DÍA 1. COCHINILLA
Harry se sentó en uno de los taburetes de la barra del Palace Grill mientras leía las plaquitas de los ruegos que amablemente hacían a los clientes del bar: «No pidas que te fíe», «No disparen al pianista» y «Be Good Or Be Gone». Todavía era temprano y los únicos clientes del bar eran dos chicas sentadas a una mesa, cada una tecleando en su móvil, y dos chicos que jugaban a los dardos con una elegancia muy estudiada en cuanto a la pose y a cómo apuntar, pero con pésimos resultados. Dolly Parton, que según tenía entendido, volvía a contar con la aprobación de los jueces del buen gusto de la música country, cantaba por los altavoces con un acento sureño y nasal. Harry miró el reloj otra vez y se apostó consigo mismo que Rakel Fauke aparecería por el umbral de la puerta a las ocho y siete minutos. Notaba el crepitar de la tensión que siempre sentía cuando iba a volver a verla. Se dijo que solo era un reflejo condicionado, como el de los perros de Pavlov, que empezaban a salivar al oír la señal que anunciaba la comida, aunque no se les diera de comer. Y esa noche no habría comida. Es decir, solo iban a comer. Y mantener una agradable conversación sobre la vida que llevaban ahora. O mejor dicho, sobre la vida que ella llevaba ahora. Y sobre Oleg, el hijo que ella había tenido con su ex marido ruso cuando trabajaba en la embajada noruega de Moscú. Aquel niño de carácter sensible y ensimismado al que Harry había logrado acercarse y con el que, andando el tiempo, había establecido una relación más estrecha en muchos aspectos que la que había tenido con su padre. Y cuando, al final, Rakel no aguantó más y lo dejó, él no supo cuál de las dos pérdidas le resultaba más dolorosa. Pero ahora lo sabía. Porque eran las ocho y siete minutos, y ella estaba en el umbral de la puerta, con ese porte erguido, la espalda sinuosa cuyo tacto aún podía sentir en las manos y los pómulos altos bajo una piel ardiente que todavía notaba en la suya. Había abrigado la esperanza de que no tuviera tan buen aspecto. Que no pareciera tan feliz.
Ella se le acercó y sus mejillas se rozaron. Él procuró apartarse primero.
—¿Qué miras? —preguntó Rakel desabrochándose el abrigo.
—Ya lo sabes —dijo Harry, y sintió que debería haberse aclarado la voz antes de hablar.
Ella dejó escapar una risa suave que surtió en él el mismo efecto que el primer sorbo de un Jim Beam; sintió calor y paz.
—No —dijo ella.
Sabía perfectamente lo que significaba ese «no». No empieces, no lo hagas embarazoso, no vamos a ir por ese camino. Lo dijo bajito, con voz casi imperceptible, y aun así, a él le sentó como una sonora bofetada.
—Estás más delgado —dijo ella.
—Eso dicen.
—¿Y la mesa…?
—El camarero vendrá a avisarnos.
Se sentó en un taburete enfrente de él y pidió un aperitivo. Un Campari, por supuesto. Harry solía llamarla «Cochinilla» por el pigmento natural que le daba a esa bebida su color característico. Porque le gustaba vestirse con ropa de un rojo intenso. Rakel insistía en que lo utilizaba como color de advertencia, como los animales emplean colores fuertes para avisar de que hay que guardar cierta distancia.
Harry pidió otro refresco.
—¿Por qué has adelgazado tanto? —preguntó ella.
—Por los hongos.
—¿Cómo?
—Parece que me están devorando. El cerebro, los ojos, los pulmones, la concentración. Absorben los colores y la memoria. El hongo crece. Yo desaparezco. Él se convierte en mí, y yo en él.
—¿De qué tontería estás hablando? —soltó ella con una mueca que pretendía ser de asco, pero Harry advirtió la sonrisa en sus ojos. A ella le gustaba oírlo contar historias, incluso cuando no eran más que sandeces. Le contó lo de la invasión de hongos en el apartamento.
—¿Qué tal vais? —preguntó Harry.
—Bien. Yo estoy bien. Oleg está bien. Pero te echa de menos.
—¿Te lo ha dicho?
—Tú sabes que es verdad. Deberías dedicarle un poco más de tiempo.
—¿Yo? —Harry la miró asombrado—. Esto no lo he elegido yo.
—¿Y qué? —dijo ella cogiendo la copa que le ofrecía el camarero—. Que tú y yo ya no seamos pareja no significa que Oleg y tú no tengáis una relación importante. Para ambos. Ninguno de los dos tenéis facilidad para entablar relación con otras personas, así que deberíais cuidar las que habéis conseguido fraguar.
Harry tomó un sorbo de refresco.
—¿Qué tal se lleva Oleg con tu médico?
—Se llama Mathias —dijo Rakel con un suspiro—. Están en ello. Son… diferentes. Mathias quiere que funcione, pero Oleg no se lo pone fácil.
Harry notó una punzada dulce de satisfacción.
—Y Mathias trabaja mucho también.
—Pensé que no te gustaba que tu pareja trabajara demasiado —dijo Harry y se arrepintió en el mismo momento en que lo dijo. Pero en vez de enfadarse, Rakel suspiró con tristeza.
—No se trataba de que trabajaras mucho, Harry, es que estabas poseído. Eres tu trabajo, y lo que te hace funcionar no es el amor o el sentido de la responsabilidad. O de la solidaridad. O el deseo de venganza. Ni siquiera son ambiciones personales. Es la ira. Y la necesidad de venganza. Y eso no está bien, Harry, no puede ser. Tú sabes lo que pasó.
«Sí —pensó Harry—. Permití que la enfermedad entrase también en tu casa».
Carraspeó:
—Pero tu médico sí tiene las motivaciones adecuadas, ¿verdad?
—Mathias sigue haciendo guardias nocturnas en urgencias. De forma voluntaria. Y además da clases a jornada completa en el Anatómico Forense.
—Y dona sangre y es miembro de Amnistía Internacional.
Ella suspiró.
—El B negativo es un tipo de sangre muy poco frecuente, Harry. Y tú también apoyas a Amnistía Internacional, lo sé.
Ella removió el contenido del vaso con un agitador naranja de plástico rematado por un caballo. El líquido rojo daba vueltas alrededor de los cubitos de hielo. Cochinilla.
—¿Harry? —dijo ella.
Percibió un timbre en su tono de voz y se puso tenso.
—Mathias y yo vamos a vivir juntos. Después de Navidades.
—¿Tan pronto? —Harry se pasó la lengua por el paladar en busca de algo húmedo—. Solo hace un año que os conocéis.
—Un año y medio. Pensamos casarnos este verano.
Magnus Skarre observaba cómo el agua caliente le caía en las manos y de ahí en el desagüe del lavabo. Por donde desaparecía. No. Nada desaparecía, solo se iba a otro lugar. Como ocurría con esas personas sobre las que se había pasado las últimas semanas recabando información. Porque Harry se lo había pedido. Porque Harry le había dicho que ahí podía haber algo. Y que quería un informe antes del fin de semana. Lo que significaba que Magnus tendría que trabajar horas extra. Aunque sabía que Harry les encargaba ese tipo de tareas para mantenerlos activos en aquellos tiempos en que se pasaban los días con los pies encima de la mesa. El pequeño grupo de Personas Desaparecidas, formado por tres agentes, se negaba a hurgar en asuntos antiguos, tenían de sobra con los nuevos.
Mientras volvía por el pasillo desierto, Magnus observó que la puerta de su despacho estaba entreabierta. Él sabía que la había cerrado y eran más de las nueve, así que los de la limpieza habían terminado hacía rato. Dos años antes habían sufrido varios robos en los despachos. Magnus Skarre abrió la puerta con determinación.
Allí estaba Katrine Bratt, que se volvió enarcando las cejas, como si fuera él quien hubiese entrado en el despacho de ella. Le volvió a dar la espalda.
—Sólo quería verlo —dijo ella, paseando la mirada por las paredes.
—¿Ver el qué? —Skarre miró a su alrededor. Su despacho era igual que todos los demás, con la única diferencia de que no tenía ventana.
—Éste era su despacho, ¿verdad?
Skarre frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—A Hole. Este fue su despacho durante muchos años. ¿También cuando investigaba los asesinatos en serie de Australia?
Skarre se encogió de hombros.
—Eso creo. ¿Por qué lo preguntas?
Katrine Bratt deslizó una mano por la superficie de la mesa.
—¿Por qué cambió de despacho?
Magnus pasó a su lado y se sentó en la silla.
—Éste no tiene ventana. Y además ascendió a comisario.
—Y lo compartió primero con Ellen Gjelten y luego con Jack Halvorsen —dijo Katrine Bratt—. Y a ambos los asesinaron.
Magnus Skarre cruzó las manos detrás de la cabeza. La nueva policía tenía clase. Un escalón o dos por encima de él. Apostaría a que su marido era jefe de algo y tenía dinero. El traje que llevaba parecía caro. Pero cuando la miró más detenidamente, fue como si percibiera un fallo en algún sitio. Un pequeño defecto que no conseguía localizar.
—¿Crees que oiría sus voces? ¿Que por eso cambió de despacho? —preguntó Bratt mientras observaba el mapa de Noruega que colgaba de la pared, en el que Skarre había rodeado con un círculo los lugares de residencia de todas las personas desaparecidas en el área de Østlandet desde 1980.
Skarre se rio sin contestar. Tenía la cintura estrecha y la espalda arqueada. Sabía que Katrine era consciente de que la estaba mirando.
—¿Cómo es Hole? —preguntó.
—¿Por qué lo quieres saber?
—Cualquiera que tuviera un nuevo jefe querría saberlo, ¿no?
Tenía razón. Era solo que él nunca había pensado en Harry Hole como en un jefe, no de esa manera. Sí, les asignaba tareas y llevaba la investigación pero, aparte de eso, lo único que exigía era que no se cruzaran en su camino.
—Como sabrás, tiene bastante mala fama —dijo Skarre.
Ella se encogió de hombros.
—He oído que abusaba del alcohol, sí. Y que ha denunciado a colegas. Que todos los jefes querían que lo echaran, pero que el anterior comisario jefe lo protegía.
—Se llamaba Bjarne Møller —dijo Skarre mirando el círculo alrededor de Bergen en el mapa. Allí fue donde vieron a Møller por última vez, antes de que desapareciera.
—Y que en esta casa hay colegas a los que no les gusta que la prensa lo haya convertido en una especie de estrella del pop.
Skarre se mordió el labio.
—Es un investigador cojonudo. Eso me basta.
—¿Te gusta?
Skarre se echó a reír. Ella se dio la vuelta y lo miró.
—Bueno, gustarme, lo que se dice gustarme, no sé —dijo—. Ni me gusta ni me deja de gustar.
Echó la silla hacia atrás, puso las piernas encima de la mesa, se estiró y logró fingir un bostezo:
—Y a ti, ¿qué te tiene ocupada tan tarde?
Fue un intento de recuperar la ventaja. Al fin y al cabo, ella no era más que una oficial de policía. Y nueva.
Pero Katrine Bratt solo sonrió como si hubiese dicho algo gracioso, salió por la puerta y desapareció.
Desapareció. A propósito. Skarre soltó un taco, se enderezó en la silla y encendió el ordenador, otra vez.
Harry se despertó y se quedó tumbado boca arriba en la cama mirando al techo. ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? Se volvió y miró el reloj de la mesita de noche. Las cuatro menos cuarto. La cena fue un tormento. Se la pasó observando la boca de Rakel, cómo hablaba, bebía vino, masticaba la carne y lo devoraba a él mientras le contaba que ella y Mathias habían pensado irse un par de años a Botsuana, donde el gobierno iba a poner en marcha un proyecto excelente para la lucha contra el sida, y necesitaban médicos. Ella le preguntó si salía con alguien. Y él respondió que se veía con sus amigos de la infancia, Øystein y Tresko. El primero era un taxista alcohólico y un friqui de la informática. El otro era un jugador alcohólico que habría sido campeón mundial de póquer si hubiese sabido mantener cara de póquer con la misma maestría con que era capaz de interpretar la expresión de la cara de los demás. Incluso empezó a contarle lo de la trágica derrota de Tresko en el campeonato de Las Vegas antes de recordar que ya se lo había contado. Y no era verdad que saliera con ellos. No salía con nadie.
Vio que el camarero servía bebidas alcohólicas en las copas de la mesa de al lado y, en un momento de locura, estuvo a punto de arrancarle la botella y llevársela a la boca. Pero en lugar de hacerlo, aceptó acompañar a Oleg a un concierto al que llevaba tiempo suplicándole a Rakel que lo dejase ir. Slipknot. Harry no le contó a Rakel a qué tipo de grupo estaba a punto de exponer a su hijo, ya que él mismo tenía ganas de ver a Slipknot. Aunque normalmente los grupos con acompañamiento de los estertores de rigor, de símbolos satánicos y bajos acelerados le daban risa, Slipknot le parecía interesante.
Harry apartó el edredón y fue a la cocina, dejó correr el agua del grifo hasta que salió fría y bebió de la mano. Siempre le había parecido que el agua sabía mejor así, bebida de la propia mano, de la piel misma. De pronto, dejó caer el agua en el fregadero y se quedó mirando fijamente la pared negra. ¿Había visto algo? ¿Algo que se movía? No, no era nada, solo el movimiento en sí, como la onda que, invisible, acaricia bajo la superficie del agua las algas marinas. Hilos muertos, dedos tan finos que no se distinguen, esporas que se levantan al menor movimiento de aire y se asientan en lugares nuevos, donde empiezan a alimentarse, a chupar. Harry encendió la radio de la sala de estar. Ya era un hecho. George Bush había conseguido una nueva legislatura en la Casa Blanca.
Harry volvió a la cama y se tapó la cabeza con el edredón.
Jonas se despertó al oír un ruido y se apartó el edredón de la cara. Al menos creía que había sido un ruido. Un crujido, como el de la nieve dura bajo las botas en el silencio de una mañana de domingo entre los chalés. Habría sido una ensoñación. Pero el sueño no quiso regresar, a pesar de que cerró los ojos. En cambio, sí le venían a la memoria fragmentos de lo soñado. Su padre, quieto y en silencio frente a él, con ese reflejo en los cristales de las gafas que les confería el aspecto de una superficie impenetrable y helada.
Debió de ser una pesadilla, porque Jonas tenía miedo. Volvió a abrir los ojos y vio que los tubos de metal del carillón se movían. Se levantó de un salto, abrió la puerta y salió corriendo por el pasillo. Consiguió no mirar hacia abajo, a la oscuridad de la escalera por la que bajaba, y no paró hasta que llegó a la puerta del dormitorio de sus padres y bajó el picaporte con muchísimo cuidado. De repente se acordó de que su padre estaba de viaje y pensó que entonces despertaría a su madre. Se coló en la habitación. Un cuadrado blanco de luz de luna se vertía sobre el suelo y se extendía hasta la cama de matrimonio sin deshacer. Los números del despertador dirigían hacia él su brillo. 01.11. Jonas se quedó confuso un momento.
Luego volvió a salir al pasillo. Se dirigió a la escalera. La oscuridad en que estaba sumida se encontraba allí esperándolo sin más, como una boca grande y abierta. Abajo no se oía ningún sonido.
—¡Mamá!
Se arrepintió en cuanto oyó su propio miedo en aquel eco corto y duro. Porque ahora también lo sabía ella. La oscuridad.
No hubo respuesta.
Jonas tragó saliva y empezó a bajar la escalera.
En el tercer peldaño notó algo húmedo en la planta del pie. Lo mismo ocurrió en el sexto. Y en el octavo. Como si alguien los hubiese subido con los zapatos mojados. O con los pies mojados.
La luz del salón estaba encendida, pero su madre no se encontraba allí. Se acercó a la ventana para echar una ojeada a la casa de los Bendiksen, ya que a veces su madre iba a ver a Ebba. Pero no había luz en ninguna ventana.
Se dirigió a la cocina, hasta el teléfono, y logró no pensar, no dejar paso a la oscuridad. Marcó el número del móvil de su madre. Y notó la alegría que le estallaba por dentro al oír su voz suave. Pero era un mensaje que le pedía que dejara el número y que le deseaba que pasara un buen día.
Solo que no era de día, era de noche.
Fue a la entrada y metió los pies en un par de zapatos enormes de su padre, se puso el anorak de plumas encima del pijama y salió a la calle. Su madre le había dicho que la nieve desaparecería otra vez al día siguiente, pero seguía haciendo frío, y el soplo de un viento ligero susurraba y murmuraba desde el roble que había junto a la verja. De la casa de los Bendiksen no lo separaban más de cien metros y, por suerte, había dos farolas en la calle. Tenía que estar allí. Miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no hubiera nadie que pudiera detenerlo. Entonces vio al muñeco de nieve. Estaba como antes, inmóvil, mirando hacia la casa, bañado por la luz fría de la luna. Pero advirtió en él algo que le parecía diferente, algo casi humano, algo conocido. Jonas miró hacia la casa de los Bendiksen. Decidió echar a correr. Pero no lo hizo. Se quedó allí plantado y notó cómo lo atravesaba el viento cauto y frío. Se volvió otra vez despacio hacia el muñeco de nieve. Porque entonces se dio cuenta de por qué le resultaba tan familiar. Le habían puesto una bufanda. La bufanda que Jonas le había regalado a su madre por Navidad.