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Los nuevos prisioneros fueron conducidos a una hilera de barracas en Square A-2. Serían aproximadamente unos quinientos. No eran hombres todavía; eran entidades cuyas verdaderas memorias tenían una extensión de una hora escasa. Sentados en sus bancos, los recién nacidos miraban con curiosidad sus propios cuerpos, examinaban con agudo interés sus manos y pies. Se miraban fijamente unos a otros y veían su informidad reflejada en los ojos de cada uno. No eran hombres todavía; pero ya no eran niños tampoco. Quedaban algunas obstrucciones y los fantasmas de los recuerdos. La maduración vino rápidamente, nacida de normas de viejos hábitos y trazos de personalidad, conservados en los lazos rotos de sus vidas anteriores en la Tierra.
Los nuevos hombres se aferraban a los vagos recuerdos de conceptos, ideas, reglas. Al cabo de unas horas, su flemática suavidad había empezado a pasar. Iban convirtiéndose ya en hombres. Individuales. Fuera, la conformidad aturdida y superficial empezaba a surgir agudas diferencias. El modo de ser se reafirma y los quinientos hombres empiezan a descubrir lo que eran.
Will Barrent seguía en la fila para poder echar un vistazo sobre sí mismo en el espejo de las barracas. Cuando le llegó el turno, vio reflejado un rostro delgado, de nariz estrecha, joven de aspecto agradable, con cabello castaño liso. El joven poseía un rostro resuelto, honesto, corriente, sin señales de ninguna pasión fuerte. Barrent se alejó confundido; era el rostro de un extraño.
Más tarde, examinándose más detenidamente, no descubrió cicatrices ni nada que pudiera servir para distinguir su cuerpo entre otros mil. Sus manos no mostraban callosidades. Era fuerte y flexible más que musculado. Se preguntaba qué clase de trabajo debió estar haciendo en la Tierra. ¿Asesinar?
Arrugó la frente. No estaba dispuesto a aceptarlo.
Un hombre le tocó la espalda.
—¿Cómo te encuentras?
Barrent se giró y vio a un hombre alto, de anchas espaldas, de pie a su lado.
—Estupendamente —repuso Barrent—. ¿Estabas detrás mío, en la fila, verdad?
—Eso es. Número 401. Nombre Danis Foeren.
Barren se presentó a sí mismo.
—¿Cuál es tu delito? —preguntó Foeren.
—Asesinato.
Foeren movió la cabeza, pareciendo impresionado.
—Yo, un falsificador. Nadie lo diría a juzgar por mis manos —levantó un par de garras macizas cubiertas de vello rojizo—. Pero el ingenio está allí. Mis manos han recordado antes que cualquier otra parte mía. En la nave estaba sentado en mi celda y miraba mis manos. Sentía picazón en ellas. Querían salir y ocuparse en alguna cosa. Pero el resto de mi persona no podía recordar qué.
—¿Qué hiciste? —preguntó Barrent.
—Cerré los ojos y dejé actuar a mis manos —dijo Foeren—. Lo primero que supe es que se levantaban y se agarraban a la cerradura de la celda para abrirla. —Levantó sus enormes manazas y las contempló con admiración—. ¡Inteligentes diablejos!
—¿Intentabas abrir la cerradura? —preguntó Barrent—. Pero me parecía haberte oído decir que eras un falsificador.
—Bueno, verás —dijo Foeren—. La falsificación era mi trabajo principal. Pero un par de manos ingeniosas pueden hacerlo casi todo. Sospecho que debieron atraparme sólo por falsificación; pero debí ser también un experto en arcas. Mis manos saben demasiado para ser tan sólo falsificadoras.
—Has conseguido descubrir más cosas sobré ti mismo que yo sobre mí —dijo Barrent—. Todo lo que tengo a mi disposición es un sueño.
—Bueno, algo es algo —dijo Foeren—. Tienen que haber medios para descubrir más cosas. La más importante es que nos encontramos en Omega.
—De acuerdo —repuso sordamente Barrent.
—No hay nada malo en eso —dijo Foeren—. ¿No has oído lo que ha dicho ese hombre? ¡Es nuestro planeta!
—Con un promedio de vida supuesto, de unos tres años terrestres —le recordó Barrent.
—Probablemente eso lo haya dicho tan sólo con el fin de asustarnos —dijo Foeren—. Yo no me creería todos esos chismes viniendo de un guardia. Lo más importante es que este es nuestro planeta. Ya has oído lo que ha dicho. «La Tierra nos ha rechazado». ¡Nueva Tierra! ¿Quién la necesita? Nosotros tenemos aquí nuestro propio planeta. Todo un planeta, Barrent. ¡Somos libres!
Otro hombre dijo:
—Es cierto, amigo. —Era un tipo pequeño, de ojos furtivos y muy simpático—. Mi nombre es Joe —les dijo—. En realidad, el nombre es Joao; pero prefiero la forma arcaica con su sabor de tiempos más agradables. Caballeros, no pude evitar oír su conversación, y debo confesar que estoy cordialmente de acuerdo con nuestro amigo pelirrojo. ¡Consideren las posibilidades! ¿La tierra nos ha arrojado a un lado? ¡Excelente! Estamos mejor fuera de ella. Aquí todos somos iguales, hombres libres en una sociedad libre. Sin uniformes, ni guardias, ni soldados. Sólo arrepentidos excriminales que quieren vivir en paz.
— ¿Por qué te expulsaron a ti? —preguntó Barrent.
—Dicen que era un ladrón de reputación —dijo Joe—. Me siento avergonzado al tener que admitir que no puedo recordar qué es un ladrón de reputación. Pero tal vez me acuerde más adelante.
—Quizá las autoridades posean alguna especie de sistema de reeducación de la memoria —dijo Foeren.
— ¿Autoridades? —exclamó Joe indignado—. ¿Qué quieres decir con eso de autoridades? Este es nuestro planeta. Aquí todos somos iguales. Por consiguiente, aquí no pueden haber autoridades. No, amigos, hemos dejado todas esas insensateces allá en la Tierra. Aquí…
Se interrumpió bruscamente. La puerta de la barraca se había abierto dejando paso a un hombre. Evidentemente se trataba de un viejo residente en Omega puesto que carecía del uniforme gris de la prisión. Era grueso y vestía un traje de color amarillo y azul llamativo. En un cinturón alrededor de su ancha cintura llevaba una pistola enfundada y un cuchillo. Se quedó de pie en el umbral, con las manos apoyadas en las caderas mirando a los recién llegados.
—¿Bien? —dijo—. ¿Es que vosotros nuevos hombres no reconocéis a un Cuestor? ¡De pie!
Ninguno de los hombres se movió. El rostro del Cuestor se puso escarlata.
—Creo que tendré que enseñaros a tener un poco de respeto.
Aun antes de que pudiera sacar la pistola de su funda, los recién llegados se habían puesto rápidamente de pie. El Cuestor les miró con un aire ligeramente pesaroso y volvió a guardar la pistola en su funda.
—La primera cosa que vosotros los hombres aprendéis mejor —dijo el Cuestor—, es vuestro estado legal en Omega. Vuestro estado legal es nada. Sois peones, y eso significa que sois nada.
Esperó un momento y luego añadió:
—Ahora prestad atención, peones. Vais a ser instruidos en vuestras obligaciones.