Capítulo Trece

13

Barrent andaba por las estrechas y retorcidas callejas del distrito con la mano siempre cerca del arma. Pasó entre un cojo y un ciego, pasó junto a idiotas hidrocéfalos y microcéfalos, junto a un titiritero que aguantaba doce antorchas llameantes en el aire con la ayuda de una rudimentaria tercera mano que le salía del pecho. Había vendedores vendiendo ropas, amuletos y joyas. Habían carromatos cargados de comida de aspecto picante y sucio. Pasó frente a una hilera de burdeles brillantemente pintados. Muchachas que se amontonaban en las ventanas le hacían gestos y señas, y una mujer de cuatro brazos y seis piernas le dijo que llegaba a tiempo para los Ritos Délficos. Barrent se alejó corriendo de ella, yendo a parar casi contra una mujer monstruosamente gorda que se desabrochó la blusa dejando al descubierto ocho enormes pechos. Se escapó de esta, pasando con rapidez junto a cuatro siameses unidos que le miraron fijamente con sus enormes ojos tristes.

Barrent dio la vuelta a una esquina y se detuvo. Un hombre alto, más bien viejo, apoyado en una caña, le cerraba el paso. Ese hombre era semiciego; la piel había crecido lisa y sin vello sobre el hueco donde debiera haber existido el ojo izquierdo. Pero el ojo derecho era agudo y fiero bajo su ceja blanca.

—¿Desea los servicios de una pitonisa genuina? —le preguntó el viejo.

Barrent movió afirmativamente la cabeza.

—Sígame —dijo el mutante.

Giró hacia una callejuela, y Barrent le siguió, con la mano apretada fuertemente sobre el arma. Los mutantes tenían prohibido llevar armas; pero como aquel viejo, la mayoría se servían de bastones más o menos consistentes rematados en hierro. En lugares tan estrechos, no se podía pedir arma mejor.

El viejo abrió una puerta y le indicó a Barrent que entrara. Barrent hizo una pausa, recordando las historias que había oído acerca de pobres ciudadanos que habían caído en manos de los mutantes. Entonces extrayendo un poco el arma que llevaba en el bolsillo entró.

Al final de un largo pasillo, el anciano abrió una puerta, haciendo pasar a Barrent dentro de una habitación pequeña y escasamente iluminada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Barrent pudo distinguir las formas de dos mujeres sentadas delante de una mesa lisa de madera. Encima de la mesa había una cazuela con agua y en la cazuela un trozo de cristal del tamaño de un puño cortado en varias facetas.

Una de las mujeres era muy vieja y completamente calva. La otra era joven y bonita. Cuando Barrent se acercó un poco más a la mesa, vio, con sobresalto, que sus piernas estaban unidas a partir de las rodillas hacia abajo por una membrana escamosa y sus pies tenían la forma de una cola de pez rudimentaria.

—¿Qué desea que veamos para usted, ciudadano Barrent? —le preguntó la mujer joven.

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Barrent. Al ver que no le contestaba, añadió—: De acuerdo. Quiero que averigüen lo que puedan acerca de un asesinato que cometí en la Tierra.

—¿Por qué quiere averiguarlo? —quiso saber la joven—. ¿Es que las autoridades no le han comunicado sus informes?

—Sí, por supuesto. Pero yo quisiera saber porqué lo hice. Tal vez existan circunstancias atenuantes. Tal vez lo hiciera en defensa propia.

—¿Es importante en realidad? —preguntó la joven.

—Creo que sí —respondió Barrent. Vaciló unos momentos y luego añadió—: La cuestión es que siento un prejuicio neurótico contra el asesinato. Yo más bien no mataría. Por esta razón desearía saber porqué lo hice en la Tierra.

Los mutantes se miraron entre sí. Entonces el anciano sonrió y dijo:

—Ciudadano, le ayudaremos en lo que podamos. Nosotros, los mutantes, tenemos ciertos prejuicios contra los asesinos, puesto que siempre hay alguien que nos mata. Todos nosotros estamos en favor de aquellos ciudadanos que sienten neurosis contra el crimen.

—¿Así pues, repasarán mi pasado?

—No es tan fácil como parece —dijo la mujer joven—. La habilidad nuestra, que es una de las que forman el racimo de psitalentos, es difícil de emplear. No funciona siempre. Y cuando lo hace, con frecuencia no revela lo que se desea.

—Creía que todos los mutantes podían leer el pasado siempre que querían —dijo Barrent.

—No —dijo el anciano—, no es cierto. Por una razón: no todos los que estamos clasificados como mutantes somos mutantes verdaderos. En estos días casi cualquier deformidad o anormalidad es llamada mutantismo. Es una palabra que se aplica para cualquier ser que no se aviene al tipo terrestre en cuanto a apariencia.

—¿Pero algunos de ustedes son verdaderos mutantes?

—Por supuesto. Pero aún entonces, hay distintos tipos de mutantismo. Algunos sólo muestran anormalidades radioactivas… gigantismo, microcefalia, y cosas por el estilo. Sólo unos pocos poseemos las sencillas posibilidades… aunque todos los mutantes digan poseerlas.

—¿Usted puede ver a través del tiempo? —le preguntó al anciano.

—No. Pero Myla, sí —dijo, indicando a la joven—. A veces puede.

La joven estaba mirando fijamente dentro del recipiente de agua, dentro del cristal tallado. Sus pálidos ojos estaban abiertos al máximo, mostrando casi toda la pupila, y su cuerpo con cola de pez estaba tenso, sostenido por la mujer vieja.

—Está empezando a ver algo —anunció el hombre—. El agua y el cristal sirven sólo para centrar su atención. Myla es una buena pitonisa. Aunque algunas veces se le confunden las ideas relativas al pasado con las pertenecientes al futuro. Cuando suceden esas cosas es una lástima, porque ello les da mala fama a las pitonisas. No puede evitarlo. Cada vez, durante un rato, el futuro está ahí en el agua, y Myla puede decir lo que ve. La semana pasada le dijo a un Hadji que iba a morir dentro de cuatro días. —El anciano se echó a reír—. Tendría que haber visto la expresión de su cara.

—¿Vio ella de que forma moriría? —preguntó Barrent.

—Sí. Apuñalado. El pobre hombre no se movió de su casa durante los cuatro días.

—¿Y lo mataron?

—Claro. Su propia esposa. Es una mujer muy enérgica, según tengo entendido.

Barrent esperó que Myla no le adivinara el futuro. La vida era ya suficientemente difícil sin que las predicciones de una mutante tuvieran que hacerla peor todavía.

La muchacha había levantado los ojos del cristal tallado, moviendo la cabeza tristemente:

—Puedo decirle muy poco. No puedo ver la realización del asesinato. Pero he visto un cementerio y en él he visto el panteón de sus padres. Es un panteón antiguo, tal vez de la Tierra llamado Youngerstun.

Barrent reflexionó unos momentos, pero aquel nombre no significaba nada para él.

—Además —dijo Myla— he visto a un hombre que sabe algo acerca del asesinato. El puede decirle lo que sepa, si quiere hacerlo.

—¿Ese hombre vio el asesinato?

—Sí.

—¿Es quien informó sobre mí?

—No lo sé —dijo Myla—. He visto el cadáver, cuyo nombre era Therkaler, y cerca de él había un hombre. Este hombre se llama Illiardi.

—¿Está aquí, en Omega?

—Sí. Puede encontrarle en el Euphoriatorium, en Little Axe Street. ¿Sabe dónde está eso?

—Lo encontraré —dijo Barrent.

Dio las gracias a la muchacha y se ofreció en pagar, cosa que ella rehusó. Parecía muy desgraciada. Cuando Barrent se iba, ella le llamó:

—Tenga cuidado.

Barrent se detuvo en seco junto a la puerta, sintiendo un frío helado recorrerle la espalda.

—¿Es que ha visto mi futuro? —preguntó.

—Sólo un poco —dijo Myla—. Sólo unos cuantos meses.

—¿Qué ha visto?

—No puedo explicarlo —dijo ello—. Lo que he visto es imposible.

—Dígame qué era.

—Le he visto muerto. Y, sin embargo, no estaba muerto en absoluto. Usted estaba mirando a un cadáver, en pequeños fragmentos, bullentes. Pero ese cadáver era usted también.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé —dijo Myla.

El Euphoriatorium era un lugar grande y deslumbrante que estaba especializado en drogas y afrodisíacos a buen precio. Abastecían por lo general a una clientela formada por peones y residentes. Barrent se sintió fuera de su categoría al mezclarse entre aquel gentío y al preguntar al camarero dónde podría encontrar a un hombre llamado llliardi.

El camarero se lo indicó. En un rincón, Barrent vio a un hombre, calvo, de anchas espaldas, sentado frente a un pequeño vaso de thanapiquita. Barrent se le acercó y se presentó a sí mismo.

—Es un placer conocerle, señor —dijo Illiardi, mostrando el respeto obligatorio de un residente de segunda clase hacia un ciudadano privilegiado—. ¿En qué puedo servirle?

—Quisiera formularle algunas preguntas sobre la Tierra —dijo Barrent.

—No puedo recordar gran cosa de eso —dijo Illiardi—. Pero le contestaré con mucho gusto en todo lo que pueda.

—¿Recuerda a un hombre llamado Therkaler?

—Por supuesto —dijo Illiardi—. Un tipo delgado. De mirada turbia. Tan ordinario como quiera.

—¿Estaba usted presente cuando le asesinaron?

—Estaba allí. Fue la primera cosa que recordé al bajar de la nave.

—¿Vio usted al que le mató?

Illiardi pareció confundido.

—No tenía necesidad de verlo. Le maté yo.

Barrent hizo un esfuerzo para seguir hablando con calma, con voz firme.

—¿Está seguro? ¿Está absolutamente seguro?

—Naturalmente que lo estoy —dijo Illiardi—. Y lo discutiré con cualquiera que lo dude. Maté a Therkaler, y se merecía algo peor que eso.

—¿Cuando le mató —preguntó Barrent—, me vio a por allí cerca?

Illiardi le observó detenidamente, y luego movió la cabeza.

—No, no creo haberle visto. Pero no estoy seguro. Después de matar a Therkaler, todo está confuso en mi mente.

—Gracias —dijo Barrent.

Salió del Euphoriatorium.