Capítulo Diecisiete

17

Con los guardias no tuvo problema. Familias enteras de mutantes salían de la ciudad, buscando la protección de las montañas hasta que la locura de la Cacería estuviera terminada. Barrent se unió a uno de aquellos grupos y pronto se encontró a una milla de Tetrahyde, en las colinas bajas que rodeaban en semicírculo la ciudad.

Los mutantes se detuvieron y levantaron su campamento. Barrent prosiguió su camino, y a medianoche estaba empezando a subir una cuesta rocosa, azotada por el viento, en una de las montañas más altas. Pronto no se oía más que el latente silbido del viento entre los riscos. Eran tal vez las dos de la madrugada; sólo faltaban tres horas más para que amaneciera.

A primeras horas de la madrugada empezó a llover, ligeramente al principio, luego un frío torrente. Aquel era el tiempo acostumbrado en las montañas, el trueno, y los vivos relámpagos amarillos.

Barrent halló cobijo en una cueva superficial, y se tuvo por afortunado al comprobar que la temperatura no había hecho todavía ninguna variación.

Se sentó dentro de la cueva, dormitando, con los restos del maquillaje escurriéndosele por el rostro, manteniendo una soñolienta vigilancia sobre el declive de la montaña que se extendía ante él. Entonces, bajo el brillante resplandor de un relámpago, vio algo que se movía subiendo la cuesta, dirigiéndose directamente hacia la cueva.

Se puso de pie, con el arma preparada, y esperó otro relámpago, mediante el cual pudo ver el frío y húmedo brillo del metal que se agarraban a las rocas, para ir trepando por la ladera de la montaña.

Era una máquina similar a la que Barrent había tenido que enfrentarse en el Departamento de Justicia. Ahora sabía lo que Rend había querido decirle. Ahora comprendía el motivo por el cual habían muy pocos Cazados que escaparan, aún cuando consiguieran salir de la ciudad. Esta vez Max no se movería al azar para hacer más igual la contienda. Ni habría ninguna cajita de fusibles expuesta.

Cuando Max estuvo más cerca, Barrent disparó. El disparo chocó sin producirle el menor daño en el costado de la máquina. Barrent salió del abrigo de la cueva y empezó a trepar por la montaña.

La máquina iba detrás suyo, subiendo por la traidora superficie mojada de la montaña. Barrent trató de esquivarla en una meseta de peñas dentadas, pero Max no se dejaba engañar. Barrent se dio cuenta de que la máquina debía estar siguiendo algún perfume de alguna clase; probablemente estaba dispuesta para seguir el rastro de la pintura indeleble del rostro de Barrent.

En uno de las declives de la montaña, Barrent hizo rodar unas rocas sobre la máquina, esperando que pudiera producirse una avalancha. Max esquivaba la mayoría de las rocas arrojadas, dejando que las otras le golpearan, sin efectos visibles.

Al final Barrent quedó estancado en una escarpada cuesta rocosa. Era incapaz de trepar más arriba. Esperó. Cuando la máquina asomó arrojándose sobre él, apretó el arma contra el metal de la máquina apretando el gatillo.

Max se tambaleó unos momentos bajo el impacto de la descarga. Luego arrojó el arma a lo lejos y alargó un tentáculo con el que rodeó el cuello de Barrent. Las cuerdas de metal se estrechaban.

Barrent se daba cuenta de que iba perdiendo el conocimiento. Tuvo tiempo todavía de preguntarse si aquellas cuerdas metálicas le estrangularían o le romperían el cuello.

De pronto la presión desapareció, cesó. La máquina retrocedió unos pasos. Más allá de aquella, Barrent podía ver los primeros resplandores grisáceos del amanecer.

Había conseguido salir con vida de la Cacería. La máquina no estaba preparada para matarle después del amanecer. Pero no le dejaría escapar. Le mantendría cautivo hasta que los Cazadores subieran hasta aquel risco.

Estos llevaron a Barrent a Tetrahyde, donde una muchedumbre que aplaudía enardecida daba la bienvenida al héroe. Después de una procesión de dos horas, Barrent y cuatro supervivientes más fueron trasladados a la oficina del Comité de Sentencia.

El presidente de la junta hizo un breve y conmovedor discurso acerca de la destreza y coraje que cada uno de ellos había demostrado sobreviviendo a la Cacería. Les otorgó a cada uno de ellos el rango de Hadji, y les obsequió con un pequeño pendiente de oro que era el distintivo de su categoría social.

Al término de aquella ceremonia, el presidente de la junta deseó a cada uno de los recién nombrados Hadjis una muerte fácil durante los Juegos.