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—La primera cosa que vosotros, hombres, debéis comprender —dijo el Cuestor—, es exactamente lo que sois. Esto es muy importante. Y yo os diré lo que sois. Sois peones. Sois lo más bajo de lo inferior. Sois algo sin posición legal. No hay nada más inferior con excepción de los mutantes, y estos en realidad no son humanos. ¿Alguna pregunta?
El Cuestor esperó. Al ver que no habían preguntas, prosiguió:
—Ya he definido lo que sois. A partir de aquí, procederemos al conocimiento de lo que es uno en Omega. Ante todo, cualquiera es más importante que vosotros; pero algunos son más importantes que otros. El rango siguiente al vuestro es el de los Residentes, que apenas si cuentan algo más que vosotros, y luego los Ciudadanos Libres. Llevan un anillo gris de estado legal y sus ropas son negras. No son importantes tampoco, pero son mucho más importantes que vosotros. Con suerte, algunos de vosotros pueden convertirse en Ciudadanos Libres.
»A continuación están las Clases Privilegiadas, todas distinguidas por varios símbolos de reconocimiento según el rango, tales como pendientes de oro, por ejemplo, para las clases Hadji. Con el tiempo iréis aprendiendo todas las marcas y prerrogativas de los distintos rangos y grados. Debo mencionar también los sacerdotes. Aun cuando no tienen un rango Privilegiado, gozan de ciertas exenciones y derechos. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Todos los de la barraca asintieron con un murmullo. El Cuestor prosiguió:
—Ahora nos ocuparemos de la cuestión de la conducta a seguir cuando os encontréis con alguien de un rango superior. Como peones, estáis obligados a saludar a los Ciudadanos Libres con todo su título y de una manera respetuosa. Con los rangos Privilegiados tales como los Hadjis, hablaréis sólo cuando se os haga hablar, y entonces permaneceréis con los ojos bajos y las manos unidas delante vuestro. No os marcharéis de la presencia de un Ciudadano Privilegiado hasta que os den el correspondiente permiso para hacerlo. No os sentaréis en su compañía bajo ninguna circunstancia. ¿Comprendido? Hay mucho más por aprender. Mi cargo de Cuestor, por ejemplo, está bajo la clasificación de Ciudadano Libre, pero goza de ciertas prerrogativas de los Privilegiados.
El Cuestor miró a los hombres para asegurarse que le habían comprendido.
—Estas barracas serán temporalmente vuestra casa. Trazaré un plan para designar los hombres que tendrán que barrer, los que tendrán que lavar, etc. Podéis preguntarme siempre que queráis; pero las preguntas necias o impertinentes pueden ser castigadas por la mutilación o incluso con la muerte. Recordad sólo que sois lo más inferior de lo inferior. Si os metéis esto en la cabeza, podéis ser capaces de seguir vivos.
El Cuestor permaneció silencioso durante unos momentos. Luego dijo:
—Durante los días siguientes, se os darán varios destinos. Algunos de vosotros irán a las minas de germanio, otros con la flota pesquera, otros serán adiestrados para distintos oficios. Mientras, sois libres de pasear por Tetrahyde.
Al ver que los hombres no daban muestras de haber comprendido, el Cuestor explicó:
—Tetrahyde es el nombre de la ciudad en la que os encontráis. Es la ciudad más grande de Omega —pensó unos momentos—. De hecho, es la única ciudad de Omega.
—¿Qué significa el nombre de Tetrahyde? —preguntó Joe.
—¿Cómo podría saberlo? —dijo el Cuestor, poniendo mal gesto—: Supongo que es uno de los antiguos nombres de la Tierra que los primeros moradores traen siempre consigo. De cualquier forma, vigilad donde ponéis los pies al entrar en ella.
—¿Por qué? —preguntó Barrent.
El Cuestor hizo una mueca.
—Eso, peón, es algo que descubrirás por ti mismo.
Dio media vuelta y salió de la barraca.
Cuando se hubo ido, Barrent se acercó a la ventana. Desde ella podía ver una plaza desierta y, más allá, las calles de Tetrahyde.
—¿Piensas en ir hasta allí? —preguntó Joe.
—Sí, por supuesto —respondió Barrent—. ¿Vienes conmigo?
El pequeño ladrón movió la cabeza.
—No creo que sea muy seguro.
—Foeren, ¿y tú?
—No me seduce tampoco la idea —dijo Foeren—. Tal vez sea mejor continuar un tiempo en las barracas.
—Esto es ridículo —dijo Barrent—. Esto es nuestra ciudad. ¿Viene alguien conmigo?
Con aspecto algo incómodo, Foeren se encogió de hombros y movió la cabeza. Joe se encogió y tendiose en su catre. El resto de los hombres recién llegados ni siquiera levantaron la cabeza.
—Muy bien —dijo Barrent—. Ya os daré un amplio reportaje más tarde.
Esperó un momento más por si alguno cambiaba de parecer, y luego salió por la puerta.
La ciudad de Tetrahyde era una colección de edificios esparcidos a lo largo de una estrecha península que se proyectaba en un pesado mar gris. El lado de tierra de la península estaba encerrado por una alta pared de piedra, con verjas intercaladas y guardada por centinelas. Su edificio más grande era la Arena, empleado una vez al año para los Juegos. Cerca de la Arena había un pequeño centro de edificios gubernamentales.
Barrent anduvo a lo largo de las estrechas calles, mirando a su alrededor, tratando de hacerse una idea de lo que sería su nueva casa. Las tortuosas calles, sin pavimentar, y las sombrías casas, a merced de la intemperie, parecieron hacerle recordar algo. Había visto un lugar como aquel en la Tierra, pero no podía recordar nada acerca de aquello. El recuerdo era tan mortificante como la sarna; pero no podía localizar su origen.
Al pasar de la Arena, llegó al distrito principal de negocios y comercios de Tetrahyde. Fascinado leyó en grandes rótulos:
DOCTOR SIN LICENCIA
ABORTOS REALIZADOS AL MOMENTO
Más allá:
ABOGADO EXPULSADO DEL COLEGIO
INFLUENCIA POLÍTICA
Todo aquello le sonaba mal a Barrent, de forma vaga. Siguió adelante, pasando frente a establecimientos que anunciaban mercancías robadas, pasaron frente a un pequeño establecimiento que anunciaba:
LECTURA DEL PENSAMIENTO
SU PASADO EN LA TIERRA REVELADO
Barrent se sintió tentado de entrar. Pero recordó que no tenía dinero. Y Omega parecía uno de aquellos lugares que dan un gran valor al dinero.
Giró hacia una calle lateral, pasando frente a varios restaurantes, llegando a un gran edificio llamado
INSTITUTO DEL VENENO
Cursos fáciles. Tres años de plazo para pagar.
Satisfacción garantizada o devolución del dinero.
La puerta siguiente era el
GREMIO DE ASESINOS
Local 452.
Según la charla que les habían dirigido en la naveprisión, Barrent había supuesto que Omega sería un lugar dedicado a la rehabilitación de criminales. A juzgar por los rótulos de los establecimientos, no era así. O si lo era, la rehabilitación tomaba unas formas muy extrañas. Siguió andando más despacio, sumido en sus pensamientos.
Entonces se dio cuenta de que la gente se apartaba de su camino. Le miraban y desaparecían dentro de las porterías de las casas o dentro de establecimientos. Una mujer mayor le dirigió una mirada y echó a correr.
¿Qué pasaba? ¿Sería debido a su uniforme de la prisión? No, la gente de Omega habían visto muchos como aquel. ¿Qué era, pues?
La calle estaba casi desierta. Un tendero cercano a él estaba recogiendo apresuradamente sus cosas.
—¿Qué sucede? —le preguntó Barrent—. ¿Qué pasa?
—¿Es que ha perdido la cabeza? —dijo el tendero—. ¡Hoy es el Día de Desembarco!
—¿Cómo dice?
—¡El Día de Desembarco! —dijo el tendero—. El día que aterriza la naveprisión. ¡Regrese a su barraca, idiota!
Puso el último postigo y lo cerró. Barrent sintió un repentino escalofrío de temor. Algo iba muy mal. Sería mejor que se apresurara a regresar. Había sido un estúpido al no intentar saber algo más acerca de las costumbres de Omega, antes…
Por la calle se acercaban hacia él tres hombres. Iban bien vestidos y cada uno de ellos lucía un pequeño pendiente de oro en su oreja izquierda. Los tres llevaban armas blancas.
Barrent empezó a andar alejándose. Uno de ellos gritó:
—¡Detente, peón!
Barrent vio que la mano del hombre se dirigía hacia el arma. Se detuvo y dijo:
—¿Qué pasa?
—Es el Día de Desembarco —dijo el hombre. Miró a sus amigos—. Bueno, ¿quién dispondrá primero de él?
—Nos lo haremos a suertes.
—Aquí hay una moneda.
—No, con los dedos.
—¿Preparados? ¡Uno, dos, tres!
—Es mío —dijo el Hadji de la izquierda. Sus amigos dieron unos pasos hacia atrás, mientras el primero sacaba su arma blanca.
—¡Espere! —gritó Barrent—. ¿Qué va usted a hacer?
—Voy a matarte —dijo el hombre.
—¿Pero, por qué?
El hombre sonrió.
—Porque es un privilegio Hadji. En cada Día de Desembarco, tenemos el derecho de matar a cualquier peón que se aleja del área de sus barracas.
—¡Pero a mí no se me ha dicho nada!
—Claro que no —dijo el hombre—. Si los recién llegados lo supierais, ninguno de vosotros se alejaría de las barracas en el Día de Desembarco. Y ello estropearía la diversión.
Apuntó.
Barrent reaccionó instantáneamente. Se echó al suelo cuando el Hadji disparaba, oyó algo que pasaba silbando y vio un fogonazo que rayaba el edificio de ladrillo junto al cual había estado él.
—Ahora me toca a mí —dijo uno de los hombres.
—Lo siento, viejo, creo que me toca a mí.
—La antigüedad, querido amigo, tiene sus privilegios. Apártate.
Antes de que el siguiente pudiera apuntar, Barrent volvía a estar de pie y empezaba a correr. La calle agudamente sinuosa le protegió por el momento, pero podía oír el ruido de sus perseguidores tras él. Corrían de prisa, a grandes zancadas, como si estuvieran completamente seguros de su presa. Barrent tomó verdadera velocidad, giró por una calle lateral y supo inmediatamente que había cometido una equivocación. Se hallaba en una calle sin salida. Los Hadjis, que se acercaban a buen paso, estaban muy cerca.
Barrent miró alocadamente a su alrededor. Fachadas de establecimientos que estaban todos cerrados y provistos de candados. No había ningún sitio dónde poder trepar, ningún lugar donde esconderse.
Y entonces vio una puerta abierta a media manzana en dirección a sus perseguidores. Había pasado corriendo por delante. Un rótulo que sobresalía sobre la puerta del edificio decía: SOCIEDAD PROTECTORA DE LAS VÍCTIMAS. «Eso va por mí», pensó Barrent.
Se dirigió hacia allí, corriendo, pasando casi por debajo de las narices de los alarmados Hadjis. Sólo un disparo hizo saltar un poco de tierra bajo sus talones. Entonces llegó a la puerta y se deslizó dentro.
Se detuvo un momento. Sus perseguidores no le habían seguido; todavía podía oír sus voces en la calle, discutiendo amablemente cuestiones de prioridad. Barrent se dio cuenta de que había entrado en una especie de santuario.
Se hallaba en una habitación grande, brillantemente iluminada. Varios hombres andrajosos estaban sentados en un banco cerca de la puerta, riendo algún chiste. Un poco más abajo, una muchacha de cabellos oscuros estaba sentada mirando a Barrent con ojos abiertos, sin parpadear. Al extremo de la habitación había una mesa con un hombre sentado tras ella. El hombre hizo una seña a Barrent. Este se acercó a la mesa. El hombre sentado tras ella era bajo y llevaba gafas. Sonrió, como pretendiendo darle ánimos, esperando a que Barrent hablara.
—¿Esto es la Sociedad Protectora de las Víctimas? —preguntó Barrent.
—En efecto, señor —dijo el hombre—. Yo soy Randolph Frendlyer, presidente de esta organización sin provecho. ¿Puedo servirle en algo?
—Sí, por supuesto —dijo Barrent—. Soy prácticamente una víctima.
—Ya me lo he supuesto con sólo mirarle —dijo Frendlyer, sonriendo cálidamente—. Tiene un aspecto indudable de víctima; una mezcla de temor y de incertidumbre con un poco de sugestión de vulnerabilidad. Es inequívoco.
—Todo esto es muy interesante —dijo Barrent, mirando hacia la puerta y preguntándose hasta cuando aquel santuario sería respetado—. Mister Frendlyer, yo no soy miembro de su organización.
—Eso no importa —dijo Frendlyer—. La inscripción en nuestro grupo es necesariamente espontánea. Uno entra a formar parte de ella cuando se presenta la ocasión. Nuestra intención es proteger los inalienables derechos de todas las víctimas.
—Sí, señor. Bien, ahí afuera hay tres hombres tratando de matarme.
—Comprendo —dijo Mr. Frendlyer. Abrió un cajón y sacó un gran libro. Hojeó rápidamente hallando la referencia que buscaba—. Dígame, ¿podría indicarme el estado legal de estos hombres?
—Creo que eran Hadjis —dijo Barrent—. Cada uno de ellos llevaba un pequeño pendiente de oro en su oreja izquierda.
—Correcto —dijo Mr. Frendlyer—. Y hoy es el Día de Desembarco. Usted ha salido de la nave que ha desembarcado hoy y ha sido clasificado como peón. ¿Correcto?
—Sí, en efecto —dijo Barrent.
—Entonces, me siento feliz al poder decirle que todo está en orden. La cacería del Día de Desembarco termina al ponerse el sol. Puede salir de aquí con el conocimiento de que todo es correcto y que sus derechos no han sido violados para nada.
—¿Salir de aquí? Después de ponerse el sol, querrá decir…
Mr. Frendlyer movió la cabeza y sonrió tristemente.
—Temo que no. De acuerdo con la ley, usted debe irse ahora mismo de aquí.
—¡Pero ellos me matarán!
—Muy cierto —dijo Frendlyer—. Desgraciadamente, yo no puedo evitarlo. Una víctima, por definición, es uno que tiene que ser matado.
—Creía que esto era una organización protectora.
—Y lo es. Pero nosotros protegemos los derechos, no las víctimas. Sus derechos no están siendo violados. Los Hadjis tienen el privilegio de matarle en el Día de Desembarco, a cualquier hora antes de que se ponga el sol, si usted no se encuentra en el área de las barracas. Debo añadir, que usted tiene el derecho de matar a cualquiera que pretenda matarle a usted.
Barrent podía escuchar todavía las perezosas voces de los Hadjis en la calle. Preguntó:
—¿Tiene alguna puerta trasera?
—Lo siento.
—Pues, sencillamente no me voy.
Todavía sonriendo, Mr. Frendlyer abrió un cajón y sacó un arma. Apuntó con ella a Barrent, al tiempo que decía:
—En realidad debe irse. Puede arriesgarse con los Hadjis, o puede morir aquí mismo sin escapatoria posible.
—Présteme su arma —dijo Barrent.
—No está permitido —repuso Frendlyer—. No pueden haber víctimas merodeando por ahí provistos de armas, ya sabe. Ello cambiaría las cosas. —Quitó el seguro—. ¿Se marcha?
Barrent calculó las posibilidades de éxito que tenía en lanzarse contra la mesa para apoderarse del arma, y decidió que nunca podría conseguirlo. Los hombres andrajosos sentados en el banco seguían riendo. La muchacha de cabellos negros se había levantado del banco y estaba de pie junto a la puerta. Cuando llegó cerca de ella, Barrent vio que era muy bonita. Se preguntó qué crimen debía haber dictado su expulsión de la Tierra.
Al pasar junto a ella, sintió que algo duro le tocaba las costillas. Puso la mano descubriendo que estaba tocando un revólver pequeño, de aspecto eficiente.
—Suerte —dijo la muchacha—. Espero que sepa cómo manejarlo.
Barrent le dio las gracias con un gesto. No estaba seguro de saberlo hacer; pero iba a comprobarlo.