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En la última planta del establecimiento de Regent Street, una corriente de aire se coló bajo una puerta hasta llegar al dormitorio de una de las costureras. Encontró un hueco entre el cuello y las mantas, se agazapó en el espacio entre el cuerpo y la ropa de cama. Se enfrió.

Lizzie se removió. Se dio la vuelta en busca de algo de calor, pero solo encontró más frío. Tenía la frente y la nariz heladas. Sus pupilas se movieron contrariadas y abrió los ojos. Algo raro sucedía, su intuición adormilada lo percibía. Se levantó y cruzó de puntillas el cuarto con la intención de cerrar la ventana, pero no estaba abierta. La corriente venía de alguna otra parte.

Al salir del dormitorio, el frío se redobló. Le llegaba un aire helado desde arriba. ¿A quién se le habría ocurrido abrir el techo de cristal? Estaba abierto de par en par y un hueco de tres pies permitía contemplar el cielo despejado y negro de la medianoche, repleto de estrellas resplandecientes. La clase de cielo que uno se quedaría mirando embobado, aunque Lizzie iba descalza y estaba demasiado cansada para dejarse hipnotizar.

Solo podía hacer una cosa. Tendría que bajar y decírselo al señor Bellman.

Su abrigo estaba colgado en el gancho detrás de la puerta; se lo puso encima del camisón. Buscó los zapatos a tientas y se los calzó.

Salió resuelta al pasillo, donde un ruido la hizo pararse en seco.

Un batir de alas.

De pronto el aire levantado por un aleteo presuroso le rozó los párpados, las mejillas y el cuello. Una negrura como jamás había presenciado voló hacia arriba desplegando las alas justo delante de ella. Visto y no visto. Doblando el cuello para seguirlo con la mirada, intentó comprender: ¿un pájaro?

¡Sí! Un grajo.

Adoptó desmañadamente su postura en el aire y, al instante, un impulso experto de las alas lo propulsó a través de la ranura del techo. ¡Fuera! La negrura del ave se fundió con la negrura de la noche, volviéndose casi invisible, aunque todavía pudo seguirlo con la mirada unos instantes, porque iba tapando las estrellas titilantes. Luego desapareció.

Lizzie se quedó con la mirada puesta en lo alto, las manos en el cuello, sin notar el frío, sin preocuparse de la hora que era.