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Ser acusado de un asesinato que no puedes recordar es una cosa; y recordar un asesinato del que has sido acusado es otra cosa muy distinta. Tal evidencia difícilmente puede ser desatendida.
Barrent trató de clasificar sus impresiones sobre el particular. Antes de su visita al establecimiento de Sueños nunca se había creído un asesino, por mucho que las autoridades de la Tierra le hubieran acusado de ello. En el peor de los casos, había pensado que podía haber dado muerte a un hombre en un repentino e incontrolable ataque de ira. Pero planear y realizar un asesinato a sangre fría…
¿Por qué lo habría hecho? ¿Sus deseos de venganza habían sido tan poderosos como para despreciar todas las leyes de la civilización de la Tierra? Por lo visto sí. Había matado y alguien había dado el parte y un juez le había condenado a Omega. Era un asesino en un planeta de criminales. Para vivir allí airosamente, tenía que dejarse guiar, simplemente, por su tendencia natural hacia el asesinato.
Y sin embargo, Barrent encontraba aquel proceder extremadamente difícil de seguir. Se sentía sorprendentemente poco aficionado a la matanza. En el Día del Ciudadano Libre, aunque salía a la calle debidamente armado, no se decidía a matar a nadie perteneciente a las clases inferiores. No quería matar. Era un prejuicio ridículo, teniendo en cuenta dónde estaba y pensando en lo que era; pero era así. No importaba cuan frecuentemente Tem Rend o Joe le sermoneaban con respecto a las obligaciones de un ciudadano. Barrent seguía encontrando el asesinato repugnante.
Recurrió a la ayuda de un psiquiatra, quien le dijo que su rechazamiento del asesinato tenía sus raíces en una infancia desgraciada. La fobia había sido posteriormente complicada como consecuencia de los traumas sufridos en la experiencia, en el establecimiento de Sueños. Por esta razón, el asesinato, el supremo bien social, se había convertido en algo repugnante para él. Esa neurosis antiasesina en un hombre eminentemente preparado para el arte de matar conduciría inevitablemente, dijo el psiquiatra, a Barrent a la destrucción. La única solución era alejar aquella neurosis, el psiquiatra sugirió un tratamiento inmediato en un sanatorio para los criminales no asesinos.
Barrent visitó el sanatorio, y oyó a los internos dementes gritando acerca de la virtud, juego limpio, santidad de vida y otras obscenidades. No tenía intención de unirse a aquellos. Tal vez estuviese enfermo, pero no de aquella manera.
Sus amigos le decían que su actitud poco cooperativa iba a traerle preocupaciones. Barrent estaba de acuerdo; pero esperaba que matando sólo cuando fuera necesario podría escapar a la observación de los individuos de situación superior que administraban la ley.
Durante varias semanas el plan marchó bien. Hizo caso omiso de las notas cada vez más perentorias recibidas del establecimiento de Sueños y no volvió a ir a los servicios de Wee Coven. El negocio iba prosperando y Barrent pasaba su tiempo libre estudiando los efectos de los venenos más raros y practicando con el arma. Pensaba con frecuencia en la muchacha. Todavía guardaba el arma que ella le había prestado. Se preguntaba si volvería a verla alguna vez.
Y pensaba en la Tierra. Desde su visita al establecimiento de Sueños, tenía instantes ocasionales de recuerdo, imágenes aisladas de un edificio de piedra, una serie de encinas de California, la curva de un río visto a través de los sauces. Esta Tierra semirecordada le llenaba de una sensación casi insufrible. Como la mayoría de ciudadanos de Omega, su único deseo verdadero era regresar a casa.
Y eso era imposible.
Los días iban transcurriendo, y cuando se presentó el problema, lo hizo inesperadamente. Una noche oyó llamar imperiosamente a la puerta. Medio dormido, Barrent respondió. Cuatro hombres uniformados entraron empujándole, diciendo que estaba arrestado.
—¿Por qué? —preguntó Barrent.
—Por no tener afición a las drogas —dijo uno de los hombres—. Tiene tres minutos para vestirse.
—¿Cuál es el castigo?
—Ya lo averiguará en el juzgado —dijo el hombre. Hizo un guiño a los otros guardias y añadió—: Pero la única manera de curar a un hombre no adicto a las drogas es matarle, ¿eh?
Barrent se vistió.
Fue conducido a un salón del Departamento de Justicia. La sala era llamada Tribunal Canguro, en honor al antiguo procedimiento anglosajón. Al otro lado de la sala, también siguiendo los hábitos antiguos, estaba la Cámara de la Suerte. Después de esta estaba el Tribunal de última apelación.
El Tribunal Canguro estaba separado por la mitad por una pantalla de madera, pues en la justicia de Omega era fundamental que el acusado no pudiera ver a su juez ni a ninguno de los testigos que declaraban contra él.
—Que se levante el acusado —dijo una voz desde el otro lado de la pantalla.
La voz tenue, lisa e insensible, le llegaba a través de un pequeño amplificador. Barrent apenas podía entender las palabras; el tono y la inflexión se perdían tal y como se tenía previsto. Incluso hablando, el juez seguía en el anonimato.
—Will Barrent —decía el juez— ha sido traído a este tribunal acusado por el cargo mayor de no ser adicto a las drogas y por el cargo menor de impiedad religiosa. Para el cargo menor tenemos el juramento de un sacerdote. Para el cargo mayor tenemos el testimonio de un establecimiento de Sueños. ¿Puede usted refutar estos cargos?
Barrent meditó unos momentos y luego respondió:
—No, señor. No puedo.
—Por consiguiente —dijo el juez—, su impiedad religiosa puede serle perdonada por tratarse de una primera ofensa. Pero el no ser adicto a las drogas es el mayor crimen que puede cometerse contra el estado de Omega. El uso ininterrumpido de drogas es un privilegio obligatorio en cada ciudadano. Es bien conocido que los privilegios deben ser ejercitados, puesto que de otra manera se perderían. Perder nuestros privilegios sería perder la misma piedra angular de nuestra libertad. Por consiguiente rehusar o negarse a realizar un privilegio es equivalente a cometer alta traición.
Hubo una pausa. Los guardias restregaban los pies inquietos. Barrent que comprendía que su situación era desesperada, esperaba atento.
—Las drogas sirven para muchos fines —prosiguió el oculto Juez—. No necesito enumerar sus excelentes cualidades para el que las emplea. Pero hablando bajo el punto de vista del estado, le diré que una población adicta es una población leal; que las drogas son la mayor fuente de ingresos de impuestos; que las drogas manifiestan nuestra completa forma de vivir. Además, debo decirle que las minorías no adictas han dado pruebas, invariablemente, de ser hostiles a las instituciones nativas de Omega. Le doy todas estas explicaciones, Will Barrent, a fin de que pueda comprender mejor la sentencia que va a ser dictada contra usted.
—Señor —dijo Barrent—. Hice mal en evitar acostumbrarme a las drogas. No puedo alegar ignorancia, porque ya sé que la ley no reconocería tal excusa. Pero me atrevo a solicitar de usted, humildemente, otra oportunidad. Me atrevo a recordarle, señor, que todavía puedo aficionarme y rehabilitarme…
—Este Tribunal lo reconoce así —dijo el juez—. Por tal motivo, el Tribunal se complace en ejercer sus más altos poderes de misericordia judicial. En lugar de la ejecución sumaria, usted podrá escoger entre dos decretos inferiores. El primero es penal; es decir, sufrirá la pérdida de su mano derecha y la pierna izquierda como castigo por su crimen cometido contra el Estado; pero no perderá la vida.
Barrent tragó saliva antes de preguntar:
—¿Cuál es el otro decreto, señor?
—El otro decreto, que no es penal, es que usted se preste a efectuar un Juicio de Prueba. Y que si sobrevive a tal juicio, será reintegrado a su rango apropiado y a la posición que gozaba hasta ahora entre la sociedad.
—Escojo el Juicio de Prueba.
—Muy bien —dijo el juez—. Que haga los trámites.
Barrent fue sacado de la sala. Tras él, pudo oír las carcajadas rápidamente disimuladas de uno de los guardias. Se preguntó si se habría equivocado al escoger de aquella manera. ¿Sería un juicio de prueba todavía peor que una mutilación sin reserva?