Capítulo Veintinueve

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Con la ayuda del jefe de policía, Barrent puso un mensaje a bordo de la siguiente nave que tenía que partir hacia Omega. El mensaje hablaba de las condiciones de la Tierra y les daba prisa para actuar inmediatamente. Una vez terminado esto, Barrent estuvo a punto para su última tarea, encontrar al juez que le había sentenciado por un crimen que no había cometido y el falso informante que le había acusado ante el juez. Una vez los hubiera encontrado a los dos, Barrent supo que habría recuperado los fragmentos perdidos de su memoria.

Tomó el expreso de la noche hacia Youngerstun. Sus sospechas, agudamente templadas por su vida en Omega, no le dejarían descansar. Tenía que haber alguna razón. Tal vez lo descubriera en Youngerstun.

Llegó allí por la mañana. Superficialmente, las limpias casas bien alineadas parecían iguales a las de cualquier otra ciudad. Pero para Barrent eran diferentes y dolorosamente familiares. Recordaba esta ciudad y las monótonas casas tenían individualidad y significado para él. Había nacido y crecido en aquella ciudad.

Había la tienda de Grothmeir y al otro lado de la calle estaba la casa de Havening, campeón local de decoración interior. Allí estaba la casa de Billy Havelock. Billy había sido su mejor amigo. Los dos habían pensado en ser astronautas y habían seguido siendo buenos amigos después de terminar sus estudios, hasta que Barrent fue sentenciado a Omega.

Aquella era la casa de Andrew Therkaler. Y al final de la manzana la escuela a la que él había asistido. Podía recordar las clases. Podía recordar como, cada día, habían atravesado la puerta que conducía a las clases cerradas. Pero no podía recordar todavía lo que allí había aprendido.

Precisamente en este lugar, cerca de dos enormes olmos había tenido lugar el crimen. Barrent se acercó al punto y recordó cómo había sucedido. Él se dirigía a su casa. De alguna parte de la calle oyó un grito. Se había girado y un hombre que bajaba corriendo por la calle le arrojó algo a sus pies. Barrent lo había cogido casi instintivamente encontrándose empuñando un arma ilegal. Pocos pasos más adelante, contempló el cadáver de Andrew Therkaler.

¿Y qué había sucedido luego? Confusión. Pánico. Una sensación de que alguien le estaba contemplando de pie, con el arma en la mano, junto al cadáver. Allí, al final de la calle, estaba el refugio al que se había dirigido.

Se dirigió hacia allí y reconoció que era un puesto de confesor robot.

Barrent entró. Era pequeño y en el aire había un ligero olor a incienso. La habitación contenía una sola silla. Frente a esta un panel complejo, brillantemente iluminado.

—Buenos días, Will —le dijo el panel.

Barrent tuvo una repentina sensación de desamparo cuando oyó aquella suave voz mecánica. Ahora recordaba. Aquella voz desapasionada lo sabía todo, lo comprendía todo y no perdonaba nada. Aquella voz artísticamente manufacturada le había hablado, le había escuchado y luego había juzgado. En su sueño, había personificado al confesor robot en la figura de un juez humano.

—¿Se acuerda de mí? —preguntó Barrent.

—Naturalmente —dijo el confesor-robot—. Eras uno de mis feligreses antes de irte a Omega.

—Usted me mandó allí.

—Por asesinato.

—¡Pero yo no lo cometí! —dijo Barrent—. No lo hice, y usted debía saberlo.

—Claro que lo sabía —dijo el confesor robot—. Pero mis poderes y obligaciones están estrictamente definidos. Yo sentencio de acuerdo con las pruebas, no con la intuición. Por la ley los confesores robots deben pesar sólo las pruebas concretas que se les ponen ante ellos. Deben sentenciar. De hecho, la sola presencia de un hombre delante de mí acusándose de haber cometido un asesinato debe ser tomada como una fuerte presunción de su culpabilidad.

—¿Había pruebas contra mí?

—Sí.

—¿Quién las indicó?

—No puedo revelar su nombre.

—¡Debe hacerlo! —dijo Barrent—. Las cosas están cambiando en la Tierra. Los prisioneros están a punto de regresar. ¿Lo sabías?

—Lo esperaba —dijo el confesor robot.

—Debo tener el nombre del informante —dijo Barrent. Sacó el arma que llevaba en el bolsillo y avanzó hacia el panel.

—No puede coaccionarse a una máquina —le dijo el confesor robot.

—¡Dígame el nombre! —gritó Barrent.

—No debo hacerlo, por tu propio bien. El peligro sería demasiado grande. Créeme, Will…

—¡El nombre!

—Muy bien. Encontrarás al informante en 35, Maple Street. Pero te aconsejo encarecidamente que no vayas allí. Podrías resultar muerto. No debes…

Barrent apretó el gatillo y un estrecho rayo atravesó el panel. Las luces relampaguearon y se apagaron al quedar los alambres cortados. Al fin todas las luces quedaron apagadas y un ligero, humo gris salía del panel.

Barrent salió a la calle. Se guardó el arma nuevamente en el bolsillo y se dirigió a Maple Street.

Había estado allí anteriormente. Conocía aquella calle, que se extendía sobre una colina, bordeada por robles y arces. Aquellos faroles eran viejos amigos, aquella grieta del pavimento era una antigua huella. Allí estaban las casas, llenas de familiaridad. Parecían estar contemplándole expectantes, como espectadores en espera del acto final de un drama casi olvidado.

Se detuvo frente a 35, Maple Street. El silencio que rodeaba aquella casa de blanca fachada le sobrecogió. Sacó el arma del bolsillo, tratando de imponerse confianza a sí mismo, aunque sabía que no lo conseguiría. Entonces subió los escalones y probó de abrir la puerta. Se abrió y entró.

Distinguió las confusas formas de las lámparas y mobiliario, el brillo empañado de una pintura en la pared, una estatua colocada sobre un pedestal de ébano. Empuñando el arma entró en la habitación contigua.

Y allí se vio cara a cara con el informante.

Al mirarle. Barrent recordó. En un potente flujo de memoria se vio a sí mismo, de chiquillo, entrando en las clases cerradas. Oía de nuevo el suave zumbido de la maquinaria, observaba las hermosas luces que se encendían y apagaban, oía la insinuante voz de la máquina que le murmuraba al oído. Al principio, aquella voz le había llenado de horror; lo que le sugería era inimaginable. Luego lentamente, se había ido acostumbrando a todas las extrañas cosas que sucedían en las clases cerradas.

Aprendía.

Las máquinas enseñaban en niveles profundos, inconscientes. Las máquinas enseñaban sus lecciones con afanes básicos, trazado u modelo de conducta aprendida con el instinto de vida. Les enseñaban, luego bloqueaban el conocimiento de las lecciones, lo sellaban y fundían.

¿Qué le habían enseñado?

Para el bien social, tú debes ser tu propio policía y tu propio testigo. Debes asumir la responsabilidad de cualquier crimen que pueda ser concebiblemente tuyo.

El rostro del informante le miraba fijamente, con impasibilidad. Era el propio rostro de Barrent, reflejado en un espejo que colgaba de la pared.

Él mismo se había delatado. Al verse con el arma en la mano aquel día, mirando al hombre asesinado, el proceso inconsciente empezó a trabajar. La presunción de culpabilidad había sido demasiado grande para que él pudiera resistirlo, ya que su similitud de culpabilidad se había convertido en la propia culpabilidad. Se había dirigido al puesto del confesor robot y una vez allí había dado pruebas y detalles completos contra sí mismo, dictadas en la base de la probabilidad. El confesor robot había pronunciado la sentencia obligatoria y Barrent había salido del puesto. Bien adiestrado por las lecciones recibidas en las clases cerradas se había custodiado a sí mismo hasta el centro de control de pensamiento más cercano en Trenton. Ya había empezado a sentir una amnesia parcial, debida a las lecciones recibidas en las clases cerradas.

Hábiles técnicos androides, en el centro de control de pensamiento, habían trabajado arduamente para completar aquella amnesia, librándole de cualquier remanente de memoria. Además, como salvaguardia contra cualquier posible recuperación de la memoria, le habían implantado una construcción lógica del crimen bajo el nivel consciente. Tal y como lo requerían las reglas, tal construcción contenía una implicación del gran poder de la Tierra.

Una vez terminado el trabajo, un Barrent autómata había salido del centro, había tomado un expreso especial que le condujo a bordo de la naveprisión, había subido, entrado en su celda y cerrado la puerta dejando a la Tierra tras él. Luego se había puesto a dormir hasta haber pasado el puesto de control, tras lo cual los recién llegados guardias habían despertado a los prisioneros para desembarcar en Omega…

Ahora, mirando su propio rostro, la última de las lecciones inconscientes de la clase cerrada acudía a su mente.

Las lecciones de las clases cerradas nunca deben ser conocidas conscientemente por el individuo. Si se hicieran conscientes, el organismo humano debería realizar un inmediato acto de propia destrucción.

Ahora comprendía por qué su conquista de la Tierra había sido tan fácil; porque no había conquistado nada. La Tierra no necesitaba fuerzas de seguridad, ya que los policías y ejecutores estaban implantados en la mente de cada hombre. Bajo la superficie de la suave y agradable cultura de la Tierra había una civilización de robots autoperpetuados.

El conocimiento de aquella civilización era castigado con la muerte.

Y allí en aquel momento, empezó la verdadera lucha por la Tierra.

Las normas de conducta aprendidas entrelazadas con afanes de vida básica obligaban a Barrent a levantar el arma y a apuntar con ella a su cabeza. Esto era lo que el confesor-robot le había avisado y lo que la joven mutante había visto que le sucedería. El joven Barrent, condicionado a la absoluta e insensata conformidad, tenía que matarse a sí mismo.

El viejo Barrent que había pasado un tiempo en Omega luchaba por librarse de aquello. Un Barrent peleaba por la posesión del arma, por el control del cuerpo, por la posesión de la mente.

El arma quedó detenida a pocas pulgadas de su cabeza. El cañón temblaba. Entonces, lentamente, el nuevo Barrent de Omega, Barrent2, apartó el arma.

Su victoria fue de corta duración. Pues ahora las lecciones de las clases cerradas, obligaban a Barrent2 a una lucha enconada con el implacable Barrent1 deseoso de muerte.