se trataba de un asesino en serie.
—Lo sé.
—¿De verdad? Entonces también sabrás que se equivocó. Y que no era la primera vez. El interés de Hole por los asesinos en serie es enfermizo, se ha creído que estamos en Estados Unidos. Pero hasta ahora no ha encontrado en este país al asesino en serie que busca.
—Hay más asesinos en serie en Suecia. Thomas Quick, John Asonius, Tore Hedin…
Magnus Skarre se rio.
—Has hecho los deberes. Pero si te apetece aprender un par de cosas sobre la investigación de verdad, propongo que tú y yo nos vayamos de aquí y nos tomemos una cerveza.
—Gracias, pero no estoy…
—Y algo de comer. Lo que has traído no es gran cosa.
Finalmente, Skarre consiguió que levantara la vista y captar su atención. Tenía un brillo curioso en la mirada, como de un fuego sin llama que ardiese en lo más profundo. Nunca había visto un brillo semejante. Y pensó que lo había conseguido, que él había encendido ese fuego, que a lo largo de la conversación había ascendido a su división.
—Puedes considerarlo… —Empezó, intentando encontrar la palabra—. Formación.
Ella sonrió. Una sonrisa amplia.
Skarre notó cómo se le aceleraba el pulso, se acaloraba y casi podía sentir su cuerpo, sentir en las yemas de los dedos la rodilla bajo la media, el sonido áspero de la mano al subir.
—¿Qué quieres, Skarre? ¿Ligar con la tía nueva del grupo? —Ella sonrió todavía más ampliamente y con un brillo aún más nítido en los ojos—. ¿Follártela cuanto antes, como los chicos que, en los cumpleaños, escupen en los trozos más grandes del pastel para poder quedárselos?
Magnus Skarre creyó notar que se le descolgaba la mandíbula.
—Permíteme que te dé unos consejos de amiga, Skarre. Mantente alejado de las tías en el trabajo. No vayas a la cantina a tomar café si crees que tienes una pista importante. Y no intentes hacerme creer que eres tú quien llama a la central de operaciones. Tú llamas al comisario Hole, y él decide si hay que iniciar una búsqueda. Y entonces él llamará al Centro de Coordinación de Rescates, donde hay gente preparada, y no a un equipo de los nuestros.
Katrine arrugó la bolsa de la comida y la tiró a la papelera que había detrás de Skarre, que no tuvo que darse la vuelta para saber que había acertado. Ella cerró el archivador y se levantó, pero para entonces Skarre había logrado recuperarse más o menos.
—No sé qué te habrás creído, Bratt. Seguramente eres una tía casada, en casa no te dan lo que necesitas y por eso esperas que un tío como yo tenga ganas de… tenga ganas de… —No encontraba las palabras. Mierda, no encontraba las palabras—. Solo quería enseñarte un par de cosas, so puta.
Algo sucedió en la cara de Katrine, como si se descorriera una cortina y él pudiera ver las llamas directamente. Por un momento, creyó que le iba a pegar. Pero no pasó nada. Y cuando ella volvió a hablar, Skarre se dio cuenta de que todo había ocurrido únicamente en la mirada, que no había movido un dedo y que su voz sonaba totalmente equilibrada.
—Te pido disculpas si te he entendido mal —dijo sin que su expresión facial indicase que pudiera ser así—. Por lo demás, Martin Cooper no hizo la primera llamada de móvil a su mujer, sino a su rival, Joel Engel, de Bell Laboratories. ¿Querías enseñarme un par de cosas, Skarre? ¿O fardar?
Skarre la miró según se alejaba, vio cómo se le pegaba la falda al culo al contonearse hacia la salida de la cantina. ¡Mierda, aquella tía estaba loca! Le entraron ganas de levantarse y tirarle algo. Pero sabía que no daría en el blanco. Además, mejor haría en quedarse sentado, temía que todavía se le notase la erección.
Harry sintió que los pulmones le oprimían las costillas. La respiración empezaba a cobrar un ritmo pausado. Pero el corazón le corría en el pecho como una liebre. La ropa de deporte le pesaba empapada de sudor mientras iba por el lindero del bosque, cerca del restaurante de Ekeberg. Hubo un tiempo en que aquel restaurante de estilo funcionalista del periodo de entreguerras fue el orgullo de Oslo, erguido sobre la ciudad, en la empinada ladera de la colina, orientado al este. Pero con el tiempo los clientes dejaron de recorrer el largo camino desde el centro hasta el bosque. El local ya no era rentable, se había deteriorado y se convirtió en una casucha desconchada para galanes trasnochados de la pista de baile, bebedores de mediana edad y almas solitarias que buscaban otras almas solitarias. Al final, cerraron el restaurante. A Harry le gustaba conducir hasta allí, por encima de la capa de polución amarilla, y correr por aquel terreno empinado y los innumerables senderos que tanto trabajo le costaba subir y que le hacían sentir el ácido láctico ardiéndole en los músculos. Le gustaba pararse en aquel restaurante de belleza malograda, sentarse en la terraza, mojada por la lluvia, llena de malas hierbas, y contemplar la ciudad que una vez fue suya, pero que ahora era un bien traspasado por embargo, una antigua novia que ya estaba con otro.
La ciudad estaba en un valle ribeteado de colinas que la rodeaban por todos lados, con el fiordo como única posibilidad de retirada. Los geólogos decían que Oslo era un volcán extinguido. Y en noches como aquélla, Harry se imaginaba a veces que las luces de la ciudad eran perforaciones de la corteza terrestre bajo la que brillaba la lava incandescente. Tomando como referencia el Salto de Holmenkollen, que parecía una coma blanca iluminada en la colina del lado opuesto de la ciudad, intentó calcular dónde se encontraba la casa de Rakel.
Pensó en la carta. Y en la llamada de Skarre que acababa de recibir sobre las señales del móvil desaparecido de Birte. El corazón le latía ya más lentamente, bombeaba la sangre y le enviaba señales serenas y regulares al cerebro, anunciándole que aún había vida. Como un móvil a un repetidor. El corazón, pensó Harry. La señal. La carta. Era un pensamiento propio de un enfermo. Así que, ¿por qué no lo había descartado ya? ¿Por qué se dedicaba a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar al coche corriendo, conducir hasta Hoff y comprobar quién estaba más loco?
Rakel estaba junto a la ventana de la cocina mirando más allá de la parcela, hacia los abetos, que tapaban la vista al vecindario. En una reunión de vecinos propuso que se talaran algunos árboles para dejar entrar algo más de luz, pero acogieron la propuesta con una animosidad silenciosa tan elocuente que ni siquiera pidió una votación. Los abetos impedían que se pudiese ver el interior de las viviendas, y así querían que fuesen las cosas en la colina de Holmenkollen. Todavía quedaba nieve allí arriba, por encima de la ciudad, donde los BMW y los Volvo se afanaban sigilosamente por las cuestas llenas de curvas de camino hacia sus casas, con puertas de garaje eléctricas, comida preparada por esposas delgadas a base de horas de gimnasio y años sabáticos en el trabajo, con la sola ayuda de las au pairs.
Incluso a través de los gruesos muros del chalé de madera que había heredado de su padre, Rakel podía oír la música proveniente del cuarto de Oleg, en el segundo piso. Led Zeppelin y The Who. Cuando ella tenía doce años no se le habría ocurrido escuchar una música tan vieja como sus padres. Pero Harry le había regalado esos discos y Oleg los escuchaba con verdadera devoción.
Pensó en cuánto había adelgazado Harry, parecía haber encogido. Igual que su recuerdo de él. Casi daba miedo lo rápido que podía palidecer y desaparecer el recuerdo de una persona a la que había estado tan íntimamente ligada. O quizá fuera por eso. Era tal el vínculo que después, cuando dejaba de existir, parecía irreal, como un sueño que se olvida rápidamente, porque solo ha tenido lugar en la cabeza. A lo mejor era por eso por lo que la había impresionado tanto volver a verlo. Abrazarlo, sentir su olor, oír la voz en vivo, no solo por teléfono, sino saliendo de aquella boca de labios extrañamente suaves que se movía en una cara dura y cada día más arrugada. Mirar esos ojos azules, cuyo brillo aumentaba o disminuía en intensidad mientras él hablaba. Exactamente como antes.
Pero aun así, se alegraba de que se hubiese terminado, de haberlo dejado atrás. Porque aquel hombre era una persona con la que no podía compartir el futuro, una persona cuya sucia realidad no debía entrar en sus vidas.
Ahora estaba mucho mejor. Mucho mejor. Miró el reloj. No tardaría en llegar. Porque él, al contrario que Harry, solía ser puntual.
Mathias había aparecido de repente un día del verano anterior. En una fiesta organizada por la Asociación de Vecinos de Holmenkollen. Ni siquiera vivía en el barrio, lo habían invitado unos amigos, y él y Rakel estuvieron hablando toda la velada. Más que nada de ella, a decir verdad. Y él la escuchó muy atento y le pareció que mostraba interés, un poco en plan médico. Pero luego la llamó dos días más tarde para preguntarle si quería ir a ver la exposición del Centro Henie-Onstad, en Høvikodden. Y que sería estupendo que Oleg los acompañase, porque había una exposición también para niños. Hizo mal tiempo, las obras eran mediocres y Oleg, difícil. Pero Mathias logró mejorar el ambiente con su buen humor y frases sarcásticas sobre el talento del artista. Y, después, los llevó a casa, les pidió perdón por haber tenido aquella idea y, con una sonrisa, les prometió que nunca más los llevaría a nada. A no ser que ellos se lo pidiesen, claro. Después, Mathias estuvo una semana en Botsuana. Y la llamó la misma noche que regresó, para preguntarle si podía volver a verla.
Rakel oyó el sonido de un coche que reducía la marcha para subir el acceso empinado hasta la casa. Un Honda Accord que ya tenía unos años. No sabía por qué, pero le gustaba. Aparcaba delante del garaje, nunca dentro. Y eso también le gustaba. Le gustaba que trajera una muda y un neceser en una bolsa que se llevaba a su casa la mañana siguiente, que le preguntara cuándo querría volver a verlo, que no diera nada por hecho. Por supuesto, eso podía cambiar ahora, pero ella estaba preparada.
Él salió del coche. Era alto, casi tan alto como Harry, y sonrió hacia la ventana de la cocina con aquella expresión juvenil de franqueza, a pesar de que tenía que estar agotado después de una guardia inhumanamente larga. Sí, se sentía preparada para eso. Para un hombre que estuviera presente, que la quisiera y que diera prioridad a su pequeño triunvirato ante todo lo demás. Oyó cómo giraba una llave en la puerta de entrada. La llave que ella le había dado la semana anterior. Al principio, a Mathias se le dibujó una interrogación en la cara, como un niño al que le acabaran de regalar una entrada para la fábrica de chocolate.
Se abrió la puerta, él entró y enseguida la tuvo en sus brazos. Hasta le gustó el olor del abrigo de lana. Notó el agradable frescor otoñal en la mejilla, pero la seguridad y el calor que irradiaba ya se abrían camino hacia ella.
—¿Qué pasa? —rio Mathias con la cara entre su melena.
—Llevo mucho tiempo esperándote —susurró ella.
Rakel cerró los ojos y se quedaron así un rato.
Luego se apartó y le sonrió mirándolo a la cara. Era un hombre guapo. Más guapo que Harry.
Él se soltó, se desabrochó el abrigo, lo colgó y fue hacia el fregadero para lavarse las manos. Siempre lo hacía cuando llegaba del Anatómico Forense, donde tocaban cadáveres de verdad durante las clases. Como Harry, que se lavaba las manos cuando llegaba directamente de un caso de homicidio. Mathias abrió el armario de debajo del fregadero, echó en la pila unas patatas de una bolsa y abrió el grifo.
—¿Qué tal te ha ido el día, cariño?
Ella pensó que muchos hombres habrían preguntado por la noche anterior ya que, al fin y al cabo, sabía que se había visto con Harry. Y le gustaba por eso también. Le contestó sin apartar la vista de la ventana. Paseó la mirada por los abedules, hacia la ciudad que se extendía allá abajo, en la que las luces ya habían empezado a encenderse. En aquellos momentos, él estaría ahí, en algún lugar. A la caza desesperada de algo de lo que carecía y que no iba a encontrar. Le daba lástima. La compasión era todo lo que quedaba. En realidad, hubo un momento la noche anterior, mientras estaban en silencio, en que sus miradas se cruzaron y no se apartaron inmediatamente. Lo había sentido como una pequeña descarga eléctrica, pero se pasó en un instante. Y por completo. Nada de magia duradera. Había decidido que así sería. Se colocó detrás de Mathias, lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en la espalda.
Podía notar los músculos y los tendones moviéndose bajo la camisa mientras pelaba las patatas y las metía en la olla.
—Quizá necesitemos algunas más —dijo él.
Ella se percató de un movimiento cerca de la puerta de la cocina y se volvió.
Oleg estaba allí, mirándolos a los dos.
—¿Te importaría ir al sótano por unas patatas? —dijo ella, y vio cómo los ojos oscuros de Oleg se oscurecían aún más.
Mathias se dio la vuelta. Oleg seguía sin moverse.
—Puedo ir yo —dijo Mathias, y sacó el cubo vacío del fregadero.
—No —dijo Oleg y avanzó dos pasos—. Voy yo.
Le quitó el cubo a Mathias, se dio la vuelta y desapareció por la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó Mathias.
—Que tiene un poco de miedo a la oscuridad —susurró Rakel.
—Eso ya lo sé pero ¿por qué ha querido ir de todas formas?
—Porque Harry le ha dicho que lo haga.
—¿Que haga el qué?
Rakel meneó la cabeza.
—Las cosas que le dan miedo. Y que no quiere que le den miedo. Cuando Harry estaba aquí solía mandar a Oleg al sótano todo el tiempo.
Mathias arrugó la frente.
Rakel sonrió con tristeza.
—Ya sé que Harry no es psicólogo infantil. Y, además, Oleg no me hacía caso a mí si él ya le había dicho algo. Por otro lado, tampoco es que haya monstruos ahí abajo.
Mathias giró el mando del fogón y dijo en voz baja:
—¿Cómo podéis estar seguros de eso?
—¿Tú? —rio Rakel—. ¿Que tú tenías miedo a la oscuridad?
—¿Quién ha dicho que lo tenía? —dijo Mathias con una sonrisa torcida.
Sí, le gustaba. Esto era mejor. Una vida mejor. Le gustaba, le gustaba.
Harry detuvo el coche en la calle, delante de la casa de los Becker. Se quedó sentado dentro, mirando hacia la luz amarilla de las ventanas que daban al jardín. El muñeco de nieve había encogido hasta volverse enano. Pero aun así, su sombra se proyectaba entre los árboles, alcanzando la valla.
Harry salió del coche. Hizo una mueca al oír el resonar quejumbroso del hierro de la verja. Sabía que debía llamar al timbre, que el jardín era una propiedad privada, tanto como una casa. Pero no tenía paciencia ni ganas de discutir con el profesor Becker.
La superficie mojada cedió ligeramente bajo sus pies. Se puso en cuclillas. La luz se reflejaba en el muñeco de nieve como si estuviera hecho de cristal mate. Con el deshielo del día, los pequeños cristales de nieve se habían engarzado unos con otros, formando cristales más grandes; pero ahora que la temperatura había bajado otra vez, el vapor condensado había vuelto a helarse y se había pegado a otros cristales. El resultado era que la nieve, tan fina, blanca y ligera por la mañana, había adquirido un color gris blancuzco y una consistencia gruesa y compacta.
Harry levantó la mano derecha. Cerró el puño. Y lo golpeó.
La cabeza destrozada del muñeco de nieve cayó rodando desde los hombros hasta la hierba marrón.
Harry lo golpeó otra vez, ahora desde arriba y en el hueco del cuello. Sus dedos, en forma de garra, perforaron la nieve y encontraron lo que buscaban.
Sacó la mano y la levantó triunfal delante del muñeco de nieve, como Bruce Lee le enseñaba a su adversario el corazón que acababa de arrancarle del pecho.
Era un móvil Nokia rojo y plateado. Todavía encendido.
Pero la sensación de triunfo se extinguió enseguida. Porque sabía que aquello no suponía ningún avance en la investigación, que solo era un entreacto en una función de marionetas de las que alguien tiraba con hilos invisibles. Había sido demasiado sencillo. La intención era que lo encontrasen.
Harry fue a la puerta de entrada y llamó al timbre. Le abrió Filip Becker. Estaba despeinado y tenía la corbata torcida. Guiñó los ojos varias veces, como si acabara de despertarse.
—Sí —contestó a la pregunta de Harry—. Tiene un móvil como ése.
—¿Podrías llamar a su número?
Filip Becker entró en la casa y Harry se quedó esperando. De repente la cara de Jonas apareció en la entrada. Harry iba a decirle hola, pero justo en ese momento, empezó a sonar una melodía infantil en el móvil rojo. «Blåmann, Blåmann, mi chivo querido». Y Harry se acordó del resto de la frase del libro de canciones del colegio. «Piensa en tu tierno cabritillo».
Y vio cómo se iluminaba la cara de Jonas. Vio que razonaba a toda velocidad, que aquella alegría espontánea y desconcertante al reconocer el tono de llamada se borraba y la sustituía un temor blanco y desnudo. Harry tragó saliva. Era un temor que conocía demasiado bien.
Cuando Harry abrió la puerta del apartamento, notó el olor a yeso y a serrín. Habían retirado el revestimiento de madera de las paredes del pasillo, que ahora estaba en una pila, en el suelo. La superficie de debajo tenía unas manchas de color claro. Harry pasó un dedo por la capa blanca, que cayó al parqué. Se chupó la yema del dedo. Sabía salado. ¿Sería ése el sabor del hongo del moho? ¿O era solamente una cristalización salina, el sudor de la cimentación? Harry encendió un mechero y lo acercó a la pared. Ningún olor. Nada que ver.
Cuando se acostó, mientras observaba la oscuridad enlatada del dormitorio, pensó en Jonas.
Y en su propia madre. En el olor a enfermedad y en su cara, que fue desapareciendo lentamente en la blancura de la almohada. Aquellos días, aquellas semanas las pasó jugando con Søs, y su padre no hablaba y todo el mundo trataba de fingir que no pasaba nada. Y él tenía la sensación de que podía oír un débil chisporroteo en el pasillo. Como de hilos invisibles de marionetas que crecían, se estiraban, daban vueltas de puntillas mientras la oscuridad iba consumiéndose y daba paso a una luz tenue y resplandeciente que vibraba con un leve aleteo.