18
Los guardias condujeron a Barrent desde la oficina de Sentencia. Pasó frente a una hilera de calabozos debajo de la Arena, donde fue encerrado en una de las celdas. Los guardas le dijeron que tuviera paciencia; los Juegos ya habían empezado y pronto le llegaría el turno.
Eran nueve hombres amontonados en una celda destinada para cobijar tan solo a tres. La mayoría de ellos estaban sentados o tumbados en completa y silenciosa apatía, resignados de antemano a la muerte.
Pero uno de ellos no estaba ni mucho menos resignado. Se abrió camino entre sus compañeros de celda hacia la puerta de esta al ver entrar a Barrent.
—¡Joe!
El pequeño ladrón le sonrió con una mueca.
—Triste lugar este para encontrarnos, Will.
—¿Qué te ha sucedido?
—La política —dijo Joe—. Es un asunto peligroso en Omega, en especial durante la época de los Juegos. Creía que estaba a salvo. Pero… —Se encogió de hombros—. He sido escogido para los Juegos esta mañana.
—¿Hay alguna posibilidad de salir con vida?
—Sí, la hay —repuso Joe—. Hablé con aquella muchacha amiga tuya, de modo que tal vez sus amigos puedan hacer algo. En cuanto a mí, estoy esperando un indulto.
—¿Es posible eso? —preguntó Barrent.
—Todo es posible. Sin embargo es mejor no poner demasiadas esperanzas en ello.
—¿A qué se parecen los Juegos? —preguntó Barrent.
—Es precisamente lo que tú estás pensando que es —dijo Joe—. Combates de hombre a hombre, batallas contra varios tipos de flora y fauna de Omega, duelos con armas de todas clases, dentro de las más modernas, claro. Es una copia de los festivales terrestres, según tengo entendido.
—Si alguien sobrevive —dijo Barrent—, queda más allá de la ley.
—Es cierto.
—¿Pero qué significa exactamente eso de estar más allá de la Ley?
—No lo sé —repuso Joe—. Por lo visto nadie parece saberlo demasiado bien. Todo lo que he podido averiguar es que los supervivientes de los Juegos son llevados por el Negro. Eso se supone que no debe ser agradable.
—No logro entenderlo. En Omega hay muy pocas cosas que sean agradables.
—No es un lugar muy malo —dijo Joe—. Sólo que tú no tienes el espíritu propiamente adecuado para…
Se interrumpió al ver llegar al destacamento de guardias. Había llegado la hora para los ocupantes de la celda de Barrent de salir a la Arena.
—No hay indulto —dijo Barrent.
—Bueno, así es la vida —replicó Joe. Salieron escoltados por una copiosa guardia, y fueron conducidos a una puerta de hierro que separaba el bloque de celdas de la Arena propiamente dicha. Poco antes de que el capitán de la guardia empezara a abrir la puerta, un hombre gordo, bien vestido, se acercó corriendo por el corredor lateral agitando un papel en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán de la Guardia.
—Una orden de reconocimiento —dijo el hombre gordo, tendiéndole aquel papel al capitán—. Al otro lado, encontrará una orden de libertad. —Sacó más papeles del bolsillo—. Y aquí tiene una nota de transferencia de quiebra, una hipoteca de bienes, una orden de hábeas corpus, y la incautación de salario.
El capitán se echó el casco atrás, y se rascó la estrecha frente.
—Nunca he comprendido de qué clientes hablan ustedes los abogados. ¿Qué significa todo eso?
—Eso le deja en libertad —dijo el hombre gordo, señalando a Joe.
El capitán cogió los papeles, dirigiéndoles una última mirada y tendiéndoselos a su ayudante.
—De acuerdo —dijo—. Ya puede llevárselo. Pero en los viejos tiempos no se arreglaban así las cosas. Nada podía detener la ordenada progresión de los Juegos.
Sonriendo triunfalmente, Joe atravesó la hilera de guardias para ir a reunirse con su abogado. Le preguntó:
—¿No tiene ningún papel para Will Barrent?
—No, ninguno —repuso el abogado—. Su caso está en distintas manos. Temo que no pueda ser completamente procesado hasta después de los Juegos.
—Pero es muy probable que por aquel entonces yo ya esté muerto —dijo Barrent.
—Puedo asegurarle que esto no detendrá el curso de los papeles, aunque sean adecuadamente presentados —dijo el abogado gordo orgullosamente—. Muerto o vivo usted conservará todos sus derechos.
El capitán de la guardia dijo:
—De acuerdo, vámonos.
—Suerte —gritó Joe.
Y entonces la fila de prisioneros atravesó la puerta de hierro saliendo a la brillante luz de la Arena.
Barrent consiguió resistir los duelos mano a mano, en los cuales una cuarta parte de los prisioneros sucumbieron. Después de aquello, hombres armados con espadas tenían que enfrentarse con la mortífera fauna de Omega. Las bestias con las que tenían que luchar incluían el «Hintolyte» y «Hintosced», de enormes fauces, monstruos fantásticamente acorazados cuya residencia habitual eran las regiones desérticas del sur de Tetrahyde. Quince minutos más tarde aquellas bestias estaban muertas.
Barrent tuvo que enfrentarse a un Saunus, un reptil volador, negro, de las montañas occidentales. Durante un rato se vio muy acosado por aquella criatura horrible, de dientes venenosos. Pero pudo dar con la solución a tiempo. Dejó de intentar, en vano, pinchar la curtida piel del Saunus concentrándose en cortar los apéndices provistos de plumaje en forma de anchos abanicos. Al conseguirlo el equilibrio del Saunus mermó bastante, sucediendo que el enorme reptil fue a estrellarse contra la alta pared que separaba a los combatientes de los espectadores, y fue en aquel momento cuando le fue relativamente fácil administrarle el golpe final a través del único y enorme ojo que tenía el Saunus. La vasta y entusiasta muchedumbre que llenaba el estadio premió la bravura de Barrent con un estruendoso aplauso.
Se retiró al corral de retén y observó a los otros hombres que luchaban contra los «Trichomotreds» criaturas pequeñas, increíblemente rápidas, del tamaño de las ratas, con la disposición de furiosos carcayus. Habían cinco parejas de prisioneros. Después de un breve intermedio con duelo mano a mano, la Arena quedó desierta otra vez.
A continuación aparecieron los anfibios «Criatin». Aunque de naturaleza perezosa, los «Criatin» estaban completamente protegidos por varias pulgadas de caparazón. Sus estrechas colas que propinaban fuertes latigazos y que les servían al propio tiempo de antenas, eran invariablemente fatales para cualquier hombre que se les acercara. Barrent tuvo que luchar con uno de esos animales después de que el «Criatin» había despachado ya a cuatro de sus compañeros prisioneros.
Había observado con atención los primeros combates, y había comprendido que había un sólo lugar al cual no llegaba, ni podía llegar la antena del «Criatin». Barrent esperó el momento oportuno y de un brinco se colocó sobre el ancho dorso del criatin, en el mismo centro de aquel.
Cuando el caparazón se abrió dejando al descubierto la gigantesca boca, pues ese era el método de alimentarse del «Criatin», Barrent hundió la espada en la apertura. El «Criatin» expiró con satisfactoria prontitud, y la muchedumbre demostró su entusiasmo llenando la Arena de almohadillas.
La victoria dejó a Barrent solo en medio de la ensangrentada arena. El resto de los prisioneros habían muerto ya o estaban demasiado maltrechos para seguir la lucha. Barrent esperó, preguntándose qué bestia habrían escogido para el siguiente número el Comité organizador.
Un zarcillo brotó en medio de la arena, y luego otro. Al cabo de pocos segundos, estaba creciendo un árbol corto, grueso, en la misma Arena, esparciendo más raíces y zarcillos, que agarraban toda la carne, viva o muerta, para darla a cinco pequeñas fauces que rodeaban la base del tronco. Era un árbol carroña, indígena de los pantanos del nordeste e importado con grandes dificultades. Se decía que era muy vulnerable al fuego, pero Barrent no tenía fuego a su disposición.
Empleando la espada con ambas manos, Barrent iba segando las enredaderas; en su lugar crecían otras nuevas. Trabajaba con frenética velocidad para evitar que las enredaderas le rodearan. Sus brazos empezaban a sentir la fatiga, y el árbol se reproducía más de prisa de lo que él podía menguarlo.
Su única esperanza consistía en los lentos movimientos del árbol. Se movía bastante de prisa, pero nada puede compararse con la musculatura humana. Barrent se apartó del lado donde las enredaderas estaban a punto de enrollarle. A unas veinte yardas de donde él se encontraba, había otra espada medio enterrada en la arena. Barrent la cogió, y pudo oír los gritos de aviso de la muchedumbre. Sintió una enredadera que se enroscaba por sus tobillos.
La cortó de un golpe, pero otras enredaderas se enroscaban ya por su cintura. Hundió los talones en la arena y empezó a frotar una espada contra otra, tratando de producir una chispa.
Al primer intento, la espada sostenida por la mano derecha se rompió.
Barrent recogió la hoja y siguió tratando de obtener una chispa mientras las enredaderas le acercaban cada vez más a las hambrientas fauces del árbol. Del acero frotado saltó de pronto una serie de chispas. Una de ellas tocó a una de las enredaderas que rodeaban a Barrent.
Con increíble rapidez la enredadera quedó convertida en una llama. La llama recorrió toda la longitud de enredaderas hasta alcanzar el sistema principal del árbol. Las cinco bocas gemían cuando el fuego les alcanzó.
De continuar las cosas de aquella manera, Barrent hubiera muerto abrasado, puesto que la Arena estaba prácticamente llena de aquellas enredaderas tan poderosamente combustibles. Pero las llamas alcanzaban casi las barreras de madera de la Arena. La guardia de Tetrahyde intervino atajando el fuego a tiempo de salvar a Barrent y a todos los espectadores.
Tambaleándose de agotamiento, Barrent permanecía de pie en el centro de la Arena, preguntándose qué sería la próxima cosa que enviarían contra él. Pero no sucedió nada. Después de un momento, el presidente daba la señal, y la muchedumbre estallaba en un ensordecedor aplauso.
Los Juegos habían terminado. Barrent había salido con vida de ellos.
Nadie abandonó sus asientos. La audiencia estaba esperando para ver la última disposición de Barrent, que estaba ya más allá de la ley.
Oyó un murmullo bajo, reverente entre la muchedumbre. Girando rápidamente, Barrent vio un punto ardiente de luz que aparecía en mitad del aire. Estalló, produciendo una cascada de luces, que estallaban también ocasionando nuevas cascadas. Crecía rápidamente, demasiado brillante para seguir mirándolo.
Y Barrent recordó al Tío Ingemar diciéndole:
«A veces, el Negro nos obsequia apareciendo con la fiera belleza de su carne ardiente. Sí, Sobrino, en realidad yo he sido uno de los privilegiados que ha podido verle. Hace dos años apareció en los Juegos, y el año anterior apareció también…».
Aquel puntito se había convertido en un globo rojo y amarillo de unos veinte pies de diámetro, su curva inferior sin tocar al suelo. Crecía más. El centro del globo se hizo más delgado; apareció un cinturón que ciñó el globo por la mitad quedando la mitad de arriba impenetrablemente negra. Mientras que el otro era brillante. Ambos estaban unidos por aquella estrecha cintura.
Mientras Barrent observaba, el globo oscuro se alargó cambiando de forma para tomar la inolvidable figura del Negro con sus cuernos.
Barrent trató de correr, pero la enorme figura negra, se deslizó hacia él, engulléndolo. Quedó atrapado en una cegadora espiral de brillantez, con oscuridad encima. La luz inundó su mente. Trató de gritar. Luego desapareció.