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La calle estaba desierta con excepción de los tres Hadjis que permanecían de pie a unas veinte yardas, conversando quedamente. Cuando Barrent salió al portal, dos de aquellos se hicieron atrás; el tercero, sosteniendo el arma negligentemente, baja, dio unos pasos hacia adelante. Cuando vio que Barrent iba armado puso rápidamente su arma en posición de disparar.
Barrent se echó al suelo mientras apretaba el gatillo de aquella arma desconocida. La sintió vibrar en su mano, y vio que la cabeza y hombros del Hadji se tornaban oscuros y empezaban a desmoronarse. Antes de que pudiera apuntar a los otros, el arma de Barrent fue arrancada violentamente de su mano. El disparo del Hadji moribundo había arrebatado su arma de la mano.
Desesperadamente, Barrent se lanzó en busca del arma, sabiendo que nunca llegaría a alcanzarla a tiempo. Su piel estaba sacudida por un hormigueo ante la expectación del disparo mortal. Consiguió rodar hasta su arma, siguiendo milagrosamente vivo, y apuntó al Hadji más próximo.
A tiempo, se abstuvo de disparar. Los Hadjis habían guardado sus armas. Uno de ellos estaba diciendo:
—¡Pobre viejo Draken! Sencillamente, no aprendió a apuntar con rapidez.
—Falta de práctica —dijo el otro—. Draken no había pasado demasiado tiempo practicando.
—Bueno, si me lo permites, te diré que esto nos servirá de lección. Uno no debe estar nunca en baja forma.
—Y —añadió el otro— no debes menospreciar ni siquiera a un peón. —Miró a Barrent—. Magnífico disparo, compañero.
—Sí, en efecto —dijo el otro—. Es difícil disparar con un revólver en forma precisa mientras uno se mueve.
Barrent se puso de pie, temblando, empuñando todavía el arma de la muchacha, preparado a disparar al primer movimiento sospechoso de los Hadjis. Pero no se movían de forma sospechosa. Parecían dar el asunto por liquidado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Barrent.
—Nada —respondió uno de los Hadjis—. Durante el Día de Desembarco sólo está permitida una muerte para cualquier hombre o para cualquier grupo. Por lo tanto, después de esto, usted queda libre de la cacería.
—En realidad, es una fiesta muy poco importante —exclamó el otro—. No es como los Juegos o la Lotería.
—Lo que tiene que hacer ahora —dijo el primero— es ir a la Oficina de Registro y recoger su herencia.
—¿Mi qué?
—Su herencia —dijo el Hadji con paciencia—. Queda usted poseedor de todo lo perteneciente a su víctima. En el caso de Draken, siento decírselo, no es gran cosa.
—No fue nunca un hombre de negocios —dijo el otro tristemente—. De cualquier forma, le servirá para empezar a abrirse camino en la vida. Y puesto que ha efectuado usted una muerte autorizada, aunque sea sumamente desusada, asciende automáticamente de categoría. Se convierte en un Ciudadano Libre.
La gente había vuelto a salir a la calle y los dueños de los establecimientos estaban abriendo sus puertas y escaparates. Un camión con las letras de DEPÓSITO DE CADÁVERES, Grupo 5, llegó hasta allí y cuatro hombres uniformados retiraron el cuerpo de Draken. La vida normal de Tetrahyde había empezado de nuevo. Esto, más que todo lo que le habían dicho los Hadjis, le confirmó a Barrent que el momento de asesinar había pasado. Se guardó el arma de la muchacha en un bolsillo.
—Oficina de Registro está por ahí —le dijo uno de los Hadjis—. Nosotros actuaremos de testigos.
Barrent no había terminado de comprender la situación. Pero puesto que las cosas sucedían de aquella manera, decidió aceptar lo que fuera, sin una pregunta. Tendría mucho tiempo después para averiguar lo que quisiera.
Acompañado de los Hadjis fue a la Oficina de Registro en Gunpoint Square. Allí un empleado calvo oyó toda la historia, sacó los papeles correspondientes a Draken, y cambió su nombre por el de Barrent. Este notó que ya habían sido efectuados varios cambios de nombre a juzgar por las tachaduras. En Tetrahyde, por lo visto, había una rápida sucesión de traspasos de negocios.
Se encontró siendo propietario de un establecimiento de antídotos, en el 3 de Blazer Boulevard.
Los documentos de negocio reconocían también oficialmente a Barrent dentro del nuevo rango social de Ciudadano Libre. El empleado le dio un aro correspondiente a su estado legal, hecho en bronce, aconsejándole se cambiara las ropas que llevaba por las de Ciudadano Libre tan rápidamente como le fuera posible si deseaba evitarse complicaciones, o incidentes desagradables.
Una vez fuera, los Hadjis le desearon suerte. Barrent decidió ir a ver qué clase de negocio había heredado.
Blazer Boulevard era una callejuela corta situada entre dos calles. Más o menos a la mitad de la misma estaba el establecimiento con un rótulo que decía: ESTABLECIMIENTO DE ANTÍDOTOS. Debajo podía leerse: Específicos para toda clase de venenos, ya sean vegetales o animales. Deje que nos cuidemos de su equipo de supervivencia. ¡Veintitrés antídotos en un frasquito que cabrá en su bolsillo!
Barrent abrió la puerta y entró. Detrás de un bajo mostrador vio varios estantes llenos de botellas etiquetadas, latas y cajas de cartón y jarras de cristal conteniendo extraños trozos de hojas, raíces y hongos. Detrás del mostrador había un pequeño estante con libros, tales como Diagnóstico rápido sobre casos de envenenamiento agudo. Familia del arsénico. Las permutaciones del selenio.
Por lo visto, la cuestión de envenenamiento forma parte de la vida cotidiana de Omega. Allí había un establecimiento y presumiblemente habría otros, cuyo único fin era proporcionar antídotos. Barrent pensó en esto y decidió que había heredado un negocio extraño pero honorable. Estudiaría los libros y averiguaría cómo debía llevarse un negocio de aquel tipo.
El establecimiento tenía un apartamento posterior, con vivienda, dormitorio y cocina. En uno de los armarios, Barrent encontró un traje muy mal hecho de Ciudadano negro, que cambió por el traje que llevaba. Sacó el arma de la muchacha del bolsillo de su uniforme de la prisión, sopesándola unos instantes en la mano, guardándola luego en el bolsillo de su traje nuevo. Salió de la tienda y regresó a la Sociedad Protectora de Víctimas.
La puerta seguía abierta todavía, y los tres hombres harapientos seguían sentados aún en el banco. Ya no reían. Por lo visto la larga espera les había fatigado. Al otro extremo de la habitación, Mr. Frendlyer estaba sentado detrás de su mesa, leyendo algo sobre un buen montón de papeles. No había ni rastro de la muchacha.
Barrent se acercó a la mesa y Mr. Frendlyer se puso de pie para saludarle.
—¡Felicidades! —dijo Frendlyer—. Querido compañero, mis más calurosas felicitaciones. Qué espléndido disparo… Y moviéndose…
—Gracias —dijo Barrent—. El motivo de mi visita ahora…
—Ya sé porqué —dijo Frendlyer—. Desea conocer sus derechos y obligaciones como Ciudadano Libre. ¿Qué más natural? Si tiene la bondad de sentarse en ese banco, estaré con usted dentro…
—No he venido para eso —dijo Barrent—. Quiero saber algo acerca de mis derechos y obligaciones, por supuesto. Pero ahora lo que deseo es encontrar a la muchacha.
—¿Muchacha?
—Estaba sentada en el banco cuando entré. Fue quien me dio el arma.
Mr. Frendlyer parecía asombrado.
—Ciudadano, me parece que está en un error. En esta oficina no ha habido una mujer en todo el día.
—Estaba sentada en ese banco cerca de esos tres hombres. Una muchacha de cabellos negros, muy atractiva. Tiene que haberse fijado en ella.
—Me habría fijado sin duda alguna si hubiera estado allí —dijo Frendlyer, parpadeando—. Pero como ya le he dicho antes, esta mañana no ha entrado ninguna mujer en esta oficina.
Barrent le miró y sacó el arma que llevaba en el bolsillo.
—En tal caso, ¿de dónde saqué esto?
—Yo se lo presté —dijo Frendlyer—. Me alegro de que haya sabido emplearla con éxito, pero ahora le agradeceré que me la devuelva.
—Está usted mintiendo —dijo Barrent, cogiendo fuertemente el arma—. Vayamos a preguntar a esos hombres.
Se acercó al banco con Frendlyer detrás suyo. Llamó la atención del hombre que había estado sentado más cerca de la muchacha y le preguntó:
—¿Dónde se ha ido la muchacha?
El hombre levantó un rostro sombrío, por afeitar y respondió:
—¿De qué muchacha está usted hablando, ciudadano?
—De la que estaba sentada ahí.
—Yo no he visto a nadie. Rafael, ¿has visto a alguna mujer sentada en el banco?
—Yo no —respondió Rafael—. Y he estado sentado aquí continuamente desde las diez de la mañana.
—Yo tampoco la he visto —dijo el tercer hombre—, y tengo buena vista.
Barrent se giró hacia Frendlyer:
—¿Por qué me está mintiendo?
—Le he dicho la pura verdad —dijo Frendlyer—. Aquí no ha venido ninguna muchacha en todo el día. Yo le he prestado el arma, de la que dispongo por ser Presidente de la Sociedad Protectora de Víctimas. Le agradecería me la devolviera.
—No —repuso Barrent—. Guardaré el arma hasta que encuentre a la muchacha.
—Puede que esto no sea muy prudente —dijo Frendlyer. Y añadió precipitadamente—: El robo, bajo estas circunstancias, no está perdonado.
—Correré el riesgo —dijo Barrent.
Dio media vuelta y salió de la Sociedad Protectora de Víctimas.