Capítulo Veinticuatro

24

La nave estelar aterrizó al mediodía de un brillante día iluminado por el sol, en algún lugar del continente norteamericano de la Tierra. Barrent había pensado esperar a que oscureciera antes de desembarcar; pero las pantallas de la sala de control dejaban ver un viejo e irónico aviso:

Todos los pasajeros y tripulación deben desembarcar a la vez. La nave va a ser sometida a un completo procedimiento de desinfección. Veinte minutos.

No sabía lo que quería decir aquello de completo procedimiento de desinfección. Pero puesto que se ordenaba que incluso la tripulación debía bajar, la máscara de oxígeno tal vez no fuera suficiente seguridad para quedarse allí. De los dos peligros, abandonar la nave le parecía el menor.

Los miembros del Grupo Dos habían pensado mucho en la ropa que Barrent llevaría al desembarcar. Los primeros minutos en la Tierra serían cruciales. Ninguna treta le serviría de nada si sus ropas eran obviamente extrañas, fuera de lo corriente, forasteras. La típica ropa de la Tierra era la respuesta; pero el Grupo no estaba seguro de cómo vestían los ciudadanos de la Tierra. Una parte del Grupo era partidario de que Barrent vistiera de acuerdo con la aproximada reconstrucción de los vestidos cívicos. Otra parte, creía mejor que siguiera llevando el mismo uniforme que llevaría durante el viaje hasta la Tierra.

Barrent por su parte era partidario de una tercera opinión que consistía en llevar un traje de mecánico, de una sola pieza, lo cual le parecía que sería lo que menos llamaría la atención en el lugar donde aterrizaría, y cuyo modelo seguramente poco habría cambiado con el transcurso de los años. En las ciudades, aquel disfraz podía ponerle en ciertas desventajas, pero tenía que resolver un problema cada vez.

Se quitó rápidamente el uniforme de guardia. Debajo llevaba el traje de mecánico, muy ligero. Con el arma escondida y una bolsa para la comida. Barrent descendió por el pasillo que conducía a la pasarela. Vaciló un momento, preguntándose si sería mejor dejar el arma en la nave. Decidió no separarse de ella. Una inspección le descubriría de cualquier manera; con el arma tendría por lo menos la posibilidad de librarse del policía.

Respiró profundamente y salió de la nave bajando la pasarela.

No había guardias, ni grupo de inspección, ni policía, ni unidades del ejército, ni oficiales de aduana. No había nadie en absoluto. A un lado del enorme campo pudo ver hileras de naves estelares que brillaban bajo el sol. Delante de él había una valla y en ella una puerta abierta.

Barrent atravesó el campo, rápidamente pero sin demostrar prisa. No tenía idea del por qué era todo tan sencillo. Tal vez la policía secreta de la Tierra tenía medios más sutiles de comprobar los pasajeros que salían de las naves estelares.

Llegó a la puerta. No había nadie con excepción de un hombre de mediana edad, calvo, acompañado de un chiquillo de unos diez años. Parecían estar esperándole. Barrent dudó de que fueran oficiales del gobierno. Sin embargo, ¿quién sabía las costumbres de la Tierra? Atravesó la puerta.

El hombre calvo, llevando al chiquillo de la mano, se le acercó.

—Le ruego me disculpe —dijo el hombre.

—¿Sí?

—Le hemos visto salir de la nave estelar. ¿Le importaría que le hiciera algunas preguntas?

—En absoluto —respondió Barrent, con la mano cerca de la cremallera del bolsillo donde estaba escondida el arma.

Ahora, estaba seguro de que aquel hombre era un agente de policía. Lo único que no tenía sentido era la presencia del niño, a menos que el chiquillo fuera un agente en perspectiva.

—La cuestión es que —dijo el hombre—, mi hijo Ronny tiene que hacer una tesis para el Décimo Grado Superior. Sobre naves estelares.

—Yo quería ver una —dijo Ronny.

Era un chiquillo más bien bajo, pero con un rostro inteligente, ingenioso.

—Quería ver una —explicó el hombre—. Yo le dije que no era necesario puesto que en la enciclopedia tenía todos los datos e imágenes. Pero quería ver una.

—Ello me proporciona un buen parágrafo de introducción —dijo el chiquillo.

—Naturalmente —dijo Barrent, moviendo la cabeza vigorosamente.

Estaba empezando a preguntarse acerca del hombre. Para ser miembro de la policía secreta estaba actuando de una forma ciertamente extraña.

—¿Trabaja usted en la nave? —preguntó Ronny.

—En efecto.

—¿A qué velocidad van?

—¿En real o subespacio? —preguntó Barrent. La pregunta pareció sorprender a Ronny. Sacando un poco el labio inferior, dijo:

—Caramba, no sabía que fueran por el subespacio. —Meditó unos momentos antes de añadir—: De todas formas no creo saber lo que es el subespacio.

Barrent y el padre del chiquillo sonrieron comprensivamente.

—Bueno —dijo Ronny—, ¿a qué velocidad van en espacio real?

—A cien mil millas por hora —dijo Barrent, nombrando el primer número que acudió a su mente.

El niño movió la cabeza afirmativamente al mismo tiempo que su padre decía:

—Muy de prisa.

—Y mucho más de prisa en el subespacio, por supuesto —dijo Barrent.

—Naturalmente —dijo el hombre—. Las naves estelares son muy rápidas. Tienen que serlo. Abarcan distancias muy grandes. ¿No es verdad, señor?

—Sí, distancias muy grandes —dijo Barrent.

—¿Cómo está equipada la nave? —preguntó Ronny.

—De la forma normal —le dijo Barrent—. El año pasado instalamos triples elevadores de tensión, pero eso está bajo lo que clasificamos como potencia auxiliar.

—Yo he oído hablar de esos triples elevadores de tensión —dijo el hombre—. Son tremendos.

—Son convenientes —dijo Barrent juiciosamente.

Ahora estaba seguro de que aquel hombre era lo que parecía ser. Un ciudadano sin grandes conocimientos sobre cuestiones de naves espaciales que se había llegado hasta el puerto estelar para satisfacer a su hijo.

—¿Cómo obtienen aire suficiente? —preguntó Ronny.

—Lo producimos nosotros mismos —dijo Barrent—. Pero el aire no es un problema. El agua, sí. Es difícil almacenar cantidades suficientes. Y luego está el problema de la navegación cuando la nave emerge del subespacio.

—¿Qué es el subespacio? —preguntó Ronny.

—En realidad —dijo Barrent—, es simplemente un nivel distinto del espacio real. Puedes encontrar todo eso en la enciclopedia.

—Claro que sí, Ronny —dijo el padre del chiquillo—. No podemos molestar más a este señor. Estoy seguro de que tiene muchas cosas importantes que hacer.

—Tengo un poco de prisa —dijo Barrent—. Mira por ahí todo lo que quieras. Mucha suerte en tu tesis, Ronny.

Barrent estuvo andando unas cincuenta yardas, recorriéndole un extraño temblor por la espalda, esperando de un momento a otro que alguien le apuntara o disparara contra él. Pero cuando se giró, vio que el padre y el niño se habían ido en dirección contraria, observando detenidamente aquel gran navío. Barrent vaciló un momento, profundamente molesto. Hasta entonces, todo aquello había sido por entero, demasiado fácil. Sospechosamente fácil. Pero no podía hacer más que seguir adelante.

La carretera del puerto estelar conducía por delante de una serie de cobertizos hasta llegar a una sección de bosque.

Barrent anduvo hasta quedar fuera del alcance de la vista. Entonces dejó la carretera y se internó en el bosque. Había tenido suficiente contacto con personas durante su primer día de estancia en la Tierra, No quería forzar su suerte. Quería pensar en todo, dormir en el bosque durante la noche y luego a la mañana siguiente dirigirse a la ciudad o pueblo.

Atravesó espesos matorrales hasta llegar dentro del bosque propiamente dicho. Paseó por debajo de gigantescos robles. A su alrededor se oía el gorjeo de un pájaro invisible y el ruido de vida animal. Delante de él había un gran letrero blanco clavado en un árbol. Barrent se acercó y leyó:

PARQUE NACIONAL DE FORESTDALE.

BIENVENIDOS EXCURSIONISTAS.

Barrent estaba un poco extrañado, aunque se había dado cuenta de que no debía haber una selvatiquez virgen tan cerca del campo de aterrizaje. De hecho, en un planeta tan viejo y tan altamente desarrollado como la Tierra, era muy posible que no existiera tierra virgen alguna, con excepción de lo que hubiera sido reservado como bosques nacionales.

El sol empezaba a ocultarse en el horizonte, comenzando a refrescar un poco bajo las grandes sombras del bosque. Barrent encontró un lugar confortable debajo de un roble gigantesco, arregló una especie de lecho sirviéndose de hojas y se tendió. Tenía muchas cosas en qué pensar. Por ejemplo, ¿por qué no había guardias apostados en uno de los lugares más importantes de contacto con la Tierra como era la estación terminal interestelar? ¿Es que las medidas de seguridad empezaban más tarde en las ciudades y pueblos? ¿O es que había alguna especie de vigilancia, una especie de sistema de espionaje sutil que seguía cada uno de sus movimientos, para apresarle sólo cuando les pareciera oportuno? ¿O era aquello demasiado fantástico? ¿Podría ser que…?

—Buenas noches —dijo una voz, muy cerca de su oído derecho.

Barrent se apartó de aquella voz con un brinco de reacción nerviosa, con la mano cerca del arma.

—Y por supuesto que es una noche agradable —continuaba la voz—, aquí, en el Parque Nacional de Forestdale. La temperatura es de setenta y ocho grados, dos décimas, en grados Fahrenheit, humedad 23 por ciento, barómetro fijo en veintinueve coma nueve. Los viejos excursionistas, estoy seguro, reconocen ya mi voz. Para los nuevos amantes de la naturaleza, voy a presentarme. Soy Oaky, su amigo el roble. Deseo darles a todos ustedes, antiguos y nuevos amigos, mi más cordial bienvenida a su bosque nacional.

Sentándose y mirando en medio de la oscuridad, Barrent miró a su alrededor, preguntándose qué clase de broma era aquella. La voz parecía venir en realidad del gigantesco roble.

—Disfrutar de la naturaleza —decía Oaky—, es ahora fácil y conveniente para todos. Usted puede disfrutar de una completa soledad sin estar, sin embargo, a más de un paseo de diez minutos de la próxima parada de transporte. Para aquellos que no desean la soledad tenemos los recorridos con guía, a un precio nominal, recorrido que se efectúa a través de estos terrenos. Recuerden a sus amigos que visiten su querido parque nacional. Todas las facilidades de este parque están preparando a todos los amantes de la naturaleza.

En el árbol se abrió una especie de pared. Por él apareció una colchoneta enrollable, un termo y un paquete de comida.

—Le deseo una noche agradable —dijo Oaky—, entre el salvaje esplendor de la maravillosa naturaleza. Y ahora la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Otter Krug le ofrece «The Upland Glades» por Ernesto Nestrichala, grabado por la National North American Broadcasting Company. Aquí termina la emisión de su amigo el roble.

Desde varios altavoces ocultos empezó a sonar música. Barrent movió la cabeza; luego decidiendo tomar las cosas como venían, comió y bebió lo que le habían ofrecido, desenrolló la colchoneta y se tendió.

Soñolientamente contemplaba el bosque al arrullo del sonido, bien provisto de comida y bebida, y sólo a diez minutos de transporte público. La Tierra, desde luego, hacía mucho por sus ciudadanos. Presumiblemente aquellos gustaban de esa clase de cosas. ¿O no? ¿Sería aquello alguna trampa enorme y sutil que las autoridades le habrían tendido?

Se movió y giró un momento, tratando de escuchar la música. Después de un rato la música cesó oyéndose tan sólo el ruido de las ramas agitadas por el viento y las hojas secas arrancadas por el viento. Barrent se decidió a dormir.