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Tal vez había una solución.

Bellman no estaba acostumbrado a pedir ayuda, porque en la mayoría de los casos tenía muy claro cómo había que hacer las cosas. Pero abocado a aquella complicación en concreto se sintió desorientado y buscó colaboración.

—Verney, ¿qué haría usted para enterarse del paradero de una persona?

—¿De una persona?

Verney se concentró. Conocía cientos de maneras de ubicar un chelín perdido, teniendo en cuenta las numerosas y retorcidas posibilidades de que la coma de un decimal generara un error. Era un experto en restituir dígitos que otro había pasado por alto a su lugar correspondiente en el libro de contabilidad. Pero encontrar a una persona… Negó con la cabeza.

—No sabría por dónde empezar.

En Russells, en medio de una conversación, también hizo el intento:

—Quiero averiguar dónde está alguien que conozco. ¿Cómo se supone que debería actuar?

—Pregunte en su club. Deje allí una carta a su atención.

Dicho así, parecía tan fácil.

—Es más bien solitario. No creo que pertenezca a ningún club.

—¿No va a ningún club? —El hombre alzó las cejas. En su mundo, el club era algo indispensable, y un individuo sin club era un bicho raro. Se rascó la cabeza—: Entonces sí que está difícil la cosa.

—¿Cómo se llama? —preguntó Anson cuando le pidió consejo—. Si tiene cuenta con nosotros, puedo enviarle una carta.

Responder a esa pregunta haría necesaria una explicación, y no tenía ninguna intención de explicar nada. Además, ¿y si resultaba que Black no se llamaba Black? Cuanto más vueltas le daba, más convencido estaba de la posibilidad de haber cometido una inmensa equivocación.

Durante sus rondas por la tienda, dejaba caer la pregunta aquí y allá.

«Los abogados se encargan de buscar gente, ¿no?», sugirió el chico que se encargaba de los recados.

«Estaré atento —se ofreció Pentworth, el portero—. Tarde o temprano, todo el mundo acaba atravesando estas puertas. ¿Qué aspecto tiene?»

No sería mala idea, pensó Bellman, si no fuera porque buscar a Black no era como buscar a cualquier otra persona. ¿Cómo explicar sin parecer un loco que estamos buscando a alguien cuya apariencia hace equilibrios en el borde de nuestra mente, escapando a la memoria? ¿Alguien de cuyo nombre no estamos seguros? ¿A quien no vemos desde hace una década, pero cuya influencia sentimos en cada una de las guineas ingresadas? ¿Cuya aura flota como una sombra y sigue sigilosamente los pasos de cada cliente de Bellman & Black?

Le preguntó lo mismo al cajista mientras componía los textos en la imprenta.

—Si un hombre le debe dinero no lo encontrará jamás, por mucho que remueva cielo y tierra —señaló el hombre meneando la cabeza con pesar. Hablaba desde lo que parecía ser su triste experiencia.

—Lo cierto es que es justo lo contrario.

El cajista soltó una carcajada.

—Señor Bellman, si es usted quien le debe dinero, ese hombre se encargará de localizarlo. ¡Acuérdese de lo que le digo! ¡No tardará mucho!

Y entonces el cochero le sugirió algo que podía resultar.

—Vuelva al lugar donde lo vio por última vez. La gente no se va demasiado lejos.

—Aquel hombre… —comenzó.

—¿Qué hombre?

Lizzie lo miró seria mientras quitaba los alfileres clavados en un acerico de muñeca para ir fijando el chaleco.

—Le cosí este chaleco no hará ni un mes. Se está quedando usted en nada, señor Bellman.

—Le vi a usted con él. —Su voz era hosca—. ¿No se acuerda? La noche antes de la inauguración.

Ella inclinó la cabeza, llevó a cabo un complicado pliegue con los alfileres.

—No recuerdo a ningún hombre. Volvía de la tumba de mi niña. Hace mucho tiempo.

—¿Qué calle era?

—La llamaban Back Lane, por entonces. Ya no existe.

—¿Cómo que ya no existe?

—La demolieron y edificaron de nuevo. Toda esa zona.

—Vaya.

Los brazos de Lizzie rodearon su cintura un momento para colocar la cinta métrica alrededor. No llegó a tocarle, dejó un decoroso espacio de una pulgada entre los brazos de ella y el cuerpo de él. Apóyate en mí, tenía ganas de decirle. Deseó enterrar la cara en su hombro. Deseó poder llorar mientras ella le acariciaba la cabeza. Si ella se quedase cerca velándole sería capaz de dormir por fin. Dormir de verdad. La esencia del sueño.

Enseguida se terminó aquel abrazo. La mujer suspiró mientras anotaba la medida de la cintura.

—¿Come bien, señor Bellman? ¿Ha perdido el apetito?

La amabilidad de aquella pregunta le dejó anonadado. Le cogió por sorpresa, una imagen repentina irrumpió en su mente: el terreno de Turner inundándose, el agua contenida hasta el borde por los muros del depósito. La superficie del líquido solía temblar al verse en cautividad, recordó; nadie era capaz de contemplarla sin imaginar la presa desbordándose. Por supuesto, contaban con Crace, que se encargaba de soltar volúmenes controlados en el canal del molino de agua cuando era necesario. La presa de lágrimas reprimidas estaba a punto de desbordarse ese día en el interior de Bellman. ¿Qué inundación provocaría si abriese las compuertas en aquel preciso instante? ¿Qué cadáveres flotarían en aquel líquido?

Entonces se oyó un golpe resuelto y la cara de Verney asomó, apremiante, por el hueco de la puerta entreabierta.

—Disculpe que le interrumpa, señor. Se trata del señor Critchlow.

Bellman se volvió hacia Lizzie.

—Vuelva más tarde, por favor.

Y luego se dirigió de nuevo a Verney.

—Hágalo pasar.

Los ojos de Verney se abrieron sorprendidos.

—No es eso, señor. Critchlow ha muerto.