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Barrent necesitó cierto tiempo para recuperarse de su violenta entrada en la vida de Omega. Empezando con su desamparado estado de recién nacido, había pasado de asesino a propietario de un establecimiento de antídotos. Desde un pasado olvidado en un planeta llamado Tierra, había sido arrojado a un presente dudoso en un mundo lleno de criminales. Había echado un vistazo a la compleja estructura de clases, y una insinuación del programa institucionalizado de asesinatos. Había descubierto en sí mismo cierta medida de confianza y una rapidez sorprendente con el arma. Sabía que había mucho más por averiguar sobre Omega, la Tierra y sobre él. Esperaba poder vivir tiempo suficiente para hacer los descubrimientos necesarios.
Cada cosa a su tiempo. Ante todo tenía que trazarse un plan de vida. Para ello era preciso que aprendiera algo acerca de los venenos y antídotos.
Entró en el apartamento posterior del establecimiento y empezó a leer los libros dejados por el finado Hadji Draken.
La literatura sobre venenos era algo fascinante. Había los venenos vegetales conocidos en la Tierra, tales como el eléboro, el eléboro fétido, la belladona, y el tejo. Se enteró de la acción del abeto del Canadá, su intoxicación preliminar y sus convulsiones finales. Estaba el ácido prúsico envenenando desde las almendras y la digitalina desde la dedalera púrpura. Había la terrible eficiencia del acónito con su provisión mortífera de acónito. Estaban los hongos, tales como el amanitas venenoso y la amanita, sin mencionar los venenos vegetales naturales de Omega, como el cascabillo, el lirio fanerógamo, y amortalis.
Pero los venenos vegetales, si bien espantosamente numerosos, eran sólo una parte de sus estudios. Tenía que tener en cuenta los animales de la Tierra, y aire, las distintas especies de arañas mortíferas, las serpientes, escorpiones y avispas gigantes. Había una colección imponente de venenos metálicos, tales como el arsénico, mercurio y bismuto. Habían los corrosivos más comunes, el ácido nítrico, el clorhídrico, fosfórico y sulfúrico. Y habían los venenos destilados o extraídos de distintas fuentes, entre los cuales estaban la estricnina, el ácido fórmico, hiesciamina y la belladona.
Cada veneno tenía anotado uno o más antídotos; pero aquellas fórmulas complicadas, cuidadosamente anotadas con frecuencia debían ser inútiles, pensó Barrent. Para hacer las cosas más difíciles, la eficacia de un antídoto parecía depender del diagnóstico correcto del agente envenenador. Y con demasiada frecuencia los síntomas producidos por un veneno se parecían extraordinariamente a los de otro.
Barrent consideraba estos problemas mientras iba estudiando sus libros. Entretanto, con considerable nerviosismo, servía a sus primeros clientes.
Comprendió que muchos de sus temores eran infundados. A pesar de las docenas de sustancias fetales recomendadas por el Instituto del Veneno, la mayoría de los envenenadores empleaban exclusivamente el arsénico o la estricnina. Eran muy baratos, seguros y muy dolorosos. El ácido prúsico tenía un olor fácilmente distinguible, el mercurio era difícil de introducir en el sistema, y los corrosivos, aunque extraordinariamente espectaculares, eran peligrosos de emplear. El acónito y la amanita eran excelentes, naturalmente; la mortífera belladona no debía ser menospreciada, y la amanita venenosa tenía su propio encanto macabro. Pero estos eran venenos pertenecientes a una época más antigua, más pausada. La impaciente generación más joven, y en especial las mujeres, que formaban casi el 90 por ciento de los envenenadores de Omega, estaban satisfechas con simple arsénico o estricnina cuando la ocasión y la oportunidad se presentaba.
Las mujeres de Omega eran conservadoras. Simplemente no se sentían interesadas por los interminables refinamientos del arte de envenenamiento. Los medios no les interesaban; sólo el fin, tan rápido y barato como fuera posible. Las mujeres de Omega se distinguían por su sentido común. Aunque los expertos teóricos del Instituto del Veneno trataban de vender dudosas mezclas de Veneno de contacto o Humus de Tres días, y hacían lo imposible por conseguir vender complejos artificios de enredos conteniendo avispas, o agujas escondidas, lo cierto es que encontraban pocos compradores entre las mujeres. El simple arsénico o la activa estricnina seguían siendo el principal apoyo del comercio del veneno.
Como es natural, esto simplificaba de forma extraordinaria el trabajo de Barrent. Sus remedios, inmediata regurgitación, lavado de estómago, agente neutralizante, eran bastante fáciles de dominar.
Encontraba alguna dificultad con los hombres que se negaban a creer que habían sido envenenados por una cosa tan vulgar y corriente como el arsénico o la estricnina. Para estos casos Barrent prescribía una variedad de hierbas, raíces, ramas, hojas, y una diminuta dosis homeopática de veneno. Pero invariablemente precedía todo eso con regurgitación, lavado, y el agente neutralizante.
Una vez establecido, recibió una visita de Danis Foeren y Joe. Foeren tenía un empleo temporal en el muelle descargando los barcos pesqueros del gobierno de Tetrahyde. Ni uno ni otro había adelantado gran cosa dentro de la escala social; sin ninguna muerte a su favor; habían progresado sólo hasta llegar a ser Residentes de Segunda clase. Estaban nerviosos por su encuentro, socialmente hablando, con un Ciudadano Libre, pero Barrent les tranquilizó en seguida. Ellos eran los únicos amigos que tenía en Omega y no tenía intención de perderles por una simple cuestión de posición social.
Barrent no pudo aprender gran cosa de ellos en cuanto a las leyes y costumbres de Tetrahyde. Ni siquiera Joe había sido capaz de descubrir algo positivo y definitivo entre sus amigos al servicio del gobierno. En Omega, la ley se mantenía secreta. Los residentes antiguos empleaban sus conocimientos sobre la ley para imponer sus reglas entre los recién llegados. Este sistema estaba disimulado y reforzado por la doctrina de la desigualdad de todos los hombres, que se exponía en el corazón del sistema legal de Omega. Gracias a la desigualdad planteada y a la ignorancia forzada, el poder y el Estado permanecían en manos de los residentes más antiguos.
Naturalmente, el movimiento social hacia arriba no podía ser detenido. Pero podía ser retardado, desalentado y convertido en algo extraordinariamente peligroso. La forma de encontrar las leyes y costumbres de Omega era atravesar un arriesgado proceso de experimentos y errores.
Aunque el establecimiento de antídotos le ocupaba la mayor parte de su tiempo, Barrent persistía en sus esfuerzos para localizar a la muchacha. Era incapaz de encontrar la más mínima pista de que ella hubiera existido siquiera.
Se hizo amigo de los tenderos vecinos. Uno de ellos, Desmond Harrisbourg, era un hombre joven, vivo, que llevaba bigote y que se ocupaba de una tienda de comida. Era una forma mundana y ligeramente ridícula de trabajar; pero, como el propio Harrisbourg decía, incluso los criminales comían. Por lo que se necesitaban granjeros, industriales, embaladores y establecimientos de comidas. Harrisbourg afirmaba que su negocio no era en forma alguna inferior a la industria de Omega más natural, centrada alrededor de muertes violentas. Además, el tío de la esposa de Harrisbourg era Ministro de Relaciones Públicas. A través de él, Harrisbourg esperaba poder conseguir un certificado de asesinato. Con ese documento tan importante, podría hacer su muerte semestral y ascender al estrado de Ciudadano Privilegiado.
Barrent movió la cabeza asintiendo. Pero se preguntaba si la esposa de Harrisbourg, una mujer, delgada, impaciente, no se decidiría a envenenarle primero. Parecía poco satisfecha con su marido; y el divorcio era una cosa que estaba prohibida en Omega.
Su otro vecino, Tem Rend, era un hombre largirucho y alegre, que tendría unos cuarenta años. Tenía una cicatriz viva que le atravesaba desde debajo de su oreja izquierda hasta llegar casi a la misma comisura de la boca, recuerdo dejado por uno que trataba de mejorar de posición. Pero tal buscador se había equivocado de hombre. Tem Rend era el propietario de un establecimiento de armas, practicaba constantemente y siempre llevaba los artículos de su comercio con él. Según testigos presenciales, había llevado a cabo el asesinato de su contrario de una forma ejemplar. El sueño de Tem era convertirse en miembro del Gremio de Asesinos. Su solicitud había sido ya presentada a aquella organización anciana y austera y tenía la posibilidad de ser aceptado dentro de aquel mismo mes.
Barrent le compró un arma. Siguiendo el consejo de Rem, escogió un Jamiason-Tyre. Era más rápido y seguro que cualquier arma de proyectil y transmitía el mismo impacto que una bala de pesado calibre. Por supuesto, no tenían la extensión de las armas de calor como las que empleaban los Hadjis, que podían matar a seis pulgadas del blanco. Pero las armas de larga extensión eran propensas a la poca precisión. Eran armas confusas, descuidadas que reforzaban disparos descuidados. Cualquiera podía usar un arma de calor; pero para emplear un Jamiason-Tyre de manera efectiva, tenía que practicar constantemente. Y la práctica valía la pena. Un hombre que supiera manejarla bien era un peligroso contrincante para dos pistoleros provistas de armas de larga extensión.
Barrent hizo caso de aquel consejo viniendo como venía de un aprendiz de asesino y propietario de un establecimiento de armas. Pasó largas horas en el sótano de Rem practicándose, agudizando sus reflejos, acostumbrándose al uso del saque rápido.
Había mucho por hacer y una cantidad extraordinaria de cosas que aprender, a fin de poder sobrevivir. A Barrent no le importaba tener que trabajar duramente tanto tiempo como fuera preciso para conseguirlo. Esperaba que las cosas se mantuvieran tranquilas durante una temporada a fin de poder llegar a comprender a los habitantes más antiguos.
Pero las cosas no podían estar demasiado tiempo tranquilas en Omega.
Un día, a últimas horas de la tarde, cuando estaba empezando a cerrar, Barrent recibió la visita de un cliente de aspecto poco corriente. Era un hombre que debía contar unos cincuenta años, de construcción maciza, con un rostro austero, moreno. Llevaba un traje largo hasta los tobillos, de color rojo y calzaba sandalias.
Alrededor de la cintura llevaba un cinturón de cuero crudo del cual colgaba un librito negro y una daga de mango rojo.
De él parecía emanar un aire de fuerza y autoridad poco corriente. Barrent fue incapaz de descifrar su categoría social.
Barrent se dirigió al recién llegado diciéndole:
—Estaba terminando de cerrar, señor. Pero si puedo servirle en algo…
—No he venido aquí para comprar —dijo el visitante. Se permitió esbozar una ligera sonrisa—. He venido a vender.
—¿Vender?
—Soy un sacerdote —explicó el hombre—. Usted es recién llegado a mi distrito. No le he visto en los servicios…
—No sabía nada de ellos…
El sacerdote levantó la mano.
—Bajo la ley sagrada o profana, la ignorancia no es una excusa para no realizar las obligaciones de uno. Como es natural, la ignorancia puede ser castigada como acto de negligencia intencionada, según el Acta de Responsabilidad Total Personal del 23, sin citar nada del Codicilo Inferior. —Sonrió otra vez—. Sin embargo, no hay cuestión de castigo en lo que a usted se refiere, por ahora.
—Me alegro de oírselo decir así, señor —repuso Barrent.
—«Tío» es la forma correcta de llamarme —dijo el sacerdote—. Soy el Tío Ingemar y he venido para hablarle de la religión ortodoxa de Omega, que es el culto a este espíritu puro y transcendente del Mal, que es nuestra inspiración y nuestro consuelo.
Barrent dijo:
—Me sentiré muy satisfecho de oírle hablar de la religión del Diablo, Tío. ¿Quiere que pasemos al saloncito?
—¡No faltaba más!, Sobrino —dijo el sacerdote, siguiéndole al apartamento situado en el interior de la tienda.