Capítulo Treinta

30

El condicionamiento empujó a los Barrents en lucha a través de un tiempo subjetivo que se desarrollaba en los puntos de coacción del pasado en los que la muerte había estado próxima, donde la estructura de vida temporal se había debilitado, donde se había establecido ya una predisposición hacia la muerte. El condicionamiento obligaba a Barrent2 a experimentar de nuevo todos aquellos momentos. Pero esta vez, el peligro estaba aumentado por toda la fuerza de la maligna mitad de su personalidad, por el asesino informante, Barrent1.

Barrent2 estaba de pie bajo las luces resplandecientes de la Arena manchada de sangre, con una espada en la mano. Eran los Juegos de Omega. Hacia él se acercaba el Saunus, un reptil poderosamente acorazado con el rostro de Barrent1. Barrent2 cortó la cola de aquella criatura y esta cambió en tres trichomotreds, del tamaño de ratas, con el rostro de Barrent, con las disposiciones de rabiosos carcayus. Mató a dos, y el tercero haciendo una mueca le mordió la mano izquierda hasta llegar al hueso. Le mató, y vio la sangre de Barrent1 derramándose sobre la arena…

Tres hombres andrajosos estaban riéndose sentados en un banco y una muchacha le tendía una pequeña arma.

«—Suerte —le decía ella—. Espero que sepa cómo usarlo».

Barrent le daba las gracias antes de darse cuenta de que la muchacha no era Moera; era la muchacha mutante que había predicho su muerte.

Sin embargo, salió a la calle y se enfrentó a los tres Hadjis.

Dos de ellos eran extranjeros de rostro pacífico. El tercero, Barrent1, dio un paso hacia adelante sacando rápidamente el arma y apuntándole, aquel arma desconocida. La sintió vibrar en su Barrent2 se arrojó al suelo y apretó el gatillo de manos. El último disparo de Barrent1 antes de morir había rozado el extremo del cañón de su arma.

Desesperadamente trató de alcanzar el arma y mientras se arrastraba hacia ella vio al segundo hombre, que ahora mostraba también el rostro de Barrent, que le estaba apuntando cuidadosamente.

Barrent2 sintió un dolor agudo en su brazo, ya herido por el mordisco del trichomotred. Derribó a ese Barrent1, y a través de una nube de dolor se enfrentó con el tercer hombre, que ahora también era Barrent1

Su brazo iba paralizándose rápidamente, pero hizo un esfuerzo para apretar el gatillo.

Estás siguiendo su juego, se dijo Barrent2. El condicionamiento de muerte te perderá, te matará. Debes comprenderlo, debes conseguir librarte de ello. No está sucediendo de verdad, sólo es una treta de tu mente

Pero no tenía tiempo de pensar. Se hallaba en una sala de piedra, grande, circular, de techo muy pito, en los sótanos del Departamento de Justicia. Era el Juicio de Prueba. Rodando por el suelo, dirigiéndose hacia él, una reluciente máquina negra con la forma de una semiesfera, que se sostenía sobre cuatro patas altas. Se le acercaba y entre las luces rojas, verdes y ámbar, pudo distinguir el odiado rostro… de Barrent1.

Ahora su enemigo tomaba su última forma: la conciencia invariante de robot, tan falsa y estilizada como los sueños condicionados de la Tierra. La máquina Barrent1, extraía un tentáculo con una luz blanca en su extremo. Al acercársele, retiró el tentáculo y en su lugar apareció un brazo de metal en cuyo extremo brillaba un cuchillo. Barrent2 se echó a un lado y pudo oír el cuchillo que raspaba contra la piedra.

No es lo que estás pensando —se decía Barrent—. No es una máquina, ni vuelves a encontrarte en Omega. Sólo es tu otro yo con quien estás luchando, esto no es más que una ilusión mortífera.

Pero no podía creerlo. La máquina Barrent volvía a acercársele otra vez, con el metal brillando de forma horrible con una sustancia verde que Barrent2 reconoció inmediatamente como veneno de contacto. Echó a correr tratando de alejarse del roce fatal.

No es fatal, se dijo.

Un neutralizador limpiaba la superficie metálica de la máquina, dejándola libre de veneno. La máquina trataba de aplastarle. Barrent intentó hacerla volcar. La sintió pasar por encima de su cuerpo con una fuerza tremenda, en las costillas.

No es real. Estás sufriendo un reflejo condicionado de muerte. No te encuentras de nuevo en Omega. Estás en la Tierra, en tu propia casa, mirando en un espejo.

Pero el dolor era real y la herida producida por el brazo metálico en el hombro era también real. Barrent se tambaleó.

Sintió horror, no de morir, sino de morir demasiado pronto, antes de que pudiera avisar a los de Omega del último peligro con que se enfrentarían planteado dentro de sus propias mentes. No había nadie más a quien avisar de la catástrofe que atacaría a cada hombre cuando recobrara su específica memoria de la Tierra. Para su mejor conocimiento, nadie lo había experimentado y vivido. Si él pudiera seguir viviendo tras aquello, podrían tomarse medidas preventivas, podría establecerse un contracondicionamiento.

Se puso en pie. Alimentado desde la infancia por la responsabilidad social, pensó en ello. No podía permitirse el lujo de morir, ahora que su conocimiento era vital para los de Omega.

No es una máquina real.

Se lo repetía a sí mismo cuando la Máquina Barrent aumentaba la velocidad, aceleraba, y se echaba hacia él desde el extremo. Hizo un esfuerzo para ver más allá de la máquina, para comprender las pacientes lecciones zumbantes de las clases cerradas que habían creado aquel monstruo en su mente.

No es una máquina real.

Lo creía así…

Y asestó un puñetazo al rostro odiado que se reflejaba en el metal.

Hubo un momento de confuso dolor, y luego la pérdida del conocimiento. Cuando volvió en sí, se encontraba solo en su propia casa de la Tierra.

El brazo y el hombro le dolían y le pareció tener algunas costillas rotas. En su mano izquierda llevaba la huella del mordisco del trichomotred.

Pero con su mano derecha llena de cortes y sangrante había destrozado el espejo. Lo había destrozado y con él había destrozado a Barrent totalmente y para siempre.