DÍA 2. LA DESAPARICIÓN
A mediodía la nieve se había derretido en el centro de Oslo. Pero en Hoff seguían quedando montículos en los jardines a ambos lados de la calle por la que circulaban Harry Hole y Katrine Bratt. En la radio, Michael Stipe cantaba sobre la sensación de saber lo que va a pasar, sobre algo que ha salido mal y sobre un chico que estaba en el pozo. En el ambiente apacible de los chalés de una calle más apacible aún, Harry señaló un Toyota Corolla gris plata que estaba aparcado cerca de la valla.
—El coche de Skarre. Aparca detrás.
El chalé era grande y amarillo. Demasiado grande para una familia de tres, pensó Harry mientras enfilaban el camino de grava. El aire goteaba como suspirando a su alrededor. En el jardín había un muñeco de nieve ligeramente escorado y con pocas expectativas de futuro.
Fue Skarre quien abrió la puerta. Harry se inclinó y miró la cerradura.
—No hay indicios de que la hayan forzado —dijo Skarre.
Los condujo a la sala de estar, donde un niño les daba la espalda sentado en el suelo mientras veía en la tele un canal de dibujos animados. Una mujer se levantó del sofá, le dio la mano a Harry y se presentó como Ebba Bendiksen, la vecina.
—Birte nunca ha hecho una cosa así antes —dijo—. Por lo menos desde que la conozco.
—¿Y desde cuándo es eso? —preguntó Harry mirando a su alrededor. Delante de la tele había muebles de piel grandes y recios, y una mesa octogonal de cristal ahumado. Las sillas de tubos de acero que rodeaban la mesa de comedor de color claro eran ligeras y elegantes, del estilo que sabía que le gustaba a Rakel. En las paredes colgaban dos cuadros, ambos de hombres con aspecto de directores de banco, que lo miraban con todo el peso de su autoridad. Y al lado, arte moderno y abstracto de ese estilo que había llegado a pasar de moda para luego volverse muy moderno otra vez.
—Diez años —dijo Ebba Bendiksen—. Nos mudamos a la casa de la acera de enfrente justo cuando nació Jonas.
Hizo un gesto con la cabeza señalando al chico, que seguía inmóvil viendo cómo el Correcaminos huía veloz mientras el Coyote explotaba.
—¿Así que fuiste tú quien llamó a la policía anoche?
—Sí.
—El niño llamó a la puerta sobre la una y cuarto —dijo Skarre consultando sus anotaciones—. La Judicial de guardia recibió la llamada a las cero uno treinta horas.
—Mi marido y yo volvimos primero a la casa con Jonas para buscarla —explicó Ebba Bendiksen.
—¿Dónde buscasteis? —preguntó Harry.
—En el sótano. En los cuartos de baño. En el garaje. En todas partes. Es muy raro que alguien se largue de esa manera.
—¿Que se largue?
—Que desaparezca. Que se pierda. El agente de policía con el que hablé por teléfono preguntó si podíamos hacernos cargo de Jonas, y dijo que deberíamos llamar a todas las personas que conocía Birte y con las que hubiera podido reunirse. O si no, esperar al día siguiente para averiguar si había acudido al trabajo. Me explicó que en ocho de cada diez casos como éste, la persona aparecía al cabo de unas horas. Intentamos dar con Filip…
—El marido —la interrumpió Skarre—. Estaba en Bergen dando una conferencia. Es profesor de algo.
—De física. —Ebba Bendiksen sonrió—. De todos modos, tenía el móvil apagado. Y no sabíamos en qué hotel se alojaba.
—Nos pusimos en contacto con él en Bergen esta mañana —dijo Skarre—. Llegará pronto.
—Sí, menos mal —dijo Ebba—. Así que llamamos al trabajo de Birte esta mañana, y como no se había presentado a la hora de costumbre, volvimos a llamaros a vosotros.
Skarre lo confirmó con un movimiento de cabeza. Harry le indicó con un gesto que podía continuar la conversación con Ebba Bendiksen, se fue hasta el televisor y se sentó en el suelo al lado del chico. En la pantalla, el Coyote estaba encendiendo la mecha de un cartucho de dinamita.
—Hola, Jonas. Me llamo Harry. ¿Te ha contado el otro policía que este tipo de casos casi siempre termina bien? ¿Que los que desaparecen aparecen otra vez?
El chico negó con la cabeza.
—Pues así es —dijo Harry—. Si tuvieses que adivinar, ¿dónde crees que estaría tu madre ahora?
El chico se encogió de hombros.
—No sé dónde está.
—Sé que no lo sabes, Jonas, ahora mismo ninguno de nosotros lo sabe. ¿Pero cuál es el primer sitio que se te ocurre, si no está aquí o en el trabajo? No pienses en si es probable o no.
El chico no contestó, solo se quedó mirando fijamente al Coyote, que en vano intentaba deshacerse del cartucho de dinamita, que se le había pegado a la mano.
—¿Hay alguna cabaña o algo así a la que vayáis?
Jonas negó con la cabeza.
—¿Algún lugar especial al que acostumbre a ir cuando quiere estar sola?
—No quería estar sola —dijo Jonas—. Quería estar conmigo.
—¿Solo contigo?
El chico se volvió y miró a Harry. Jonas tenía los ojos castaños, igual que Oleg. Y, en el color castaño de aquellos ojos, Harry vio el miedo que esperaba ver, y una ira totalmente inesperada.
—¿Por qué desaparecen? —preguntó el chico—. Me refiero a los que vuelven.
Los mismos ojos, pensó Harry. Las mismas preguntas. Las importantes.
—Por toda clase de razones —dijo Harry—. Algunos se pierden. Como sabes, hay diferentes formas de perderse. Y otros solo necesitan un descanso y se esconden buscando un poco de paz.
La puerta de la entrada se abrió y el chico se llevó un sobresalto.
En ese mismo momento, la dinamita explotó en la mano del Coyote y se abrió la puerta de la sala de estar.
—Buenos días —dijo la voz a su espalda. Severa y contenida al mismo tiempo—. ¿Cuál es la situación?
Harry se dio la vuelta justo a tiempo de ver que un hombre enchaquetado que rondaba los cincuenta se acercaba a la mesa del salón, cogía el mando a distancia y, un segundo después, la imagen del televisor se comprimía hasta convertirse en un punto blanco al mismo tiempo que el aparato emitía un siseo de protesta.
—Ya sabes lo que te tengo dicho de ver la tele a mediodía, Jonas —dijo con tono de resignación, como para transmitirle al resto de los presentes lo difícil que era el trabajo de un educador en aquellos días.
Harry se levantó y se presentó a sí mismo, a Magnus Skarre y a Katrine Bratt, que hasta el momento no había hecho otra cosa que observar desde la puerta.
—Filip Becker —dijo el hombre subiéndose las gafas a pesar de que ya las tenía ajustadas a la nariz. Harry intentó captarle la mirada, forjarse esa primera impresión tan importante acerca de un sospechoso potencial, llegado el caso. Pero el reflejo de los cristales de las gafas le ocultaba los ojos.
—He estado llamando a todos aquellos con los que podría haber contactado, pero nadie sabe nada —dijo Filip Becker—. ¿Qué sabéis vosotros?
—Nada —dijo Harry—. Pero, para empezar, podrías ayudarnos a averiguar si han desaparecido maletas, mochilas o ropa, así nos haremos una idea. —Harry observó a Becker antes de continuar—. De si la desaparición es espontánea o premeditada.
Becker le sostuvo a Harry aquella mirada escrutadora antes de asentir con la cabeza, y subió a la segunda planta.
Harry se acuclilló al lado de Jonas, que seguía mirando la pantalla negra de la tele.
—¿Así que te gusta el Correcaminos? —dijo Harry.
El chico negó con la cabeza, pero no dijo nada.
—¿Por qué no?
Jonas respondió con un susurro apenas audible.
—Me da pena el Coyote.
Cinco minutos más tarde, Becker volvió a bajar y dijo que no faltaba nada, ni bolsos de viaje ni ropa, aparte de lo que llevaba puesto cuando él se fue, además del abrigo, las botas y una bufanda.
Harry se rascó la barbilla sin afeitar y miró a Ebba Bendiksen.
—¿Puedes venir conmigo a la cocina, Becker?
Becker iba primero y Harry le indicó a Katrine que los siguiera. Una vez en la cocina, el profesor empezó enseguida a poner café en un filtro de papel y agua en la cafetera. Katrine se quedó al lado de la puerta, mientras Harry se acercó a la ventana y miró al jardín. Al muñeco de nieve se le había hundido la cabeza entre los hombros.
—¿A qué hora saliste de casa anoche y en qué vuelo te fuiste a Bergen?
—Salí de aquí sobre las nueve y media —dijo Becker sin titubeos—. El vuelo era a las once y cinco.
—¿Hablaste con Birte después de salir de casa?
—No.
—¿Qué crees que puede haber pasado?
—No tengo ni idea, comisario. De verdad que no tengo ni idea.
—Humm. —Harry miró hacia la calle. No había oído pasar ningún coche desde que llegaron. Un vecindario realmente tranquilo. Seguro que solo la calma, en aquella parte de la ciudad, costaba un par de millones de coronas—. ¿Cómo os van las cosas a ti y a tu mujer?
Harry oyó que Filip Becker dejaba lo que estaba haciendo, y añadió:
—Tengo que preguntarlo porque a veces los cónyuges simplemente desaparecen.
Filip Becker carraspeó.
—Te puedo asegurar que mi mujer y yo tenemos una relación estupenda.
—Aun así, ¿te has planteado la posibilidad de que ella tuviera una relación de la que tú no supieses nada?
—Eso es imposible.
—«Imposible» es una palabra bastante fuerte, Becker. Y las relaciones extramatrimoniales son bastante frecuentes.
Filip Becker sonrió levemente.
—No soy ningún ingenuo, comisario. Birte es una mujer atractiva y bastante más joven que yo. Y procede de una familia relativamente frívola, todo hay que decirlo. Pero ella no es ese tipo de mujer. Y yo estoy bastante al tanto de lo que hace y deja de hacer.
Se oyó un gorgoteo admonitorio procedente de la cafetera en el momento en que Harry abrió la boca con la intención de seguir abundando en el asunto. Cambió de opinión.
—¿Has advertido en ella últimamente cambios de humor?
—Birte no es depresiva, comisario. No se ha ido al bosque para ahorcarse ni se ha tirado al mar. Está por ahí, en alguna parte, y está viva. Sé, porque lo he leído, que la gente desaparece continuamente, luego vuelve a aparecer y todo tiene una explicación lógica y bastante banal. ¿No es así?
Harry asintió lentamente con la cabeza.
—¿Te importa que dé una vuelta por la casa?
—¿Para qué?
En la pregunta de Filip Becker resonó un tono de aspereza, y Harry pensó que era un hombre acostumbrado a llevar las riendas. A que le dieran explicaciones. Y lo contrariaba el hecho de que su mujer se hubiera ido sin avisar. Lo cual Harry ya había descartado en su fuero interno. Una madre y esposa sana y bien atendida no deja solo a su hijo de diez años en mitad de la noche. Y luego estaba lo otro. Normalmente, en los primeros momentos de un caso de desaparición, utilizaban el mínimo de recursos, a no ser que se diese alguna circunstancia que indicara que podía tratarse de un acto delictivo o de algún otro hecho dramático. Y por esa razón había ido a Hoff personalmente.
—A veces uno no sabe lo que busca hasta que lo encuentra —contestó Harry—. Es un método de trabajo.
Y entonces logró conectar con la mirada de Becker, más allá de los cristales de las gafas. Al contrario que el hijo, tenía los ojos de color azul claro, con un brillo intenso y luminoso.
—Faltaría más —dijo Becker—. Adelante.
El dormitorio olía a fresco y estaba ordenado. Una colcha de ganchillo cubría la cama de matrimonio. En una de las mesitas de noche había una foto de una mujer mayor. El parecido hizo suponer a Harry que ése era el lado de Filip Becker. En la otra mesita de noche había una foto de Jonas. Se percibía un suave aroma a perfume en el armario lleno de ropa de mujer. Harry se dio cuenta de que las perchas colgaban a una distancia idéntica unas de otras, como si nadie las hubiera tocado durante un tiempo. Vestidos negros con raja, jerséis cortos con dibujos de color rosa y con brillos. Dentro del armario había una cajonera. Abrió el primer cajón. Ropa interior. Negra y roja. El siguiente cajón. Fajas y medias. Tercer cajón. Joyas colocadas en una bandeja de fieltro rojo. Se fijó en un anillo grande y aparatoso con piedras que despedían destellos chillones. Todo lo que había allí dentro recordaba un poco a Las Vegas. No quedaba ningún hueco vacío en la bandeja de fieltro.
El dormitorio tenía una puerta que daba directamente a un baño recién renovado con ducha de vapor y dos lavabos de acero.
En la habitación de Jonas, Harry se sentó en la sillita, junto a un pupitre pequeño. Encima había una calculadora con muchas funciones matemáticas avanzadas. Parecía nueva y poco usada. En la pared, sobre el pupitre, colgaba un póster con la imagen de siete delfines envueltos en una ola y un almanaque de todo el año. Algunas fechas estaban marcadas con un círculo y unas notas. Harry leyó: el cumpleaños de mamá y del abuelo, vacaciones en Dinamarca, dentista a las diez y dos fechas de julio con la palabra «médico» escrita encima. Pero Harry no vio ningún partido de fútbol, ni cine, ni cumpleaños. Vio una bufanda rosa encima de la cama. Un color que ningún chico de la edad de Jonas llevaría jamás. Harry cogió la bufanda. Estaba húmeda pero aun así podía notar el leve olor de la piel, el pelo y el perfume de una mujer. El mismo perfume que en el armario.
Volvió a bajar las escaleras. Se detuvo al lado de la cocina y oyó a Skarre contar cuál era el procedimiento habitual en un caso de desaparición. También se oía el tintineo de unas tazas de café. El sofá del salón parecía enorme, quizá debido a lo menuda que era la figura que estaba allí ojeando un libro. Harry se acercó y vio una foto de Charles Chaplin con la típica vestimenta. Harry se sentó a su lado.
—¿Sabías que Chaplin era caballero británico? —dijo Harry—. Sir Charles.
Jonas asintió con la cabeza.
—Pero lo echaron de Estados Unidos.
Jonas pasaba las páginas.
—¿Estuviste enfermo el verano pasado, Jonas?
—No.
—Pero fuiste al médico. Dos veces.
—Mamá solo quería que me hicieran un reconocimiento. Mamá… —Le falló la voz de repente.
—Ya verás como vuelve pronto —dijo Harry poniéndole una mano sobre el hombro escuálido—. Puesto que no se ha llevado la bufanda. La rosa que está en tu habitación.
—Alguien la había puesto alrededor del cuello del muñeco de nieve —dijo Jonas—. Me la he traído a casa.
—Supongo que tu madre no quería que pasara frío.
—Nunca le habría puesto al muñeco de nieve su bufanda preferida.
—Entonces habrá sido tu padre.
—No, lo hizo alguien después de que él se fuera. Anoche. El que se ha llevado a mamá.
Harry asintió despacio.
—¿Quién ha hecho ese muñeco de nieve, Jonas?
—No lo sé.
Harry miró hacia la ventana y al jardín. Ésa era la razón por la que había venido. De pronto, notó una corriente helada que atravesaba la pared y el aire de la habitación.
Harry y Katrine bajaban en el coche por la calle Sørkedalsveien en dirección al barrio de Majorstua.
—¿Qué ha sido lo primero que te ha llamado la atención al entrar? —preguntó Harry.
—Que quienes comparten aquel hogar no son precisamente almas gemelas —dijo Katrine, y pasó por el peaje sin frenar—. Que a lo mejor es un matrimonio desgraciado. Y en ese caso, es ella la que sufre más.
—Humm. ¿Qué te hace pensar eso?
—Es evidente, ¿no? —sonrió Katrine—. La diferencia en los gustos.
—Explícate.
—¿No te has fijado en ese sofá horrible y la mesa de salón? Propio de los años ochenta, una compra típica de los hombres de los noventa. Pero es ella quien ha elegido la mesa de comedor de roble tratado con aceite blanco y estructura de aluminio. Y las Vitra.
—¿Las Vitra?
—Las sillas del comedor. Suizas. Caras. Tan caras que con lo que habrían ahorrado comprando unas imitaciones algo más baratas podrían haber cambiado el salón entero. Es acojonante lo feo que es.
Harry tomó nota de que, en boca de Katrine Bratt, la palabra «acojonante» no sonaba como un taco vulgar, sino como un contrapunto lingüístico que no hacía más que subrayar la clase a la que pertenecía.
—¿Y eso?
—Con esa casa tan grande y en esa zona de Oslo, el problema no es el dinero. Él no le ha dado permiso para cambiar su sofá y su mesa. Y cuando un hombre sin gusto y con un desinterés tan manifiesto por la decoración hace una cosa así, es fácil deducir quién domina a quién.
Harry asintió con la cabeza, pero más que nada para sí mismo. La primera impresión no había sido desacertada. Katrine Bratt era buena.
—Pero cuéntame lo que opinas tú —dijo ella—. Se supone que soy yo la que tiene que aprender de ti.
Harry miró por la ventana, hacia el viejo restaurante Lepsvik, rico en tradiciones pero nunca especialmente digno.
—No creo que Birte Becker se haya ido de la casa voluntariamente —dijo él.
—¿Y eso? No hay señales de violencia.
—Porque estaba bien planeado.
—Entonces, ¿quién es el culpable? ¿El marido? Siempre es el marido, ¿verdad?
—Sí —dijo Harry. Se le venían a la cabeza un montón de ideas—. Siempre es el marido.
—Solo que éste estaba en Bergen.
—Sí, eso parece.
—En el último vuelo, así que no ha podido volver y llegar luego a tiempo a la primera conferencia. —Katrine pisó el acelerador y pasó en ámbar el cruce de Majorstua—. Y si Filip Becker fuese culpable, habría mordido tu anzuelo.
—¿Anzuelo?
—Sí. Lo de que si ella tenía cambios de humor. Le has insinuado a Becker que sospechabas que podría tratarse de un suicidio.
—¿Y?
Ella se rio.
—Venga Harry. Todos, incluido Becker, saben que la policía emplea el mínimo de recursos en los casos de suicidio probable. Para abreviar, tú le has dado la posibilidad de apoyar una teoría que, en el caso de que fuera culpable, habría solucionado la mayoría de sus problemas. Pero, en vez de eso, él te dice que su mujer estaba más feliz que una perdiz.
—Ya. Así que opinas que la pregunta era una prueba, ¿no?
—Tú te pasas la vida poniendo a prueba a todo el mundo, Harry. Y yo no soy una excepción.
Harry no contestó hasta que hubieron bajado un buen tramo de la calle Bogstadveien.
—Muchas veces, la gente es más lista de lo que uno cree —dijo entonces, y no añadió nada más hasta que llegaron al garaje de la Comisaría General.
—Tengo que trabajar solo el resto del día.
Y lo dijo porque había estado pensando en la bufanda rosa y había tomado una decisión. Que era urgente revisar el material de Skarre sobre personas desaparecidas, que era urgente confirmar aquella sospecha que lo corroía. Y si las cosas resultaban ser como se temía, tendría que ir a ver al comisario Gunnar Hagen con la carta. La puta carta.