Capítulo Veintisiete

27

A primera hora de la mañana siguiente, Barrent empezó su exploración. Su técnica era sencilla. Llamaba a las puertas y formulaba preguntas. Avisaba a todos sus interrogados de que sus preguntas reales podían ser intercaladas con algunas bromas o preguntas insensatas, cuyo fin era averiguar el nivel general de perspicacia. De esta manera, Barrent podía formular cualquier clase de pregunta acerca de la Tierra, podía explorar áreas de controversia, tal vez no existentes, todo ello sin poner de manifiesto su propia ignorancia.

Existía todavía el peligro de que cualquier oficial le pidiera sus credenciales, o que la policía surgiera misteriosamente en el momento menos esperado. Pero tenía que correr esos riesgos. Comenzando al principio de Orange Explanade, Barrent fue avanzando hacia el norte, llamando en cada casa frente a la que pasaba. Sus resultados fueron desiguales, según muestra un ejemplo selectivo de sus trabajos:

Ciudadana A. L. Gotthreid, de 55 años, ocupación: sus labores. Mujer fuerte, erguida, imperiosa pero educada, con cierto aire de sensatez.

—¿Usted quiere hacerme unas preguntas acerca de las clases y categorías? ¿Es esto?

—Sí, señora.

—Ustedes, los Inspectores de la Opinión Pública, están siempre preguntando sobre las clases y las categorías. Uno tiene la impresión de que ya tienen que saberlo todo. Pero bueno. Hoy, puesto que todos son iguales, existe sólo una clase única. La clase medía. La única pregunta es, pues… ¿a qué porción de esa clase media pertenece uno? ¿A la superior, inferior o media?

—¿Y cómo se determina eso?

—Oh, mediante muchas cosas. Por la manera de hablar de una persona, por la forma de comer, o vestir, por la manera de actuar en público. Sus modales. Su ropa. Siempre puedes distinguir a un hombre de la clase media superior por sus ropas. Es totalmente inequívoco.

—Comprendo. ¿Y las clases medias inferiores?

—Pues, por una parte, porque carecen de energía creadora. Llevan ropa confeccionada, por ejemplo, sin preocuparse de reformarla. Lo mismo sucede con sus casas. Carecen de adornos inspirados. Claro que esto es sencillamente un detalle de la clase media superior. Uno no debe recibir a tales personas en el hogar.

—Muchas gracias, ciudadana Gotthreid. ¿Y en qué lugar se clasifica usted dentro del campo de las categorías o clases?

(Con una vacilación muy ligera).

—Oh, nunca he pensado mucho en eso… pero… creo que media superior.

Ciudadano Dreister, de 43 años, ocupación: vendedor de zapatos. Un hombre delgado, agradable, de aspecto más joven a lo que correspondía a sus años.

—Sí, señor. Myra y yo tenemos tres niños en edad escolar. Los tres son niños.

—¿Podría darme una idea de en qué consiste su educación?

—Aprenden a leer y a escribir y en la manera de convertirse en buenos ciudadanos. Están empezando a aprender ya sus oficios. El mayor se dedicará al negocio de la familia… los zapatos. Los otros dos están haciendo el aprendizaje en abacerías al detalle y al por mayor. Ese es el negocio de la familia de mi esposa. Aprenden también la forma de conservar una categoría y cómo servirse de las técnicas para ascender. Esto es lo que hacen en las clases abiertas.

—¿Hay otras clases escolares que no sean abiertas?

—Pues, naturalmente, hay las clases cerradas. Cada niño acude a ellas.

—¿Y qué aprenden en esas clases cerradas?

—No lo sé. Están encerrados en ellas, ya se lo he dicho.

—¿No hablan nunca los niños de las clases esas?

—No. Hablan de todo lo que existe bajo la luz del Sol, menos de eso.

—¿No tiene usted idea de lo que hacen en las clases cerradas?

—Lo siento, pero no. No tengo la menor idea. Sólo una especie de suposición… comprende… por lo que creo que tal vez se trate de algo religioso. Pero tendrá que preguntar a un profesor para aclarar este punto.

—Muchas gracias, señor. ¿Y en qué lugar se clasifica usted dentro de la escala social?

—En la clase media. Sin lugar a dudas.

Ciudadana Maryjane Morgan, de 51 años, ocupación: profesora. Mujer alta, huesuda.

—Sí, señor, creo que con esto queda resumido el historial de nuestro Little Beige Schoolhouse.

—Con excepción de las clases cerradas.

—¿Cómo dice?

—Las clases cerradas. No me ha hablado de ellas.

—Temo que no puedo.

—¿Por qué no, ciudadana Morgan?

—¿Es una de sus preguntas con trampa? Todo el mundo sabe que los profesores no tienen permiso para entrar en las clases cerradas.

—¿A quién se les permite entrar?

—A los niños, naturalmente.

—¿Pero quién les enseña?

—El Gobierno se cuida de eso.

—Naturalmente. Pero, específicamente, ¿quién lleva a cabo la enseñanza en las clases cerradas?

—No tengo la menor idea, señor. No es asunto mío. Las clases cerradas son una institución antigua y respetada. Lo que se hace en ellas probablemente sea de naturaleza religiosa. Pero eso es tan sólo una suposición. Sea lo que sea, no es asunto mío. Ni suyo tampoco, joven, Inspector de la Opinión Pública o no.

—Muchas gracias, ciudadana Morgan.

Ciudadano Edgar Nief, de 107 años, ocupación: oficial retirado. Hombre alto, encorvado, con bastón, de ojos azules, fríos, brillantes a pesar de la edad.

—Un poco más alto, por favor. ¿Quiere repetirme esa pregunta, por favor?

—Acerca de las fuerzas armadas. Específicamente yo preguntaba…

—Ahora recuerdo. Sí, joven, yo era coronel en el Vigesimoprimer Comando del espacio Norteamericano, que era una unidad regular del Cuerpo de Defensa de la Tierra.

—¿Y se retiró usted del servicio?

—No, el servicio se retiró de mí.

—¿Cómo dice, señor?

—Ha oído usted correctamente, joven. Sucedió hace sesenta y tres años. Las fuerzas Armadas de la Tierra fueron desmovilizadas, con excepción de la policía de la que no puedo hablarle. Pero todas las unidades regulares fueron desmovilizadas.

—¿A qué se debió esto, señor?

—No había nadie con quien luchar. No había siquiera nadie contra quien guardarnos, según se nos dijo. Un asunto condenadamente endiablado, se lo aseguro.

—¿No podrían formarse de nuevo los ejércitos?

—Es posible, señor. Todo es posible.

—¿Por qué, señor?

—Porque un soldado viejo sabe que nadie puede predecir qué momento aparecerá el enemigo. Podría suceder ahora.

—¿Y si así fuera, qué ocurriría?

—La generación actual no tiene idea de lo que es servir a las armas. Ya no quedan jefes, fuera de cuatro viejos locos como yo. Se tardarían muchos años antes de conseguir un ejército efectivo, bien guiado, y bien formado.

—Y mientras tanto, ¿la Tierra está completamente abierta a la invasión exterior?

—Sí, con excepción de las unidades de policía. Y, seriamente, dudo de su formalidad bajo el fuego.

—¿Podría usted decirme algo acerca de las fuerzas de la policía?

—No sé nada de ellas. Nunca me he molestado en calentarme la cabeza con asuntos militares.

—Pero es posible que actualmente la policía ocupe y realice las funciones del ejército, ¿verdad? ¿Es posible que la policía constituya una considerable y similar fuerza disciplinada a semejanza militar?

—Es posible, señor. Todo es posible.

Ciudadano Moertin Honners, de 31 años, ocupación: verbalizador. Hombre delgado, lánguido con un rostro joven, infantil y cabello liso, de color noche.

—¿Es usted verbalizador, ciudadano Honners?

—En efecto, señor. Aunque quizás «autor» sería una palabra más adecuada, si no le importa.

—Por supuesto, ciudadano Honners, ¿está encargado en la actualidad de escribir para algunos de los periódicos que veo en los estantes de propaganda?

—¡Oh, no! Esos están escritos por jamelgos incompetentes para deleitación dudosa de la clase media inferior. Las historias, por si usted no lo sabe, son copiadas línea por línea de los trabajos de varios escritores populares del siglo veinte y veintiuno. La gente que realiza ese trabajo se limita a sustituir adjetivos y adverbios. En algunas ocasiones, tengo entendido, que alguno más atrevido llega a sustituir un verbo, e incluso un sustantivo. Pero eso sucede muy raras veces. Los editores de tales revistas periódicas no quieren demasiadas innovaciones.

—¿Y usted se cuida de ese trabajo?

—¡No, por supuesto! Mi trabajo no es comercial. Yo soy un especialista Creador de Conrad.

—¿Le importaría explicarme qué significa eso, ciudadano Honners?

—Al contrario. Será un placer para mí. Mi campo particular de esfuerzo consiste en recrear los trabajos de Joseph Conrad, un autor de la era preatómica.

—¿Qué hace para recrear esos trabajos, señor?

—Pues en la actualidad estoy llevando a cabo mi quinta recreación de Lord Jim. Para hacerlo, he de penetrar tanto como me sea posible en el trabajo original. Luego empiezo a escribirlo como lo habría hecho Conrad si hubiera tenido que escribirlo hoy. Es una labor que necesita mucha diligencia y una integridad artística superior. Un solo desliz podría estropear toda la recreación. Como puede comprender es preciso ante todo estar bien documentado del vocabulario empleado por Conrad, de los temas, ideas, caracteres, tipos, desarrollos, etcétera. Todo ello debe formar parte de la recreación, pero, sin embargo, el libro no puede ser una repetición mezquina. Debe tener algo nuevo, debe decirse de una forma nueva, como lo habría hecho Conrad.

—¿Y tiene éxito?

—Los críticos fueron generosos y mi editor me dio buenos auspicios.

—¿Cuándo terminará su quinta recreación de Lord Jim, que está haciendo?

—Primero tendré que tomarme un largo descanso. Luego recrearé uno de los trabajos menores de Conrad. Tal vez The Planter of Malata.

—Comprendo. ¿La recreación es la regla que se sigue en todas las artes?

—Es la meta del verdadero aspirante a artista, no importa qué medio haya escogido para trabajar. Temo que el Arte sea una cruel maestra.

Ciudadano Willis Ouerka, de 8 años, ocupación: estudiante. Un chiquillo alegre, de cabellos negros y piel bronceada.

—Lo siento, señor Inspector de la Opinión Pública. Mis padres no están en casa en estos momentos.

—Muy bien, Willis. ¿Te importaría que te hiciera una o dos preguntas?

—No. ¿Qué es eso que lleva debajo de la chaqueta, señor?

—Yo haré las preguntas, si no te importa, Willis… Veamos, ¿te gusta la escuela? ¿Qué curso haces?

—Pues leer y escribir y aprender a distinguir categorías; luego cursos de arte, música, arquitectura, literatura, ballet y teatro. Lo normal.

—Comprendo. ¿Eso en las clases abiertas?

—Claro.

—¿Asistes a las clases cerradas?

—Naturalmente que sí. Cada día.

—¿Te importa que hablemos de eso?

—No me importa. ¿Eso que abulta es un arma? Sé cómo son las armas. Algunos de los chicos mayores estaban pasándose unas fotografías a la hora del almuerzo y yo las vi. ¿Es un arma?

—No. Mi traje no me sienta muy bien, eso es todo. Ahora veamos. ¿Te importaría decirme qué haces en las clases cerradas?

—No me importa.

—¿Qué pasa, pues?

—Que no lo recuerdo.

—Vamos, Willis.

—De verdad, señor Inspector. Todos entramos en la clase y salimos dos horas más tarde para el recreo. Pero eso es todo. No puedo recordar nada más. He hablado con los demás chicos. Ellos no pueden recordar tampoco.

—Qué extraño…

—No, señor. Si tuviéramos que recordar, no serían cerradas.

—Tal vez tengas razón. ¿Recuerdas el aspecto de la clase o quién es el profesor que tienes en la clase cerrada?

—No, señor. De verdad que no recuerdo nada en absoluto.

Ciudadano Chulain Dent, de 37 años, ocupación: inventor. Un hombre prematuramente calvo, con ojos irónicos, con párpados algo caídos.

—Sí, es cierto. Soy un inventor especializado en juegos. He inventado el Triángulo… o de otro modo, el año pasado. Se ha hecho muy popular. ¿Lo ha visto?

—Temo que no.

—Una especie de juego agudo. Simula una cosa perdida en el espacio. Los jugadores poseen datos, incompletos de sus computaciones en miniatura, recibiendo más información a medida que van ganando. Se ha vendido muchísimo.

—¿Ha inventado algo más, ciudadano Dent?

—Cuando era un chiquillo inventé una sembradora-cosechadora. Estaba diseñada para ser tres veces más eficaz que los modelos actuales. Y créame, yo estaba plenamente convencido de que lo hubiera podido vender.

—¿La vendió?

—Claro que no. En aquel tiempo no me di cuenta de que la oficina de patentes estaba cerrada permanentemente para todo lo que fuera de la sección de juegos.

—¿Se enfadó por ello?

—Un poco sí. Pero pronto comprendí que los modelos que habían en circulación eran bastante buenos. No había necesidad de nada más eficaz ni más ingenioso. La gente de hoy está satisfecha con lo que tiene. Además, nuevas invenciones no serían de utilidad para la humanidad. Los nacimientos y defunciones en la Tierra son estables y hay suficiente para todos. Producir un nuevo invento, significaría tener que equipar de nuevas herramientas a toda una factoría. Eso sería casi imposible, puesto que hoy en día todas las factorías son automáticas y se reparan también automáticamente. Por esto no interesan nuevos inventos, con excepción de los del campo de juegos.

—¿Qué siente usted por ello?

—¿Qué hay por sentir? Las cosas son así.

—¿Le gustaría que las cosas fueran distintas?

—Tal vez. Pero siendo inventor, estoy clasificado como un tipo potencialmente inestable, sea como fuere.

Ciudadano Barn Threten, de 41 años, ocupación: ingeniero atómico especializado en diseños de naves espaciales. Hombre nervioso, de aspecto inteligente, con ojos tristes de color castaño.

—¿Quiere saber cual es mi trabajo? Lamento que me haya preguntado esto, ciudadano, porque no hago otra cosa más que andar por la factoría. Las reglas de la unión requieren que un hombre esté detrás de cada robot o de cada operación robotizada. Eso es lo que yo hago. Sólo estar detrás.

—Parece descontento, ciudadano Threnten.

—Lo estoy. Quería ser ingeniero atómico. Estudié para ello. Luego cuando me gradué descubrí que mis conocimientos llegaban con cincuenta años de retraso. Aunque hubiera aprendido lo que se hace ahora, no hubiera podido hacerlo servir tampoco.

—¿Por qué no?

—Porque todo lo atómico está automatizado. No sé si la mayoría de la población lo sabe, pero es cierto. Desde la materia prima hasta el producto terminado, todo es completamente automático. La única participación humana en el programa es el control de cantidad en relación a los índices de población. E incluso esto es mínimo.

—¿Qué sucede si una parte de la factoría automática se estropea?

—Es reparada por el equipo-robot de reparaciones.

—¿Y si estos se estropean?

—Los condenados se reparan a sí mismos. Todo lo que puedo hacer es estarme de pie vigilando y llevar el correspondiente informe. Lo cual es una posición bien ridícula para un hombre que se considera un ingeniero.

—¿Por qué no ha probado en algún otro campo?

—Es igual. Lo he probado y el resto de los ingenieros se encuentran en una posición semejante a la mía, vigilando procesos automáticos que no comprendemos. Dentro de cualquier campo: Elaboración de comida, manufactura automovilística, construcciones, bioquímica, todo es igual. O bien los ingenieros hacen lo que yo o bien no hay ingenieros.

—¿Sucede también así en lo que a vuelos espaciales se refiere?

—Claro. Ningún miembro de la unión de pilotos espaciales ha salido de la Tierra durante los últimos cincuenta años. No sabrían cómo manejar una nave.

—Comprendo. Todas las naves funcionan automáticamente.

—Exacto. Permanente e irrevocablemente automáticas.

—¿Qué sucedería si esas naves entraran en una situación sin precedentes?

—Eso es difícil de decir. Las naves no pueden pensar, ya lo sabe; simplemente siguen un programa previamente trazado. Si las naves se encuentra en una situación para la que no están preparadas, quedarán paralizadas, por lo menos temporalmente. Creo que llevan un selector óptimo que se supone puede tomar decisiones según en qué situaciones imprevistas. Pero nunca se ha probado. A lo mejor, reaccionaría perezosamente. A lo mejor no reaccionaría en modo alguno. Y eso sería estupendo para mí.

—¿Está seguro?

—Ciertamente. Estoy enfermo de estar junto a máquinas viendo cómo hacen la misma cosa día tras día. La mayoría de hombres profesionales sienten de la misma manera. Queremos hacer algo. Cualquier cosa. ¿Sabe que hace cien años las naves estelares pilotadas por humanos exploraban planetas de otros sistemas solares?

—Sí.

—Bien, eso es lo que nosotros estaríamos haciendo ahora. Moviéndonos hacia afuera, explorando, avanzando. Eso es lo que necesitamos.

—Estoy de acuerdo. ¿Pero no cree que está diciendo cosas que pueden ser peligrosas?

—Ya lo sé. Pero francamente, ya no me importa. Que me manden a Omega si quieren hacerlo. Aquí no sirvo para nada.

—¿Así pues, ha oído hablar de Omega?

—Todos los que están relacionados con naves estelares conocen la existencia de Omega. Viajes permanentes entre Omega y la Tierra, eso es todo lo que hacen nuestras naves. Es un mundo terrible.

Ciudadano padre Boeren, de 51 años, ocupación: clérigo. Hombre majestuoso, vestido con una túnica de color azafrán y sandalias blancas.

—Así es, hijo mío, soy el prior de la rama local de la Iglesia del Espíritu de la Humanidad Encarnada. Nuestra Iglesia es la expresión religiosa oficial y exclusiva del Gobierno de la Tierra. Nuestra religión habla a todos los pueblos de la Tierra. Es una composición de los mejores elementos de todas las primitivas religiones, mayores y menores, cuidadosamente unidas en una sola y consistente fe.

—Ciudadano prior, ¿no hay contradicciones en la doctrina entre las diversas religiones que forman su fe?

—Las había. Pero los forjadores de nuestra Iglesia actual alejaron todo asunto de controversia. Queremos acuerdos, no disensiones. Conservamos sólo ciertas facetas de las primitivas grandes religiones. Facetas con las que el pueblo puede identificarse. En nuestra religión nunca han habido dimisiones, porque lo aceptamos todo. Cada uno puede creer lo que desee, mientras conserve el santo espíritu de la Humanidad Encarnada. Puesto que nuestro culto, como puede ver, es el verdadero culto al Hombre. Y el espíritu que nosotros reconocemos es el espíritu del divino y santo Bien.

—¿Sería tan amable de definirme el Bien, ciudadano prior?

—Por supuesto. El Bien es esa fuerza que llevamos dentro de nosotros y que inspira a los hombres a actos de conformidad y servicio. El culto al Bien es esencialmente el culto a uno mismo y por consiguiente el único culto verdadero. El ego al cual uno adora es el ser social ideal: el hombre goza en su nicho de la sociedad, aunque preparado pana avanzar creadoramente en su categoría. El Bien es gentil, puesto que es la misma reflexión del amante y piadoso universo. El Bien cambia continuamente en sus aspectos, aunque viene a nosotros en él… Su rostro muestra un aspecto raro, Joven.

—Perdóneme, ciudadano prior. Creo haber oído este sermón o uno muy parecido.

—Es cierto donde quiera que uno lo oiga.

—Naturalmente. Una pregunta más, señor. ¿Podría hablarme de la educación religiosa que reciben los niños?

—Esta tarea es realizada por nosotros mediante los confesores-robots.

—¿Sí?

—La idea nos vino de las antiguas raíces de fe del Freudianismo Trascendental. El confesor robot instruye a los niños igual que a los mayores. Escucha sus problemas dentro de la matriz social. Es su amigo constante, su consejero social, su instructor religioso. Al ser robóticos, los confesores pueden dar respuestas exactas e invariables a cualquier pregunta. Esto ayuda al gran trabajo del Conformismo.

—Ya comprendo. ¿Qué hacen los sacerdotes humanos?

—Vigilar los confesores-robots.

—¿Estos confesores-robots, están presentes en las clases cerradas?

—No puedo responderle a esa pregunta.

—¿Pero lo están, verdad?

—Ciertamente que no lo sé. Las clases cerradas lo están para los priores igual que para los demás adultos.

—¿Por orden de quién?

—Por orden del Jefe de la Policía Secreta.

—Ya… Gracias, ciudadano prior Boeren.

Ciudadano Enyen Dravivian, de 43 años, ocupación: empleado del Gobierno. Hombre de rostro estrecho, con ojos pequeños, envejecido y fatigado para sus años.

—Buenas tardes, señor. ¿Dice usted que está empleado por el Gobierno?

—Correcto.

—¿Por el Gobierno estatal o federal?

—Por los dos.

—Comprendo. ¿Y hace mucho tiempo que ocupa este cargo?

—Aproximadamente unos dieciocho años.

—Ya. ¿Tendría la amabilidad de explicarme, específicamente, cuál es su trabajo?

—Por supuesto. Soy Jefe de la Policía Secreta.

—Vaya… Esto es muy interesante. Yo…

—No trate de sacar el arma, exciudadano Barrent. Puedo asegurarle que no le serviría de nada en el área protectora que rodea esta casa. Y si la saca, se hará daño usted mismo.

—¿Cómo?

—Tengo mis propios medios de protección.

—¿Cómo ha sabido mi nombre?

—Lo supe casi desde que pisó Tierra. No estamos desprovistos por completo de medios, como puede ver. Pero podemos discutir todo esto dentro de casa. ¿Quiere entrar?

—Creo que es mejor que no lo haga.

—Temo que tendrá que hacerlo. Vamos, Barrent, no le morderé.

—¿Es que estoy arrestado?

—Claro que no. Simplemente, vamos a tener una charla. Eso es, señor, por ahora. Tranquilícese.