Capítulo Catorce

14

Barrent tenía muchas cosas en que pensar, pero cuanto más pensaba, más confuso estaba. Si Illiardi había matado a Therkaler, ¿por qué Barrent había sido deportado a Omega? ¿Si se había cometido una equivocación honesta, por qué no le habían libertado al descubrirse al verdadero asesino? ¿Por qué le había acusado alguien en la Tierra de un crimen que no había cometido? ¿Y por qué un falso recuerdo de aquel crimen había sido sobreimpuesto en su mente, en su subconsciente?

Barrent no tenía respuestas para sus preguntas. Pero sabía que nunca se había sentido como un asesino. Ahora tenía pruebas de que no lo era.

La sensación de inocencia cambiaba para él todas las cosas. Sentía menos tolerancia por las cosas de Omega, y no tenía interés alguno en conformarse con el sistema criminal de vida. Lo único que quería era escapar de Omega y regresar a su legítimo lugar en la Tierra.

Pero eso era imposible. Día y noche, las naves lo rodeaban todo. Aunque hubiera habido alguna forma de evadirlas, escapar habría sido imposible. La tecnología de Omega había avanzado sólo hasta el motor de combustión interna. Las únicas naves estelares eran dirigidas por tropas terrestres.

Barrent siguió trabajando en su establecimiento de antídotos, pero su carencia de espíritu público iba haciéndose cada vez más aparente: Ignoraba las invitaciones que le llegaban del Establecimiento de los Sueños, y no asistía nunca a ninguna de las ejecuciones públicas. Cuando se formaba una muchedumbre con la intención de ir a divertirse un poco en el distrito de los mutantes, Barrent alegaba por lo general dolor de cabeza. Nunca participaba en las cacerías del Día de Desembarco y fue rudo con un acreditado vendedor de la Tortura del Month Club. Ni siquiera las visitas de Tío Ingemar pudieron hacerle cambiar sus maneras.

Sabía que estaba buscándose quebraderos de cabeza. Esperaba que el jaleo se presentara de un momento a otro y tal conocimiento era extrañamente estimulante. A fin de cuentas, no pasaba nada infringiendo las leyes de Omega, siempre y cuando pudiera ir haciéndolo.

Al cabo de un mes, tuvo ocasión de verificar su decisión. Dirigiéndose hacia su establecimiento un día, un hombre en medio de una muchedumbre le empujó. Barrent se apartó, pero el hombre le agarró por el hombro y le hizo dar la vuelta.

—¿A quién se cree que está empujando? —preguntó el hombre.

Era bajo y rechoncho. Sus ropas indicaban que pertenecía al rango de los Ciudadanos Privilegiados. Cinco estrellas de plata en su cinto mostraban el número de muertes autorizadas.

—Yo no le empujé —dijo Barrent.

—Mientes, amante de mutantes.

La muchedumbre observó silenciosamente al oír aquel insulto fatal. Barrent dio unos pasos hacia atrás, esperando. El hombre dirigió la mano hacia el arma con un movimiento rápido, artístico. Pero el arma de Barrent estaba ya completamente afuera y lista para disparar antes de que aquel tuviera tiempo de extraer la suya de la funda.

Perforó al hombre netamente entre los ojos; luego, presintiendo un movimiento detrás suyo, se giró.

Dos Ciudadanos Privilegiados estaban sacando sus respectivas armas. Barrent disparó, apuntando automáticamente, escabulléndose tras la protección de la fachada de un establecimiento. Los hombres se encogieron. La fachada de madera crujió bajo el impacto de los proyectiles disparados contra él. Las astillas le hirieron la mano. Barrent vio a un cuarto hombre disparando contra él desde una calleja. Le tumbó con dos disparos.

Y eso fue todo. En el espacio de pocos segundos, había matado a cuatro hombres.

Aunque no creía que él tuviera mentalidad de criminal, Barrent se sentía complacido y triunfante. Había disparado tan sólo en defensa propia. Había dado a los buscadores de rango social algo en qué pensar. No serían tan rápidos en ir en busca del arma la próxima vez. Era muy posible que se concentraran en elementos más fáciles, dejándole a él solo.

Al regresar al establecimiento, encontró a Joe esperándole. El ladrón mostraba un aspecto curioso en su rostro.

—He visto tu demostración de tiro hoy. Muy buena.

—Gracias —dijo Barrent.

—¿Crees que esas cosas te van a ayudar en algo? ¿Crees que puedes seguir burlando así la ley?

—Voy saliendo del paso —repuso Barrent.

—Claro. Pero ¿hasta cuándo crees que podrás seguir haciéndolo?

—Mientras tenga que hacerlo.

—No tanto —dijo Joe—. Nadie puede irse burlando de la ley y seguir tan fresco. Sólo los necios creerían una cosa así.

—Tendrán de enviar algunos hombres mejores tras de mí —repuso Barrent, volviendo a cargar el arma.

—No sucederá de esa manera —dijo Joe—. Créeme, Will, hay infinidad de caminos por los cuales pueden llegar hasta ti. Una vez la ley decida ponerse en movimiento, no habrá nada que puedas hacer para detenerla. Y no esperes tampoco ayuda alguna de esa chica amiga tuya.

—¿La conoces? —preguntó Barrent.

—Yo conozco a todo el mundo —dijo Joe, caprichosamente—. Tengo amigos en el gobierno. Sé qué personas están cansándose de ti. Escúchame, Will. ¿Es que pretendes que te maten?

Barrent movió la cabeza.

—Joe, ¿puedes visitar a Moera? ¿Sabes cómo llegar hasta ella?

—Tal vez —dijo Joe—. ¿Por qué?

—Quiero que le digas una cosa de mi parte —dijo Barrent—. Quiero que le digas que no cometí el asesinato por el que fui acusado en la Tierra.

Joe se le quedó mirando fijamente.

—¿Es que te has vuelto loco?

—No. He encontrado al hombre que lo hizo. Es un residente de segunda clase llamado Illiardi.

—¿Qué conseguirás con eso? —preguntó Joe—. No tiene ningún sentido perder crédito de esa manera.

—Yo no maté al hombre —dijo Barrent—. Quiero que se lo digas así a Moera. ¿Lo harás?

—Se lo diré —dijo Joe—. Si es que puedo localizarla ¿recordarás lo que te he dicho? Tal vez todavía estés a tiempo de hacer algo. Ve a la Misa Negra, o algo por el estilo.

—Quizás lo haga —dijo Barrent—. ¿Seguro que hablarás con ella?

—Se lo diré; descuida —dijo Joe.

Salió del Establecimiento de Antídotos moviendo la cabeza tristemente.