Capítulo Veinticinco

25

Por la mañana, el amable roble facilitó desayuno y utensilios para afeitarse. Barrent comió, se lavó y afeitó, marchando hacia la próxima ciudad. Se había hecho unos planes que debía seguir. Tenía que conseguir algún disfraz adecuado y ponerse en contacto con los grupos subterráneos de la Tierra. Una vez cumplido esto, tenía que averiguar todo lo que pudiera acerca de la policía secreta de la Tierra, disposiciones militares y todo eso.

El Grupo Dos habían trabajado para proporcionarle estos planes. Cuando Barrent llegó a los alrededores de la ciudad, esperó que los métodos del Grupo surtieran efecto. De momento, la Tierra en la que se hallaba tenía muy poco parecido con el que el grupo había reconstruido.

Anduvo a lo largo de interminables calles llenas de pequeños chalets blancos. Al principio, pensó que todas las cosas parecían iguales. Luego se dio cuenta de que cada una tenía una o dos diferencias arquitectónicas. Pero en lugar de distinguir unas de otras, aquellos pequeños detalles sólo servían para hacer más intenso el monótono parecido. Había cientos de chalets, que se extendían hasta perderse de vista, cada uno de ellos rodeado de un pequeño montículo de césped cuidado. Su gentil similitud le deprimía. Inesperadamente encontró a faltar la ridícula y desmañada individualidad de los edificios de Omega.

Llegó al centro de la ciudad. Los establecimientos repetían el modelo formado por las casas. Eran bajos, discretos y muy similares. Sólo una inspección detenida… de los artículos mostrados en sus escaparates servían para diferenciar si se trataba de un establecimiento de comestibles o de artículos deportivos. Pasó frente a un pequeño edificio con un rótulo que decía:

ROBOT CONFESOR.

Abierto las veinticuatro horas del día.

Parecía ser una especie de iglesia.

El procedimiento establecido por el Grupo Dos para encontrar a los grupos subterráneos de la Tierra era sencillo y claro. Los revolucionarios, le habían dicho, se encontraban en grandes cantidades entre los elementos de la civilización más deprimidos. La pobreza cría descontentos. Los no pudientes quieren tomar de aquellos que pueden. Por consiguiente, el lugar lógico para buscar subversiones eran los barrios pobres.

Era una buena teoría. El problema estaba en que Barrent no podía encontrar barrios pobres. Estuvo andando durante horas y horas, pasando cerca de establecimientos y casitas agradables, terrenos de juego y parques, granjas escrupulosamente cuidadas, pasando luego frente a más casitas y establecimientos. Nada parecía mucho mejor ni peor que cualquier otra cosa.

Por la noche, estaba fatigado y los pies le dolían. Por lo que podía decir, no había descubierto nada de gran significado. Antes de que pudiera penetrar un poco más profundamente en las complejidades de la Tierra, tendría que preguntar a los ciudadanos locales. Era un paso peligroso, pero que no podía evitar.

Se acercó a un establecimiento de trajes cuando ya anochecía y se decidió a actuar. Haría ver que era un forastero, recién llegado a América del Norte desde el Asia o Europa. De esta manera le sería fácil hacer algunas preguntas con cierta medida de seguridad.

Un hombre salía a su encuentro, un individuo de aspecto corriente, rechoncho, que llevaba una túnica de color castaño. Barrent le detuvo.

—Le ruego me disculpe —dijo—. Soy extranjero, acabo de llegar de Roma.

—¿Ah, sí? —dijo el hombre.

—Sí. Temo que no comprenda las cosas de aquí muy bien —dijo Barrent, con una sonrisa pesarosa—. No puedo conseguir encontrar algún hotel barato. Si usted tuviera la amabilidad de indicarme.

—Ciudadano, ¿se encuentra bien? —preguntó el hombre, mirándole ceñudamente.

—Como ya le he dicho, soy forastero y estoy buscando…

—Mire —dijo el hombre—, usted sabe tan bien como yo que ya no hay más forasteros.

—¿Ah, no?

—Claro que no. He estado en Roma. Todo es exactamente como aquí en Wilmington. La misma clase de casas y establecimientos. Ya nadie es forastero.

A Barrent no se le ocurría nada qué decir. Sonrió nerviosamente.

—Además —prosiguió el hombre—. Ya no existen alojamientos baratos en toda la Tierra, ¿por qué tendría que haberlos? ¿Quién estaría en ellos?

—Sí claro, ¿quién? —dijo Barrent—. Creo que he bebido un poquito más de la cuenta.

—Ya no hay bebidas —dijo el hombre—. No le entiendo. ¿Qué clase de juego es este?

—¿Qué clase de juego cree usted que es? —preguntó Barrent aplicando una técnica que los del Grupo le habían recomendado.

El hombre le miró fijamente, con la frente arrugada.

—Creo que ya lo sé —dijo—. Usted debe ser un Opinador.

—Mmmm —dijo Barrent, sin hacer comentarios.

—Claro, eso es —dijo el hombre—. Usted es uno de esos ciudadanos que van por ahí preguntando las opiniones de la gente. Para estudios y cosas de esas. ¿Verdad?

—Ha hecho usted un inteligente descubrimiento —dijo Barrent.

—Bueno, no creo que fuera demasiado difícil. Los Opinadores siempre andan por ahí tratando de conseguir las opiniones de la gente sobre las cosas. Le habría distinguido si hubiera llevado la ropa propia de un Opinador. —El hombre le volvió a mirar arrugando la frente—. ¿Cómo es que no va vestido como un opinador?

—Me acabo de graduar —dijo Barrent—. No he tenido oportunidad de conseguir las ropas.

—Oh, Vaya, necesita llevar la ropa adecuada —dijo el hombre, juiciosamente—. ¿Cómo puede un ciudadano saber su graduación social?

—Solo ha sido una prueba —dijo Barrent—. Gracias por su cooperación, señor. Tal vez tenga más adelante la oportunidad de volverle a entrevistar.

—Es posible —respondió el hombre. Saludó cortésmente y se fue.

Barrent meditó un rato sobre la reciente experiencia y decidió que la ocupación de Opinador era perfecta para él. Le daría un derecho importante para ir haciendo preguntas, para entrevistarse con personas, para descubrir cómo vivían en la Tierra. Tenía que ser cuidadoso, como es natural, para no revelar su ignorancia. Pero trabajando con circunspección, podría obtener una idea general de aquella civilización en pocos días.

Ante todo tendría que comprarse ropa de Opinador. Esto por lo visto era muy importante. El problema era que no tenía dinero con qué pagarlo. El Grupo había sido incapaz de improvisar un duplicado del dinero terrestre. No habían podido siquiera recordar el parecido que tenía.

Pero le habían procurado los medios de solventar ese tipo de obstáculos. Barrent dio la vuelta y se acercó al establecimiento de confección.

El dueño era un hombre bajo, con ojos de color azul china y con una sonrisa de vendedor solícito. Saludó a Barrent y le preguntó en qué podría servirle.

—Necesito un traje de Opinador —le dijo Barrent—. Acabo de graduarme.

—Muy bien, señor —respondió el propietario—. Se ha dirigido usted al lugar adecuado. La mayoría de establecimientos pequeños sólo tienen… bueno… las ropas de las profesiones comunes. Pero aquí, en casa de Jules Wonderson, tenemos toda clase de ropa correspondiente a las quinientas veinte profesiones principales que constan en el Almanaque de Categorías Civiles. Yo soy Jules Wonderson.

—Es un placer conocerle —dijo Barrent—. ¿Tiene usted un traje a mi medida?

—Estoy seguro de que sí —dijo Wonderson—. ¿Lo desea Regular o Especial?

—Creo que el Regular estará bien.

—La mayoría de nuevos Opinadores prefieren el Especial —dijo Wonderson—. Al ser un poco mejor simula ser hecho a mano lo cual incrementa el respeto del público.

—En tal caso me llevaré el Especial.

—Sí, señor. Aunque si desea esperar un día o dos, recibiremos confección de una nueva fábrica, que hace ropa simulando ser confeccionada en casa, con las naturales equivocaciones. Para la discriminación del hombre de categoría. Un verdadero punto de prestigio.

—Tal vez vuelva a buscarlo —dijo Barrent—, de momento, sin embargo, necesito ese otro.

—Naturalmente, señor —dijo Wonderson, algo defraudado, pero tratando de ocultarlo valientemente—. ¿Tendrá la amabilidad de esperar un momento?

Después de varios ajustes, Barrent se encontró vistiendo un traje ribeteado por un fino borde blanco en torno a las solapas. Para sus ojos inexpertos, aquel traje venía a tener más o menos el mismo aspecto que los demás trajes que Wonderson tenía en sus respectivas perchas para banqueros, agentes de seguros, drogueros, contables y de los adornos de los agentes de seguro, las diferencias eran tan claras como los mayores símbolos de categorías de Omega.

Barrent creyó que eran tan sólo cuestión de entrenamiento.

—¡Ya está, señor! —dijo Wonderson—. Un ajuste perfecto y un tejido garantizado para toda la vida. Todo por treinta y nueve, noventa y cinco…

—Excelente —dijo Barrent—. Pero, en cuanto a lo del dinero…

—¿Sí, señor?

Barrent tragó saliva.

—No tengo.

—¿No tiene, señor? Es muy poco corriente…

—Sí. Lo es —dijo Barrent—, poseo algunos artículos de valor. —De su bolsillo extrajo tres anillos con diamantes que el Grupo de Omega le había facilitado—. Estas piedras son diamantes legítimos, según puede confirmar cualquier joyero. Si quiere usted puede quedarse con algunos hasta que tenga dinero para pagarle…

—Pero, señor —dijo Wonderson—. Los diamantes y cosas por el estilo no tienen ningún valor intrínseco. No lo tienen desde el 23, cuando Von Blon escribió el trabajo definitivo destruyendo el concepto de carencia de valor.

—Naturalmente —dijo Barrent, sin encontrar palabras.

Wonderson observó los anillos:

—Sin embargo, supongo que deben tener un valor sentimental.

—En efecto —repuso Barrent—. Han ido pasando de padres a hijos durante muchas generaciones.

—En tal caso —dijo Wonderson—. No quiero privarle de ellos. Por favor, no discuta, señor. El sentimiento es la emoción más valiosa que existe. No podría conciliar el sueño si cogía uno de esos anillos hereditarios en su familia.

—Pero hay el asunto del pago.

—Págueme cuando le vaya bien.

—¿Quiere decir que confía en mí, aún sin conocerme?

—Por supuesto —dijo Wonderson. Sonrió picarescamente—. ¿Está probando sus recién aprendidos métodos de Investigador de la Opinión Pública, eh? Vaya, hasta un chiquillo sabe que nuestra civilización se basa en la confianza no colateral. Es axiomático que incluso un extranjero ha de ser creído hasta que conclusiva e inequívocamente pruebe otra cosa.

—¿No le han engañado nunca?

—Claro que no. El crimen no existe en estos días.

—En ese caso —preguntó Barrent—, ¿qué me dice de Omega?

—¿Cómo dice?

—Omega, el planeta prisión. Debe haber oído hablar de él.

—Creo que sí —dijo Wonderson, cautelosamente—. Bueno, debí haber dicho que el crimen no existe apenas. Supongo que siempre habrán algunos tipos congénitos, fácilmente reconocibles como tales. Pero tengo entendido que no son más que unos diez o doce individuos al año entre una población de cerca de dos billones. —Sonrió ampliamente—. Mis posibilidades de encontrarme con uno son extraordinariamente raras…

Barrent pensó en las naves prisión que iban constantemente de la Tierra a Omega donde volcaban su cargamento humano y regresaban en busca de más. Se preguntó dónde obtendría Wonderson sus estadísticas. Por lo mismo, se preguntó dónde estaba la policía. No había visto un uniforme militar desde que había descendido de la nave estelar. Le habría gustado preguntar al respecto pero no le pareció oportuno continuar la conversación enfocándola hacia aquel tema.

—Muchísimas gracias por su confianza —dijo Barrent—. Volveré para pagarle tan pronto me sea posible.

—Claro que sí —dijo Wonderson estrechando la mano de Barrent calurosamente—. No tengo ninguna prisa. En absoluto.

Barrent volvió a darle las gracias y salió del establecimiento.

Ya tenía una profesión. Y si las demás personas se comportaban como lo había hecho Wonderson, tenía crédito ilimitado. Estaba en un planeta que, a primera vista, parecía una utopía. La utopía presentaba ciertas contradicciones, naturalmente. Esperaba descubrir más cosas durante los días siguientes.

Al final de la manzana, Barrent encontró un hotel llamado The Bide A Bit. Alquiló una habitación por una semana, a crédito.