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MIÉRCOLES 5. NOVIEMBRE DE 1980.

EL MUÑECO DE NIEVE

Fue el día que llegó la nieve. A las once de la mañana empezaron a caer los copos densamente y sin previo aviso desde un cielo incoloro, y como un ejército espacial, conquistaron los campos, los jardines y los prados de Romerike. A las dos, las quitanieves ya estaban funcionando en Lillestrøm y, cuando a las dos y media, Sara Kvinesland conducía con cautela su Toyota Corolla SR5 por entre los chalés de la calle Kolloveien, la nieve de noviembre ya se había extendido como un edredón por el paisaje ondulado.

Le parecía que las casas tenían un aspecto diferente a la luz del día. Tan diferente que estuvo a punto de pasarse la entrada del garaje. El coche patinó al frenar y oyó un suspiro desde el asiento trasero. En el retrovisor vio la cara de desagrado de su hijo.

—No voy a tardar mucho, cariño —dijo.

Delante del garaje se distinguía un amplio espacio negro de asfalto en la blancura, y supo que allí había estado aparcado el camión de la mudanza. Se le hizo un nudo en la garganta. Esperaba no haber llegado tarde.

—¿Quién vive aquí? —oyó preguntar desde el asiento trasero.

—Nadie, un conocido mío —dijo Sara comprobando con un gesto automático en el retrovisor si llevaba bien el pelo—. Diez minutos, mi vida. Dejo la llave en el contacto para que puedas oír la radio.

Se alejó sin esperar respuesta y fue de puntillas, procurando no resbalarse, hasta la puerta que tantas veces había cruzado, aunque nunca como en ese momento, nunca a pleno día, a la vista de las miradas curiosas de los vecinos del barrio. No es que las visitas nocturnas fueran más inocentes pero, de algún modo, le parecía más apropiado cometer esa clase de actos al amparo de la oscuridad de la noche.

Oyó el zumbido del timbre en el interior, como el de un abejorro atrapado en un tarro de mermelada. Mientras esperaba sintió crecer su desesperación, y miró hacia las ventanas del vecino. No dejaban ver nada, solo le devolvían el reflejo de unos manzanos desnudos y negros, el cielo gris y un paisaje lechoso. Al fin, oyó pasos tras la puerta y respiró aliviada. Un segundo después estaba dentro y en sus brazos.

—No te vayas, mi amor —dijo, notando cómo el llanto le atenazaba las cuerdas vocales.

—Tengo que hacerlo —dijo él como entonando un estribillo del que ya estuviera harto. Sus manos buscaron aquellos caminos tan conocidos, unos caminos de los que nunca se cansaba.

—No, no tienes por qué —le susurró ella al oído—. Pero quieres hacerlo. No te atreves a seguir.

—Esto no tiene nada que ver con nosotros.

Ella se dio cuenta de que la irritación empezaba a empañarle la voz al mismo tiempo que la mano, esa mano fuerte pero suave, bajaba por la piel de la espalda y se adentraba por la cinturilla de la falda y los leotardos. Eran como una pareja de baile bien entrenada que conocía el menor movimiento del otro, los pasos, la respiración, el ritmo. Primero la pasión blanca. La buena. Luego la negra. El dolor.

Le pasó la mano por el abrigo, buscándole los pezones por debajo de la gruesa tela. Siempre le fascinaron sus pezones, siempre volvía a ellos. Quizá porque él no los tenía.

—¿Has aparcado delante del garaje? —preguntó él, pellizcándola con fuerza.

Ella asintió, y notó que el dolor le salía disparado como una flecha de deseo y se le clavaba en el cerebro. Tenía el sexo preparado para recibir sus dedos, que no tardarían en adentrarse en él.

—El niño me está esperando en el coche.

La mano se paró de repente.

—No sabe nada —jadeó ella, al notar que él dudaba.

—¿Y tu marido? ¿Dónde está?

—¿Tú qué crees? Trabajando, naturalmente.

Ahora era ella quien parecía irritada. Tanto porque hubiera mencionado a su marido como por lo difícil que le resultaba aludir a él sin irritarse. Y porque su cuerpo exigía poseerlo ya, inmediatamente. Sara Kvinesland le bajó la bragueta.

—No… —empezó a decir él, sujetándole la muñeca. Ella le soltó una sonora bofetada con la otra mano. La miró sorprendido mientras se le enrojecía el pómulo. Ella sonrió, le agarró el pelo abundante y negro y lo atrajo hacia sí.

—Dejaré que te vayas —siseó—. Pero antes me vas a follar. ¿Lo has entendido?

Ella notó su respiración en la cara. Empezaba a jadear intensa y entrecortadamente. Le dio otra bofetada y sintió cómo la polla le crecía en la mano.

Él empezó a empujar otra vez, más fuerte a cada embestida, pero ya se había acabado todo. Ella se quedó rígida. La magia había desaparecido, se relajó la tensión y solo quedó la angustia. Lo había perdido. Allí mismo, mientras estaba tumbada, lo había perdido. Tantos años como llevaba esperando, tantas lágrimas como había derramado, las locuras que había hecho por él. Sin recibir nada a cambio. Salvo esa única cosa.

Él se puso a los pies de la cama y la penetró con los ojos cerrados. Sara le miró el pecho. Al principio le resultaba extraño, pero con el tiempo le empezó a gustar la piel blanca intacta de los pectorales. Le recordaba a las estatuas antiguas en las que no tallaban los pezones por respeto al pudor de la gente.

Él empezó a jadear con más ímpetu. Sara sabía que pronto vendría el grito. Ese grito que tanto le había llegado a gustar. La expresión siempre sorprendida, extática, casi doliente, como si cada orgasmo superase sus mayores expectativas. Ya solo quedaba ese último grito, un rugido de adiós en aquel cubo frío que tenía por dormitorio, sin cuadros ni cortinas ni alfombras. Luego se vestiría y se marcharía a otra parte del país donde, según él, le habían ofrecido un puesto que no podía rechazar. Pero eso sí que lo podía rechazar. Eso. Y aun así, gritaría de placer.

Ella cerró los ojos. Pero no hubo grito. Él se había parado.

—¿Qué pasa? —preguntó ella abriendo los ojos.

Efectivamente, él tenía el rostro distorsionado, pero no de placer.

—Una cara —susurró.

Ella se estremeció.

—¿Dónde?

—En la ventana.

La ventana estaba a la altura del cabecero de la cama, justo encima de la cabeza de ella. Se dio la vuelta, notó cómo él se salía, ya fláccido. La ventana quedaba demasiado alta en la pared como para que ella pudiera mirar hacia fuera. Y como para que alguien pudiera ver desde fuera el interior.

Puesto que la luz diurna ya estaba desapareciendo, solo podía ser el reflejo de la lámpara del techo en doble exposición.

—Eras tú —le dijo ella con tono quejoso.

—Eso es lo primero que he pensado —dijo sin apartar la vista de la ventana.

Sara se puso de rodillas para incorporarse y miró al jardín. Y allí estaba, allí estaba la cara.

Rio aliviada. Era una cara blanca, con los ojos y la boca formados con piedras de grava negra, probablemente de la entrada. Y los brazos eran dos ramas de manzano.

—Pero, por Dios —suspiró—. Si solo es un muñeco de nieve.

Y la risa se convirtió en llanto, en sollozos de impotencia hasta que notó que él la abrazaba.

—Tengo que irme —gimió.

—Quédate un poco más —dijo él.

Ella se quedó un poco más.

Cuando Sara volvía al garaje, vio que habían pasado casi cuarenta minutos.

Él le prometió que la llamaría. Siempre había sido muy bueno mintiendo y, por una vez, se alegró de ello. Incluso antes de llegar al coche vio la cara pálida del niño mirándola desde el asiento trasero. Fue a abrir la puerta y notó sorprendida que tenía puesto el seguro. Lo miró a través de los cristales empañados. Pero el niño no le abrió hasta que ella no golpeó la ventanilla.

Se sentó en el asiento del conductor. La radio estaba apagada y el interior del coche, helado. Vio la llave en el asiento del copiloto. Se volvió hacia él. El niño estaba blanco y le temblaba el labio.

—¿Te ha pasado algo? —preguntó ella.

—Sí —dijo él—. Lo he visto.

Le oyó en la voz un débil tono estridente como de miedo, un tono que no recordaba haberle oído desde que era pequeño, cuando se acurrucaba entre los dos en el sofá delante del televisor y se tapaba los ojos con las manos. Y ahora le estaba cambiando la voz, había dejado de darle el abrazo de buenas noches y empezaba a interesarse por los motores y las chicas. Y un buen día, se subiría a un coche con una de ellas y él también la dejaría.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, metió la llave en el contacto y la giró.

—El muñeco de nieve…

El motor no respondió y el pánico se apoderó de ella de pronto. No sabía exactamente de qué tenía miedo. Miró al parabrisas y giró la llave otra vez. ¿Se le habría agotado la batería?

—¿Y cómo era el muñeco de nieve? —preguntó, pisando el acelerador a fondo y girando la llave con tal desesperación que creyó que la iba a partir. El niño respondió, pero sus palabras se confundieron con el rugido del motor al arrancar.

Sara pisó el acelerador y soltó el embrague como si de repente tuviese prisa por alejarse de allí. Las ruedas patinaron en la nieve recién caída, blanda y pastosa. Pisó más a fondo, pero seguían sin moverse, mientras la parte trasera del coche se deslizaba lateralmente. Por fin, los neumáticos se agarraron al asfalto y el coche salió rápido hacia delante derrapando hasta la carretera.

—Papá nos está esperando —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.

Puso la radio, subió el volumen para llenar el aire gélido con sonidos distintos a los de su propia voz. Un locutor dijo por enésima vez que esa noche Ronald Reagan había ganado a Jimmy Carter en las elecciones presidenciales norteamericanas.

El niño volvió a decir algo, y ella miró al retrovisor.

—¿Qué has dicho? —preguntó levantando la voz.

Él lo repitió, pero ella seguía sin oírlo. Bajó el volumen de la radio mientras conducía en dirección a la carretera principal y al río, que discurrían por el paisaje como dos cintas negras de luto. Y se sobresaltó cuando se dio cuenta de que él se había inclinado entre los asientos. El niño le susurró secamente al oído. Como si fuera importante que nadie más los oyera:

—Vamos a morir.