Era la hora del cierre en Bellman & Black. El último cliente salió y Pentworth se despidió de él con una inclinación de cabeza mientras empujaba la puerta. Cuando estaba a punto de hacer girar la cerradura, una silueta familiar apareció entre las sombras y subió los escalones. El señor Bellman. Pentworth abrió la puerta de nuevo. No era asunto suyo juzgar el aspecto de su jefe, así que fingió que no le llamaba la atención.
Cuando la puerta de la oficina se abrió, Verney alzó la vista. El señor Anson había pasado por allí aquella tarde contando cosas muy raras del funeral. Le costó creérselas. Desde luego, algo había sucedido, pero no podía ser tal como se lo había dicho el banquero… Al ver la cara de Bellman, sus dudas quedaron despejadas.
—Las cuentas están encima de su mesa —le dijo vacilante, y Bellman se limitó a levantar una mano para pedirle silencio. Sin mirarle siquiera, entró en su despacho y cerró la puerta tras él.
Verney dio por sentado que si el gerente le necesitaba se lo haría saber. Mientras tanto, puso sus tareas al día. Los dedos le bailaban con poca convicción; más de una vez tuvo que volver a empezar un cálculo por falta de concentración. Cada dos por tres alguien llamaba a la puerta; un buen puñado de empleados superiores trabajaban pasada la hora del cierre.
—¿Ha vuelto ya el señor Bellman? Necesitaría…
Y, cada vez, Verney negaba con la cabeza:
—Vuelva en otro momento.
Una hora después no se atrevió a llamar e interrumpir a su patrón. Se entretuvo otros treinta minutos con cosas que no corrían ninguna prisa y, como la puerta continuaba cerrada a cal y canto, se puso el abrigo y se marchó a casa.
En el interior de su despacho, la costumbre hizo que Bellman cogiese el informe mensual de su escritorio. Las ventas habían disminuido por tercer mes consecutivo, pero la precisión que ponía Verney en los números y las disciplinadas hileras daban a la alteración y el desarreglo un aspecto de orden y armonía. Las ventas decrecientes y las pérdidas crecientes aparecían alineadas con pulcritud, las columnas y las filas seguían cumpliendo su función, independientemente de lo que sumasen o dividiesen. No era de mucho consuelo comprobar que la caída de beneficios estaba registrada de manera impecable. Bellman suspiró cansado y la perspectiva de una larga noche le resultó insoportable. Me ha abandonado, pensó. No era capaz de encontrar a quien buscaba. ¿Qué tenía que hacer de ahora en adelante?
En el exterior, un grajo revoloteaba desgarbado e inquieto sobre los tejados de Regent Street. Bellman se desentendió del animal y reemprendió su tarea, en pie junto al gráfico con la pluma en la mano. Con tinta negra marcó una cruz que indicaba el volumen de ventas del mes. La parábola tenía un aire que le resultaba conocido. Podría haber previsto esta clase de caída, pensó, pero al instante se corrigió: ¿qué tontería estaba diciendo? El caso es que era cierto; ya había visto aquella curva antes.
Cogió la tinta azul. El mes siguiente. ¿De qué se moría la gente en aquel momento? Estaba Critchlow, que había muerto de viejo. Como él habría miles. Pensó en Fred, que había muerto de tanto vivir, amar y hacer pan durante… ¿cuánto?, ¿cincuenta años? ¿A cuántos les había sucedido lo mismo? Un montón.
Fred tenía la misma edad que él. Mientras contemplaba la curva dibujada en la pared, reparó en que tenían prácticamente la misma edad. Cumplían años el mismo mes. Bien mirado, era curioso. También su primo Charles los cumplía entonces. Pobre Charles. Y aquel otro chico… Luke. Al que él mismo… Hacía tanto tiempo ya.
Se quedó perplejo.
Examinaba la trayectoria entera de aquel arco. El apogeo de la curva. El punto exacto en que perdía velocidad. Era capaz de predecir el punto de llegada. Marcó otra cruz resueltamente. Lo sabía. La había visto antes.
Una angustia repentina le hizo preguntarse por el grajo que había visto sobrevolar los tejados momentos antes. ¿Qué estaría haciendo? Se acercó presuroso a la ventana. El cielo era azul oscuro, pero aún no tan oscuro como para no vislumbrar los contornos de un pájaro. Sin embargo, era demasiado tarde para que un grajo rondase por allí, se le ocurrió. Debo de haberme equivocado. A estas horas ya están en las copas de los árboles. Estaba examinando el tejado en busca de aquella silueta cuando lo sintió. Un cosquilleo en la nuca, la palpitación de la médula cuando alguien nos mira fijamente por la espalda…
Se dio la vuelta diciendo:
—¡Aquí está!
Sentado cómodamente en la butaca junto al fuego, Black parecía contento de verle. Incluso en la penumbra, la suave afabilidad de su sonrisa no se inmutó ante la reacción de sorpresa exasperada de Bellman.
—¿Por qué llega tan tarde? ¡Le he estado buscando por todas partes!
—¿A mí? Pero si llevo aquí con usted todo el tiempo.
—¿Todo el tiempo? —A Bellman le pareció que lo había oído mal.
Black asintió con garbo, sin ofrecer ninguna explicación.
—Bueno, qué más da. Aquí está, por fin.
Al visitante se le veía a gusto, como en su casa. Su mirada curiosa se posó sobre el otro como si esperase que tomara la iniciativa. Bellman, con la guardia baja, parecía haber perdido todo su talento negociador.
—He redactado un contrato. Lo tengo por aquí…
Abrió un cajón y rebuscó. ¿Cuántos años haría que lo había escrito? Sacó un fajo de papeles que databan de aquella época, los extendió sobre la mesa, pero a primera vista no veía el contrato. ¡Maldita sea! ¿Por qué no lo había archivado aparte? Al agarrar otro montón de papeles le temblaban las manos.
—Tiene que estar por aquí. Deme cinco minutos, es cuestión de tiempo que aparezca.
—Por supuesto. Todo es cuestión de tiempo.
Bellman levantó la mirada. Con gesto desenvuelto, Black le dio a entender que no tenía ninguna prisa.
—Tal vez quiera echarle un vistazo a los libros de cuentas mientras espera. Como comprobará, los registros están al día, son muy completos y no nos hemos olvidado de nada. —Cogió unos cuantos de una estantería para pasárselos.
—¿No se ha olvidado de nada?
Le pareció detectar cierta ironía en la voz de Black.
Al cruzar la habitación para colocar los libros de cuentas en una mesa junto a su invitado, le pareció que su silueta se volvía más oscura a medida que se acercaba.
—¡Ni un solo detalle! ¡Todo registrado! Los extractos de las cuentas bancarias también, si quiere verlas. Aquí las tengo, mire. —Ya estaba junto a la estantería en la que archivaban los documentos del banco sacando cajas cuando se detuvo—: ¿Qué nos hemos olvidado? ¿A qué se refiere?
Y antes de que pudiese responder, el gerente, repentinamente receloso, le hizo una pregunta más:
—¿Quién le ha dejado entrar? ¿Verney?
Black cambió de postura en la butaca.
Las sombras ocultaban su rostro.
—La caja fuerte… —dijo Bellman con la boca tan seca que las palabras parecían un amasijo de plumas—. Puedo darle un adelanto de su parte cuando usted quiera. Aquí y ahora mismo.
La rueda de la caja fuerte iba dura; el esfuerzo que le costó darle vueltas le sirvió para calmar el temblor de las manos. La portezuela se abrió para dejar a la vista las ganancias de la jornada, una pila de bolsas de fieltro. Derramó el dinero de las bolsas sobre el escritorio, sin dejar de hablar atropelladamente.
—Las ventas han disminuido un poco últimamente. Nada de lo que debamos preocuparnos. El ambiente está un poco caldeado con lo de los rituales funerarios. En breve, la rutina volverá a afirmarse y entonces sabremos a qué atenernos. La muerte nunca pasa de moda, ¡eso seguro!
Estaba hablando demasiado, era consciente, su euforia pecaba de soberbia; no sería capaz de convencer ni a un aficionado. Pero el silencio de Black estaba repleto de preguntas que Bellman no sabía contestar y prefería no oír, así que prosiguió con su cháchara. La cremación, que sustituía un tipo de ritual por otro.
—La necesidad de consuelo es la misma, claro. ¡Hay cosas que no cambian jamás!
Vaciaba bolsa tras bolsa sobre la mesa a toda prisa. El dinero iba formando una montañita, de modo que las monedas que quedaban en la cima comenzaron a rodar hacia los bordes del escritorio. Algunas cayeron al suelo.
—¡Fíjese! Incluso con este descenso de las ventas (temporal, faltaría más) nos está yendo bien. No se puede decir que el negocio se vaya a pique, ni mucho menos.
Las monedas adquirían velocidad al tocar el suelo. Rodaban en todas direcciones, bajo el armario, hacia la puerta, bajo la silla.
—El veinticinco por ciento, eso es lo que estipulé. Va a amasar usted una fortuna. Pero estoy abierto a negociaciones, desde luego. Solo es un punto de partida. Podemos discutirlo, soy un hombre razonable. Quiero que su contribución se vea ampliamente reconocida. Si le parece más apropiado el cincuenta por ciento, hágamelo saber. Estoy más que dispuesto a escucharle.
Black seguía callado. El corazón de Bellman latía con tanta fuerza que apenas podía respirar.
—Que sea el cincuenta por ciento, entonces. Ya le he dicho que no me importa ser generoso. ¿Le parece bien?
Se sentó y mojó la punta de la pluma en el tintero.
—Puedo reescribir el contrato ahora mismo, mientras charlamos…
Y también podría haberlo hecho el otro, pero el caso es que no había nada que escribir en el contrato. Despejó la mesa con un brazo para hacerse sitio. Cayeron más monedas al suelo. Algunas rodaron hacia Black. Una fue a parar junto a su pie y el brazo embutido en su abrigo se alargó para cogerla. Bellman experimentó un ligero alivio al ver que parte de su deuda estaba en manos de su acreedor. Ya era algo.
Pero, mientras escribía, vio de reojo que depositaba la moneda fugitiva con indiferencia sobre los libros de cuentas que ni siquiera se había molestado en abrir.
Por lo que distinguía en la penumbra, el visitante parecía absorto. O triste. O tal vez la sonrisa que le dedicaba a Bellman era la que le dedicamos a un niño cuando no es capaz de comprender algo sencillo.
—Setenta y cinco por ciento. No se puede decir que vaya justo de dinero, soy bastante rico… —propuso el gerente con precipitación.
Al no obtener respuesta, perdió la compostura.
—¿Ochenta?
Parecía muchísimo, pero comenzó a sentir parte del alivio que resultaría de liquidar el asunto. Valdría la pena, por Dora.
—¿Noventa? Usted fue quien vio la oportunidad, al fin y al cabo.
La tinta goteaba de la pluma. El contrato no era sino un charco negro, una masa que podría haber sido cualquier cosa.
—¿La oportunidad? —preguntó cortésmente Black.
—¡Desde luego! La noche en que nos asociamos. ¡Bellman & Black, tiene que acordarse!
Se oyó un suave roce de tela y un movimiento que Bellman interpretó como un encogimiento de hombros.
—Pensaba que había sido idea suya —le respondió Black desde su butaca.
—«Es una oportunidad», ¡eso es lo que dijo usted!
Black contemplaba la chimenea.
—Y creyó que me refería a esto. Solo oyó lo que quiso oír.
—¿A qué se refería, entonces?
Bellman apenas vislumbraba a Black entre las sombras. No era más que una forma velada a medias. El leve destello de su ropa indicaba que en alguna parte debía de haber alguna luz susceptible de reflejarse, pero Bellman no sabía decir de dónde procedía. También había que contar con el destello de sus ojos negros, inteligentes, no precisamente antipáticos, sino más bien intransigentes. Bellman jamás se había sentido observado con tanto afán.
—Le traspasaré mi parte de la sociedad. Necesitaré que me diga su nombre completo —dijo.
El silencio le convenció de que estaba equivocándose. No iba por buen camino. Dejó la pluma sobre la mesa.
—¿Por qué ha venido? Ya veo que tendría que haber dejado las cosas claras en su momento, pero Dora…
No se sentía tan estúpido e ignorante desde hacía años.
—No soy la Muerte. Esto no tiene nada que ver con su hija.
—¿No?
Bellman intentó comprender. Entonces Black no venía a reclamar a Dora. Miró a su alrededor: había dinero por todas partes y tampoco era eso lo que quería Black. Aquello no estaba bien, se sentía más confundido que aliviado. ¿Qué quería entonces aquel hombre?
—He venido a despedirme.
Bellman se levantó de la silla.
—Pero ¿adónde va? ¿Y por qué? ¡Si apenas he podido verle! Si se puede decir que nos conocíamos mejor en la época de Whittingford. ¿Por qué nos conocemos tan poco? En su momento tenía esperanzas de que terminásemos siendo amigos…
—No hemos tenido demasiadas oportunidades.
Bellman había cruzado el despacho hacia la chimenea. Apoyó una mano sobre el respaldo de la otra butaca. ¿Debía sentarse o no? Tenía la oscura sensación de que habían de invitarle a hacerlo.
—La vida es corta, ¿verdad? Pero si algo he aprendido es que siempre nos queda más tiempo del que creemos. Y un hombre como usted tendría mucho que enseñarme. Llevo todo este tiempo esperándole y ahora por fin…
—Yo formo parte de usted. Llevo aquí todo este tiempo.
—¿Le he oído bien? ¿Que lleva todo el tiempo aquí?
Black asintió.
—En lo más remoto de su cerebro. Somos dos caras de la misma moneda.
Bellman se calló. Escudriñó vacilante las sombras.
—¿Verney es quien le ha dejado entrar?
Black ignoró la pregunta.
—Aquel día en que buscó la muerte, le ofrecí una oportunidad. No me refería a Bellman & Black. Eso fue idea suya. Lo que yo le ofrecí aquel día de duelo era una oportunidad de otro tipo. Reitero mi oferta antes de que sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?
Mientras pronunciaba estas palabras, la silueta de su visitante parecía oscurecerse, y una respuesta asombrosa, obvia, se le pasó por la cabeza.
—Ah, no se me ocurrió que…
La fatiga se apoderó de él de pronto y se dejó caer en la butaca. Se llevó las manos a la cabeza mientras el mundo parecía girar a su alrededor, y cuando se detuvo descubrió una lucidez que había perdido hacía mucho.
—Entonces, ¿no hay ningún acuerdo?
—No tenemos ningún acuerdo.
—Y el dinero… —esbozó un gesto de impotencia en dirección a las monedas.
Black negó con la cabeza.
—¿Y aquella oportunidad?
—Pensamiento.
—¿Pensamiento? ¿Eso es todo?
—Y memoria. Es lo que siempre le he ofrecido. Estamos hechos de tiempo, y usted se ha empeñado en olvidar. Ahora ha llegado el momento de colaborar.
Bellman asintió. Pensamiento y memoria. El tiempo se ralentizaba mientras él exprimía las horas. Allí, encerrado en Bellman & Black, llevaba una década sin pensar en otra cosa que no fuese la muerte; y, sin embargo, no le había dedicado ni un instante a pensar en su propia mortalidad. Era ridículo. ¿Cómo se le podía haber olvidado un asunto tan importante?
Trató de recordar. Al volver su mirada al pasado no veía más que tinieblas. Era algo que reconocía de sus sueños y que representaba una amenaza.
—No recuerdo —dijo meneando la cabeza.
Volvió a escrutar la oscuridad, que cambió y alteró su forma para adoptar la apariencia de los horrores que le había tocado vivir. Su esposa, demacrada a causa de la enfermedad, se le apareció y él se echó a temblar muerto de dolor. Sus hijos lo llamaban, atónitos ante la incapacidad del padre para librarlos de su agonía. Su hija pequeña lloraba presa de la rabia y la incomprensión al irrumpir por primera vez en su corta vida el sufrimiento.
El desgarramiento al contemplar tanto dolor y pérdida era casi insoportable.
—Pero ¿de qué sirve recordar? —dijo Bellman—. Es más de lo que puedo soportar.
—¡Recuerde!
La negrura contenía más cosas. La cabeza de cabello cobrizo de Luke resplandeciente por la nieve. Charles, muerto en la distancia y sin que jamás se llegase a llorar su pérdida. Fred, ¡tendría que haber ido a visitarlo! ¿Por qué no lo había hecho?
Hizo una mueca.
—No me obligue a hacer esto, por favor.
—¡Recuerde!
Surgió una imagen olvidada hacía años: su tío, muerto pero casi incorporado en equilibrio en la silla de su estudio.
—¡No puedo! —chilló, porque lo aterrorizaba en ese instante igual que lo había aterrorizado entonces.
—¡Recuerde!
Las señoritas Young y un cuenco de porcelana manchado de jugo de moras. Aquella maldita tumba. Aquel maldito ataúd. El maldito reverendo Porritt pronunciando el nombre de su madre…
Los recuerdos de todos los seres queridos en cuyo honor no había guardado luto lo perforaban. El duelo de toda una vida penetró en su corazón de golpe. Pensó que se desmayaría. Pensó que el dolor lo aplastaría, pensó que aquello lo mataría. Pero todavía no era su hora.
—Recuerde —le dijo Black con suavidad.
—Lo hago.
—Hay más.
Temeroso de lo que le aguardaba, Bellman volvió de nuevo la vista al pasado. Vio, o eso le pareció, una curva. Una parábola marcada sobre papel cuadriculado, dibujada sobre el cielo de Whittingford, una curva perfecta con un chico y un tirachinas en un extremo y un joven grajo posado en una rama en el otro.
Había superado sus temblores.
La piedra trazó su curva perfecta por el cielo y su lengua no reaccionó a su impulso de gritar para espantar al pájaro. Había tiempo, todavía había tiempo para que soltase la rama y se elevase carcajeándose por los aires.
La piedra completó su trayectoria.
El pájaro cayó.
Aquello lo había hecho William. Gracias a su habilidad, su tesón y su inteligencia había logrado algo que, se suponía, era imposible. Si había una manera de conseguir que el sol brillara durante la noche, podías estar seguro que el joven Will daría con ella.
Había matado al grajo y en ese preciso instante el hombre de negro despertó en la conciencia de William Bellman. De hecho, era su propio grajo lo que había matado, porque todos los humanos tienen un grajo que los acompaña, aunque pase inadvertido. Lo que Will tampoco sabía era que desde entonces viviría persiguiendo al tiempo y negándose el lujo de recordar y sentir. Somos lo que fuimos, y de nada sirve apostar por el futuro si no hemos echado cuentas con nuestro pasado.
No se atrevió a devolverle la mirada a Black. Notó, sin mirarlo, que el hombre se levantaba.
—Tengo miedo —susurró.
—¡Recuerde!
—¡Lo he recordado todo! ¡Todo!
—¡Recuerde!
—No hay nada más que recordar.
—¡Recuerde!
Cuando Bellman levantó la cabeza, la habitación estaba tan oscura que no era capaz de distinguir nada, hasta que brotó un resplandor púrpura, azul y verde irradiando una luminosidad que atravesó la penumbra. Entonces emergieron toda clase de escenas de sus viejos días olvidados. Los semblantes graves de los niños mientras vertían el vinagre sobre el cuenco y removían las monedas, una vaca en una zanja, las botas mojadas, una chica sonriente con los dientes separados, un buen pedazo de queso y un plato de ciruelas confitadas, el tío Paul arrancándole a su madre la rosa del sombrero con una navaja, Poll acariciándole el pelo como si fuese un perrillo en el Red Lion y remangándose el camisón, la espléndida panorámica de un campo festoneado por telas de color carmesí, dos niños riéndose sentados en el regazo de su padre, una costurera cantando una canción triste, el rostro iluminado por la dicha y el recuerdo…
—¡Menuda vida!
—¡Recuerde!
Recordó. Una escena tras otra, un momento después de otro, alegrías y pesares, placeres, amores, pérdidas de mil tipos, brotaron encadenadas del lugar en el que las había sepultado, un torrente de días, horas y segundos que parecía no tener fin.
Tengo frío, pensó; y enseguida recordó que años atrás, después de sacar el cuerpo sin vida de Luke de debajo de la rueda había temblado envuelto en mantas junto al fuego de una casita con su hija Dora acurrucada en el regazo. Ella había alzado la mano gravemente y él había sentido el tacto misterioso de la punta de sus dedos cerrándole los párpados.
Había llegado la hora de descansar: la carrera contra el tiempo había acabado y ya sabéis quién ganó.