Capítulo Seis

6

—El Mal —dijo el sacerdote, después de haberse colocado confortablemente en el mejor sillón de Barrent— es esa fuerza que llevamos dentro y que inspira a los hombres a realizar actos de fuerza y resistencia. El culto al mal es esencialmente el culto a uno mismo y por consiguiente el único culto verdadero. El mismo al que se adora es el ser social ideal; el hombre está contento en su nicho en la sociedad, pero está preparado para agarrar cualquier oportunidad que pueda servirle de avance; el hombre que encuentra la muerte con dignidad, que mata sin sentir el vicio degradante de la piedad. El Mal es cruel, puesto que esto es un reflejo verídico del universo desamparado e insensato. El Mal es eterno e invariable, aunque venga a nosotros en diversas formas de vida proteiforme.

—¿Tomaría una copa de vino, Tío? —preguntó Barrent.

—Gracias, es usted muy amable —respondió Tío Ingemar—. ¿Cómo va el negocio?

—Bien. Algo flojo esta semana.

—La gente no se toma ya el mismo interés en los venenos —dijo el sacerdote, bebiendo poco a poco la bebida que le había ofrecido Barrent—. No es como cuando yo era un chiquillo, recién degradado y trasladado desde la Tierra. Sin embargo, le estaba hablando del Mal.

—Sí, Tío.

—Adoramos al Mal —dijo Tío Ingemar— en la personificación del Negro, ese espectro cornudo y horrible de nuestros días y noches. En el Negro encontramos los siete pecados capitales, los cuarenta crímenes y los ciento un delitos. No hay crimen que el Negro no haya realizado, impecablemente, como corresponde a su naturaleza. Por consiguiente nosotros seres imperfectos nos modelamos de acuerdo con sus perfecciones. Y a veces, el Negro nos premia apareciéndose ante nosotros con la terrible belleza de su encendida carne. Sí, Sobrino, en realidad yo he tenido el privilegio de poder verle. Hace dos años apareció en el final de los Juegos y también se apareció el año anterior.

El sacerdote quedó abstraído unos momentos como si estuviera viviendo nuevamente aquellos momentos de la aparición. Luego dijo:

—Puesto que reconocemos al hombre del estado como supremo potencial del Mal, también debemos adorar al Estado como creación suprahumana, aunque menos divina.

Barrent movió la cabeza. Se le estaba haciendo verdaderamente difícil conseguir permanecer despierto. La voz de Tío Ingemar, baja, monótona, hablando de una cosa tan vulgar como el Diablo, ejercía un efecto soporífero en él. Se esforzó para mantener los ojos abiertos.

—Uno podría muy bien formularse la pregunta siguiente —proseguía Tío Ingemar—, ¿si el Mal es el logro supremo de la naturaleza del hombre, por qué el Negro permite que exista algún Bien en el universo? El problema del Bien nos ha molestado durante años y años. Yo responderé por usted.

—¿Sí, Tío? —dijo Barrent, pellizcándose subrepticiamente a sí mismo en el muslo para esforzarse a seguir despierto.

—Pero antes —dijo Tío Ingemar—, vamos a definir nuestros términos. Examinemos la naturaleza del Bien. Vamos a mirar intrépida y audazmente a nuestro oponente cara a cara y descubrir la verdadera fisonomía de sus rasgos.

—Sí —dijo Barrent, preguntándose si tendría que abrir la ventana. Sus ojos le pesaban de una forma increíble. Se los frotó con fuerza y trató de prestar atención.

—El Bien es un estado de ilusión —dijo Tío Ingemar con su voz siempre monótona— que atribuye al hombre los atributos no existentes del altruismo, humildad, y piedad. ¿Cómo podemos saber que el Bien es una ilusión? Porque en el universo sólo hay el hombre y el Negro y adorar al Negro es adorar la suprema expresión de uno mismo. Por consiguiente, hemos probado que el Bien es una ilusión, reconociendo necesariamente sus atributos como inexistentes. ¿Comprendido?

Barrent no respondió.

—¿Comprende? —preguntó el sacerdote un poco más vivamente.

—¿Eh? —dijo Barrent. Había empezado a dormitar con los ojos abiertos. Se forzó a sí mismo a despertar y trató de decir—: Sí, Tío, comprendo.

—Excelente. Comprendido esto, nos preguntamos, ¿por qué el Negro permite siquiera la ilusión de que exista el Bien en el universo del Mal? Y la respuesta la hallamos en la Ley de las Oposiciones necesarias; pues el Mal no podría ser reconocido como tal si no hubiera algo que contrastara con él. El mejor contraste es lo opuesto. Y lo opuesto del mal es el Bien —el sacerdote sonrió triunfalmente—. ¡Qué simple y sencillo! ¿Verdad?

—En efecto, Tío —dijo Barrent—. ¿Desea que le sirva un poco más de vino?

—Sólo un poquito —dijo el sacerdote. Estuvo hablando con Barrent durante unos diez minutos más acerca del natural y encantador Diablo inherente en las bestias del campo y de la foresta y aconsejó a Barrent a imitar su conducta en aquellas criaturas. Al final se levantó para irse.

—Estoy muy satisfecho de haber podido tener esa charla —dijo el sacerdote, estrechando calurosamente la mano de Barrent—. ¿Puedo contar con su asistencia a nuestros servicios del Lunes por la noche?

—¿Servicios?

—Naturalmente —dijo Tío Ingemar—. Cada lunes, a medianoche, tenemos la misa negra en Wee Coven de Kirkwood Drive… Después de los servicios, las Damas auxiliadoras ofrecen por lo general un refrigerio, y tenemos en la comunidad baile y canto de coros. Todo es muy alegre. —Sonrió ampliamente—. Comprenda, el culto del Mal puede ser muy divertido.

—Estoy seguro —dijo Barrent—. Allí estaré, Tío.

Acompañó al sacerdote hasta la puerta. Después de cerrarla tras aquel, pensó cuidadosamente en lo que Tío Ingemar le había estado diciendo. Sin duda alguna, la asistencia a los servicios era necesaria. En realidad, obligatoria. Sólo esperaba que la misa Negra no fuera tan infernalmente insípida como la exposición de Ingemar sobre el Mal.

Era viernes. Barrent estuvo muy atareado durante los días siguientes. Recibió un envió de hierbas homeopáticas y raíces, enviadas por su agente en el distrito Bloodpit. Estuvo la mayor parte del día para clasificarlas y seleccionarlas, ocupándose al día siguiente de la distribución en sus jarros correspondientes.

El lunes, al regresar al establecimiento después de tomar el almuerzo, Barrent creyó ver a la muchacha. Corrió tras ella, pero la perdió entre el gentío.

Al regresar al establecimiento, Barrent encontró una carta que le había sido echada por debajo de la puerta. Era una invitación que le mandaban desde el Establecimiento de Sueños del vecindario.

La carta decía así:

Apreciado ciudadano:

Aprovechamos esta oportunidad para darle la bienvenida al vecindario al propio tiempo que le ofrecemos los servicios del Establecimiento de Sueños que creemos más excelente en Omega.

Toda clase y forma de sueños son posibles para usted y a un precio sorprendentemente bajo. Estamos especializados en hacer resucitar recuerdos de la Tierra en sueños. Puede estar seguro de que el establecimiento de Sueños de su vecindario le ofrece sólo lo mejor.

Como Ciudadano Libre, seguramente deseará aprovecharse de tales servicios. Podemos esperar que lo haga así, dentro de la semana.

Los Propietarios.

Barrent dejó la carta sobre el mostrador. No tenía la menor idea de lo que era un establecimiento de Sueños, ni de qué manera eran producidos tales sueños. Tendría que averiguarlo. Aún cuando la invitación estaba graciosamente redactada, había cierto tono perentorio en ella. Por lo visto, una de las obligaciones del Ciudadano Libre era efectuar una visita al establecimiento de Sueños.

Pero como es natural, tal obligación podía ser al propio tiempo un placer. Lo del establecimiento de Sueños prometía ser interesante. Un sueño de resurrección de recuerdos de la Tierra podía valer casi lo que los propietarios quisieran pedir por ello.

Pero aquello tendría que esperar. Aquella noche tenía que asistir a la Misa Negra y su asistencia había sido requerida de una manera definitiva.

Barrent salió de su tienda a las once de la noche. Hizo tiempo dando un rodeo por Tetrahyde antes de dirigirse al servicio, que empezaba a medianoche.

Empezó su paseo con una sensación definida de bienestar. Y sin embargo, debido a la irracional e inesperada naturaleza de Omega, estuvo a punto de morir antes de llegar a Wee Coven en Kirkwood Drive.