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Bellman supervisó personalmente todos los preparativos.

—Es lo menos que puedo hacer —le dijo a la señora Critchlow.

Metió a Lizzie y a otras costureras en la berlina y las envió a la casa de la familia por tres días para que confeccionasen un vestuario completo de crespón a la viuda y a las hijas; bajó corriendo hasta la imprenta del sótano para dar órdenes al impresor y proporcionarle la dirección. ¿Caslon? ¿Baskerville?, quiso saber el cajista. Bellman corrió escaleras arriba para coger una muestra del membrete de los Critchlow y volvió a bajar con ella. No era ni una ni otra, era Clarendon. Una vez dada la orden, se apresuró de vuelta a su despacho, casi sin aliento, y en menos de diez minutos ya estaba otra vez en las escaleras, de camino a recoger el catálogo de adornos para ataúdes. Hizo todo lo que estaba en su mano para evitar que la familia en duelo cargase con el peso de tomar decisiones, planeó cada detalle en su nombre. No hubo ni una sola cenefa ni una sola cinta que no hubiese elegido él, y solo escogió lo más adecuado a la ocasión. Tal vez condes y duques celebrasen funerales más costosos (aunque este no era barato, y corría a cargo de Bellman & Black), pero no recibían una atención tan personalizada. Todo tenía que ir sobre ruedas.

En medio de dichos preparativos no había tiempo para sentarse y rezar por el difunto. Esto no levantó murmuración alguna: había transcurrido una década desde aquella cena, y la familia había modificado las expectativas hacia Bellman desde entonces. Se le consideraba simplemente el socio del señor Critchlow y, dada la naturaleza de su acuerdo, dieron por supuesto que aquel era su modo de acompañarles en el sentimiento profesionalmente.

—¿Qué voy a hacer con el negocio, señor Bellman? —le preguntó la señora Critchlow en medio de una conversación sobre terciopelo para forrar el féretro—. No tenemos ningún hijo que se haga cargo de los intereses de mi marido, y mis yernos…

Sus yernos eran demasiado ilustres, tampoco había necesidad de decirlo, para una tarea tan sórdida como el comercio.

—No se preocupe. Le compraré su parte.

—¿De verdad? ¿Así de sencillo?

Ni siquiera necesitaba reunirse con Anson para pedirle un préstamo: el dinero estaba listo en su cuenta. Pasó por el Westminster & City de camino a la tienda.

—¿Le parece el momento idóneo para incrementar su riesgo mercantil? —se preguntó en voz alta el gerente del banco.

—¿Y por qué no?

—Tal como van las cosas… El juez ha dictaminado a favor del médico galés, como sabe. Ya no es ilegal enviar un cadáver a la cremación en Inglaterra.

—¿Qué nos importa a nosotros si un cuerpo se quema o se entierra? Sigue siendo un funeral. Todavía se necesita un ataúd, asistentes, trajes de luto.

—Se trata de un cambio, Bellman, y los cambios nunca llegan solos. Cada día se alzan más voces en contra del coste exagerado de los funerales. Voces bastante poderosas, por cierto. La gente gasta menos, ¿se ha fijado? El funeral de Critchlow… —No llegó a decirlo, pero lo que pensaba era que un funeral de tales características no volvería a verse por allí. Los días de tales fastuosidades pertenecían al pasado.

Pero las instrucciones de Bellman fueron firmes. Anson rellenó los papeles para transferir los fondos, por más que no estuviese de acuerdo. En cuanto a su propio capital, bueno, se había salido del mundo del crespón meses atrás y había puesto el dinero en el nuevo crematorio que se estaba construyendo en Watford.

Mientras llevaba a cabo los preparativos del funeral, Bellman disfrutaba. Era el Bellman de antaño, aquello lo revigorizaba, lo renovaba. Los días constaban de su habitual número de horas, las horas tenían sesenta minutos, ni uno más ni uno menos. Pudo ordenar sus pensamientos, sentía apetito en los momentos adecuados y, a pesar de que sus noches eran breves, dormía sin servirse de ninguna sustancia artificial. Vivía y trabajaba con la esperanza de que aquellas preocupaciones terminaran por solucionarse. Se fijaron el día y la hora del funeral. Bellman & Black se encargaría de conferirle al acontecimiento la hermosa gravedad y la solemne suntuosidad propias del entierro de un conde o de un duque, y el ejemplo constituiría una inspiración para todos los que la presenciasen.

Y lo más importante de todo: Black estaría allí.

El día señalado, Bellman estaba preparado antes de tiempo. Se unió al cortejo y caminó con un cosquilleo vibrante en el pecho. Aquel día, se dijo, las cosas se aclararían de una vez por todas. Para bien o para mal, eso no podía saberlo, pero al menos había algo con lo que podía contar: no seguiría viviendo en la incertidumbre.

Los transeúntes se detenían por respeto al cruzarse con el cortejo fúnebre. Algunos inclinaban la cabeza para rezar por el desconocido cuya muerte interfería fugazmente con su vida diaria. Otros musitaban, interesándose por saber quién iba metido en aquella ebenácea caja con sus adornos, su serpiente eterna de cobre y sus placas con grabados de hiedra. Todos escuchaban una grata voz interna que repetía: ¡No soy yo quien ha muerto! Otros la oían añadir: Hoy no, por lo menos. Unos penachos de plumas negras se bamboleaban y flotaban con distinción sobre las cabezas de los caballos negros, elegantemente enjaezados y lustrosos tras el cepillado. El coche fúnebre mejor encerado, las plañideras silentes más sobrias, el crespón más negro… Nada podía superar aquel espectáculo de muerte, pensó Bellman, y la multitud lo estaba contemplando con mirada triste, admirada y compasiva… Aunque uno o dos, según advirtió, observaban todo aquello con otro semblante: el de una fría valoración.

Al entrar en la iglesia, los asistentes agachaban la cabeza. Todas y cada una de las mentes, en cada uno de aquellos cráneos, le daban vueltas a la eternidad en la que el señor Critchlow había entrado ya y que también les esperaba a ellos. Todas excepto una, dado que la cabeza de Bellman destacaba entre las del resto, alzada, lanzando miradas a diestro y siniestro con desusada concentración. Los que habían entrado antes que él ya estaban sentados. Observó sus espaldas y cabezas, con fijeza, el ceño fruncido, tratando de identificar cada cráneo, cada par de hombros. ¿Era aquel? No. Aquel no era.

Un desconocido —no era Black— se volvió y le lanzó una mirada de censura. Bellman inclinó la cabeza en gesto de disculpa, adoptó el semblante manso de los demás, pero no fue capaz de contener la intensidad de su curiosidad. En cuanto aquel hombre miró hacia otro lado, tuvo que alzar de nuevo la cabeza y continuar con su búsqueda.

Durante toda la ceremonia, mientras cantaba y recitaba las oraciones, mientras se arrodillaba, se ponía en pie y se sentaba, sus ojos estuvieron más que alerta, y su modo de volverse a un lado y a otro causaron no poca molestia entre los que tenían la desgracia de ocupar un banco cercano. A ojos de todos, Bellman se había olvidado de por qué estaban reunidos en la iglesia ese día. Tenía la cabeza en otra parte. Las malas caras se fueron haciendo más evidentes; algunos asistentes se miraban entre ellos e intercambiaban cuchicheos de desaprobación.

La angustia de Bellman aumentó al comprobar que Black no estaba allí. Incluso se volvió para echar una ojeada a su espalda; varias hileras de asistentes de luto le devolvieron la mirada. Estaban enfadados, desconcertados, desaprobaban por completo su comportamiento…, pero no eran Black. ¿Dónde estaba? ¿Dónde?

Entonces exclamó en voz alta: «¡Claro!». ¡Black no se presentaría allí, en la iglesia! ¡Aparecería en el entierro! ¿No se lo había encontrado siempre al empezar o al terminar el entierro? ¿O incluso al pie de la tumba? A Critchlow lo iban a enterrar no en el camposanto abarrotado, sino en el mausoleo, entre la paz de las hojas, a las afueras de la ciudad. ¡Tenía que ir hasta allí de inmediato!

—¡Disculpe! —masculló con impaciencia; se abrió paso hasta el final del banco, sin importarle a quién le machacaba los pies, y salió casi corriendo por el pasillo hacia la puerta, que abrió con gran estruendo antes de escapar.

Ni un atleta ni un ladrón habrían sido capaces de recorrer aquella distancia en menos tiempo. Todas las miradas seguían a Bellman en su carrera a través de las calles. Se dirigió al cementerio con la cara roja, jadeando exageradamente, y entró tambaleándose. Sabía dónde iban a enterrar a Critchlow: él mismo había elegido el lugar.

Allí estaba la fosa. Un emplazamiento precioso, con vistas y rodeado de vegetación. También había seleccionado el diseño de la tumba que se erigiría: una solemne y elaborada escena con tres ángeles, pergaminos en los que se enumeraban las virtudes paternas y cívicas del difunto, y un pequeño spaniel, copiado de un cuadro de Critchlow en el que aparecía un perro que había tenido de niño. Algo espléndido.

En ese momento era poco más que un agujero en el suelo.

Allí no había nadie.

—¡Vendrá! —murmuró Bellman—. ¡Vendrá!

Rastreó la zona, unas cien yardas en todas las direcciones. Al volver a la tumba echó un vistazo dentro del foso. Por si acaso. Se fijó en una lápida muy grande y se subió encima con la esperanza de mejorar su campo de visión, pero se resbaló con las prisas, se raspó las manos y perdió un botón de la chaqueta. Se restregó las manchas de los pantalones, y solo consiguió añadirles sangre y enfangarse más las manos. En su segundo intento lo logró y pudo apreciar la zona que rodeaba al nicho. Nadie.

—¡Black! Aquí estoy, ¡déjate ver! —gritó.

Se oyó agitación entre unos arbustos. Unas ramas se apartaron, y —el corazón de Bellman dio un brinco— una silueta avanzó hacia el camino. Pero solo era un muchacho mugriento a quien había despertado de su siesta, un jardinero o un enterrador, lo que fuese, bostezando y frotándose los ojos; al verle pareció asustarse y retrocedió, a continuación dio media vuelta y corrió hacia las puertas.

Bellman suspiró y se sentó. Le dolía el brazo. Debía de haber caído mal al resbalar. El dolor le hizo brotar lágrimas repentinas y al pasarse la mano se ensució de hierba y sangre la cara sudada.

Todavía había tiempo. Black no debía contar con que llegase tan pronto, reflexionó. En media hora estarían allí los demás, y ese sería el momento. Había llegado al límite de sus fuerzas. Lo único que podía hacer era sentarse y esperar con la humilde, frágil, esperanza de que Black se apiadase de él. Dejó pasar el tiempo con esta pasiva actitud. Se sacó el reloj del bolsillo del pecho y vio que se había parado. Le dio cuerda y se lo llevó al oído. Nada.

Hizo el gesto de coger su cuaderno, pero se lo había olvidado. Ni siquiera pudo reunir energías para asombrarse por haberse olvidado la única cosa que siempre llevaba encima. Se quedó allí, embotado y aturdido, inmóvil como uno de los maniquís de Bellman & Black, sin hacer absolutamente nada hasta que llegaron los demás.

Fue Anson quien se separó del resto y se acercó hasta él.

—¿Qué sucede, amigo mío?

Tomó a Bellman por el brazo, y a pesar de que lo hizo con suavidad, el gesto le hizo dar un respingo al gerente.

—Venga, deje que le lleve a casa. No se encuentra usted bien.

Pero Bellman no se movía, ni siquiera le miraba ni daba muestras de oírle. Mantenía la mirada fija en el funeral, casi sin pestañear. Anson era consciente de que el comportamiento de Bellman en la iglesia había estado fuera de lugar, y ahora advirtió que, por excéntrico que fuese su aspecto y lo sobrenatural que resultase su alarma, al menos estaba quieto y callado. Prefirió quedarse con él y esperar a que terminase el entierro para llevar a su amigo al médico antes que arriesgarse a ponerlo nervioso y despabilarlo de nuevo.

Bellman miraba. Si no conseguía descubrir a Black entre la multitud que se congregaba alrededor de la tumba, lo haría después. Cuando los asistentes al funeral se retiraran por parejas o en grupitos quedaría una silueta solitaria y sería él…

Sus ojos se movían de un lado a otro incansables. Cada gesto, cada movimiento de una cabeza, le llamaba la atención. Esperaba ver la cara que estaba buscando de un momento a otro. La cara que reconocería al instante, la que estaría devolviéndole la mirada. Estaba preparado para correr. Antes de que Black se diese cuenta de que se acercaba, se plantaría a su lado.

Y al momento todo había acabado. Algunos se estrechaban la mano, se daban palmaditas en la espalda. Intercambiaban palabras de consuelo. Bellman deseó que los asistentes se apartasen para que nada se interpusiera en su campo de visión.

Por fin se marchó el primero, luego le siguió el resto.

Cuando prácticamente todos hubieron desaparecido, siguió allí de pie mirando.

—¿Viene conmigo? —le preguntó Anson. Apoyó con suavidad una mano en el hombro de Bellman, pero este no pareció darse cuenta, de modo que le cogió el brazo y trató de conducirlo hacia el camino—. Permítame que le acompañe a casa —sugirió, pero Bellman no tenía casa—. ¿Por qué no va a visitar a su hija unos días…?

Con un rugido furioso, Bellman sacudió el brazo para deshacerse de Anson. El banquero se apartó de inmediato de su camino. Los últimos rezagados los observaron asustados, lanzaron miradas cautelosas a hurtadillas hacia aquel hombre con la cara manchada de sangre y apretaron el paso.

Entonces, a solas con Bellman, Anson consideró qué era lo mejor que podía hacer. Avisaría al guardia del cementerio, decidió. Se necesitarían dos personas para lograr meter a Bellman en un carruaje y llevarlo a la consulta de un médico. Se apresuró a buscar al guardia y dejó al gerente de Bellman & Black contemplando la tumba y llorando como si acabasen de enterrar allí su propia alma.

Cuando regresó acompañado de un individuo corpulento que iba a echarle una mano, Bellman se había esfumado.