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La recuperación del sentido fue un proceso lento y doloroso. Era una jornada en la que daba vueltas todo el tiempo. Soñaba. Salió, a través de espesas capas de sueño, del imaginario comienzo de todas las cosas. Levantó un seudópodo del fango primitivo, y el seudópodo era él. Se convirtió en una ameba que contenía su esencia; luego un pez marcado con su propia individualidad peculiar; después en un mono distinto a todos los demás monos. Y finalmente, se convirtió en un hombre.
¿Qué clase de hombre? Se veía a sí mismo confusamente, sin rostro, con un desintegrador fuertemente agarrado en una mano, un cadáver a sus pies. Esa clase de hombre.
Despertó, se frotó los ojos, y esperó a que nuevos recuerdos acudieran a él.
No acudía ningún recuerdo. Ni siquiera su nombre.
Se sentó rápidamente deseando recobrar la memoria. Al ver que no conseguía sus deseos, miró a su alrededor, buscando en lo que veía alguna pista sobre su identidad.
Estaba sentado en una cama de una pequeña habitación gris. A un lado había una puerta cerrada. En el otro lado, podía ver, a través de una cortina, un retrete y un pequeño lavabo. La luz que iluminaba la habitación procedía de alguna fuente oculta, tal vez del mismo techo. La habitación tenía una cama y una sola silla, y nada más.
Apoyó la barbilla en su mano y cerró los ojos. Trató de catalogar toda su inteligencia y las implicaciones de esa inteligencia. Sabía que era un hombre, de la especie del Homo sapiens, habitante del planeta Tierra. Hablaba un lenguaje que sabía era el inglés. (¿Significaría esto que habían otros lenguajes?). Sabía los nombres comunes que se aplicaban a las cosas: habitación, luz, silla. Poseía además, un total limitado de conocimientos generales. Sabía que había muchísimas cosas importantes que él desconocía, que había sabido en otro tiempo.
Debió haberme sucedido algo.
Ese algo pudo haber sido peor. Si hubiera ido un poco más allá, podría haber quedado como una criatura necia, sin lenguaje, sin saber qué era un ser humano, un ser de la Tierra. Le había quedado algo.
Pero cuando trataba de pensar más allá de los hechos básicos que poseía, entraba en un área oscura y llena de horror. Prohibida la entrada. La exploración dentro de su propia mente era tan peligrosa como un viaje ¿a… qué? No podía encontrar lo análogo, aunque sospechaba que deberían existir muchos.
Debo haber estado enfermo.
Esa era la única explicación razonable. Era un hombre con la reminiscencia de los recuerdos. En algún tiempo debió haber tenido aquella inapreciable riqueza de recordación que ahora sólo podía deducir de la limitada evidencia de su disposición. En algún tiempo debió tener recuerdos específicos sobre pájaros, árboles, amigos, familia, estado legal, una esposa quizá. Ahora sólo podía teorizar sobre ellos. En algún tiempo debió ser capaz de decir, esto se parece, o esto me hace recordar… Ahora nada le hacía recordar nada y las cosas eran sólo como ellas mismas. Había perdido sus poderes de contraste y comparación. No podía analizar el presente en términos del pasado experimentado.
Aquello debía ser un hospital.
Naturalmente. Estaba siendo atendido en aquel lugar. Amables doctores estaban trabajando para hacerle recobrar la memoria, para hacerle recuperar su identidad, su juicio, para decirle quién y qué era. Eran muy amables de su parte; sentía lágrimas de gratitud asomar a su ojos.
Se puso de pie y anduvo lentamente por su pequeña habitación. Se acercó a la puerta y la encontró cerrada. Aquella puerta cerrada le produjo un momento de pánico que dominó rígidamente. Tal vez se había comportado violentamente.
Bueno, no volvería a serlo más. Ya lo verían. Le adjudicarían todos los privilegios posibles para un paciente. Hablaría de ello con el doctor.
Esperó. Después de mucho rato oyó pasos que se acercaban por el pasillo que debía haber al otro lado de la puerta. Se sentó al borde de la cama y escuchó, tratando de controlar su excitación. Los pasos se detuvieron al lado de su puerta. Fue abierta y apareció un rostro.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el hombre.
Se levantó acercándose a la puerta, y vio que aquel hombre que le formulaba aquella pregunta iba vestido con un uniforme pardo. Llevaba un objeto en el cinturón que pudo identificar como un arma. Aquel hombre debía de ser sin duda alguna, un guardia. Tenía una cara ruda, ignorante.
—¿Podría decirme mi nombre? —preguntó al guardia.
—Llámese 402 —respondió el guardia—. Ese es él número de su celda.
No le gustaba. Pero 402 era mejor que nada.
—¿He estado enfermo mucho tiempo? —preguntó al guardia—. ¿Estoy mejor?
—Sí —respondió el guardia, en un tono que distaba mucho de ser convincente—. Lo importante es permanecer quieto. Obedecer las reglas. Esto es lo mejor.
—Por supuesto —repuso 402—. ¿Por qué no puedo recordar nada?
—Bueno, así debe ser —dijo el guardia.
Empezó a alejarse.
402 le llamó.
—¡Espere! No puede dejarme de esta manera, tiene que decirme algo. ¿Qué me ha sucedido? ¿Por qué estoy en este hospital?
—¿Hospital? —dijo el guardia. Se giró hacia 402 y sonrió—. ¿Qué le hace suponer que esto sea un hospital?
—Me lo he supuesto —dijo 402.
—Pues ha supuesto mal. Esto es una prisión.
402 recordó su sueño del hombre asesinado.
¿Sueño o recuerdo? Desesperadamente gritó al guardia:
—¿Cuál es mi delito? ¿Qué hice?
—Ya lo sabrá —dijo el guardia.
—¿Cuándo?
—Cuando aterricemos —dijo—, ahora prepárese para la reunión.
Se alejó.
402 se sentó en la cama tratando de pensar. Había aprendido unas cuantas cosas. Estaba en una prisión, y la prisión iba a aterrizar. ¿Qué significaría eso? ¿Por qué una prisión tenía que aterrizar? ¿Y qué era una reunión?
402 tenía sólo una idea confusa de lo que sucedería luego. Pasó un buen rato, sentado en su cama, tratando de unir los hechos sobre sí mismo. Tuvo la impresión de que sonaban timbres. Y entonces la puerta de su celda quedó abierta.
¿Por qué aquello? ¿Qué significaba?
402 se acercó hasta la puerta y atisbo por el corredor. Estaba muy excitado, pero no quería dejar la seguridad de su celda. Esperó, y el guardia se acercó.
—Bueno —dijo el guardia—. Nadie va a hacerle daño. Salga, y siga adelante por el pasillo, todo recto.
El guardia le empujó suavemente. 402 empezó a andar por el pasillo. Vio otras puertas de celdas abiertas y otros hombres que salían al pasillo. Al principio era un flujo ligero; pero a medida que seguía andando, iban saliendo hombres y más hombres al pasillo. La mayoría de ellos parecían confundidos y ninguno hablaba. Las únicas voces que se oían eran las de los guardias:
—Adelante, sigan adelante; siempre recto.
Fueron conducidos a un gran auditorio circular.
Al mirar en su torno, 402 vio que alrededor de la habitación había una galería, donde guardias armados estaban estacionados formando una especie de cordón con pocas yardas de separación entre ellos. Su presencia parecía innecesaria; aquellos hombres intimidados y confundidos no iban a promover una revuelta. No obstante, supuso que los malcarados guardias tendrían un valor simbólico. Recordaban a los hombres que habían despertado hacía poco el hecho más importante de sus vidas: que eran prisioneros.
Después de pocos minutos, un hombre con uniforme oscuro apareció en la galería. Levantó la mano para llamar la atención, aunque los prisioneros estaban ya mirándole fijamente. Entonces, aunque no disponía de medios visibles de amplificación, su voz resonó potente por todo el auditorio.
—Esta es una charla de enseñanza —dijo—. Escuchad atentamente y traten de retener lo que voy a decirles. Estos hechos serán muy importantes en sus existencias.
Los prisioneros le observaban.
—Todos ustedes —continuó diciendo— han despertado, dentro de la última hora, en sus celdas. Han descubierto que no podían recordar su vida anterior, ni tan siquiera sus nombres. Todo lo que poseen es una escasa recopilación de conocimientos generales; lo suficiente para que sigan en contacto con la realidad.
»Yo no aumentaré sus conocimientos. Todos ustedes, en la Tierra, eran viciosos y depravados criminales. Eran personas de la peor ralea, hombres que habían perdido todo derecho de consideración por parte del Estado. En una época menos instruida, habrían sido ejecutados. En nuestra época, han sido deportados.
El que así hablaba levantó las manos para acallar el murmullo que se alzaba entre el auditorio
—Todos ustedes tienen una cosa en común: una incapacidad para obedecer las reglas básicas obligatorias de la sociedad humana. Estas reglas son necesarias para que la civilización funcione. Desobedeciéndolas, ustedes cometieron crímenes contra la humanidad. Por consiguiente, la humanidad les rechaza. Ustedes son arena, suciedad, en la maquinaria de la civilización, y por esto han sido ustedes enviados a un mundo donde reinan los de su ralea. Allí pueden ustedes hacer sus propias reglas y morir por ellas. Allí existe la libertad que ustedes codiciaban; la libertad incontenida y destructiva de una protuberancia cancerosa.
El orador se secó la frente y miró seriamente a los prisioneros.
—Pero tal vez —dijo—, sea posible, para algunos de ustedes, la rehabilitación. Omega, el planeta al que nos dirigimos es su planeta, un lugar regido única y exclusivamente por los prisioneros. Es un mundo donde pueden empezar de nuevo, sin prejuicios en contra de ustedes, con un historial limpio. Sus vidas pasadas quedan olvidadas. No traten de recordarlas. Tales recuerdos servirían sólo para estimular de nuevo sus tendencias criminales. Considérense como si hubieran nacido, al despertar hace un rato en sus respectivas celdas.
Las palabras lentas, mesuradas del orador, poseían una indudable calidad hipnótica. 402 escuchaba, con los ojos ligeramente entornados y fijos en la pálida frente del que hablaba.
—Un nuevo mundo —seguía diciendo aquel—. Han vuelto a nacer… pero con la necesaria conciencia del delito. Sin ello, ustedes serían incapaces de combatir la depravación innata en sus personalidades. Recuerden esto. Recuerden que no hay escapatoria posible, que el regreso es imposible. Naves guardianas armadas patrullan los cielos de Omega, de día y noche. Estas naves están diseñadas para destruir cualquier cosa que sobresalga más de quinientos pies sobre la superficie del planeta, barrera invencible a través de la cual no puede pasar ningún prisionero, jamás. Convénzase cada uno de ustedes de estos hechos. Constituyen las reglas que deben gobernar sus vidas. Piensen en lo que acabo de decirles. Y ahora, prepárense a aterrizar.
El que así había hablado salió de la galería. Durante un rato, los prisioneros miraban fijamente el lugar donde aquel había estado. Luego, poco a poco empezó a oírse un murmullo de una conversación. Después de un rato, esta desapareció. No había nada de que hablar. Los prisioneros, sin recuerdos del pasado, no tenían nada sobre lo cual basar una especulación del futuro. No podían presentarse a sí mismos, entre ellos, puesto que sus personalidades acababan de emerger nuevamente y eran todavía indefinidas.
Permanecían sentados en silencio, hombres poco comunicativos que han estado demasiado tiempo en encierro solitario. Los guardias de la galería seguían de pie como estatuas, remotas e impersonales. Y entonces un apagadísimo temblor conmovió el suelo del auditorio.
Volvió a sentirse el temblor; luego cambió en una vibración definida. 402 se sintió más pesado, como si un peso invisible estuviera haciendo presión contra su cabeza y espalda.
Una voz, a través de unos altavoces anunció:
—¡Atención! La nave está aterrizando ahora en Omega. Desembarcaremos dentro de breves instantes.
La última vibración desapareció y el suelo bajo ellos dio una ligera sacudida. Los prisioneros, todavía silenciosos y aturdidos, formaban una larga fila al empezar a salir del auditorio.
Flanqueados por guardias, bajaron por el pasillo que parecía interminable. Por él, 402 empezó a hacerse una vaga idea de las dimensiones de la nave.
Mucho más adelante, podía ver un poco de luz de sol, que resplandecía brillantemente contra la pálida iluminación del pasillo. La luz del Sol penetraba por una escotilla a través de la que pasaban los prisioneros.
Cuando le llegó su turno, 402 atravesó la escotilla descendiendo una larga escalera y encontrándose sobre un terreno sólido. Era un cuadrado abierto, iluminado por el Sol. Los guardias hacían formar a los prisioneros en filas; a todos lados, mientras una muchedumbre les estaba observando.
A través de los altavoces, una voz anunció:
—Respondan cuando se pronuncie su número. Su identidad les será revelada ahora. Respondan rápidamente cuando pronuncien su número.
402 se sentía débil y fatigado. Ni siquiera su identidad parecía interesarle ahora. Todo lo que deseaba era poder echarse, dormir y tener la oportunidad de pensar en su situación. Miró a su alrededor fijándose en la muchedumbre que había tras él y tras de los guardias. Arriba, vio puntos negros moviéndose en el cielo azul. Al principio creyó que eran pájaros. Luego, al prestarles más atención, comprendió que eran las naves de vigilancia. No se sentía particularmente interesado por ellas.
—¡Número 1! ¡Responda en voz bien alta!
—¡Aquí! —respondió una voz.
—Número 1. Su nombre es Wayn Southomer. Edad 34 años. Grupo sanguíneo, A-L2, índice AR-431-C. Acusado de traición.
Cuando la voz finalizó, el gentío rompió en un aplauso. Aplaudían las acciones traidoras del prisionero, dándole la bienvenida a su llegada a Omega.
Los nombres iban siendo leídos siguiendo la lista, y 402 amodorrado por el brillo del sol, dormitaba de pie, escuchando aquella lista de números y crímenes de asesinato, robo, aberraciones y degeneraciones. Al fin oyó su número.
—Número 402.
—Aquí.
—Número 402. Su nombre es Will Barrent, Edad, 27 años. Grupo sanguíneo O-L3. índice JX-221-R. Acusado de asesinato.
La muchedumbre aplaudió, pero 402 apenas les oía. Estaba tratando de acostumbrarse a la idea de tener un nombre. Un nombre verdadero en lugar de un número. Will Barrent. Esperaba que no olvidarlo. Lo repitió varias veces consecutivas y casi le pasó por alto el último aviso que les daban desde los altavoces de la nave.
—Todos ustedes son hombres nuevos que acaban de llegar a Omega. Se les alojará temporalmente en Square A-2. Sean cautos y circunspectos en sus palabras y acciones. Vigilen, escuchen y aprendan. La ley me exige les diga que el promedio de vida supuesto en Omega es aproximadamente de tres años terrestres.
Estas palabras tardaron un rato en hacer su efecto en Barrent. Estaba todavía absorbido con la novedad que representaba para él poseer un nombre. No había meditado en ninguna de las complicaciones que podrían surgir por ser un asesino en un planeta del bajo mundo.