Capítulo Siete

7

Cuando Barrent empezó su paseo, la noche se convirtió en algo cálido, casi sofocantemente húmedo. Ni el más leve soplo de aire atravesaba las oscuras calles. Aunque sólo llevaba una camisa dé malla negra, pantalones cortos, el cinto con el arma y sandalias, Barrent se sentía como si fuera envuelto en una manta gruesa. La mayoría de la gente de Tetrahyde, con excepción de los que ya estaban en los servicios, se retiraban en busca del frescor de sus bodegas. Las oscuras calles estaban casi desiertas.

Barrent seguía andando más lentamente. Las pocas personas con quienes se cruzó se dirigían apresuradamente hacia sus respectivas casas. Había una especie de sensación de pánico en aquella silenciosa, callada prisa, bajo aquel calor que hacía dificultoso el andar. Barrent trató de averiguar de qué se trataba, pero nadie quiso detenerse. Un viejo le gritó por encima del hombro:

—¡No estés en la calle, idiota!

—¿Por qué? —le preguntó Barrent.

El anciano le rezongó algo ininteligible y siguió apresuradamente su camino.

Barrent siguió andando, palpando nerviosamente el bulto del arma que llevaba consigo. Algo iba ciertamente mal, pero no tenía idea de lo que era. Su refugio más próximo era ahora el Wee Coven, a una media milla aproximadamente. Le parecía mejor seguir avanzando en aquella dirección, permaneciendo alerta, esperando descubrir qué era lo que andaba mal.

Al cabo de pocos minutos Barrent se hallaba solo, en una ciudad estrechamente cerrada. Pasó al centro de la calle, abriendo la funda del arma que llevaba al cinto y preparándose a ser atacado por cualquier lado. Tal vez era alguna fiesta señalada como el Día de Desembarco. Quizá los Ciudadanos Libres eran el juego apropiado para aquella noche. Todo parecía posible en un planeta como Omega.

Pensó que estaba preparado para cualquier eventualidad. Pero cuando el ataque llegó, fue desde un punto totalmente inesperado.

Un aire afilado empezó o soplar. Cesó para volver a soplar al cabo de un rato con más fuerza esta vez, enfriando perceptiblemente el calor de las calles. El viento soplaba desde las montañas hacia el interior, azotando las calles de Tetrahyde, y Barrent pudo darse cuenta de que el sudor que empapaba sus ropas, en el pecho y la espalda, empezaba a secarse.

Durante unos minutos, el clima de Tetrahyde fue agradable, como nada que hubiera podido imaginarse.

Entonces la temperatura siguió descendiendo.

Bajaba rápidamente. Un aire frígido llegaba desde las lejanas montañas y la temperatura fue bajando desde los 21 grados a los 15.

Aquello era ridículo, pensaba Barrent para sí. Sería mejor que hubiera ido al Coven.

Andaba más de prisa, mientras la temperatura bajaba. Pasó de los 4 grados a 1 bajo cero. En las calles aparecían las primeras muestras de la helada.

No podía descender mucho más, pensó Barrent.

Pero pudo. Un frío encolerizado azotaba las calles, y la temperatura bajó a unos 6 grados bajo cero. La humedad en el aire empezó a convertirse en aguanieve.

Helado hasta los huesos, Barrent corría por las calles vacías, y el viento, que alcanzaba la fuerza del huracán, le empujaba. Las calles brillaban con la escarcha, haciendo su avance cada vez más peligroso. Resbaló y cayó, y tuvo que seguir avanzando poco a poco para evitar nuevas caídas. La temperatura seguía bajando mientras el viento soplaba cada vez con más furia.

Divisó una luz a través de las rendijas de una ventana bien cerrada, pero del interior no le llegó ningún ruido. Se dio cuenta de que la gente de Tetrahyde no ayudaba nunca a nadie. Cuantos más murieran, más oportunidades tenían los supervivientes. Por esto Barrent siguió corriendo, sintiendo los pies como si fueran pedazos de madera.

El viento silbaba en sus oídos, y piedras de granizo del tamaño de su puño iban cubriendo el suelo. Empezaba a estar fatigado para correr. Todo lo que podía hacer ahora era andar, a través de aquel mundo blanco y helado, hacia la muerte.

Barrent hizo un esfuerzo para correr otra vez. Sentía una aguda punzada en el costado, como si hubiera sido una puñalada, mientras el frío iba entumeciendo sus brazos y sus piernas. Pronto el frío alcanzaría su pecho y entonces todo habría terminado.

Una ráfaga de granizo le derrumbó. Medio inconsciente se halló tendido sobre el suelo helado, mientras un viento huracanado iba llevándose con él el poco calor que le quedaba en el cuerpo.

Al otro extremo de la manzana pudo ver las débiles luces rojas del Coven. Siguió adelante arrastrándose con manos y rodillas, moviéndose mecánicamente, sin esperar poder llegar allí. Iba arrastrándose sin cesar, cuando las luces rojas parecían estar siempre a la misma distancia.

Pero seguía avanzando a rastras y al final llegó a la puerta del Coven. Se puso como pudo de pie, y dio la vuelta al pomo de la puerta.

Pero esta estaba cerrada.

Llamó débilmente con los nudillos. Después de un momento, la puerta se abrió. Vio a un hombre que le miraba; luego la puerta que volvía a cerrarse. Esperó a que abrieran otra vez. Pero no lo hacían. Pasaban los minutos, y la puerta seguía cerrada. ¿Qué estaban esperando para dejarle entrar? ¿Qué sucedía? Barrent trató de llamar nuevamente a la puerta, pero perdió el equilibrio cayendo al suelo. Levantó la cabeza mirando con desespero la puerta cerrada. Entonces perdió el conocimiento.

Cuando se recobró, Barrent se encontró tendido en un diván. Dos hombres estaban haciéndole masaje en los brazos y en las piernas, mientras debajo de él sentía el calor de las almohadillas calientes. Mirándole con ansia vio a Tío Ingemar, con su rostro ancho, moreno.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Tío Ingemar.

—Me parece que sí —respondió Barrent—. ¿Por qué tardaron tanto en abrir la puerta?

—Estuvimos a punto de no abrir —le dijo el sacerdote—. Va contra la Ley ayudar a los extranjeros que se hallan en apuros. Puesto que usted todavía no formaba parte del Coven, técnicamente era un extranjero.

—¿Entonces, por qué me dejaron entrar?

—Mi ayudante se dio cuenta de que los feligreses eran numero par. Para nosotros es necesario ser número impar y mejor si termina en tres. Cuando las leyes sagradas y las profanas están, en conflicto, las profanas deben ceder. Por esta razón le dejamos entrar a pesar de las reglas gubernamentales.

—Son unas reglas ridículas —dijo Barrent.

—No lo crea. Como la mayoría de las leyes en Omega, están destinadas a mantener la población en un número bajo. Omega es un planeta extremadamente estéril, ya lo sabe. La constante llegada de nuevos prisioneros hace que la población vaya en aumento, para desventaja de los habitantes antiguos. Por este motivo se han pensado medios y formas para disponer del exceso de recién llegados.

—No es honrado —dijo Barrent.

—Cambiará de opinión cuando sea un habitante antiguo —dijo Ingemar—. Pues por la tenacidad que demuestra, estoy seguro de que llegará a serlo.

—Tal vez —respondió Barrent—. ¿Pero qué ha sucedido? La temperatura ha descendido casi unos 35 grados en quince minutos.

—Cuarenta grados para ser más exactos —repuso Tío Ingemar—. En realidad es muy sencillo. Omega es un planeta que gira alrededor de un sistema solar doble. La inestabilidad más distante, tengo entendido, proviene de la peculiar construcción física del planeta, la colocación de montañas y mares. El resultado es un clima uniforme y dramáticamente pésimo, caracterizado por repentinos y violentos cambios de temperatura.

El ayudante, un individuo pequeño, engreído, dijo:

—Se ha calculado que Omega está en los límites externos de los planetas que pueden soportarla vida humana sin grandes ayudas artificiales. Si las oscilaciones entre el calor y el frío fueran un poco más violentos, toda la vida humana de aquí quedaría aniquilada.

—Es el perfecto mundo penal —dijo Tío Ingemar orgullosamente—. Los residentes expertos presienten cuando tiene que haber un cambio de temperatura y se encierran en sus casas.

—Es… infernal —dijo Barrent, pronunciando las palabras indeciso.

—Una descripción perfecta —dijo el sacerdote—. Es infernal, y por consiguiente perfecto para el culto del Negro. Si ya se encuentra mejor, ciudadano Barrent, ¿podremos proseguir con nuestros servicios?

Con excepción de las puntas de los dedos de los pies y de las manos que los sentía helados, se encontraba repuesto. Movió la cabeza afirmativamente y siguió al sacerdote y a los feligreses a la parte principal del Coven.

Después de todo lo que había pasado, la Misa Negra fue necesariamente un anticlímax. En su banco suavemente calentado, Barrent se adormecía con el sermón de Tío Ingemar, sobre la necesaria realización cotidiana del mal.

El culto al Mal, decía tío Ingemar, no tenía que ser reservado solamente para los lunes por la noche. ¡Todo lo contrario! El conocimiento y realización del mal tenía que cubrir la vida diaria de cada uno. No todos podían ser un gran pecador; pero nadie debía desanimarse por ello. Pequeños actos de maldad realizados durante toda la vida se acumulan en un total de pecados más agradables al Negro. Nadie tenía que olvidar que algunos de los más grandes pecadores, incluso los santos demoníacos, habían tenido con frecuencia comienzos humildes. ¿No había empezado Thrastus, como un humilde tendero, robando a sus clientes un poquito de arroz? ¿Quién hubiera esperado que un hombre tan sencillo se convirtiera en el Asesino Rojo de Thorndyke Lane? ¿Quién habría imaginado que el doctor Louen, hijo de un mutilado, pudiera llegar a convertirse en la autoridad principal del mundo en las aplicaciones prácticas de tortura? La perseverancia y la devoción habían permitido a aquellos hombres elevarse por encima de sus obstáculos naturales hasta una posición preeminente en la mano derecha del Negro. Y ello probaba, decía Tío Ingemar, que el Mal era asunto tanto del pobre como del rico.

Así terminó el sermón. Barrent se despertó momentáneamente cuando sacaban los símbolos sagrados y los exhibían a la reverente congregación, un puñal de mango rojo y una víbora de yeso. Luego volvió a dormitar mientras hacían la lenta dedicación al pentágono mágico.

Al fin la ceremonia se acercaba a su fin. Los nombres de los demonios malignos intercesores eran nombrados…, Bael, Forcas, Buer, Marchochias, Astaroth y Behemonth. Se leyó una oración con el fin de ahuyentar los efectos del Bien. Y Tío Ingemar se disculpó por no tener una virgen que sacrificar en el Altar Rojo.

—Nuestros fondos no eran suficientes —dijo—, para la adquisición de una virgen-peón con el correspondiente certificado gubernamental. Sin embargo, estoy seguro que podremos realizar la ceremonia completa el lunes siguiente. Mi ayudante pasará ahora entre vosotros…

El ayudante pasó entre los bancos con una bandeja para efectuar la colecta. Como los demás feligreses, Barrent contribuyó generosamente. Parecía lo más prudente. Tío Ingemar estaba francamente enojado por no tener una virgen que sacrificar. Si se enojaba un poco más, tal vez se le metiera en la cabeza la idea de sacrificar a cualquiera de la congregación, virgen o no.

Barrent no se quedó a presenciar ni el canto del coro ni al baile de la comunidad. Una vez terminada la función religiosa, asomó la cabeza, cuidadosamente por la puerta, la temperatura había subido a unos 21 grados, y la helada estaba terminando de fundirse sobre el suelo. Barrent estrechó la mano del sacerdote y se dirigió apresuradamente hacia su casa.