4 DE NOVIEMBRE DE 1992. EL TÓTEM
Cuando William Jefferson Blyth III vino al mundo el 19 de agosto de 1946 en la pequeña ciudad de Hope, Arkansas, habían pasado exactamente tres meses desde que su padre murió en un accidente de tráfico. Cuatro años más tarde, la madre de William se volvió a casar, y William adoptó el apellido del nuevo padre. Y aquella noche de noviembre de 1992, cuarenta y ocho años después, cayó del cielo sobre las calles de Hope una lluvia de confeti blanco como la nieve para celebrar que habían elegido cuadragésimo segundo presidente de Estados Unidos a la persona en la que tenían cifradas sus esperanzas, a su conciudadano William —o solo Bill— Clinton. Como siempre, la nieve que caía esa misma noche sobre Bergen alcanzó las calles después de haberse transformado en una lluvia que duchó la ciudad tal y como venía haciéndolo desde septiembre. Pero al llegar el día, las cimas de las siete colinas que la custodian aparecían cubiertas de una preciosa manta de polvo de azúcar. Y el inspector Gert Rafto ya se había personado en la cima de la colina de Ulriken, la más alta de todas. Aspiró tiritando el aire de las alturas y encogió los hombros en torno a su cabezota y a esa cara tan surcada de pliegues que parecía que se la hubieran pinchado.
El teleférico amarillo en el que él y sus tres colegas de la Científica de la comisaría de Bergen habían subido los 642 metros sobre la ciudad esperaba balanceándose ligeramente colgado de unos recios cables de acero. Lo habían cerrado esa mañana, en cuanto los primeros turistas que llegaron a la famosa cima informaron a la policía.
—Anda y jódete, hombre —soltó uno de los técnicos de la Científica.
La expresión se había convertido en una parodia del dialecto de Bergen por parte de los foráneos, hasta tal punto que los propios habitantes de Bergen casi habían dejado de utilizarla. Pero en situaciones en las que el miedo o el horror eran excesivos, el vocabulario más interiorizado se hacía con el control.
—Sí, anda y jódete, hombre —repitió Rafto sarcásticamente, con los ojos brillándole entre la torre de tortitas que parecían formar las arrugas.
El cuerpo de la mujer que yacía ante ellos en la nieve presentaba tantos cortes que solo pudieron determinar su sexo por el seno que tenía desnudo. El resto le recordaba a Rafto más que nada al accidente de tráfico en el cabo de Eidsvåg del año anterior, en el que un camión que transportaba perfiles de aluminio perdió la carga en una curva cerrada y, literalmente, troceó un coche que venía de frente.
—El asesino la ha matado y la ha descuartizado aquí mismo —dijo uno de los técnicos.
Aquella información se le antojó a Rafto bastante superflua, ya que la nieve que había alrededor del cuerpo estaba salpicada de sangre, y las líneas rojas y alargadas que salían de los lados indicaban que le habían seccionado como mínimo una arteria mientras aún le latía el corazón. Se dijo que tenía que averiguar cuándo había dejado de nevar esa noche. El último teleférico había partido a las cinco de la tarde. Naturalmente, la víctima y el asesino podían haber llegado allí por tierra, siguiendo el sendero que ascendía serpeando debajo del teleférico. O podían haber cogido el funicular de Fløyen hasta la cima más próxima y luego haber ido caminando desde allí. Pero el trecho era muy largo, y él se inclinaba por el teleférico.
En la nieve había huellas de dos personas. Las pequeñas eran sin duda de la mujer, aunque no habían encontrado sus zapatos. Las otras serían necesariamente del asesino. Se dirigían hacia el sendero.
—Botas grandes —dijo el joven técnico, que tenía la cara cenceña típica de Sotra—. Por lo menos un cuarenta y ocho. Un tío grande, seguro.
—No necesariamente —dijo Rafto olfateando el aire—. La huella es irregular incluso aquí arriba, en llano. Indicio de que los zapatos le están grandes. A lo mejor quiere engañarnos.
Rafto se dio cuenta de cómo lo miraban los demás. Sabía lo que pensaban. Que allí estaba la estrella de antaño, el favorito de los periódicos, intentando brillar otra vez; con una resolución a juego con lo bocazas que era y con la cara que tenía. En definitiva, un hombre nacido para los titulares. Pero llegó un momento en que empezó a resultarles demasiado grande a todos, a la prensa y a sus colegas. Gert Rafto empezó a recibir indirectas sobre el hecho de que solo pensara en sí mismo y en mantener su posición ante las cámaras, que con su egoísmo pisaba a demasiados colegas y pasaba por encima de demasiados cadáveres. Pero él no hizo caso. No podían acusarlo de nada. O al menos, no de mucho. Había desaparecido algún que otro objeto de valor de los escenarios de los asesinatos. Una joya, un reloj que había pertenecido a la víctima, cosas que se podía suponer que nadie echaría en falta. Pero un día, uno de los colegas de Rafto abrió un cajón de su escritorio porque necesitaba un bolígrafo. Por lo menos, eso fue lo que dijo. Y encontró tres anillos. El comisario llamó a Rafto, éste se explicó, y le dijeron que mantuviese la boca cerrada y que no se metiera en lo que no le importaba. Eso era todo. Pero empezaron a circular los rumores. Incluso llegó a oídos de algunos periodistas. Así que probablemente no fuera una sorpresa que, unos años atrás, cuando empezaron a llegar a la comisaría las acusaciones de violencia policial, encontraran enseguida pruebas concretas contra un hombre. El hombre que había nacido para los titulares.
Gert Rafto era culpable de lo que se lo acusaba, nadie dudaba de eso. Pero todo el mundo sabía que el comisario había servido de chivo expiatorio de un espíritu que llevaba muchos años impregnando la comisaría. Solamente porque había firmado algunos de los informes sobre los detenidos, la mayoría pederastas y traficantes, que se habían caído por la vieja escalera que bajaba hasta los calabozos y se habían hecho unos cuantos cardenales.
Los periódicos no se ensañaron con él. Rafto el de Hierro, el apodo con que lo habían bautizado, no era original, precisamente, pero sí muy acertado. Y ahora adquiría un nuevo significado. Los periodistas habían entrevistado a varios de sus viejos enemigos a ambos lados de la ley que, naturalmente, aprovecharon la ocasión para tomarse la revancha. Así que cuando la hija de Rafto volvió del colegio llorando y diciendo que la habían llamado «escalera de hierro», su mujer le dijo que ya estaba bien, que no podía pretender que ella se quedara sentada viendo cómo arrastraba con él a la deshonra a toda la familia. Como tantas veces antes, él perdió los estribos. Después, ella se llevó a la hija, y esa vez no volvió.
Fueron tiempos difíciles, aunque él nunca olvidó quién era. Era Rafto el de Hierro. Y cuando se terminó la cuarentena, lo apostó todo, trabajó día y noche para recuperar los enclaves perdidos. Pero nadie lo había olvidado, las heridas eran demasiado profundas y notaba la animosidad interna ante la idea de que lo fuese a lograr. Naturalmente, no querían que él volviera a brillar y les recordara tanto a ellos como a los medios aquello que tan desesperadamente intentaban dejar atrás. Pero ya les enseñaría él. Les enseñaría que Gert Rafto era un hombre que no se dejaba enterrar antes de tiempo. Que la ciudad que se extendía a sus pies le pertenecía a él y no a los asistentes sociales, ni a los pusilánimes, a esos guantes de seda que se pasaban los días sentados en la oficina, con la lengua tan larga que llegaba tanto a los concejales como al ano flojo de los periodistas del Socialistisk Venstreparti.
—Saca algunas fotos y procura darme la identificación —dijo Rafto al técnico de la cámara.
—¿Y quién va a poder identificar eso?
El joven señalaba el cadáver de la mujer. A Rafto no le gustó el tono.
—Alguien habrá denunciado su desaparición. O lo hará pronto. Tú ponte manos a la obra, muchacho.
Rafto subió hasta la cima y volvió la vista hacia lo que en el dialecto de Bergen llamaban «la altiplanicie». Su mirada barrió el paisaje y se detuvo en una colina, en lo que parecía una persona exactamente en la cumbre. Pero estaba completamente inmóvil. ¿Sería un poste? Rafto entornó los ojos. Había estado allí cientos de veces con su mujer y su hija, pero no se acordaba de ese poste. Bajó hasta el teleférico, habló con el conductor y le pidió prestados los prismáticos. Quince segundos más tarde confirmó que no era un poste, sino tres grandes bolas de nieve que alguien tenía que haber puesto una encima de otra.
A Rafto no le gustaba el barrio de Fjellsiden, con aquellas casas torcidas, que todos calificaban de pintorescas, sin aislamiento para el invierno, con escaleras y sótanos en callejones en los que nunca entraba la luz, pero donde los hijos de papá a la última estaban dispuestos a pagar millones por algo auténtico de Bergen, para renovarlo hasta que no quedara ni una astilla de lo original. Ya no se oía allí el corretear de pies infantiles por los adoquines, hacía tiempo que los precios habían ahuyentado al típico golfillo de Bergen y a las familias con niños a los suburbios del otro lado de las colinas. Por el contrario, el barrio estaba silencioso y vacío, como una zona comercial estéril. Aun así, tuvo la sensación de que lo estuvieran observando mientras llamaba a la puerta desde la escalera de piedra.
La puerta se abrió al cabo de unos instantes y tras ella apareció una cara de mujer pálida y angustiada que lo miraba con extrañeza.
—¿Onny Hetland? —preguntó Rafto al tiempo que le mostraba la identificación—. Vengo por una amiga tuya, Laila Aasen.
Era un apartamento pequeñísimo de distribución incomprensible, con el baño al otro lado de la cocina, entre el dormitorio y la sala de estar. En medio del estampado color borgoña del papel pintado del salón, Onny Hetland había encajado a duras penas un sofá y un sillón verde y naranja, y en el poco espacio que quedaba libre en el suelo había montones de revistas, pilas de libros y unos cedés. Rafto pasó por encima de un barreño volcado y de un gato para acceder al sofá. Onny Hetland se sentó en el sillón sin dejar de toquetearse el collar. La piedra verde del colgante tenía una hendidura negra. Sería un defecto. O a lo mejor era así.
La pareja de Laila, Bastian, había informado a Onny Hetland de la muerte de su amiga aquella mañana temprano. Pero aun así, la expresión de la mujer sufría cambios dramáticos mientras Rafto le narraba todos los detalles sin piedad.
—Horrible —susurró Onny Hetland—. Bastian no me ha dicho nada de eso.
—Porque no queremos que todo el mundo lo sepa —dijo Rafto—. Bastian me dijo que eras la mejor amiga de Laila, ¿no?
Onny asintió.
—¿Sabes qué hacía Laila en Ulriken? Su pareja no lo sabía, él y los niños estuvieron ayer en Floro, visitando a la abuela.
Onny negó con un gesto de la cabeza. Era un gesto firme. Uno de ésos que no debería dejar lugar a dudas. No era el gesto en sí lo que suponía un problema. Fue la centésima de segundo que vaciló antes de hacerlo. Y esa centésima era todo lo que Gert Rafto necesitaba.
—Éste es un caso de homicidio, señorita Hetland. Espero que comprendas la gravedad del asunto y el riesgo que corres si no me cuentas todo lo que sabes.
Ella miró desconcertada a aquel policía de cara de bulldog. Rafto olía el rastro de la presa en el aire.
—Si piensas que estás protegiendo a su familia te equivocas. Esas cosas saldrán a la luz de todas formas.
La mujer tragó saliva. Parecía asustada. Se lo había parecido ya cuando abrió la puerta. Y él le dio el último empujoncito, esa amenaza tan simple pero tan extrañamente eficaz ya fuera con inocentes o con culpables.
—Puedes contármelo ahora o acompañarme para que te interroguen en comisaría.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y una voz casi inaudible le surgió del fondo de la garganta.
—Había quedado allí con alguien.
—¿Con quién?
Onny Hetland respiró temblando.
—Laila solo me dijo el nombre de pila y la profesión. Y que era un secreto, que nadie debía saber nada. Y se refería sobre todo a Bastian.
Rafto miró el bloc de notas para ocultar su entusiasmo.
—¿Y cuáles son el nombre de pila y la profesión?
Anotó lo que le dijo Onny. Miró el bloc de notas. Era un nombre relativamente corriente. Y una ocupación relativamente corriente. Pero puesto que Bergen era una ciudad relativamente pequeña, pensó que con eso bastaría. Todo él tenía la certeza de ir en la dirección correcta. Y con ese «todo él», Geft Rafto se refería a sus treinta años de experiencia policial y a su conocimiento del ser humano, que se basaba en una misantropía general.
—Tienes que prometerme una cosa —dijo Rafto—. Que no le dirás a nadie lo que me acabas de contar. A nadie de la familia. Ni a la prensa. Ni siquiera a los demás policías con los que hables. ¿Lo entiendes?
—¿A los policías tampoco…?
—Desde luego que no. Esta investigación la dirijo yo y debo tener un control absoluto sobre quiénes poseen esta información. Mientras no te diga lo contrario, tú no sabes nada.
Por fin, pensó Rafto otra vez en la escalera. Vio el reflejo de un cristal al abrirse una ventana más abajo, en el callejón, y otra vez tuvo la sensación de que lo observaban. ¿Y qué? Aquélla era su revancha. Solo suya. Gert Rafto se abotonó el abrigo y apenas notó que llovía mientras avanzaba hacia el centro en silenciosa marcha triunfal por las calles resbaladizas.
Eran ya las cinco de la tarde y la lluvia caía sobre Bergen desde un cielo con las juntas defectuosas. Gert Rafto tenía encima del escritorio una lista de nombres que le habían enviado del sindicato del sector. Había empezado por buscar a los candidatos con el nombre de pila correcto. Tres, hasta ahora. Hacía tan solo dos horas que había salido de casa de Onny Hetland y Rafto pensaba que pronto sabría quién había matado a Laila Aasen. Caso resuelto en menos de doce horas. Y nadie podría arrebatárselo, nadie se llevaría los honores, nadie, solo él. Porque informaría a la prensa personalmente. La prensa de la capital ya había acudido sobrevolando la colina, asediando todas las comisarías. El comisario jefe había dicho que no debían dar a conocer los detalles acerca del cadáver, pero los buitres habían olido la sangre.
—Tiene que haber sido una fuga de información —dijo el comisario jefe mirando a Rafto, que no contestó; y tampoco soltó esa risa que pugnaba por asomar a la superficie. Porque ahora estaban sentados allí fuera, listos para informar. Y Gert Rafto pronto sería el rey de la comisaría de Bergen.
Bajó el volumen de la radio, en la que Whitney Houston se había pasado todo el otoño insistiendo en que siempre te iba a querer, pero antes de que le diera tiempo a levantar el auricular, sonó el teléfono.
—Aquí Rafto —dijo irritado, impaciente por empezar.
—Me estás buscando a mí.
Lo que hizo que el agente degradado comprendiera de inmediato que no se trataba de una broma o de alguien desequilibrado fue la voz. Sonaba fría y contenida, con una dicción clara y serena que excluía a los locos y borrachos de siempre. Pero había algo más en aquella voz, algo que se le escapaba.
Rafto carraspeó sonoramente un par de veces. Se tomó su tiempo. Como para demostrar que no había logrado inquietarlo.
—¿Con quién hablo?
—Ya lo sabes.
Rafto cerró los ojos y maldijo para sus adentros. Mierda, mierda, el asesino estaba a punto de entregarse. Y eso no tendría ni de lejos el mismo efecto que si él, Rafto, lo detenía.
—¿Qué te hace pensar que voy a por ti? —dijo entre dientes.
—Lo sé —dijo la voz—. Y si lo hacemos a mi manera, conseguirás lo que quieres.
—¿Y qué es lo que quiero?
—Detenerme. Y te dejaré que lo hagas. Solo. ¿Me oyes, Rafto?
El agente de policía hizo un gesto de asentimiento antes de pronunciar la palabra «sí».
—Reúnete conmigo en el tótem del Nordenesparken —dijo la voz—. Dentro de diez minutos exactamente.
Rafto trató de pensar. El Nordenesparken estaba al lado del acuario, llegaría allí en menos de diez minutos. ¿Pero por qué verse allí, en un parque situado al final de un istmo?
—Para que yo pueda comprobar que vienes solo —dijo la voz, respondiendo a sus pensamientos—. Si veo a otros policías o si llegas tarde, desaparezco. Para siempre.
El cerebro de Rafto procesó los datos, hizo sus cálculos y llegó a una conclusión. No le daría tiempo a organizar un equipo para una detención. Era perfecto.
—De acuerdo —dijo Rafto—. ¿Y luego qué pasará?
—Te lo contaré todo y te daré las condiciones para mi entrega.
—¿Qué clase de condiciones?
—Que no quiero llevar esposas durante el juicio. Que la prensa no tendrá acceso. Que cumpliré la pena en un lugar donde no tenga que relacionarme con otros presos.
Rafto estaba a punto de toser.
—De acuerdo —dijo mirando el reloj.
—Espera, hay más condiciones. Una tele en la habitación, todos los libros que quiera.
—Eso lo arreglaremos —dijo Rafto.
—Cuando hayas firmado el acuerdo con mis condiciones, me iré contigo.
—Y si… —empezó Rafto, pero el pitido intermitente le indicó que habían colgado.
Rafto aparcó al lado del astillero. No era el camino más corto, pero tendría mejor perspectiva general del parque al entrar. Era grande y estaba en un terreno accidentado, con senderos y colinas de hierba amarilla y marchita. Los árboles apuntaban con dedos negros de hueso hacia las pesadas nubes que entraban desde el mar por detrás de Askøy. Un hombre caminaba deprisa detrás de un rottweiler nervioso con la cadena muy tensa. Rafto se tocó el Smith & Wesson que llevaba en el bolsillo del abrigo mientras pasaba junto a los baños de Nordnes, y la piscina vacía pintada de blanco le pareció una bañera gigantesca a la orilla del mar.
Detrás de la curva pudo vislumbrar el tótem de diez metros de altura, un regalo de dos toneladas de la ciudad de Seattle, con ocasión del noveno centenario de Bergen. Podía oír su propia respiración y el chasquido de las hojas mojadas en las suelas de los zapatos. Empezó a llover. Unas gotas pequeñas y penetrantes le salpicaron la cara.
Una persona solitaria esperaba junto al tótem, de cara a Rafto, como si supiera que iba a llegar exactamente desde allí y no desde el otro lado.
Rafto apretó el revólver mientras recorría los últimos pasos. Se detuvo a dos metros de la persona. La lluvia lo obligaba a guiñar los ojos. No podía ser verdad.
—¿Sorprendido? —dijo la voz que hasta ahora no había podido reconocer.
Rafto no contestó. El cerebro volvía a procesar datos.
—Creías que me conocías —dijo la voz—. Pero soy yo quien te conoce a ti. Por eso sabía que te prestarías a hacer esto solo.
Rafto se quedó mirando fijamente.
—Esto es un juego.
Rafto carraspeó.
—¿Un juego?
—Sí. Y a ti te gusta jugar.
Rafto cerró la mano alrededor de la empuñadura del revólver, lo sujetó de forma que no se le enganchara en el bolsillo del abrigo en caso de que tuviera que sacarlo rápidamente.
—¿Por qué yo?
—Porque eres el mejor. Solo juego contra los mejores.
—Es una locura —susurró Rafto, y en ese mismo instante se arrepintió.
—Precisamente de eso no hay duda —dijo la otra persona con una breve sonrisa—. Pero tú también estás loco, querido. Todos estamos locos. Somos espectros inquietos que no encuentran el camino a casa. Siempre ha sido así. ¿Sabes por qué hacían los indios cosas como ésta?
La persona que Rafto tenía delante golpeó con el nudillo del dedo índice el tronco con figuras talladas en cuclillas, una encima de la otra, que miraban hacia el fiordo con grandes ojos negros y ciegos.
—Para retener las almas —prosiguió—. Para que no se perdiesen. Pero un tótem de madera se pudre. Y debe pudrirse, es parte de su razón de ser. Cuando desaparezca, el alma tendrá que buscar una nueva morada. Quizá en una máscara. En un espejo. O en un niño recién nacido.
Se oían chillidos roncos de aves procedentes del recinto de los pingüinos en el acuario.
—¿Quieres contarme por qué la mataste? —dijo Rafto, y se dio cuenta de que él también tenía la voz ronca.
—Es una pena que se haya acabado el juego, Rafto. Me lo he pasado bien.
—¿Y cómo te diste cuenta de que te tenía en el punto de mira?
La otra persona levantó la mano y Rafto dio automáticamente un paso atrás. Tenía algo que le colgaba de la mano. Un collar. Con una piedra verde en forma de lágrima y una hendidura negra. Rafto notó el ritmo plomizo de las pulsaciones de su propio corazón.
—Al principio Onny Hetland no quería decir nada. Pero se dejó… ¿cómo lo llamaríamos… persuadir?
—Mientes —dijo Rafto jadeante y sin convicción.
—Me contó que tú le habías impuesto no decir nada a tus colegas. Entonces comprendí que aceptarías mi oferta de venir solo. Porque creías que yo iba a ser la nueva morada de tu alma, tu resurrección. ¿No es verdad?
La lluvia fría y fina se le posaba en la cara como una capa de sudor. Tenía el dedo en el gatillo del revólver y se concentró en hablar despacio y midiendo las palabras.
—Has escogido el lugar equivocado. Estás de espaldas al mar y hay coches de policía en todas las carreteras que parten de esta zona. De aquí no se escapa nadie.
La persona que tenía delante olfateó el aire.
—¿No lo hueles, Gert?
—¿El qué?
—El miedo. La adrenalina tiene un olor particular. Pero tú ya lo sabes todo sobre ese tema. Seguro que lo notabas en los detenidos a los que maltratabas. Laila también olía así. Sobre todo cuando vio las herramientas que iba a utilizar. Y el de Onny era más intenso todavía. Probablemente, porque le habías hablado de Laila, así que supo lo que iba a pasar en cuanto me vio. Es un olor de lo más excitante, ¿no te parece? He leído que es el que utilizan algunos animales salvajes para localizar a sus presas. Imagínate la presa tratando de esconderse, temblorosa, aunque ya sabe que lo que la matará es el olor de su propio miedo.
Rafto miró las manos enguantadas de la otra persona, lánguidas a ambos lados del cuerpo, vacías. Era pleno día, un lugar céntrico de la segunda ciudad más grande de Noruega. A pesar de su edad, y después de haber pasado los últimos años sin beber alcohol, estaba en bastante buena forma física. Era rápido de reflejos y su técnica de combate había permanecido relativamente inalterada. Tardaría una fracción de segundo en sacar el revólver. Así que, ¿por qué le castañeteaban de miedo los dientes?