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Los asistentes al funeral dedicaron un tiempo al recuerdo de William Bellman, luego lo enterraron y retomaron sus vidas. Solo los miembros del servicio y los familiares permanecieron en el vestíbulo, es decir, junto a Dora, Mary y la señora Lane, se encontraban Ned, Crace y Robert. Los menos habituales de este círculo eran George y Peter, unos sobrinos de Mary que se habían quedado huérfanos y que Dora había acogido.

—De niño, tu padre mató un grajo. Mi padre estaba allí y se le quedó grabado. El tirachinas de tu padre era la envidia de todos los chicos.

Robert le contó toda la historia.

—A mi padre nunca le gustaron los pájaros. Y mira que son fascinantes. Hay una bandada de grajos que sobrevuela la fábrica dos veces al día.

Él asintió.

—Los grajos de Flytesfield.

—¿Flytesfield?

—Así los llaman. Allí es donde se congregan.

Vio cómo la idea iluminaba el semblante de la chica justo antes de que la soltase:

—¡Vamos a verlos!

Era un viaje de casi una hora coronada por una caminata cuesta arriba, así que cuando llegaron solo un pedacito de cielo separaba el sol blanco del horizonte. Todos llevaban algo: los hombres cargaban con Dora, que no podía caminar por aquel terreno irregular; Mary y los niños llevaban la tela impermeable y los cojines. Cuando llegaron, dispusieron su cargamento en el suelo inclinado y se acomodaron envueltos en mantas.

Tampoco es que fuera un paisaje para inmortalizar: una franja despejada de campo, una hilera de árboles, todo presidido por la inmensa blancura de un cielo de principios de invierno.

—¿Dónde están? No los vemos —preguntó con avidez uno de los sobrinos de Mary.

—Hemos llegado antes que ellos. Estarán de camino.

Dora miró el reloj; examinó el cielo con sus prismáticos.

—Mirad por allí —les sugirió señalando hacia el oeste.

Puntos en el cielo, demasiado lejos al principio para percibir que se movían. Allí estaban los primeros, desde Stroud. Apuntó hacia allí los prismáticos y vio lo que el resto no alcanzaba a ver todavía: más grupos de grajos que llegaban de todas las direcciones. La mujer dejó caer los prismáticos sobre el regazo, le pasó un brazo alrededor de los hombros cariñosamente a George y se preparó para disfrutar del espectáculo que estaban a punto de presenciar.

Llegaban del norte, del sur, del este y del oeste. Habían salido desde sus respectivos puntos de partida en grupos de veinte o treinta y se habían ido encontrando por el camino hasta formar bandadas cada vez más y más grandes, hasta converger en Flytesfield. Tras unos instantes, uno de ellos descendió, aleteando y haciendo piruetas, con las garras y las patas preparadas para aterrizar. Muchos más lo imitaron, y al momento veinte, cien, trescientos grajos se pavoneaban graznando entre los humanos expectantes. El cielo estaba repleto de aves: los grajos afluían por centenares a su destino como una serie de ríos negros, con un propósito claro, moviéndose como si fuesen uno solo, cebándose sobre el suelo una y otra vez.

El cielo estaba tan atestado que era comprensible que uno se planteara si no se habrían reunido allí todos los grajos del mundo. Se extendieron por la ladera como una mancha de aceite, y el campo no tardó mucho en ser más negro que marrón. El graznido de los grajos por millares era un sonido completamente distinto del que hubiesen producido unos cuantos. Los chillidos individuales se fundían en un efecto sonoro no musical, diferente a cualquier sonido producido por una criatura viviente, similar al sonido del planeta. Tres cuartas partes del campo estaban invadidas, enseguida más aún, y el espacio para los rezagados cada vez era menor. Aquí y allá, por equivocación o por falta de sitio, los grajos aterrizaban uno sobre otro, daban una voltereta y se tambaleaban por el suelo.

Al final, el cielo fue despejándose, la luz se reafirmó en lo alto. Tras unas últimas colas ordenadas del cielo a la tierra, en pocos minutos, se pudo volver a apreciar la separación entre el cielo vacío en lo alto y el terreno abarrotado.

En ese instante, el mundo se detuvo. El sol descendió casi imperceptiblemente, el aire refrescó un poco. Cinco pares de ojos humanos observaron sin pestañear y trescientos grajos se callaron de golpe.

Todo estaba en calma. Todo en silencio.

En un punto indefinido, en medio de aquella masa hacinada, un grajo tensa sus músculos. Aletea y levanta el vuelo. Una serie de pájaros siguen su ejemplo, se despegan de la multitud, forman una línea que se retuerce y se enrosca en el aire polvoriento. Más grajos comienzan a afluir a su base, forman una espiral hacia lo alto y la masa dibuja figuras en el firmamento: hace remolinos y caracolea como el tinte cuando entra en contacto con el agua. Evoluciona sin fin y sin descanso, cuesta creer que la formen un conjunto de seres, parece más bien que una voluntad individual anime esas formas fantásticas en el cielo.

El oscuro lago de grajos va secándose a medida que la masa negra fluye hacia arriba desde el centro, uniéndose unos detrás de otros a esta danza en torbellino hasta que la bandada entera se agita y revolotea en el aire. El tiempo no existe. El futuro y el pasado se han disipado y este momento lo es todo.

Estas formas las ha visto antes, piensa Dora, millones de años antes, en otro mundo. Son incomprensibles, pero las ha contemplado en el pasado y volverá a contemplarlas en un futuro. Ahora está atenta, conteniendo el aliento. Se olvida de los demás, de ella misma, se olvida de todo excepto de la placidez de las formas que pintan los grajos en su alma con este despliegue en el cielo.

Los observadores están tan hipnotizados por el espectáculo del aire negro que se enrosca y bailotea sobre Flytesfield que nadie se fija en el primer grajo que desciende para posarse en la copa de un árbol, pero la luz va revelando que cada vez quedan menos pájaros en el aire. Las siluetas palidecen y pierden parte de su vitalidad. Luego se separan por completo y todo lo que queda de ellos son unos pocos grajos batiendo las alas en busca de una rama. Las ramas invernales acaban de sufrir una exuberante foliación de grajos, hay que forzar la vista para entrever a los últimos posarse cuando cae la noche.

Una vez la misteriosa danza celestial ha llegado a su fin, los espectadores parpadean y respiran, vuelven en sí tras un largo hechizo. Se sorprenden un poco de encontrarse a sí mismos contenidos en sus cuerpos en esta ladera: durante la última media hora han estado en otra parte. Sus almas ocupan de nuevo sus cuerpos. Intentan estirar los dedos de las manos y remover los de los pies. Sus pechos y su piel sin plumas se les antojan ligeramente extraños.

George mira sin ver nada: su mente está saturada de grajos, y ninguna otra cosa puede producirle ahora impresión alguna. Bosteza y, sin decir palabra, se queda profundamente dormido. Dora lo sostiene mientras los demás recogen los cojines y doblan la tela impermeable. Nadie dice nada, pero cuando sus miradas se cruzan sienten una gran complicidad.

Dora está radiante y serena. Es el efecto que tiene habitualmente en los seres humanos una verbena de grajos. Verlo una vez significa irse a la tumba sin olvidar esta sensación. En la sangre continúan girando los grajos, continúan dibujando espirales en su cerebro y en sus ojos mucho después de haberse posado en las ramas.

Algo se ha ajustado en el ánimo de Dora. A partir de mañana pintará, y pintará bien. Los grajos han liberado su mano y su mente para que haga lo que desee.

Dora será feliz y desdichada, estará enferma y sana. Vivirá lo mejor que pueda el tiempo que pueda, y cuando no pueda más, morirá. Y los grajos pintarán misterios en el cielo al caer la noche y al amanecer mientras el mundo sea mundo.